Zurrapa

Zurrapa

«Zurrapa» es una palabra que asusta y es normal pues, cualquier palabra que empieza por «zurra» acojona. Parece adecuada para formar adjetivos despectivos como «zurrapiento» o «zurrapienta» y, en general, para formar parte del nombre de algo malo.

Pero no es el caso.

Zurrapa es el poso natural que queda en algunos líquidos de forma que, con toda propiedad, podemos censurar la calidad de un vino diciendo que tiene zurrapa o que es zurrapiento.

La palabra zurrapa, expresiva y significante es, casi con toda seguridad, una palabra de origen prerromano, una palabra de ese idioma (idiomas) que se hablaban en la Península Ibérica antes de que llegasen fenicios, griegos, carthagineses o romanos.

Sin embargo cuando hablamos del gorrino —y más si es ibérico— la zurrapa torna sus connotaciones negativas en gloria bendita y alegría para el alma.

Me gusta Andalucía, un lugar inmmune a las prédicas de toda una legión de cantamañanas que han demonizado las grasas los últimos 70 años tan sólo para alimentar a una zurrapastrosa (ahora sí) industria de productos «light» con la que vendernos resíduos de leche como sinfuese leche, agua ascorbosacarinada como gaseosa y féculas y excipientes como jamón cocido.

Hoy, esos que demonizaban la grasa, han caído del caballo y ahora lo que demonizan son los hidratos de carbono. La grasa es su dosis no solo es buena sino imorescindible y si antes había que tomar zumo de naranja al desayunar hoy hacer eso es pecado mortal por el azúcar que lleva el zumo, debes tomar la naranja entera (que tampoco lo recomiendan) o, mejor aún, zamparte unos huevos duros o unas nueces que es el desayuno de moda.

El caso es que, sea por la grasa o sea por los hidratos, unas tostadas con zurrapa no pueden ser buenas.

Ya lo cantaron «Los Inventores» con música del Noly:

«Quien viene a Cádiz
no tiene escape…»

Y es verdad que no que no tiene escape.

#zurrapa #breakfast #desayuno #Cadiz #Cádiz

Sui generis

Sui generis

Mientras espero a que acabe de cocinarse el pollo que tengo en la perola agarro la punta de un chusco, el currusco, lo parto en dos y pongo sobre él una delicada lámina de tocino de papada de cerdo ibérico criado en el campo charro salmantino, concretamente en el famoso municipio de Guijuelo.

Y cuando me dispongo a zampármelo sin formación de causa reparo en la belleza de la chacina y me quedo reflexionando. Como primera providencia decido tomarle una foto y, mientras me hallo con el brazo extendido como Hamlet sosteniendo la calavera, me quedo reflexionando y, en lugar de decir lo de «ser o no ser», me asalta la duda de si no me estaré comiendo un producto, literalmente, «sui generis».

Me explico, el cerdo en latín era conocido como «sus domesticus» pues, a diferencia del jabalí —que también era «sus» pero nada «domesticus»— y si «sus» es el nominativo, conforme a la segunda declinación «sui» sería el genitivo y «sui generis» lo mismo vendría a significar «de su propio género» que «del género del cerdo».

Sostener entonces que alguien es «sui generis» podría mo mismo significar que es un tipo peculiar como que es de la estirpe del guarro.

Al pronto la duda me asalta, este cerdo que voy a deglutirme es salmantino y en Salamanca saben latín y canalladas de esta especie no les son ajenas y si no, cuando vayan por la capital del Tormes, deténgase a ver aquella inscripción supuestamente laudatoria que la jerarquía universitaria dedicó al General Franco y en la que se le tildaba de «Miles Gloriosus».

Tuvieron suerte de que la formación humanística de los receptores de la dedicatoria no fuese mucha pues, de haberla tenido, sabrían que la traducción de «Miles Gloriosus» más que la literal «Soldado o militar glorioso» es la de «Soldado Fanfarrón» desde que el comediógrafo latino Paluto escribiese la hilarante historia de Pirgopolínices, un soldado fanfarrón de quien se burlaban hasta sus esclavos.

Sí, tuvieron suerte los doctores y escolares salmantinos pero ¿y si este cerdo salmanqués fuese la clave de la porcina venganza de considerar al género humano —sin duda sui generis en muchas ocasiones— como de su raza?

Siendo el cerdo de Guijuelo no voy a discutir con él; sólo puedo tomarme esta hamletiana foto y comunicar con ustedes mis dudas.

Desgranar pésoles

Desgranar pésoles

Desgranar guisantes es una actividad que me retrotrae a la infancia y me hace recordar a las mujeres que la poblaron. Hoy, en esta era que ni limpia lentejas ni desgrana guisantes, es imposible revivir la calidad emocional de aquellos tiempos muertos preparando los alimentos para la comida.

El guisante cunde poco y da tiempo a hablar mientras se desgrana, cuando uno veía a su madre prepararse para la tarea huía aunque antes o después llegaba la orden

—¡Pepito! ¡Ayúdame a desgranar!

Y entonces habías de ponerte a la vera de tu abuela o tu madre a desgranar guisantes hasta llenar un lebrillo de ellos con que echar de comer a la legión de maridos, hijos y nietos que se habían de sentar a la mesa. Esos tiempos muertos con tu abuela o tu madre (o tu padre si es que se atrevía a pasar cerca) eran tiempos de comunicación, de escuchar a personas nacidas en el siglo XIX escuchar las historias que les contaron sus padres, nacidos mediado el siglo y de sus abuelos, nacidos incluso antes de la guerra de la independencia.

Para mí, hijo del régimen de Franco, oir hablar del rey o de la república era como escuchar cuentos de una época fabulosa…

—Hoy tenemos un jamón como los de antes de la guerra…

…y todo eso construía una continuidad histórica que hacía que tus padres y abuelos no sólo te solucionasen el presente y te preparasen el futuro, sino que además te regalasen un pasado que diese referencias a tu vida y te permitiese trazar puntos de fuga y lineas de perspectiva.

Desde que compramos los guisantes desgranados eso se ha perdido y desde que vivimos solos, aunque desgranemos guisantes, ya no tenemos nadie a quien contarlo.

Claro que yo tengo un teléfono y redes sociales.

Y aún lo cuento.

Pacto de lectura

Pacto de lectura

Casi todos los días, cuando me siento a comer, a falta de alguien con quien conversar, converso conmigo mismo y es lo que luego ustedes leen encima de la foto del plato que acabo de comerme.

Conversar, a veces discutir, con uno mismo es algo absolutamente genial pues, pase lo que pase, siempre acabo teniendo razón yo; lo que no resulta tan fácil es tratar de explicarme luego ante ustedes pues hasta yo tengo complicado decidir a veces si lo que cuento lo hago como ejercicio literario, como fábula, como ensayo o como simple broma o divertimento y eso es importante saberlo.

De todos los acuerdos que se pueden finalizar entre un redactor y sus lectores el más importante es, sin duda, el llamado «pacto de lectura».

Los «pactos de lectura» suelen firmarse casi desde las primeras lineas de texto; convendrán conmigo en que no es lo mismo que un autor comience un texto escribiendo que «Cervantes nació en Alcalá de Henares» a que lo comience diciendo que «En un lugar de La Mancha…»; en el primer caso tácitamente entendemos que estamos ante una biografía, en el segundo que estamos ante algo bastante más raro, probablemente una novela.

Los pactos de lectura entre autor y lector son frecuentemente aformales pero hay géneros donde la formalidad adquiere tintes de rito y las primeras líneas adoptan una forma invariable. Si yo comienzo un texto escribiendo «érase una vez…» usted, sin duda ninguna, sabrá que todo lo que voy a contar después es un cuento.

Esta forma de ritualizar el pacto de lectura para que no pueda haber equívocos entre autor y lector es tan antigua como la propia escritura y se da en todas las lenguas. El bíblico «Libro de Job», por ejemplo, en su original hebreo comienza así («Érase una vez…») y por eso cualquier judío sabe que ese libro es un cuento, que no cuenta hechos reales, cosa que los lectores occidentales, por ese temor sacral que infunde la Biblia, olvidan fácilmente de forma que lo toman literalmente, lo que es muy comprensible sobre todo si tenemos en cuenta que, tras su lectura en el templo, se añade después la frase «Palabra de Dios», por lo que no es extraño que el feligrés acabe hecho un lío ante un dios que se juega la vida de los hijos de Job en una apuesta con Satán.

Hoy nos basta con leer un «érase una vez» o un «once upon a time…» para firmar con el autor un inequívoco pacto de lectura, pero en otras épocas, cuando la escritura era un recurso casi taumatúrgico de registrar palabras, no es extraño que la ritualización de estos pactos de lectura fuese algo más larga.

Veamos cómo empieza uno de los cuentos de la epopeya de Gilgamesh (Mesopotamia, año 2500 AEC) que nos narra la bajada al inframundo de su amigo Enkidu:

«…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal como un regalo;
cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo, cuando Enki zarpó hacia el inframundo,
contra el señor se levantó una tormenta de pequeños granizos,
contra Enki se levantó una tormenta de grandes granizos.
Los pequeños eran martillos livianos,
los grandes eran como piedras de catapultas.
La quilla del pequeño bote de Enki temblaba como si estuviera siendo embestida por tortugas, las olas en la proa del bote se elevaban para devorar al señor como lobos y las olas en la popa del bote atacaban a Enki como un león.

En ese momento, había un solo árbol…»

Y es a partir de aquí que se nos cuenta la historia del árbol «Halub» y todas sus peripecias hasta acabar convertido en silla y cama para la diosa Innanna.

Con la misma o parecida fórmula («…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal…») comienzan otros varios episodios del poema de Gilgamesh, lo que lleva a pensar que fuesen ese exhordio inamovible con que escritor y oyentes firmaban aquel antiguo pacto de lectura. Personalmente debo confesar que me gusta la mención a «aquellos tiempos en que se determinó el destino» pues encaja perfectamente con los mitos sumerio-acadio-babilónicos sobre las peripecias de la redacción (e incluso robo) del libro del destino.

Es verdad que es difícil entender y disfrutar estos textos con sus reiteraciones si no reparamos en que están escritos en verso y que, al igual que hoy, cuando escribimos en verso repetimos estrofas por razones musicales o poéticas

«El lagarto está llorando
la lagarta está llorando
el lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos»

O incluso incluímos en nuestras composiciones palabras incomprensibles…

«Achilipú, apú, apú…»
«Aserejé, ja, de jé…»

pues ellos también lo hacían

«…cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo,»

Es una pena que al traducir se pierda la musicalidad del lenguaje original pero no se puede tener todo. A veces pienso que sería bonito escuchar el poema de Gilgamesh recitado en acadio, un idioma semítico con semejanzas evidentes al actual árabe o al propio hebreo, quizá algún día alguien lo haga y podamos escuchar un sonido de cinco mil años contando cómo Gilgamesh, buscando la inmortalidad, fatigó el mundo conocido para volver a su tierra sabio y mortal.

Pareciera que, aunque yo no lo creo, no hubiese nada nuevo bajo el sol… Y, ahora que digo esto, caigo en que esto también está dicho al menos desde que el profeta redactó el bíblico Eclesiastés:

«Generación va, y generación viene: mas la tierra siempre permanece.
5 Y sale el sol, y pónese el sol, y con deseo vuelve á su lugar donde torna á nacer.
6 El viento tira hacia el mediodía, y rodea al norte; va girando de continuo, y á sus giros torna el viento de nuevo.
7 Los ríos todos van á la mar, y la mar no se hinche; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo.
8 Todas las cosas andan en trabajo mas que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchen de oir.
9 ¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol.»

El «Gran Menú» de las largas distancias

El «Gran Menú» de las largas distancias

España es un país donde se miente hasta en los nombres de las leyes. ¿Que se hace una ley para reducir el número de juzgados y dejarlos solo en las capitales de provincia? pues se bautiza con el nombre de «Ley para acercar la justicia al ciudadano» y en paz. ¿Que deciden cerrar tres centros médicos, un hospital y dos ambulatorios? pues a la ley se la bautiza como «Ley de mejora del servicio sanitario» y se quedan tan anchos.

Y, si eso pasa en el campo político, ni les cuento en el gastronómico. Esto que ven ante ustedes es el «Gran Menú» que ofrece Renfe en sus trenes de largo recorrido. Y no, no me entiendan mal, no es que vaya yo a quejarme a estas alturas de tener que comerme un bocadillo en un tren, pero, llamarle «Gran Menú» a un bocadillo con patatas fritas de bolsa, es algo así como confundirme a mí con Jean Claude Van Damm.

Diré desde el principio que toda la culpa ha sido mía pues ayer me preparé una fiambrerica en casa con una ración de magra con tomate que compré en la calle de Canales, pero esta mañana todo se me ha liado y he acabado cogiendo el tren sobre la bocina, de forma que no he podido pasar por casa para recoger la fiambrera por lo que, ahora, me veo en estas: consumiendo el «Gran Menú».

Comer decentemente en un tren español no debiera ser tan difícil. Comer decentemente no sólo es un rasgo de cultura sino que induce hábitos —sobre todo en los más jóvenes— que ahorrarán más tarde al estado gastos en el sistema sanitario.

El «combo» que compone un «Gran Menú» lo integran un bocadillo de pan conservado en permafrost siberiano relleno con cualquiera de las sustancias más hipercalóricas que puedan encontrar en una tienda de productos bioquímicos. El bocadillo se acompaña con (a elegir) o bien una bolsa de patatas fritas o bien unos chocolates industriales.

Yo he escogido las patatas y tal no hiciera.

100grs de patatas fritas de bolsa tienen más de 500kcal. es decir, como medio kilo de lentejas o garbanzos, el doble de esos platos que habitualmente como en casa.

Si, por ejemplo, sigue usted una dieta de 1500kcal. ya sabe que, con la bolsa de 47 grs que ven en la imagen, se ha echado usted a la andorga 250kcal, es decir, más o menos lo mismo que si se hubiesen zampado un plato de lentejas con verduras con la diferencia de que, tras comer 47 grs. de patatas de bolsa, usted seguirá teniendo hambre.

Afortunadamente puede usted saciar su hambre con el bocadillo de pan de la cuarta glaciación que le ofrece Renfe, si bien, en este caso he preferido no computar las calorías pues, a simple vista, amenazaba tener más de 500 kilotones termonucleares.

Un bocadillo y unas patatas industriales componen este «Gran Menú» gastronómicamente medido para que resulte rebosante de riesgos coronario-metabólicos al ajustado precio de unos 10€ (bebida incluída). Una ganga.

No pida fruta, no hay, aunque el tren avanza por enmedio de naranjales cuajados de fruta el vagón bar es refractario a ella. Y el caso es que la fruta aguanta bien y tarda en estropearse… ¿por qué hay que tomar de postre barras de chocolate industrial?

E insisto, la culpa es mía y solo mía. Ayer medité qué comida me traería hoy para conllevar sin taponamiento de arterias el viaje en tren pero la vida de los abogados es como es y siempre llegamos a los sitios en el plazo de gracia.

«Gran Menú», magnífico nombre.

Posta cartagenera

Posta cartagenera

Bonifacio Ávila era boxeador y de los buenos. Representó a su país —Colombia— en los juegos olímpicos de 1972 aunque la mala suerte le enfrentó en segunda ronda al monstruo alemán Dieter Kottysch que, a la postre, obtendría la medalla de oro.

Luego se dedicó al boxeo profesional con un palmarés de 17 victorias, 8 derrotas y tres combates nulos.

A mí su historia me recuerda a la de José Ruíz Calderón, más conocido como Pepe El Manteca, un hombre que iba para torero pero acabó emigrando a Alemania con una maleta de cartón para, finalmente, acabar abriendo en Cádiz, en la calle Corralón de los Carros la taberna más famosa de la tacita de plata.

A Bonifacio Ávila, El Bony, el púgil de Cartagena, le pasó casi lo mismo y cuando dejó el boxeo abrió un kiosco de comida en Bocagrande que es, a día de hoy, un lugar casi de culto. Mojarritas fritas (¿Notan el parecido con Cádiz) sancocho de pescado y Posta Cartagenera. Porque para defender Cartagena de ingleses, franceses y holandeses, no sólo es precisa posta lobera para repartir sino un buen condumio con que sostener el cuerpo y ese, en el Kiosco de El Bony, es la Posta Cartagenera; una fascinante preparación a base de carne glaseada con panela y especias y que se acompaña habitualmente con arroz de coco y ensalada.

El sabor es maravilloso, puedo jurarlo por las rapadas barbas del almirante Vernon, y ese glaseado dulce es pura sabrosura.

Sólo echo una cosa de menos: como estos cartageneros no usan del pan en sus comidas es imposible rebañar la salsa sobrante, una cosa que te deja con no poca desazón al ver marcharse el plato aún con salsa camino de la cocina.

Por 7€ (35.000$ colombianos) puede usted ponerse hasta arriba de posta cartagenera. Yo lo he hecho, ahora voy a dormir un ratico.

Sopa con fideos, la comida de los grandes juristas

Sopa con fideos, la comida de los grandes juristas

Cualquiera que haya leído las tonterías que escribo sabrá, a estas alturas, que la expresión latina «ius» significa literalmente «sopa» y que está directamente emparentada con palabras que significan «unir» de ahí que llamemos «yunta» (iunta) al equipo de animales que tira de un peso; «cónyuges» (con-iu-ges) a las personas que se unen en matrimonio; «yoga» a esa práctica de unión espiritual o «yugo» (iugo) al artefacto que une a los bueyes. El «ius» une los sabores en forma de sopa o a la sociedad merced a normas justas.

Hoy que me estoy comiendo una sopa de fideos yo podría inventarme —o sostener— una falsa etimología de la palabra «fideo» y decirles que la comida de los buenos juristas es la sopa de fideos pues en ella se une el ius (sopa) con la fides (fideos) creando un símbolo gastronómico inigualable de la justicia (iustitia).

En el siglo XIX se quiso hacer derivar la palabra fideo de «fides», pero de una forma especial de ella, pues la cuerda de la lira, en etrusco, se decía fides.

Pero les engañaría. En realidad los fideos son el producto del mestizaje cultural peninsular entre cristianos, árabes, mozárabes y judíos.

A la acción de utilizar el escáner los castellanohablantes la bautizamos como «escanear», del mismo modo, a la práctica del surf la llamamos «surfear». Y es por eso que no les sorprenderá si les digo que, la expresión verbal «fid», los judíos sefardíes la conjugaron como «fidear» pues, como hemos visto en escanear y surfear, los castellanoparlantes, cuando convertimos en verbo alguna palabra extranjera lo solemos hacer añadiento la terminación «-ar» o «-ear».

Ocurre que esta vez «fid» es palabra semítica que en el árabe clásico dio «fad» y en imperativo «fid» (crecer, aumentar de tamaño) y de ahí pasó al mozárabe, y de ahí al sefardí fidear y de esa forma de espñol judío a todo el mundo.

En la sopa de fideos, pues, anote que no todo se lo debemos al ius romano, los romanos no conocían los fideos y sus sopas eran, por tanto, tristes y desangelados caldos; fue necesario el impulso del islam español, en conjunción con los judíos de esa España que ellos llamaban Sefarad y las muy cristianas hambres, para que viniese al mundo el fideo.

Es por eso que ahora, mientras rebaño los restos de la sopa con un trozo de pan, me admiro reflexionando en cuanta historia se esconde en un plato de sopa con fideos.

Tagarninas

Tagarninas

El humilde vegetal que tienen ante ustedes fue inscrito al nacer en el Registro Civil de las plantas como «Scolymus Hispanicus», aunque quienes lo conocen le llaman, simplemente, tagarnina.

Hoy, gracias a la cortesía y grandeza de corazón de Francisco Javier Olivero Angulo, tengo encima de mi mesa de despacho bastimento de tagarninas suficiente para prepararme un potajico que, de aquí a poco, voy a empezar a perpetrar.

Gracias compañero, no sólo sacias mi hambre sino que alimentas mi espíritu y aumentas mi conocimiento del país en que vivo.

Debo confesar que lo primero que conocí de las tagarninas fue su nombre y lo escuché en una canción de Carlos Cano («Las Murgas de Emilio el Moro») que costaron a su autor el ostracismo porque, entre otras cosas, mencionaban a la OTAN y a Felipe y el sentido del humor de este último en aquellos años al parecer era nulo.

«Espárragos, caracoles,
tagarninas de la sierra,
a manojitos los niños
venden por las carreteras…»

Esta canción me acompañó siempre: la usé como sintonía de mi programa durante unos años que hice radio, me la ponía en el coche para ubicarme espiritualmente antes de dar cualquier mitin o simplemente la escuchaba para disfrutar de su compás carnavalesco-gaditano y recordar que yo también vi actuar en directo a Don Emilio Jiménez (aka «Emilio el Moro»).

Hoy, gracias a Francisco Javier Olivero Angulo, no solo voy a calmar las hambres del cuerpo sino también las del alma y a darle un poco de tirititrán al intestino delgado.

«Alegría…
Alegría la traigo a espuertas
viene de Cai (qué calor)
Alegría…
Alegría tienen las jambres
de Andalucía:
Frigoríficos volando
la reconversión naval
¡Guardias no tiréis pelotas
que pa pelotas Puerto Real!»

Y ahora voy a ver como asesino, culinariamente hablando, estas tagarninas que, al lado de unos garbanzos carthagineses, creo yo que estarán de lujo.

España y América, una visión gastronómica de la hispanidad

España y América, una visión gastronómica de la hispanidad

Ahora está de moda preguntarse si eso de que unos españoles apareciesen por América en el siglo XV fue bueno o malo. Puede usted pensar lo que prefiera, a mí, ahora que estoy comiendo, me parece que no ha ocurrido milagro más maravilloso que ese en el mundo; de hecho si ese grupo de europeos no hubiese llegado a América, España no existiría.

Vamos a analizar de forma científico-gastronómica el asunto y para proceder con orden empezaremos por el norte de la península, por las Asturias de España. Ese país, cuna de todas las Españas y que lleva por bandera gastronómico-identitaria la fabada no existiría sin América, del mismo modo que su incono culinario, la fabada, no existiría sin fabes, una variedad de esa especie de habas pequeñas «habichuelas» que tanto sorprendieron a los europeos a su llegada a América. Evidentemente sin América la identidad gastronómica astur se disuelve como un azucarillo.

¿Y qué decir del País Vasco? Sin América no existiría ese modo de cocinar las cosas, santo y seña culinario de los Bizcaitarras, conocido en el mundo entero y arma de destrucción masiva de cuantos cocineros futuristas en el mundo son, y que es arte que se conoce como preparar las cosas «a la vizcaína». Para hacer algo «a la vizcaina» son precisos varios ingredientes americanos, si faltan, para comer «a la vizcaina» no quedaría más remedio al comensal autóctono que trocear el bacalao o el rabo con una aizkora o embaulárselo mientras el cocinero anima la función tocando la txalaparta.

¿Y Galicia? Nada más gallego que el pulpo a feira, pero de este plato, salvo el pulpo nada es gallego: ni los cachelos, ni el pimentón, ni el aceite son productos originarios de Galicia y ni siquiera queda el consuelo de recurrir a un aperitivo a base de pimientos de Padrón, pues estos pimientos hijos de Padrón son nietos de América.

Y por no cansarles más, pregúntense ¿cómo prepararía en agosto un andaluz su gazpacho o su salmorejo?, ¿sería la paella el plato que hoy conocemos sin tomate ni garrofón?. El arroz en paella, sol de las Españas y estrella polar de malcomidos y descarriados, es verdad que se preparaba ya en el siglo XV pero no les quepa duda de que sin el concurso de América jamás habría llegado a ser lo que es, por no mencionar la salmorreta: la Comunidad Valenciana no sería la misma sin salmorreta.

Llegados aquí parece que sólo Europa es deudora de América en este asunto, pero no se dejen engañar, América, créanme, se llevó la parte buena de la res.

Seguramente les sorprenderá pero deben saber que, cuando Colón, Hernán Cortés, Juan Díaz de Solís o Fernando de Magallanes llegaron a América en este continente no se conocía la ganadería. ¿Sorprendente verdad? Estamos tan acostumbrados a leer en la Biblia historias de pastores y agricultores que pensamos que en todo el mundo era así —eurocéntricos que somos— pero es lo cierto que en América, a la llegada de los europeos, no existía la ganadería.

Esto fue gloria bendita para unos castellanos que llevaban el pastoreo en la sangre y en sus instituciones más tradicionales (piensen en La Mesta) ya que América, al revés que la pequeña Península Ibérica, era una tierra casi infinita. Los castellanos vieron en todos aquellos terrenos abiertos el paraíso y pronto llevaron allá todo tipo de animales domésticos que, sin depredadores naturales, se multiplicaron hasta casi el infinito. Reses y caballos poblaron aquellos territorios donde sus propietarios, incapaces de encerrarlos en campos vallados, los dejaron pastar en libertad. De ahí nacen imágenes tan americanas como los caballos «mustangs» y «cimarrones» que usaban los indios americanos así como la necesidad de organizar grandes batidas anualmente para concentrar y rodear las reses en un punto. Ahí nacen el «rodeo» y tantos iconos americanos, como el del vaquero, el icono del hombre a caballo, una figura que, hecha de indios, mestizos, castellanos pobres y negros, fue objeto de apropiación por la industria de Hollywood para dar lugar al Cow-Boy, santo y seña del chauvinismo estadounidense.

¿Sería América la misma sin rodeos, vaqueros, caballos y reses, incluso bravas? Creo que no.

En América del Sur ocurrió lo mismo, las inmensidades de Argentina, como las de México, dieron lugar a este tipo de explotación ganadera y si en México los vaqueros y el rodeo fueron su consecuencia directa, en Argentina lo fueron el gaucho y toda la carga cultural que su figura acarrea. ¿Sería Argentina Argentina sin gauchos y sin asados? Creo no, con seguridad que no?

Y no citaré más aportes de este lado del Atlántico porque, siendo yo español, se me podría acusar de parcial, pero créanme que hay muchos más.

Es por eso que hoy, mientras trato de decidir qué comeré, le doy vueltas a la cabeza y pienso que no, que no hubo nada mejor para la felicidad de los seres humanos que el intercambio cultural, agrícola y pecuario, que se produjo hace cinco siglos entre las dos orillas del Atlántico y que sus consecuencias culinarias han sido, son y serán, todavía, fuente de mucha felicidad para un buen porcentaje de la población del mundo.

La cuestión teológica del homoousios, el caldero y el arròs a banda

La cuestión teológica del homoousios, el caldero y el arròs a banda

Hoy en mi casa de comidas habitual se anunciaba como plato del día un sospechosísimo «Arroz abanda» (sic) y aunque he dudado, tras pedirlo, ha comparecido ante mí el individuo que ven en la foto el cual dijo ser y llamarse «arròs a banda» pronunciado con un sospechosísimo acento castellano de la parte de Ciudad Real y al que someto al imparcialísimo juicio de mis lectores levantinos.

El «arròs a banda», ofrecido fuera de la zona sur de la Comunidad Valenciana, suele producirme desconfianza pues ya he visto que me han presentado bajo ese nombre todo tipo de preparaciones donde, efectivamente, el arròs a banda debía servirse «a banda», porque lo que me han servido a mí no lo era.

El «arròs a banda», si no entramos en debates teológicos a propósito de la taxonomía de los peces o el «melis» canónico del arroz, es más que primo hermano del caldero de la costa de Cartagena, San Pedro del Pinatar, San Javier, Los Alcázares y La Unión. El caldero, en la Carthaginense, no suele tener más patria que el mar donde se pescan los peces con los que se prepara y se le llama caldero «del Mar Menor» si los peces vienen (venían) de ese mar o «de Cabo de Palos o el Mar Mayor» si los peces son de los que nadan en el Mediterráneo.

Desconfíe de los anuncios de «caldero murciano» o «caldero cartagenero»; si el restaurante sabe lo que hace no anunciará nunca el caldero así.

Fuera de la Carthaginense existen calderos magníficos en Tabarca (por cierto, ando esperando a que alguien me invite a ir a la isla a dar mi opinión) y Torrevieja (al menos existían) y todo esto conviviendo en paz y armonía con su casi homocigótico hermano el arròs a banda.

¿Cómo distinguimos un caldero del arròs a banda? Difícil cuestión.

Unos le dirán que hay que atender al «melis» que el caldero es más meloso. Otros le dirán que hay que atender a los ingredientes, en el arròs a banda habrá marisco, mejillones, clóchinas o calamar, mientras que en el caldero sólo habrá pescado. Otros atenderán a los «vuelcos» del plato pues, con el arròs a banda, o previamente, se preparará un guiso que incorpora patatas y el pescado del arròs en un sabroso caldo.

Pueden creer a todos y a ninguno. En el barrio de Santa Lucía, Cartagena, se prepara (o al menos se preparaba) un caldero con los mismos vuelcos y patatas que el arròs a banda; el melis depende de muchas circunstancias, que haya o no haya marisco es decisión del chef y, en fin, no se puede estar seguro casi nunca de nada.

Ambos necesitan del imprescindible concurso de la ñora, producto venido del cercano pueblo de La Ñora que dió nombre al pimiento seco de bola. Ambos se acompañan de all i oli (alioli castellanizado) y, eso sí, el uso de la salmorreta es casi exclusivo de nuestros vecinos del norte, en el sur no acostumbramos.

Y dicho esto ya pueden empezar todos los paisanos de Tirant lo Blanc a maldecir el arroz que sale en la foto, lo aceptaré sin rechistar, porque en esto de los arroces hay más sutilezas que en las discusiones teológicas de Bizancio. Eso sí, les diré que estaba bastante bueno.