Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.

Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.

Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.

Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:

Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.

Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.

De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.

No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.

En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.

Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.

La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.

Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.

Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».

Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.

Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».

Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.

Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.

El tiempo, la ñora y el caldero

Agradecer es necesario

Agradecer es necesario

Agradecer es una acción fundamental para poder disfrutar de una psique equilibrada. Son muchas las cosas buenas que nos ocurren a lo largo del día y en las que preferimos no reparar para concentrarnos en aquellas que nos salen mal, el camino a la infelicidad o la depresión queda entonces abierto.

Sin embargo, si cada mañana al despertarnos tomamos conciencia de que aún estamos vivos —cosa que nadie nos garantiza— sentiremos que somos unos tipos con suerte y acumularemos una razón para estar contentos.

Las religiones, todas, dentro de su caja de herramientas de tecnologías espirituales, siempre han incluído la obligación de agradecer (cada una a su Dios naturalmente) por este tipo de cosas y hasta han establecido oraciones específicas a la hora de levantarnos o acostarnos que fuercen al creyente a tomar conciencia de que tienen cosas que agradecer.

A mí, ese pequeño milagro, me sucede todos los días a la hora de la comida cuando veo que, nuevamente, tengo un plato frente a mí con qué alimentarme.

Hoy no es de esos días en que los garbanzos me han quedado bien pero comeré y me alimentaré y eso no es poco, de forma que, aunque no pueda agradecer a ningún dios en concreto este milagro, sí que tengo una sólida razón más para estar alegre y sentir que, en el fondo, aún no me ha abandonado la suerte.

Y sí, cuando te despiertes por las mañanas, o a la hora de comer, o al acostarte o cada vez que te suceda algo bueno que nunca debes dar por garantizado, agradécelo a tu dios —si lo tienes— o a la fortuna que te permite aún seguir aquí disfrutando de este juego al que llamamos vida.

Hoy no me ha quedado bien el guiso, pero no seré yo quien se queje, hay garbanzos, pan y vino y eso, créanme, en el fondo es una fiesta.

¡Ah! Y de postre melón.

Los géneros prohibidos

Los géneros prohibidos

Yo soy el consumidor
de los géneros prohibidos:
a mí me gusta el acohol
y también los embutidos.

Me gusta comer mondongo,
en la salsa mojar pan…
y embadurnar las tostadas
con manteca colorá.

Me caen bien las histaminas,
no soy alérgico al gluten,
yo puedo comer de tó
y, además, comer dabuten.

No sigo dietas veganas
yo no soy vegetariano
y le pongo su jamón
al gazpachito en verano.

Qué esaborías las judías
qué dolor la coliflor
qué tormentos los pimientos
qué tristeza el nabicol.

Por eso, si un día me llevan
camino de la necrópolis,
no será por un empacho
de tofu, lechuga ni brócolis.

Pues soy el consumidor
de los géneros prohibidos
y no me gusta el sabor
a los Estados Unidos.

Me gustan los entremeses
de los buenos dramaturgos
la poesía de contrabando
y las morcillas de Burgos.

Las canciones con mensaje
las novelas con historia
las caras sin maquillaje
y los torreznos de Soria.

Pues soy el consumidor
de los géneros prohibidos
de las historias de amor
y los paraísos perdidos.

Manducando por soleares

Manducando por soleares

Tengo la mala costumbre de vivir solo, de dormir solo, de hablar solo… pero sobre todo tengo la mala costumbre de comer solo, lo cual es una acción, sin duda, contranatura.

Comer en latín se decía «edere» (de ahí por ejemplo la expresión inglesa «edible», «comestible») raíz a la que, según el lexicógrafo español Sebastián de Covarrubias (1539-1613) la sabiduría hispana había añadido la raíz indoeuropea «kom-» que significa «junto, cerca de…» y que nos ha dado palabras como compañero, compasión o comunicación, pero también comunismo.

Si los españoles decimos «comer» (del latín com-edere) es según Covarrubias para que no olvidemos que no se debe comer nunca solo y que conviene siempre compartir el pan (cum-panis) con alguien que, por eso motivo, llamamos com-pañero o com-pañera.

Eso está bien, pero no tanto. Yo, como los flamencos rancios, como de la misma forma que ellos cantan por soleá: solos. «Canto pa Dios y pa mí» dicen que decía Silverio y yo, que no quiero enmendarle la plana, disfruto embaulando ternera por soleares, que también es un arte.

Y, mientras pienso estas cosas, reparo en el ingenio de los camareros de mi figón de cabecera a la hora de tapar la frasca de vino donde, acorde con la evolución de los materiales y las técnicas, han sustituido el corcho por un novedoso diseño de papel de aluminio denominado «gurullo» que funge como la corteza del mejor alcornoque de Extremadura.

Unos fieras.

Zurrapa

Zurrapa

«Zurrapa» es una palabra que asusta y es normal pues, cualquier palabra que empieza por «zurra» acojona. Parece adecuada para formar adjetivos despectivos como «zurrapiento» o «zurrapienta» y, en general, para formar parte del nombre de algo malo.

Pero no es el caso.

Zurrapa es el poso natural que queda en algunos líquidos de forma que, con toda propiedad, podemos censurar la calidad de un vino diciendo que tiene zurrapa o que es zurrapiento.

La palabra zurrapa, expresiva y significante es, casi con toda seguridad, una palabra de origen prerromano, una palabra de ese idioma (idiomas) que se hablaban en la Península Ibérica antes de que llegasen fenicios, griegos, carthagineses o romanos.

Sin embargo cuando hablamos del gorrino —y más si es ibérico— la zurrapa torna sus connotaciones negativas en gloria bendita y alegría para el alma.

Me gusta Andalucía, un lugar inmmune a las prédicas de toda una legión de cantamañanas que han demonizado las grasas los últimos 70 años tan sólo para alimentar a una zurrapastrosa (ahora sí) industria de productos «light» con la que vendernos resíduos de leche como sinfuese leche, agua ascorbosacarinada como gaseosa y féculas y excipientes como jamón cocido.

Hoy, esos que demonizaban la grasa, han caído del caballo y ahora lo que demonizan son los hidratos de carbono. La grasa es su dosis no solo es buena sino imorescindible y si antes había que tomar zumo de naranja al desayunar hoy hacer eso es pecado mortal por el azúcar que lleva el zumo, debes tomar la naranja entera (que tampoco lo recomiendan) o, mejor aún, zamparte unos huevos duros o unas nueces que es el desayuno de moda.

El caso es que, sea por la grasa o sea por los hidratos, unas tostadas con zurrapa no pueden ser buenas.

Ya lo cantaron «Los Inventores» con música del Noly:

«Quien viene a Cádiz
no tiene escape…»

Y es verdad que no que no tiene escape.

#zurrapa #breakfast #desayuno #Cadiz #Cádiz

Sui generis

Sui generis

Mientras espero a que acabe de cocinarse el pollo que tengo en la perola agarro la punta de un chusco, el currusco, lo parto en dos y pongo sobre él una delicada lámina de tocino de papada de cerdo ibérico criado en el campo charro salmantino, concretamente en el famoso municipio de Guijuelo.

Y cuando me dispongo a zampármelo sin formación de causa reparo en la belleza de la chacina y me quedo reflexionando. Como primera providencia decido tomarle una foto y, mientras me hallo con el brazo extendido como Hamlet sosteniendo la calavera, me quedo reflexionando y, en lugar de decir lo de «ser o no ser», me asalta la duda de si no me estaré comiendo un producto, literalmente, «sui generis».

Me explico, el cerdo en latín era conocido como «sus domesticus» pues, a diferencia del jabalí —que también era «sus» pero nada «domesticus»— y si «sus» es el nominativo, conforme a la segunda declinación «sui» sería el genitivo y «sui generis» lo mismo vendría a significar «de su propio género» que «del género del cerdo».

Sostener entonces que alguien es «sui generis» podría mo mismo significar que es un tipo peculiar como que es de la estirpe del guarro.

Al pronto la duda me asalta, este cerdo que voy a deglutirme es salmantino y en Salamanca saben latín y canalladas de esta especie no les son ajenas y si no, cuando vayan por la capital del Tormes, deténgase a ver aquella inscripción supuestamente laudatoria que la jerarquía universitaria dedicó al General Franco y en la que se le tildaba de «Miles Gloriosus».

Tuvieron suerte de que la formación humanística de los receptores de la dedicatoria no fuese mucha pues, de haberla tenido, sabrían que la traducción de «Miles Gloriosus» más que la literal «Soldado o militar glorioso» es la de «Soldado Fanfarrón» desde que el comediógrafo latino Paluto escribiese la hilarante historia de Pirgopolínices, un soldado fanfarrón de quien se burlaban hasta sus esclavos.

Sí, tuvieron suerte los doctores y escolares salmantinos pero ¿y si este cerdo salmanqués fuese la clave de la porcina venganza de considerar al género humano —sin duda sui generis en muchas ocasiones— como de su raza?

Siendo el cerdo de Guijuelo no voy a discutir con él; sólo puedo tomarme esta hamletiana foto y comunicar con ustedes mis dudas.

Desgranar pésoles

Desgranar pésoles

Desgranar guisantes es una actividad que me retrotrae a la infancia y me hace recordar a las mujeres que la poblaron. Hoy, en esta era que ni limpia lentejas ni desgrana guisantes, es imposible revivir la calidad emocional de aquellos tiempos muertos preparando los alimentos para la comida.

El guisante cunde poco y da tiempo a hablar mientras se desgrana, cuando uno veía a su madre prepararse para la tarea huía aunque antes o después llegaba la orden

—¡Pepito! ¡Ayúdame a desgranar!

Y entonces habías de ponerte a la vera de tu abuela o tu madre a desgranar guisantes hasta llenar un lebrillo de ellos con que echar de comer a la legión de maridos, hijos y nietos que se habían de sentar a la mesa. Esos tiempos muertos con tu abuela o tu madre (o tu padre si es que se atrevía a pasar cerca) eran tiempos de comunicación, de escuchar a personas nacidas en el siglo XIX escuchar las historias que les contaron sus padres, nacidos mediado el siglo y de sus abuelos, nacidos incluso antes de la guerra de la independencia.

Para mí, hijo del régimen de Franco, oir hablar del rey o de la república era como escuchar cuentos de una época fabulosa…

—Hoy tenemos un jamón como los de antes de la guerra…

…y todo eso construía una continuidad histórica que hacía que tus padres y abuelos no sólo te solucionasen el presente y te preparasen el futuro, sino que además te regalasen un pasado que diese referencias a tu vida y te permitiese trazar puntos de fuga y lineas de perspectiva.

Desde que compramos los guisantes desgranados eso se ha perdido y desde que vivimos solos, aunque desgranemos guisantes, ya no tenemos nadie a quien contarlo.

Claro que yo tengo un teléfono y redes sociales.

Y aún lo cuento.

Pacto de lectura

Pacto de lectura

Casi todos los días, cuando me siento a comer, a falta de alguien con quien conversar, converso conmigo mismo y es lo que luego ustedes leen encima de la foto del plato que acabo de comerme.

Conversar, a veces discutir, con uno mismo es algo absolutamente genial pues, pase lo que pase, siempre acabo teniendo razón yo; lo que no resulta tan fácil es tratar de explicarme luego ante ustedes pues hasta yo tengo complicado decidir a veces si lo que cuento lo hago como ejercicio literario, como fábula, como ensayo o como simple broma o divertimento y eso es importante saberlo.

De todos los acuerdos que se pueden finalizar entre un redactor y sus lectores el más importante es, sin duda, el llamado «pacto de lectura».

Los «pactos de lectura» suelen firmarse casi desde las primeras lineas de texto; convendrán conmigo en que no es lo mismo que un autor comience un texto escribiendo que «Cervantes nació en Alcalá de Henares» a que lo comience diciendo que «En un lugar de La Mancha…»; en el primer caso tácitamente entendemos que estamos ante una biografía, en el segundo que estamos ante algo bastante más raro, probablemente una novela.

Los pactos de lectura entre autor y lector son frecuentemente aformales pero hay géneros donde la formalidad adquiere tintes de rito y las primeras líneas adoptan una forma invariable. Si yo comienzo un texto escribiendo «érase una vez…» usted, sin duda ninguna, sabrá que todo lo que voy a contar después es un cuento.

Esta forma de ritualizar el pacto de lectura para que no pueda haber equívocos entre autor y lector es tan antigua como la propia escritura y se da en todas las lenguas. El bíblico «Libro de Job», por ejemplo, en su original hebreo comienza así («Érase una vez…») y por eso cualquier judío sabe que ese libro es un cuento, que no cuenta hechos reales, cosa que los lectores occidentales, por ese temor sacral que infunde la Biblia, olvidan fácilmente de forma que lo toman literalmente, lo que es muy comprensible sobre todo si tenemos en cuenta que, tras su lectura en el templo, se añade después la frase «Palabra de Dios», por lo que no es extraño que el feligrés acabe hecho un lío ante un dios que se juega la vida de los hijos de Job en una apuesta con Satán.

Hoy nos basta con leer un «érase una vez» o un «once upon a time…» para firmar con el autor un inequívoco pacto de lectura, pero en otras épocas, cuando la escritura era un recurso casi taumatúrgico de registrar palabras, no es extraño que la ritualización de estos pactos de lectura fuese algo más larga.

Veamos cómo empieza uno de los cuentos de la epopeya de Gilgamesh (Mesopotamia, año 2500 AEC) que nos narra la bajada al inframundo de su amigo Enkidu:

«…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal como un regalo;
cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo, cuando Enki zarpó hacia el inframundo,
contra el señor se levantó una tormenta de pequeños granizos,
contra Enki se levantó una tormenta de grandes granizos.
Los pequeños eran martillos livianos,
los grandes eran como piedras de catapultas.
La quilla del pequeño bote de Enki temblaba como si estuviera siendo embestida por tortugas, las olas en la proa del bote se elevaban para devorar al señor como lobos y las olas en la popa del bote atacaban a Enki como un león.

En ese momento, había un solo árbol…»

Y es a partir de aquí que se nos cuenta la historia del árbol «Halub» y todas sus peripecias hasta acabar convertido en silla y cama para la diosa Innanna.

Con la misma o parecida fórmula («…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal…») comienzan otros varios episodios del poema de Gilgamesh, lo que lleva a pensar que fuesen ese exhordio inamovible con que escritor y oyentes firmaban aquel antiguo pacto de lectura. Personalmente debo confesar que me gusta la mención a «aquellos tiempos en que se determinó el destino» pues encaja perfectamente con los mitos sumerio-acadio-babilónicos sobre las peripecias de la redacción (e incluso robo) del libro del destino.

Es verdad que es difícil entender y disfrutar estos textos con sus reiteraciones si no reparamos en que están escritos en verso y que, al igual que hoy, cuando escribimos en verso repetimos estrofas por razones musicales o poéticas

«El lagarto está llorando
la lagarta está llorando
el lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos»

O incluso incluímos en nuestras composiciones palabras incomprensibles…

«Achilipú, apú, apú…»
«Aserejé, ja, de jé…»

pues ellos también lo hacían

«…cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo,»

Es una pena que al traducir se pierda la musicalidad del lenguaje original pero no se puede tener todo. A veces pienso que sería bonito escuchar el poema de Gilgamesh recitado en acadio, un idioma semítico con semejanzas evidentes al actual árabe o al propio hebreo, quizá algún día alguien lo haga y podamos escuchar un sonido de cinco mil años contando cómo Gilgamesh, buscando la inmortalidad, fatigó el mundo conocido para volver a su tierra sabio y mortal.

Pareciera que, aunque yo no lo creo, no hubiese nada nuevo bajo el sol… Y, ahora que digo esto, caigo en que esto también está dicho al menos desde que el profeta redactó el bíblico Eclesiastés:

«Generación va, y generación viene: mas la tierra siempre permanece.
5 Y sale el sol, y pónese el sol, y con deseo vuelve á su lugar donde torna á nacer.
6 El viento tira hacia el mediodía, y rodea al norte; va girando de continuo, y á sus giros torna el viento de nuevo.
7 Los ríos todos van á la mar, y la mar no se hinche; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo.
8 Todas las cosas andan en trabajo mas que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchen de oir.
9 ¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol.»

El «Gran Menú» de las largas distancias

El «Gran Menú» de las largas distancias

España es un país donde se miente hasta en los nombres de las leyes. ¿Que se hace una ley para reducir el número de juzgados y dejarlos solo en las capitales de provincia? pues se bautiza con el nombre de «Ley para acercar la justicia al ciudadano» y en paz. ¿Que deciden cerrar tres centros médicos, un hospital y dos ambulatorios? pues a la ley se la bautiza como «Ley de mejora del servicio sanitario» y se quedan tan anchos.

Y, si eso pasa en el campo político, ni les cuento en el gastronómico. Esto que ven ante ustedes es el «Gran Menú» que ofrece Renfe en sus trenes de largo recorrido. Y no, no me entiendan mal, no es que vaya yo a quejarme a estas alturas de tener que comerme un bocadillo en un tren, pero, llamarle «Gran Menú» a un bocadillo con patatas fritas de bolsa, es algo así como confundirme a mí con Jean Claude Van Damm.

Diré desde el principio que toda la culpa ha sido mía pues ayer me preparé una fiambrerica en casa con una ración de magra con tomate que compré en la calle de Canales, pero esta mañana todo se me ha liado y he acabado cogiendo el tren sobre la bocina, de forma que no he podido pasar por casa para recoger la fiambrera por lo que, ahora, me veo en estas: consumiendo el «Gran Menú».

Comer decentemente en un tren español no debiera ser tan difícil. Comer decentemente no sólo es un rasgo de cultura sino que induce hábitos —sobre todo en los más jóvenes— que ahorrarán más tarde al estado gastos en el sistema sanitario.

El «combo» que compone un «Gran Menú» lo integran un bocadillo de pan conservado en permafrost siberiano relleno con cualquiera de las sustancias más hipercalóricas que puedan encontrar en una tienda de productos bioquímicos. El bocadillo se acompaña con (a elegir) o bien una bolsa de patatas fritas o bien unos chocolates industriales.

Yo he escogido las patatas y tal no hiciera.

100grs de patatas fritas de bolsa tienen más de 500kcal. es decir, como medio kilo de lentejas o garbanzos, el doble de esos platos que habitualmente como en casa.

Si, por ejemplo, sigue usted una dieta de 1500kcal. ya sabe que, con la bolsa de 47 grs que ven en la imagen, se ha echado usted a la andorga 250kcal, es decir, más o menos lo mismo que si se hubiesen zampado un plato de lentejas con verduras con la diferencia de que, tras comer 47 grs. de patatas de bolsa, usted seguirá teniendo hambre.

Afortunadamente puede usted saciar su hambre con el bocadillo de pan de la cuarta glaciación que le ofrece Renfe, si bien, en este caso he preferido no computar las calorías pues, a simple vista, amenazaba tener más de 500 kilotones termonucleares.

Un bocadillo y unas patatas industriales componen este «Gran Menú» gastronómicamente medido para que resulte rebosante de riesgos coronario-metabólicos al ajustado precio de unos 10€ (bebida incluída). Una ganga.

No pida fruta, no hay, aunque el tren avanza por enmedio de naranjales cuajados de fruta el vagón bar es refractario a ella. Y el caso es que la fruta aguanta bien y tarda en estropearse… ¿por qué hay que tomar de postre barras de chocolate industrial?

E insisto, la culpa es mía y solo mía. Ayer medité qué comida me traería hoy para conllevar sin taponamiento de arterias el viaje en tren pero la vida de los abogados es como es y siempre llegamos a los sitios en el plazo de gracia.

«Gran Menú», magnífico nombre.

Posta cartagenera

Posta cartagenera

Bonifacio Ávila era boxeador y de los buenos. Representó a su país —Colombia— en los juegos olímpicos de 1972 aunque la mala suerte le enfrentó en segunda ronda al monstruo alemán Dieter Kottysch que, a la postre, obtendría la medalla de oro.

Luego se dedicó al boxeo profesional con un palmarés de 17 victorias, 8 derrotas y tres combates nulos.

A mí su historia me recuerda a la de José Ruíz Calderón, más conocido como Pepe El Manteca, un hombre que iba para torero pero acabó emigrando a Alemania con una maleta de cartón para, finalmente, acabar abriendo en Cádiz, en la calle Corralón de los Carros la taberna más famosa de la tacita de plata.

A Bonifacio Ávila, El Bony, el púgil de Cartagena, le pasó casi lo mismo y cuando dejó el boxeo abrió un kiosco de comida en Bocagrande que es, a día de hoy, un lugar casi de culto. Mojarritas fritas (¿Notan el parecido con Cádiz) sancocho de pescado y Posta Cartagenera. Porque para defender Cartagena de ingleses, franceses y holandeses, no sólo es precisa posta lobera para repartir sino un buen condumio con que sostener el cuerpo y ese, en el Kiosco de El Bony, es la Posta Cartagenera; una fascinante preparación a base de carne glaseada con panela y especias y que se acompaña habitualmente con arroz de coco y ensalada.

El sabor es maravilloso, puedo jurarlo por las rapadas barbas del almirante Vernon, y ese glaseado dulce es pura sabrosura.

Sólo echo una cosa de menos: como estos cartageneros no usan del pan en sus comidas es imposible rebañar la salsa sobrante, una cosa que te deja con no poca desazón al ver marcharse el plato aún con salsa camino de la cocina.

Por 7€ (35.000$ colombianos) puede usted ponerse hasta arriba de posta cartagenera. Yo lo he hecho, ahora voy a dormir un ratico.