Si usted no conoce, siquiera sea superficialmente, las historias que se nos cuentan tanto en la Odisea y en La Ilíada como en el Viejo y Nuevo Testamento de La Biblia, usted, con toda probabilidad, no estará en condiciones de entender nuestra civilización occidental. Si usted entra, por ejemplo, al Museo del Prado o al Louvre sin conocer estas obras, usted no podrá comprender la mayoría de los cuadros y obras de arte que en ellos vea. Estas cuatro obras, el Viejo y Nuevo Testamento junto con La Odisea y la Iliada, son un elemento fundamental de nuestra cultura.

Y, sin embargo, siendo obras fundamentales, son muy pocas las cosas que sabemos de ellas; por ejemplo, en los dos casos ignoramos su autor.

Cualquier judío, preguntado por el autor de la Torá, responderá automáticamente que esta fue escrita por Moisés y, sin embargo (y que no se me enfade nadie) ni Moisés escribió la Torá (el Pentatéuco) ni sabemos siquiera si Moisés realmente existió.

La Biblia se nos ha enseñado desde antiguo en un formato lógico que nos hace pensar que los libros que la componen fueron escritos en el orden en que se nos presentan; que, primero, se escribió el Génesis (la creación del mundo, el diluvio, la Torre de Babel), luego en el Éxodo se nos narra cómo el pueblo de Israel se zafa de la esclavitud de Egipto y así hasta que, al final del Deuteronomio, el pueblo judío llega a las fronteras de Tierra Prometida y viéndola, pero sin poder entrar en ella por mandato de Yahweh, muere Moisés y, por tanto, deja de escribir.

Tras estos cinco libros que forman la Torá, llamados «El Pentatéuco» (los «Cinco Estuches») por los cristianos, vienen los «libros históricos», como el de Josué, Jueces, Samuel, Reyes o Crónicas, que, aunque situados en un tiempo histórico posterior al Pentatéuco (a Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), no fueron escritos tras él sino que, curiosamente, fueron escritos antes.

En realidad La Biblia (como «La Guerra de Las Galaxias») no fue escrita empezando por el primer capítulo, sino que la serie empieza en algún libro «in media res».

Otro tanto ocurre con el Nuevo Testamento, cuyo orden (Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos, Cartas de apóstoles —en especial Pablo— Apocalipsis…) no representa en absoluto el orden en el que fueron escritos los textos sino una ordenación hecha a posteriori por la autoridad eclesiástica atendiendo a motivos teológicos.

Pero ¿Qué pasa si leemos la Biblia no en el orden en que nos es presentada por motivos teológicos sino según la fecha en que los libros fueron escritos?

Los resultados pueden ser sorprendentes.

Los primeros libros de la Biblia en ser escritos (en torno al siglo VIII AEC) fueron, algunos salmos individuales, el de Amós, el llamado «Primer Isaías» (Isaías 1-39), Oseas, Miqueas y ya en el siglo VII, Nahum (basado en su supuesto de la caída de Tebas , algo que volveremos a ver a la hora de datar la obra de Homero) Sofonías, Habacuc, primera edición de los libros históricos de Josué, Jueces, Samuel, Reyes y el capital y por muchos modos decisivo Deuteronomio 5-26 en el reinado de Josías (649-609 AEC), si bien no completo y pendiente de revisión.

Pues bien, en ninguno de esos libros anteriores a los cuatro primeros del Pentatéuco, se menciona jamás a nadie llamado Moisés. ¿Acaso Moisés era desconocido para los primeros redactores de la Biblia? ¿No les resulta curioso?

No tan curioso, sobre todo si pensamos que los libros que componen el Pentatéuco (la Torá) se compusieron tras la vuelta del pueblo judío del exilio de Babilonia (538 AEC), unos tres siglos después de que los primeros textos de la Biblia comenzasen a ser escritos.

El pueblo judío, durante su cautiverio en Babilonia había aprendido muchas cosas. En primer lugar había aprendido un nuevo idioma, el idioma de la tierra a la que fueron llevados, Aram, de forma que olvidaron el hebreo y comenzaron a hablar en arameo, el idioma de Jesús. Es bueno que sepan que, aún a día de hoy, los habitantes de Siria llaman a su país «Aram», pues «Siria» no es más que el nombre que le dieron los griegos. Pasa como con Egipto —que es un nombre griego— pues el nombre que los egipcios daban a Egipto era «Kemet»; pero ya saben, la historia pertenece al que la cuenta.

Además del idioma el pueblo judío, en Babilonia, había aprendido una fantástica colección de historias y leyendas que, tras una generación en el exilio, pasaron, del mismo modo que la lengua aramea, a formar parte de su acervo cultural. Sin duda en Babilonia los judíos aprendieron la leyenda del nacimiento del gran rey Sargón de Akkad, el primer emperador de la historia. Esta leyenda podemos aún hoy día leerla en un texto asirio del siglo VII a.C., que se presenta como la autobiografía de Sargón, afirma que el gran rey era el hijo ilegítimo de una sacerdotisa. En el texto Sargón cuenta su nacimiento y, su primera infancia, se describe así:

«Mi madre suma sacerdotisa me concibió y en secreto me parió. Me dejó en una cesta de junco, con betún me selló la tapa. Me echó al río, que se alzó sobre mí. El río me cargó y me llevó a Akki el aguador. Akki el aguador me tomó como su hijo y me crió. Akki el aguador me nombró su jardinero. Aunque yo era un jardinero, Ishtar me concedió su amor, y durante cuatro y […] años he ejercido la monarquía.»

No me negarán que esta historia del niño recién nacido que es confiado por su madre a las aguas del río tras introducirlo en una cesta sellada con betún y que con el tiempo alcanza cargos de la máxima importancia no les suena…

Para cuando se escribió el Pentatéuco (la Torá) Moisés —si es que existió alguna vez alguien con ese nombre— llevaba muerto varios siglos, tantos como los que pueden mediar entre el hipotético episodio de la esclavitud de Egipto y el muy histórico episodio del cautiverio en Babilonia.

No, la Biblia no la escribió Moisés, ni siquiera una parte de ella, pero quizá eso no sea lo importante.

Por los mismos años que autores anónimos comenzaban a escribir la Biblia narrando cómo —en épocas remotas y que se pierden en la noche previa al siglo XIIAEC— el pueblo judío salió de la esclavitud de Egipto, en otro punto del Mediterráneo —en Grecia— alguien recogía por escrito viejos poemas que hablaban de una guerra sucedida más de cuatrocientos años antes: la Guerra de Troya.

Sí, por increíble que parezca, el Antiguo Testamento, la Biblia hebrea, la Odisea y la Iliada, son textos en cierto modo coetáneos, escritos entre los siglos VIII-VI AEC. Y quizá no sea de extrañar.

Entre los siglos XII (Guerra de Troya) y VIII (redacción probable de La Odisea y la Iliada) el Mediterráneo Oriental sufrió una convulsión brutal que borró imperios del mapa y produjo una inestabilidad tal que hizo desaparecer unas civilizaciones (como la micénica, la minóica o la hitita), casi acaba con otras (Egipto) y, en general, condujo a toda la zona a un período que la historia conoce con el expresivo nombre de los siglos oscuros.

Los responsables de tamaño caos fueron unos personajes misteriosos, los integrantes de los llamados «Pueblos del Mar».

Para las civilizaciones «griegas» la aparición de los Pueblos del Mar fue catastrófica, tanto que hasta dejaron de escribir, abandonaron su lenguaje, el «Lineal B», y no volvieron a escribir hasta el siglo VIII ya usando su adaptación del alfabeto fenicio.

Es ahora cuando, recuperada la escritura, alguien a quien la tradición llamó «Homero» puso por escrito sucesos acaecidos hacía cuatrocientos años: la Iliada y la Odisea. Pero ¿Existió de verdad Homero?

El estilo literario de la Odisea y el de la Iliada son tan diferentes que la mayoría de los estudiosos del tema aseguran que no han sido escritas por la misma persona, incluso lo poco que sabemos de Homero es tan tópico (un cantor ciego que vaga de ciudad en ciudad cantando versos) que antes parece responder a una leyenda que a una genuina realidad. Alguien sin duda escribió la Odisea y la Iliada pues no son meras recopilaciones de poemas, sino obras que obedecen a un plan literario diseñado por unas mentes preclaras, pero la identidad de sus autores, ciertamente nos es desconocida.

Moisés y Homero, la Biblia y La Odisea… pareciera que la civilización occidental nace en el mismo siglo (el siglo VIII) de la mano de dos absolutos desconocidos, dos personajes que ya poco importa si fueron reales o no pues, a estas alturas, son mucho más reales e influyentes que muchos personajes de carne y hueso.

Lo más curioso del caso es que ambos nos cuentan historias ocurridas más de cuatrocientos años antes y recibidas por tradición oral que resultan ser ciertas. La arqueología ha podido desenterrar Troya y certificar muchos de los hechos relatados en la Biblia.

¿Y por qué he escrito yo esto?

No sé, quizá para no olvidarlo o igual porque, por alguna razón, estas historias viejas me emocionan.

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