Vacaciones para tiesos (III): entendiendo la Semana Santa

Vacaciones para tiesos (III): entendiendo la Semana Santa

Observo por las estadísticas que, el número de tiesos que aún sigue esta serie de post destinada a hacerles disfrutar sin gastar dinero de la Semana Santa, se mantiene así que ahí va hoy una nueva entrega. Si aguantan la entrega de hoy —sin duda la más espesa— los capítulos restantes harán las delicias del respetable pero… Hay que entender este.

Vamos al turrón.

Dejamos ayer a los judíos metidos en un follón tremendo, con media población adicta a la cultura griega, la otra media sintiéndose «muy judía y mucho judía» y gobernados por unos recien llegados, los Macabeos, quienes se habían apoderado de todos los poderes declarándose reyes —a pesar de no ser de la casa de David— y hasta del cargo de Sumo Sacerdote del templo que había reconstruido Zorobabel. Los judíos, para entonces, no tenían miedo ya de sus antiguos dominadores, los Seleúcidas, porque a estos les había salido un grano en el oriente de su imperio, una tribu de jinetes implacables que, en pocos años, construyeron un imperio formidable que abarcaba desde el actual Pakistán hasta el norte de Mesopotamia, dejando a los Seleúcidas apenas recluidos en lo que es la actual Siria: esos jinetes terribles eran conocidos como los Partos.

Parecía que las cosas iban medio bien para los judíos y que no podían aumentar mucho los problemas pero se equivocaban.

Se equivocaban porque un nuevo poder emergente, la joven República Romana, había adquirido intereses en el Mediterráneo Oriental y empezaba a estar hasta el «pilum» de la maldita plaga de piratas que asolaba la región del oriente de Cilicia y el norte de Siria, justo donde hacen ángulo la península de Anatolia (actual Turquía) y el norte de la vieja Fenicia, actual Líbano.

Como los romanos tenían muy poco sentido del humor cuando les tocaban sus naves decidieron poner fin al asunto de los piratas mandando a la zona a su mejor general, un tal Pompeyo, que acababa derrotar a Espartaco y sus esclavos rebeldes y al cual dieron, además, poderes especiales para hacer y deshacer a su antojo.

Pompeyo se plantó en Cilicia e hizo un escabeche de piratas notable pero, ya puesto en harina, no sólo se dedicó a apiolar piratas sino que se anexionó un montón de territorios en la península de Anatolia y, además, de paso conquistó los restos del Imperio Seleúcida que pasaron a formar parte de la República Romana con el nombre de provincia de Siria.

Faltaban apenas 64 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret cuando la República Romana se hizo fronteriza con el Reino Macabeo de Judea y pasó lo que tenía que pasar.

Diversos miembros de la familia de los macabeos resulta que andaban embroncados (as usual) por ver quien mandaba y concretamente dos de ellos, Hircano y Aristóbulo, andaban a tortas. Obsérvese, incidentalmente, que estos macabeos que habían llegado al poder diciendo que eran muy judíos y mucho judíos y oponiéndose a los judíos helenísticos, ahora llevaban ya nombres de pila griegos, lo cual es tan paradójico como si en la actualidad los reyes de España se llamasen Philip VI o John Charles I. Estos nombres nos dan una idea de cuán helenizada estaba la aristocracia judía.

Sigamos.

Viendo Hircano y Aristóbulo que los romanos andaban en la frontera, ambos, se dirigieron a Siria a pedirle ayuda contra su hermano respectivo a Pompeyo, pero no fueron solos, porque allí también se presentaron representantes de la secta de los fariseos a decirle que esos macabeos eran unos genares que ni respetaban a Yahweh, ni la Torá, ni nada de nada, y que, para gobernar, mucho mejor ellos que los macabeos del demonio.

Pompeyo, cuando empezó a enterarse del follón lírico que había en Judea entre helenizados, macabeos, fariseos, partidarios de Hircano, de Aristóbulo, esenios y saduceos varios, pidió tiempo muerto y dijo que le dieran cuartel para tratar de entender todo aquel galimatías, que le dejaran recabar informes.

Si Pompeyo hubiese leído los dos post que usted, amable lector o lectora, leyó ayer y anteayer, no habría necesitado pedir tiempo muerto, pero en la época de Pompeyo no había Facebook ni Twitter y, claro, el hombre andaba desinformado.

Estaba Pompeyo estudiando el asunto cuando el tontazo de Aristóbulo decidió atacar con sus tropas a Pompeyo y pasó lo que tenía que pasar, que fue aplastado sin levantar mano por las tropas de Pompeyo que vio resuelto el problema, pues, si sólo quedaba vivo Hircano, no iba a nombrar a otro (se ve que los fariseos no acabaron de hacerse entender) así que Pompeyo colocó a Hircano de Sumo Sacerdote y declaró a Judea estado vasallo.

Toda la toma de Jerusalén por Pompeyo de manos de Aristóbulo es un episodio bellamente narrado por el principal historiador judío, Flavio Josefo. El relato de cómo Pompeyo penetró en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén y vio lo que nadie podía ver sin tocar ninguno de los tesoros que allí se guardaban, aún eriza el vello pero, como esto es un resumen y hemos de llegar lo antes posible a Jesús de Nazaret, lo pasaré por alto.

Lo malo de las conquistas de Pompeyo es que ahora Roma hacía frontera con el imperio Parto a través del Reino vasallo de Judea y los puñeteros Partos eran tipos muy, muy, duros y acabaron siendo la némesis de la República Romana.

La República en aquellos años la gobernaba el triunvirato formado por Pompeyo, César y Craso y, mientras César andaba conquistando la Galia, Craso fue enviado a poner orden con el Imperio Parto. Fue una de las más brutales catástrofes romanas. Cuando faltaban apenas 50 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret, Craso fue brutalmente derrotado en Carras (Siria) donde, además de masacrar a un imponente ejército, los partos mataron a Craso y a su hijo.

Las consecuencias las imagináis, con Pompeyo y César como únicos supervivientes del triunvirato la guerra civil entre ambos no tardó en estallar y César, tras derrotar a Pompeyo, mientras acababa con la guerra civil, apareció por Egipto donde otros dos faraones peleaban por la corona: Ptolomeo XIII y su hermana Cleopatra. Creo que no necesito decir lo que pasó, César se enamoró perdidamente de Cleopatra pero no sin que antes, su hermano, Ptolomeo XIII, cercase con su ejército a César de tal modo que este pensó que ahí se terminaba la fiesta.

Sin embargo un sorprendente 7⁰ de caballería llegó en ayuda de César; resulta que Hircano (el Sumo Sacerdote judío a quien Pompeyo había puesto al frente del Reino de Judea) apareció por Egipto con su ejército al frente del cual estaba el general Antípatro (otro nombrecito griego). Su inesperada llegada salvó a César de ser apiolado por las huestes de Ptolomeo XIII y todo fue alegría, felicidad y Cleopatra, mucha Cleopatra.

La ayuda de Hircano y Antípatro no era desinteresada; nombrado Sumo Sacerdote por Pompeyo, enemigo mortal de César, Hircano venía a congraciarse con el nuevo «boss» y César lo agradeció confirmando a Hircano como sumo sacerdote y a Antípatro como Procurador romano en la zona. Es bueno que aclaremos que Antípatro tenía dos hijos, uno llamado Faisal y otro Herodes, un personaje este último que, seguramente, les sonará y que será decisivo en la historia de Jesús de Nazaret.

César, mientras tanto, tras pegarse unas vacaciones en el Nilo con Cleopatra navegando arriba y abajo y flipando con las cosas que había en Egipto, marchó un momentito a Roma para ver cómo arreglaba el asunto de los partos. Decidido a vengar la derrota de Craso, Julio César convocó una reunión en el Senado el 15 de marzo del año 44 antes de que naciese Jesús de Nazaret y allí ya sabéis lo que pasó: fue apuñalado a los pies de la estatua de su archienemigo Pompeyo.

Muerto César un nuevo triunvirato se formó con su hijo adoptivo Octaviano, Lépido y su sucesor moral Marco Antonio que, decidido a completar la obra de César y derrotar a los partos, marchó a oriente a preparar la campaña y allí se encontró… ¿lo adivináis? sí, con Cleopatra.

Perdidamente enamorado de Cleopatra (¿qué tendría esta mujer?) a Marco Antonio pronto se le olvidó el asunto de la guerra con los partos y comenzó a vivir de fiesta en fiesta con la faraona. Perdido en un delirio erótico de vino y rosas Marco Antonio ni se enteró de que los partos habían decidido que no iban a esperar a que los romanos fuesen por allí y que mejor serían ellos los que atacarían primero, así que, aprovechando la enésima enemistad entre dos personajes del clan de los Macabeos, los Partos se apoderaron de Judea apoyando a un sobrino de Hircano, el Sumo Sacerdote macabeo nombrado por Pompeyo y confirmado por César.

Faltaban apenas 41 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret cuando un sobrino de Hircano llamado Antígono (otro nombrecito griego) buscó y encontró ayuda en los Partos para derrocar a su tío.

El episodio merece ser narrado: cuando Antígono y sus partos llegaron a Jerusalén mataron a Feisal —uno de los dos hijos del general Antípatro— y tras detener al Sumo Sacerdote Hircano le cortó las dos orejas. No es que Antígono hubiese lidiado con torería a su tío, lo que ocurre es que para ser Sumo Sacerdote era imprescindible no tener tara alguna y con esto Antígono se aseguraba que nunca jamás volviera a serlo.

Si Antígono dio la vuelta al ruedo con las orejas no nos lo cuentan las crónicas.

Sé que el follón que les estoy contando es de padre y muy señor mío pero, si has llegado hasta aquí, verás que el final está cercano y que acaba de forma sorprendente.

Mientras le cortaban las orejas a Hircano y apiolaban a Faisal, su hermano Herodes se las apañó para huir hacia Egipto con lo puesto, es decir, apenas con 500 concubinas, con sus tesoros y otras fruslerías de nada y fue a Egipto a presentarse a Marco Antonio y a decirle:

—¡Salve! noble Marco Antonio, no es que quiera yo estropearte la fiesta Cleopátrica que tienes montada, pero es que los partos han conquistado Judea y, desorejado Hircano y muerta la descendencia del fiel general Antípatro, sólo te quedo yo para poner orden en este putiferio. Nómbrame rey de Judea y yo te arreglo el asunto.

—Vale noble Herodes, pero es que ahora me pillas ocupado, mira, yo te nombro rey vasallo de Judea y tú cógete un ejército mientras yo acabo de resolver unos complejos problemas de estado que tengo con su alteza Cleopatra, la faraona.

Y así fue. Faltaban 38 años para que naciese Jesús de Nazaret cuando Herodes reconquistó Jerusalén y puso fin al rollo macabeo. Ahora él era el baranda en jefe y ya estamos listos para que venga al mundo Jesús de Nazaret.

Vacaciones para tiesos (II): entendiendo la Semana Santa

Vacaciones para tiesos (II): entendiendo la Semana Santa

Parece que han sido muchos los abogados y abogadas que leyeron el post de ayer, lo que me confirma que el número de tiesos y tiesas que hay en nuestra profesión estos días es muy alto; esto me anima a seguir en mi tarea de ayudarles a desentrañar los secretos de la Semana Santa para poder disfrutarla sin gastarse un euro y, para ello, nada mejor que terminar de conocer cómo eran, cómo pensaban y en qué creían las gentes de la sociedad en que nació Jesús de Nazaret.

Ayer dejamos a los judíos felices, recién liberados por Ciro el Grande de su cautiverio en Babilonia y prestos a reconstruir el templo de Jerusalén. Habían vuelto de Babilonia llenos de nuevas creencias y tradiciones y hasta hablando un idioma nuevo llamado arameo (de «Aram» Siria) y, aunque miraban el futuro con esperanza, se equivocaban.

Se equivocaban porque en Macedonia, al norte de Grecia, unos años después, el rey Filipo y su esposa Olympia tuvieron un hijo al que pusieron por nombre Alejandro y que habría de cambiar la forma de pensar y la cultura del mundo.

Como Filipo y Olympia eran gente de posibles y tenían un buen pasar, en vez de mandar al chiquillo a un colegio público lo que hicieron fue contratar al tío más listo de aquel momento, un tal Aristóteles, un griego que se tiraba todo el día pensando y que lo mismo te demostraba que la tierra era redonda que te escribía dos o tres tratados de política. Como el zagal era listo y el profesor más aún el chiquillo nos salió una lumbrera que, además de guapo y bien plantado, tenía más gusto por las batallas que un tonto por un lápiz. Fue por eso que, en cuanto tuvo cosa de veinte años, se le puso en la cabeza conquistar el mundo. Y a ello se aplicó.

Relatar las conquistas de Alejandro sería tarea interminable, a nuestros efectos lo que importa es que en poco más de diez años conquistó Egipto, el Imperio Persa hasta India y la tierra que había entre ambos imperios: Canaán. Así pues, los judíos, allá por el año 300 y pico antes de nuestra era, recibieron a Alejandro y sus griegos alborozados pensando que les liberarían de la influencia persa pero se equivocaban y su alegría duró poco, al menos para una parte de los judíos, porque los griegos habían venido para quedarse.

Lo más llamativo de los griegos es que, allá donde llegaban, contagiaban su cultura y pronto en todos los dominios griegos, en Persia, Bactriana, Ecbatana y donde menos se pudiese pensar, de la noche a la mañana se construyeron teatros donde se podía asistir a obras de unos tales Esquilo, Sófocles y Eurípides y la población abrazó con la pasión de los adolescentes las modas griegas y esto, a un judío como Yahweh manda, no podía gustarle.

—¿Has visto, Efrain, que han construido en la ciudad de David un gimnasio?
—¿Y eso qué es?
—Un lugar donde la gente se queda en pelotas y se dedica a dar saltos y perigallos.
—¡Yahweh nos proteja!

Y no es que fueran sólo los gimnasios, los griegos, con sus enloquecidas ideas, permitían a las mujeres que presentasen por sí solas pruebas en juicio e incluso les habían permitido ser «Arcontas» (Mandamases) en varias ciudades…

—¡Dónde vamos a llegar Efraín! ¡Válganme los querubines del Arca!

La fiebre helenística llegó a tal punto que si no hablabas griego eras un «loser» y el que más y la que menos le daban a la cosa de la filosofía que era una actividad que se puso muy de moda y que era como hoy el rap pero con más flou. Un tal Platón se puso muy, muy, de moda.

—Efraín dicen que a los griegos les gusta la coyunda a pelo y a lana…
—¿Pero qué barbaridades dices Neftalí?
—Lo que oyes, sé que todos practican una cosa que llaman homomanfloritismo y que las mujeres son todas libanesas…
—Será lesbianas…
—¡Calla blasfemo!

Era evidente que la llegada de la cultura griega a Judea, el «helenismo», no podía acabar bien.

Y no podía acabar bien porque mientras la mitad de la población abrazó la cultura y costumbres griegas la otra mitad se arriscó en sus costumbres judías y la cosa llegó a tanto que ambas facciones empezaron a beberse el vino de espaldas. Sólo les doy un dato. Según el Evangelio la familia de Jesús vive en Nazaret, una minúscula población de Galilea que, sin más que unas decenas de habitantes, se encontraba a apenas cinco kilómetros de una gran ciudad fuertemente poblada por decenas de miles de habitantes: Séforis.

Con toda probabilidad José trabajó como constructor en Séforis (se conservan recibos de pago de constructores como José por obras en Séforis) pero, si se fijan, Séforis ni una sola vez es mencionada en los evangelios siendo la principal ciudad de la zona a gran distancia de las demás. ¿Por qué? Por el nombre pueden imaginarlo, Séforis era una ciudad habitada por una población fuertemente helenizada.

Dispuestos a acabar con ese sindiós unos patrióticos judíos, los hermanos Macabeos, se conjuraron para acabar con tanto libertinaje y de paso con el dominio griego y, gracias a ellos, hoy tenemos rollos macabeos y Maccabi de Tel Aviv. Sin estos hombres y sus acciones no puede entenderse la época de Jesús.

Vamos a ello.

Aprovechando que Judea estaba enmedio de los dominios de los Seleucidas (sucesores de Seleuco, general de Alejandro, gobernadores de Persia) y de los Ptolemaicos (sucesores de Ptolomeo, otro general de Alejandro y gobernadores de Egipto) los Macabeos fueron abriéndose paso a base de «palicos y cañicas» hasta lograr tomar bajo su control Jerusalén. Llegados allí se dispusieron a poner en orden las cosas y lo primero que hicieron fue ir al templo donde el Sumo Sacerdote los recibió alborozado…

—Loado sea el cuerno del altar de Elohim, por fin unos judíos como Yahweh manda por aquí…
—Déjate de bendiciones que venimos a solucionar la cosa sacerdotal y a poner en claro quién manda aquí.
—Por la barbas de Elías, ¿pues quién va a mandar? ¡el que dicen las escrituras! Hay que buscar un descendiente de David, ungirlo y…
—Para, para, para… Que nosotros no somos descendientes de David, que somos Macabeos…
—Pues entonces no va a poder ser porque la Torá es muy clara en esto y…
—Espera, que te vamos a enseñar lo que dice la Torá… ¡Judas! ¡Ve sacando el sable de degollar curas y enséñaselo aquí al amigo!

Como pueden imaginar la clase sacerdotal que gobernaba el recién recuperado templo tardó poco en ser destituida y expulsada al tiempo que los Macabeos la sustituyeron con otro grupo de gentes afines y que antes les obedecían a ellos que a las escrituras sagradas. Esta acomodaticia clase dirigente sacerdotal se establecerá en el templo y protagonizará buena parte de los sucesos que se narran en la Semana Santa, son los conocidos como «saduceos».

Y ¿qué ocurrió con la clase sacerdotal depuesta?

Al parecer marcharon al desierto donde alimentaron la idea de que el templo estaba corrompido y sus sacerdotes usurpadores también. Sus creencias —y hasta hay quien dice que ellos mismos— están en la base de la comunidad Esenia, autora de los Manuscritos del Mar Muerto a los que, en algún momento, volveremos.

Y dicho esto creo que ya pueden ir ustedes haciéndose una idea de cómo estaba el patio en los años que Jesús vino al mundo: por un lado una población judía fuertemente helenizada y que en algunos casos ni siquiera hablaba arameo (por aquellos años se tradujeron todas las escrituras al griego pues había judíos que ya no podían leerlas en hebreo, la llamada «Septuaginta» base del Antiguo Testamento cristiano) y, al lado de esos judíos helenizados, estaban también los judíos patanegra que creían a pie juntillas en las tradiciones traidas del exilio y que se expresaban en arameo sin perjuicio de saber griego y hasta hebreo también. Pero no crean que los judíos patanegra estaban unidos, no señor, entre ellos y a cuenta del gobierno del templo, aparecieron tres sectas principales: los saduceos, los aristócratas que controlaban el templo y eran maestros en la ciencia de ponerse al sol que más calienta; los esenios, gentes tan íntegras y cumplidoras de las escrituras que andaban por los desiertos preparando los caminos del Señor y una nueva clase de gente, los fariseos, que, al igual que los esenios repudiaban a los usurpadores que se habían hecho con el poder del templo. Estos fariseos, a diferencia de los saduceos que solo creían en el mundo presente, ya creían en la resurrección.

Como ves el ambientillo era espeso en Judea en esos años pero, gracias a esto, se entiende mejor, por ejemplo, por qué Jesús se lió a trompadas en el templo. De hecho fariseos y esenios de buen grado hubiesen hecho lo mismo.

Y Jesús ¿que era? ¿helenista, fariseo, saduceo o esenio?

Buena pregunta, lo que pasa es que, para terminar de guisar este potaje, nos falta un elemento primordial: los romanos; unos tipos que llegaron a Canaán apenas 63 (sesenta y tres) años antes del nacimiento de Jesús de Nazaret, pero de eso nos ocuparemos mañana.

Vacaciones para tiesos: entendiendo la semana santa

Vacaciones para tiesos: entendiendo la semana santa

Si eres un abogado o abogada patanegra, de esos que ejercen solos o en un despacho pequeño con unos pocos compañeros, a estas alturas tienes que estar tieso, muy tieso, pero… ¡Sssshhhh! ¡que no se entere nadie! tú, abogada, saca el bolso y los zapatos buenos y tú, abogado, ponte la chaqueta y la corbata; los clientes no quieren tener abogados sin blanca y no es bueno que estando tieso dejes ver, aunque sea Semana Santa, que no que es que estés a dos velas, sino a dos cirios pascuales.

Yo, para ayudarte a pasar esta mala época, te sugiero que, en lugar de encerrarte en casa y simular que te has ido a esquiar a Baqueira Beret, comiences a propalar por tu ciudad que este año quieres disfrutar de la experiencia cultural de la Semana Santa de tu ciudad, de la cual no disfrutas hace años debido a la pandemia y a que antes solías pasar las pascuas esquiando en Chamonix.

Propalando la idea de que te quedarás en tu pueblo o ciudad no por necesidad sino por un imperativo cultural tus amigos y clientes te mirarán con respeto y podrás pasar estas semanas que faltan para que la huelga concluya gastando poco y sin desdoro de tu condición.

Ahora bien, esta estrategia tiene un peligro, cada pueblo o ciudad tiene un sinnúmero de personas entregadas a su semana santa, que la consideran la mejor del mundo y que se saben desde el año que se coronó canónicamente a la Virgen de la Amargura hasta las palabras exactas que dijo el desvergonzado de Poncio Pilatos cuando condenó a Jesús de Nazaret. Y claro, siendo tú un letrado o una letrada, no puedes dejar traslucir tu desconocimiento del tema de forma que, para que puedas salvar las formas y salir del paso exhibiendo conocimientos históricos no frecuentes, te brindo esta serie de post que comienzo hoy a fin de que puedas vivir una Semana Santa consciente y en la que puedas distinguir el rito ortodoxo de las barbaridades de cada pueblo o ciudad y que te resultarán válidas tanto si eres un creyente fervoroso, como un ateo militante o un agnóstico lleno de dudas.

Pero, como aún no ha llegado en sí la semana santa, antes que nada hemos de tratar de conocer cómo eran y que pensaban los habitantes de Canaán, de Palestina, del viejo territorio del Reino de Israel o como prefiráis llamarle. La semana santa no se entiende sin saber cómo eran los habitantes de los lugares que menciona el evangelio, así que vamos, primero que nada, a conocer al paisanaje que rodeó a Jesús de Nazaret para lo cual será preciso hacer un poco de historia y remontarnos a unos 580 años antes del nacimiento de Jesús, justo ese momento que cantó el grupo de música disco Boney M. en su famosa canción «The rivers o Babylon» y que decía:

«By the rivers of Babylon
there we sat down
Yeah! We wept
when we remembered Sion».

Si no identificas la canción búscala en Youtube y verás cómo la has oído muchas veces. Su letra, nos cuenta cómo allá, por los ríos de Babilonia, «nos sentábamos y llorábamos al recordar Sión». Boney M. no inventó nada, es una canción escrita medio milenio antes del nacimiento de Jesús, concretamente es el Salmo 137 y se lleva cantando más de 2000 años.

A ver cómo te lo explico.

Seguro que en tu cabeza te rondan conceptos como «Israel», «Judá», «Las tribus de Israel» o la «Tribu de Judá» sin que sepas exactamente por qué a todos los israelíes se les llama «judíos» y cosas así. Si me lo permites voy a resolver todas tus dudas.

Israel, desde la mítica época de David y Salomón (de cuya existencia real se duda), que podemos colocar grosso modo unos mil años antes de Jesús, nunca fue un solo reino. Tal y como ves en la imagen existía un rico Reino del Norte (Israel) en el que vivían principalmente las tribus de Rubén, Simeón, Gad, Aser, Dan, Neftalí, Isacar, Zabulón y las tribus de la estirpe de José, Efraín y Manasés.

Al sur de este reino existía un reino más pobre, con capital en Jerusalén, en el que vivían principalmente las tribus de Judá y Benjamín y que es el territorio que conocemos como Judea.

Por si alguien siente comezón o piensa que he olvidado a los levitas diré que a esta tribu, según la Torá, nunca se le adjudicó un territorio sino que, en cuanto que sacerdotes, los descendientes de Leví vivían desperdigados por ambos reinos dedicados a sus funciones sagradas.

Y ahora vamos al turrón.

Los reinos de Israel y Judá (el reino del norte y el reino del sur) se encontraban situados entre las dos grandes potencias de la época, Babilonia al oriente y Egipto al oeste, de forma que fueron a lo largo de la historia un territorio en permanente disputa y hubieron de sufrir las arremetidas de unos y de otros. Como consecuencia de estas arremetidas el Reino del Norte (Israel y las 10 tribus que lo poblaban) desapareció para siempre de la historia porque, doscientos años antes de los hechos que voy a contarles, los asirios cayeron sobre el Reino del Norte (Israel), lo derrotaron y deportaron a su población, las diez tribus, a Nínive donde fueron asimilados desapareciendo para siempre de la historia.

No es de extrañar que el mundo a partir de esa fecha conozca a los descendientes de Jacob (Israel) como «judíos» pues, excepción hecha de los descendientes de Benjamín y unos pocos levitas, la gran masa de la población del reino del sur era judía, como Jesús.

Es verdad que muchos habitantes del reino del norte huyeron despavoridos buscando en el Reino del Sur refugio de los asirios y es verdad que este éxodo de norteños hacia el sur tuvo consecuencias religioso políticas como veremos enseguida, pero también es verdad que el Reino del Norte recibió nuevos habitantes traidos por los asirios y conservó algún resto de población israelí originaria. Pues bien, esta amalgama de gente es la que la historia conocerá más tarde como «Samaritanos».

Creo que me estoy extendiendo de más pero merece la pena saber que en este momento el pueblo de Israel y el de Judá eran pueblos principalmente politeístas.

Sí politeístas.

No te dejes engañar por lo que parecen querer decirte en tu iglesia o culto sobre el eterno monoteísmo del pueblo de Israel o sobre el monoteísmo de David o de Salomón, si lees los textos con cuidado verás que no es así, que en Israel se adoraban toda la pléyade de dioses comunes a la región de Canaán y, además de Yahweh se adoraba a dioses como Baal o El y a diosas como Ashera.

Vale, no me crees, permíteme que te transcriba unas lineas del Antiguo Testamento, concretamente del segundo libro de los Reyes, capítulo 23 versículos de 4 en adelante. Sólo citaré un trozo porque la ristra de dioses que adoraban los judíos era interminable:

«Entonces mandó el rey al sumo sacerdote Hilcías, a los sacerdotes de segundo orden, y a los guardianes de la puerta, que sacasen del templo de Jehová todos los utensilios que habían sido hechos para Baal, para Asera y para todo el ejército de los cielos; y los quemó fuera de Jerusalén en el campo del Cedrón, e hizo llevar las cenizas de ellos a Bet-el. 5 Y quitó a los sacerdotes idólatras que habían puesto los reyes de Judá para que quemasen incienso en los lugares altos en las ciudades de Judá, y en los alrededores de Jerusalén; y asimismo a los que quemaban incienso a Baal, al sol y a la luna, y a los signos del zodíaco, y a todo el ejército de los cielos. 6 Hizo también sacar la imagen de Asera fuera de la casa de Jehová, fuera de Jerusalén, al valle del Cedrón, y la quemó en el valle del Cedrón, y la convirtió en polvo, y echó el polvo sobre los sepulcros de los hijos del pueblo. 7 Además derribó los lugares de prostitución idolátrica que estaban en la casa de Jehová, en los cuales tejían las mujeres tiendas para Asera. 8 E hizo venir todos los sacerdotes de las ciudades de Judá, y profanó los lugares altos donde los sacerdotes quemaban incienso, desde Geba hasta Beerseba; y derribó los altares de las puertas que estaban a la entrada de la puerta de Josué, gobernador de la ciudad, que estaban a la mano izquierda, a la puerta de la ciudad. 9 Pero los sacerdotes de los lugares altos no subían al altar de Jehová en Jerusalén, sino que comían panes sin levadura entre sus hermanos. 10 Asimismo profanó a Tofet, que está en el valle del hijo de Hinom, para que ninguno pasase su hijo o su hija por fuego a Moloc. 11 Quitó también los caballos que los reyes de Judá habían dedicado al sol a la entrada del templo de Jehová, junto a la cámara de Natán-melec eunuco, el cual tenía a su cargo los ejidos; y quemó al fuego los carros del sol. 12 Derribó además el rey los altares que estaban sobre la azotea de la sala de Acaz, que los reyes de Judá habían hecho, y los altares que había hecho Manasés en los dos atrios de la casa de Jehová; y de allí corrió y arrojó el polvo al arroyo del Cedrón. 13 Asimismo profanó el rey los lugares altos que estaban delante de Jerusalén, a la mano derecha del monte de la destrucción, los cuales Salomón rey de Israel había edificado a Astoret ídolo abominable de los sidonios, a Quemos ídolo abominable de Moab, y a Milcom ídolo abominable de los hijos de Amón. 14 Y quebró las estatuas, y derribó las imágenes de Asera, y llenó el lugar de ellos de huesos de hombres».

Como puedes ver el templo de Salomón era un centro comercial con religiones y dioses de todos los gustos, desde ídolos levantados por el mismísimo Salomón (Astoret), hasta prostitutas sagradas consagradas a la diosa Ashera, pasando por el infame dios Moloc, al que los judíos sacrificaban su primer hijo recién nacido.

Tratemos de ser serios, antes del exilio en Babilonia que veremos después los judíos nunca fueron un pueblo monoteista (o monolatrista) y ello a pesar de los esfuerzos del bueno del rey Josías que fue quien ordenó sacar del templo y destruir todos los dioses a excepción de Yahweh.

Por otro lado fue también Josías quien dijo haber encontrado dentro del templo, donde se hallaba perdido, «el libro de la ley» que se decidió a imponer a todo su pueblo. La mayoría de los historiadores sostienen que este «libro de la ley» a que hace referencia Josías es el llamado «Deuteronomio», el quinto de los libros de la Torá o Pentatéuco que, según esta tesis, sería el primer libro escrito de la Biblia. El Génesis, el Éxodo y otros libros se forjaron, como veremos, durante el exilio en Babilonia y más tarde aún hasta etapas casi contemporáneas al propio Jesús.

Se supone que Josías destruyó los idolos y trató de construir un pueblo en torno a un libro acuciado por la necesidad de dotar de unidad a los judíos y a todos cuantos israelitas habían llegado del Reino del Norte huyendo de los asirios pero todo su trabajo se vendría abajo poco tiempo después, cuando el poder asirio fue sustituido por un nuevo poder emergente: Babilonia.

Como ya les adelanté en torno al 580 antes de nuestra era Babilonia cayó sobre el Reino del Sur, sobre Judea y tras derrotarla llevó al cautiverio al pueblo judío. ¿A todo? No. Sólamente a las clases más preparadas, a la nobleza, a la familia real, a los técnicos y personas mejor preparadas dejando al pueblo llano en una conquistada judea.

Son esos deportados a Babilonia quienes lloran su ausencia en salmos como el que Boney M. cantó 2500 años después y, sin embargo, fue este exilio en Babilonia el que verdaderamemte dotó de señas de identidad al pueblo judío.

Por un lado los judíos entraron en contacto con una civilización mucho más avanzada que la suya y allí aprendieron un nuevo idioma de forma que dejaron de hablar hebreo, que quedó reservado a los textos religiosos, para pasar a hablar arameo, el idioma materno de Jesús.

Por otro lado los judíos pudieron conocer los textos sagrados y las ceremonias babilónicas que, con las consiguientes adaptaciones, hicieron suyos. Así llegaron a la tradición judía textos babilonios como el «Enuma Elish» del que se tomaron bastantes ideas para el Génesis, o del «Poema de Gilgamesh» del que se tomó toda la historia del diluvio universal, o del «Ludlul Bel Nemeki» con todo su planteamiento teórico sobre el mal, u observaron en la propia Babilonia el Entenenanki, el zigurat erigido en Babilonia en honor del Dios Marduk, edificado por dioses según los textos babilónicos y que alcanzaba el cielo que sirvió de origen para el relato de la Torre de Babel. Observen que Babel es la misma palabra que dio origen al nombre Babilonia. «Bab» (puerta) «ilu» (de dios) o mas aún «Bab» (puerta) «ilani» (de los dioses). Todavía hoy «Bab» significa «puerta» en las lenguas semíticas de forma que, cuando oigas hablar del Estrecho de Bab El Mandeb a la entrada sur del Mar Rojo, ya puedes especular con lo que significa.

En Babilonia los judíos mantuvieron su identidad como pueblo gracias a la ley, a esa ley que les dio Josías y que ellos fueron corrigiendo y aumentando con leyendas, relatos y mitos babilonios debidamente adaptados.

Para cuando el emperador Ciro el Grande, fundador de la dinastía persa aqueménida, liberó a los judíos y les permitió volver a su país estos habían sufrido una profundísima transformación cultural. Salieron politeistas y hablando hebreo de Judea y ochenta años más tarde volvieron allí hablando arameo y decididos partidarios del monoteísmo.

Ciro el Grande, además, les permitió reconstruir el templo de Yahweh que Nabucodonosor en babilonio había arrasado y no es de extrañar que uno de los libros capitales del Antiguo Testamento, el del profeta Isaías, se otorgue a este emperador, Ciro el Grande, la condición de «Mesías».

¿No me crees?

Acudamos al libro del profeta Isaías, capítulo 45 y leerás:

«Así dice Jehová a su ungido, a Ciro, al cual tomé yo por su mano derecha, para sujetar naciones delante de él y desatar lomos de reyes; para abrir delante de él puertas, y las puertas no se cerrarán: 2 Yo iré delante de ti, y enderezaré los lugares torcidos; quebrantaré puertas de bronce, y cerrojos de hierro haré pedazos; 3 y te daré los tesoros escondidos, y los secretos muy guardados».

Es importante que sepas que donde lees «ungido» debes leer «Mesías» porque «Mesías» (Masiah) es la palabra hebrea que se traduce al español como ungido. Dicho de otra forma, la palabra Mesías, se dice en castellano «ungido» del mismo modo que en griego se dice «Cristo» (Χριστός, Christós). Es decir, Mesías, Ungido y Cristo significan exactamente lo mismo. Mesías, Ungido y Cristo designan a cualquier persona sobre la que se ha derramado el aceite de oliva preparado en la forma que nos enseña el Antiguo Testamento.

—Pero yo no recuerdo que a Jesús de Nazaret nadie le echase aceite.
—Tranquilo, ya veremos eso otro día.

Por hoy debe bastarte saber que Ciro respetó a todos los dioses de los diversos pueblos de su imperio. Él, que adoraba a Ahura Mazda, el dios de los zoroastristas, respetó al dios babilonio Marduk y al judío Yahweh. Para Ciro, al parecer, bajo diversos nombres todos eran uno y el único dios… No es de extrañar que Isaías le considerase como «ungido» de Yahweh pues su posición espiritual indica ya el monoteísmo que acabará cuajando en el pueblo judío.

A la vuelta de Babilonia, el pueblo judío así transformado culturalmente, reedificó bajo el reinado de Zorobabel el templo de Yahweh y se dispuso a vivir feliz sin saber que por las tierras de Macedonia pronto habría de nacer un niño que, educado por Aristóteles, estaba a punto de adueñarse de casi todo el mundo conocido y cambiar de forma determinante las creencias y la forma de pensar de una parte importantísima del pueblo judío.

Pero eso os lo cuento en la segunda parte de esta serie. Por hoy bastante hemos tenido con Babilonia, el exilio y Boney M.

Sui generis

Sui generis

Mientras espero a que acabe de cocinarse el pollo que tengo en la perola agarro la punta de un chusco, el currusco, lo parto en dos y pongo sobre él una delicada lámina de tocino de papada de cerdo ibérico criado en el campo charro salmantino, concretamente en el famoso municipio de Guijuelo.

Y cuando me dispongo a zampármelo sin formación de causa reparo en la belleza de la chacina y me quedo reflexionando. Como primera providencia decido tomarle una foto y, mientras me hallo con el brazo extendido como Hamlet sosteniendo la calavera, me quedo reflexionando y, en lugar de decir lo de «ser o no ser», me asalta la duda de si no me estaré comiendo un producto, literalmente, «sui generis».

Me explico, el cerdo en latín era conocido como «sus domesticus» pues, a diferencia del jabalí —que también era «sus» pero nada «domesticus»— y si «sus» es el nominativo, conforme a la segunda declinación «sui» sería el genitivo y «sui generis» lo mismo vendría a significar «de su propio género» que «del género del cerdo».

Sostener entonces que alguien es «sui generis» podría mo mismo significar que es un tipo peculiar como que es de la estirpe del guarro.

Al pronto la duda me asalta, este cerdo que voy a deglutirme es salmantino y en Salamanca saben latín y canalladas de esta especie no les son ajenas y si no, cuando vayan por la capital del Tormes, deténgase a ver aquella inscripción supuestamente laudatoria que la jerarquía universitaria dedicó al General Franco y en la que se le tildaba de «Miles Gloriosus».

Tuvieron suerte de que la formación humanística de los receptores de la dedicatoria no fuese mucha pues, de haberla tenido, sabrían que la traducción de «Miles Gloriosus» más que la literal «Soldado o militar glorioso» es la de «Soldado Fanfarrón» desde que el comediógrafo latino Paluto escribiese la hilarante historia de Pirgopolínices, un soldado fanfarrón de quien se burlaban hasta sus esclavos.

Sí, tuvieron suerte los doctores y escolares salmantinos pero ¿y si este cerdo salmanqués fuese la clave de la porcina venganza de considerar al género humano —sin duda sui generis en muchas ocasiones— como de su raza?

Siendo el cerdo de Guijuelo no voy a discutir con él; sólo puedo tomarme esta hamletiana foto y comunicar con ustedes mis dudas.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

En el pequeño espacio que se ve en la fotografía los cartageneros han dado culto a tres diosas desde hace más de dos mil años. A ustedes puede parecerles algo de poca importancia, a mí me impresiona y me sume en cavilaciones.

En primer término pueden ver el templo de Isis, una deidad egipcia cuyo culto fue mayoritario en el siglo I de nuestra era. Diosa madre, grande en magia, estrella de los mares y protectora de los marineros no cuesta imaginar cómo su culto llegó hasta aquí desde el oriente en los barcos que llegaban desde allá.

A la izquierda, tras una especie de escalinata, se ve la única columna que queda del templo de Atargatis, otra diosa relacionada con el agua, de hecho Atargatis fue una diosa sirena, mitad mujer mitad pez. Fue otra diosa que llegó en barco.

A la derecha se ve la cúpula de la iglesia de la Virgen de la Caridad, la actual patrona de la ciudad, otra figura sacral que también llegó en barco.

Muchas oraciones de muchas personas de muchas fes y credos distintos aún vibran en este pequeño espacio de mi ciudad. ¿Hay algo especial en él que atrae a las diosas?

Esta es una de las muchas partes de que está hecha mi ciudad.

Pacto de lectura

Pacto de lectura

Casi todos los días, cuando me siento a comer, a falta de alguien con quien conversar, converso conmigo mismo y es lo que luego ustedes leen encima de la foto del plato que acabo de comerme.

Conversar, a veces discutir, con uno mismo es algo absolutamente genial pues, pase lo que pase, siempre acabo teniendo razón yo; lo que no resulta tan fácil es tratar de explicarme luego ante ustedes pues hasta yo tengo complicado decidir a veces si lo que cuento lo hago como ejercicio literario, como fábula, como ensayo o como simple broma o divertimento y eso es importante saberlo.

De todos los acuerdos que se pueden finalizar entre un redactor y sus lectores el más importante es, sin duda, el llamado «pacto de lectura».

Los «pactos de lectura» suelen firmarse casi desde las primeras lineas de texto; convendrán conmigo en que no es lo mismo que un autor comience un texto escribiendo que «Cervantes nació en Alcalá de Henares» a que lo comience diciendo que «En un lugar de La Mancha…»; en el primer caso tácitamente entendemos que estamos ante una biografía, en el segundo que estamos ante algo bastante más raro, probablemente una novela.

Los pactos de lectura entre autor y lector son frecuentemente aformales pero hay géneros donde la formalidad adquiere tintes de rito y las primeras líneas adoptan una forma invariable. Si yo comienzo un texto escribiendo «érase una vez…» usted, sin duda ninguna, sabrá que todo lo que voy a contar después es un cuento.

Esta forma de ritualizar el pacto de lectura para que no pueda haber equívocos entre autor y lector es tan antigua como la propia escritura y se da en todas las lenguas. El bíblico «Libro de Job», por ejemplo, en su original hebreo comienza así («Érase una vez…») y por eso cualquier judío sabe que ese libro es un cuento, que no cuenta hechos reales, cosa que los lectores occidentales, por ese temor sacral que infunde la Biblia, olvidan fácilmente de forma que lo toman literalmente, lo que es muy comprensible sobre todo si tenemos en cuenta que, tras su lectura en el templo, se añade después la frase «Palabra de Dios», por lo que no es extraño que el feligrés acabe hecho un lío ante un dios que se juega la vida de los hijos de Job en una apuesta con Satán.

Hoy nos basta con leer un «érase una vez» o un «once upon a time…» para firmar con el autor un inequívoco pacto de lectura, pero en otras épocas, cuando la escritura era un recurso casi taumatúrgico de registrar palabras, no es extraño que la ritualización de estos pactos de lectura fuese algo más larga.

Veamos cómo empieza uno de los cuentos de la epopeya de Gilgamesh (Mesopotamia, año 2500 AEC) que nos narra la bajada al inframundo de su amigo Enkidu:

«…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal como un regalo;
cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo, cuando Enki zarpó hacia el inframundo,
contra el señor se levantó una tormenta de pequeños granizos,
contra Enki se levantó una tormenta de grandes granizos.
Los pequeños eran martillos livianos,
los grandes eran como piedras de catapultas.
La quilla del pequeño bote de Enki temblaba como si estuviera siendo embestida por tortugas, las olas en la proa del bote se elevaban para devorar al señor como lobos y las olas en la popa del bote atacaban a Enki como un león.

En ese momento, había un solo árbol…»

Y es a partir de aquí que se nos cuenta la historia del árbol «Halub» y todas sus peripecias hasta acabar convertido en silla y cama para la diosa Innanna.

Con la misma o parecida fórmula («…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal…») comienzan otros varios episodios del poema de Gilgamesh, lo que lleva a pensar que fuesen ese exhordio inamovible con que escritor y oyentes firmaban aquel antiguo pacto de lectura. Personalmente debo confesar que me gusta la mención a «aquellos tiempos en que se determinó el destino» pues encaja perfectamente con los mitos sumerio-acadio-babilónicos sobre las peripecias de la redacción (e incluso robo) del libro del destino.

Es verdad que es difícil entender y disfrutar estos textos con sus reiteraciones si no reparamos en que están escritos en verso y que, al igual que hoy, cuando escribimos en verso repetimos estrofas por razones musicales o poéticas

«El lagarto está llorando
la lagarta está llorando
el lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos»

O incluso incluímos en nuestras composiciones palabras incomprensibles…

«Achilipú, apú, apú…»
«Aserejé, ja, de jé…»

pues ellos también lo hacían

«…cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo,»

Es una pena que al traducir se pierda la musicalidad del lenguaje original pero no se puede tener todo. A veces pienso que sería bonito escuchar el poema de Gilgamesh recitado en acadio, un idioma semítico con semejanzas evidentes al actual árabe o al propio hebreo, quizá algún día alguien lo haga y podamos escuchar un sonido de cinco mil años contando cómo Gilgamesh, buscando la inmortalidad, fatigó el mundo conocido para volver a su tierra sabio y mortal.

Pareciera que, aunque yo no lo creo, no hubiese nada nuevo bajo el sol… Y, ahora que digo esto, caigo en que esto también está dicho al menos desde que el profeta redactó el bíblico Eclesiastés:

«Generación va, y generación viene: mas la tierra siempre permanece.
5 Y sale el sol, y pónese el sol, y con deseo vuelve á su lugar donde torna á nacer.
6 El viento tira hacia el mediodía, y rodea al norte; va girando de continuo, y á sus giros torna el viento de nuevo.
7 Los ríos todos van á la mar, y la mar no se hinche; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo.
8 Todas las cosas andan en trabajo mas que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchen de oir.
9 ¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol.»

El hombre que cuenta historias

El hombre que cuenta historias

Miguel pasa con holgura los setenta años y ejerce de guía. Entre las mil maneras en que los cartageneros se buscan la vida él eligió la de ser guía turístico: a cambio de unos pesos él te cuenta la historia de lo que ves en la plaza donde habita… y lo hace como nadie. La necesidad le obligó a tener que dominar varios idiomas y el hombre se expresa con fluidez en lenguas extrañas. Sus conocimientos admiran a los cartageneros y hoy, mientras me acercaba a la catedral de Santa Catalina, el taxista no ocultaba su admiración por él. «Ese hombre sabe muchísimo» —me ha dicho— y se notaba la admiración y el respeto en sus palabras.

En las sociedades occidentales hemos interiorizado tanto el principio de igualdad que no sólo es que nos creamos iguales jurídicamente a los demás, es que creemos que nuestras opiniones o habilidades son igual de valiosas que las de los demás y apenas si nos reconocemos inferiores y rendimos respeto a nadie vivo. En ese tipo de sociedades como la nuestra sólo el dinero marca las diferencias y así nos va.

Aquí aún no es así, Miguel es pobre de solemnidad pero despierta la admiración no solo del taxista sino de la profesora de universidad que me acompaña —Claudia— y de mí mismo.

Miguel nos da datos y nos cuenta historias, unas historias sin duda recibidas por tradición oral porque entroncan directamente con viejas historias que yo ya tengo escuchadas en la península. Cartagena es patrimonio de la humanidad pero Miguel es patrimonio oral no sólo de América sino de España.

Dudo y le pregunto: ¿sabe usted leer y escribir?

Me responde que sí y respiro aliviado, si este hombre hubiese recogido todos estos conocimientos de forma oral no me habría quedado más remedio que pedir a alguna real academia que lo estudiase.

Y le pido hacerme una foto con él y el hombre acepta. Y hoy dos días después aún me acuerdo de Miguel, el hombre que cuenta historias.

La culpa es de España

Lo malo de los españoles no podemos culpar a nadie de nuestras desgracias.

Los gobernantes hispanoamericanos, cuando las cosas van mal en sus países, suelen caer en la tentación de culpar a la antigua dominación española de sus males y ese truco, sorprendentemente, algunas veces les funciona. Para cualquier gobernante con poca vergüenza este recurso de poder culpar de los problemas a cualquiera menos a él mismo es valiosísimo.

Lo malo es que en España no podemos culpar a nadie sino a nosotros mismos.

Fuimos invadidos por los árabes pero es la verdad que los españoles estamos de acuerdo en que, de su presencia, lo que nos quedan son las nuevas formas de agricultura y riego que ellos trajeron, un palmeral patrimonio de la humanidad en Elche y una serie de construcciones y monumentos en toda Andalucía que dan todavía de comer a muchos españoles. ¿Qué seria de Granada sin Alhambra, de Córdoba sin Mezquita o de Sevilla sin Giralda?

No, decididamente no podemos culpar a los árabes de nuestros males presentes y, si no podemos culparles a ellos, mucho menos a los visigodos, a los romanos, a los carthagineses, a los griegos o a los fenicios, de cuyo pasado todos nos enorgullecemos. Admitámoslo, los españoles no tenemos a quien culpar de nuestros males y quizá por eso, al final, al igual que el resto del mundo, acabamos culpando también a España.

España es una realidad discutida y discutible sólo en España, fuera de ella nadie la discute ni muestra la más mínima duda al respecto. Fue Federico García Lorca quien dijo que no conoces España sino cuando vienes a América y creo que tenía toda la razón.

Seguramente, a base de oír a todos los países del mundo culpar a España de todos los males, los españoles hemos decidido copiarles y hacer lo mismo.

Lo malo de los españoles no es que copiemos Halloween, las despedidas de soltero o importemos la comida basura, lo malo es que adquirimos la sectaria forma de pensar el mundo de los anglosajones, su ridícula conciencia de superioridad y su pensamiento simple y sin sutileza. Y no es de extrañar, nuestro cine es americano, nuestra música anglosajona, nuestra comida basura estadounidense, nuestros refrescos pepsi-co y hasta cuando pensamos en nuestros muertos lo hacemos con la tramoya del Halloween americano ¿a quién extraña, pues, que no acabemos pensando como ellos sobre esa ridícula y siniestra entidad llamada España?

Y sin embargo, a poco que rascas la superficie, en cualquier americano encuentras a una persona orgullosa de su cultura y deseosa de que alguien, alguna vez, le dé razones para poder expresarlo públicamente.

A políticos y gobernantes el futuro les causa pavor, lo que les gusta es el pasado porque en el él hay multitud de historias de entre las cuales pueden seleccionar las que más les convienen para sus trucos políticos; sin embargo a esos mismos políticos el futuro les aterra, porque ahí las historias las han de inventar ellos, el futuro está vacío y eso les causa pánico; por eso, cuando hablan de futuro, apenas si aciertan a balbucear frases vagas: «contra el paro fomentaremos el empleo», «queremos lo mejor para el país», «el país para los paisanos»… Y si todo esto no funciona nada mejor que echar la culpa a España.

Lo malo es que, aunque los españoles no tenemos a quien echarle la culpa, nuestras pocas luces nos lleven muchas vece a echarle la culpa a España.

Estamos locos.

Ella no va a morir

Ella no va a morir

Hace diez años los abogados morían en Colombia a centenares, ya se lo conté hace dos post y les conté cómo ideamos un convenio a firmar en ambas Cartagenas. Una de las personas que vino a firmar a Cartagena fue Claudia Patricia, una abogada que es, al mismo tiempo, profesora en la universidad y que por entonces peleaba en esos lugares donde crecen las cruces de hierro.

Recuerdo con infinita ternura como un abogado de mi colegio, un tipo bueno y entrañable aunque él se empeña en parecer duro, experimentó algo más que una natural atracción por Claudia. Tanto nos escuchó hablar de muertos y muertes que, en un momento que Claudia había salido me preguntó con gesto angustiado

—A ella no la matarán ¿verdad Decano?

Yo no sabía bien lo que sería de Claudia pero puse todo el gesto de seguridad de que fui capaz y le respondí

—No seas bruto, ella no va a morir.

Y, bueno, creo que diez años después puedo asegurar que Claudia no ha muerto, que sigue viva, que está incluso más guapa, que está casada y que tiene un niño que es una preciosidad.

Así que —no diré tu nombre aunque tú sabes quién eres— puedes estar tranquilo: Claudia está bien y hoy, diez años después, podemos ver una puesta de sol mirando un horizonte detrás del cual, en el otro hemisferio, andas tú.