Agradecer es una acción fundamental para poder disfrutar de una psique equilibrada. Son muchas las cosas buenas que nos ocurren a lo largo del día y en las que preferimos no reparar para concentrarnos en aquellas que nos salen mal, el camino a la infelicidad o la depresión queda entonces abierto.

Sin embargo, si cada mañana al despertarnos tomamos conciencia de que aún estamos vivos —cosa que nadie nos garantiza— sentiremos que somos unos tipos con suerte y acumularemos una razón para estar contentos.

Las religiones, todas, dentro de su caja de herramientas de tecnologías espirituales, siempre han incluído la obligación de agradecer (cada una a su Dios naturalmente) por este tipo de cosas y hasta han establecido oraciones específicas a la hora de levantarnos o acostarnos que fuercen al creyente a tomar conciencia de que tienen cosas que agradecer.

A mí, ese pequeño milagro, me sucede todos los días a la hora de la comida cuando veo que, nuevamente, tengo un plato frente a mí con qué alimentarme.

Hoy no es de esos días en que los garbanzos me han quedado bien pero comeré y me alimentaré y eso no es poco, de forma que, aunque no pueda agradecer a ningún dios en concreto este milagro, sí que tengo una sólida razón más para estar alegre y sentir que, en el fondo, aún no me ha abandonado la suerte.

Y sí, cuando te despiertes por las mañanas, o a la hora de comer, o al acostarte o cada vez que te suceda algo bueno que nunca debes dar por garantizado, agradécelo a tu dios —si lo tienes— o a la fortuna que te permite aún seguir aquí disfrutando de este juego al que llamamos vida.

Hoy no me ha quedado bien el guiso, pero no seré yo quien se queje, hay garbanzos, pan y vino y eso, créanme, en el fondo es una fiesta.

¡Ah! Y de postre melón.

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