Las vírgenes y las identidades nacionales

Las vírgenes y las identidades nacionales

Mientras camino hacia el juzgado de guardia veo que toda la población con la que me cruzo camina en sentido contrario al mío. En un momento dado me cruzo con un fiscal que camina perfectamente enchaquetado también en sentido contrario, me sonríe, me hace un gesto con la mano y me dice: ¡a ver a la Virgen!

Cuando me lo dice dejo de pensar en el asunto que me conduce al juzgado y reparo en que hoy domingo la patrona de Cartagena, la Virgen de la Caridad, va a salir en procesión conmemorando no recuerdo qué centenario de su llegada a la ciudad. A la vista del gentío que camina hacía allá (muchos enchaquetados, muchos con escapularios, algunas mujeres con mantillas) me pongo a pensar en cuán importantes son las vírgenes en la formación de la identidad de las patrias y naciones católicas.

El de la mexicana Virgen de Guadalupe es quizá el ejemplo más paradigmático de esto. Antes de la independencia mexicana, durante el período virreinal, en la Nueva España ocurría como en la Vieja España y proliferaban las vírgenes en cada pueblo; sin embargo, en un curioso proceso histórico, la Virgen de Guadalupe se enfrentó a la de los Remedios en cuanto que la guadalupana se asociaba a los pobres y a las clases humildes en tanto la de los Remedios se asociaba a grupos sociales más acomodados. La Virgen de Guadalupe, al final de este proceso, extendió su culto y prácticamente opacó al resto de advocaciones marianas. Es más, la Virgen de Guadalupe se asoció indisolublemente a la nación mexicana; si observamos las representaciones que se hacen de Hidalgo (Miguel Hidalgo, padre de la nación mexicana) en todas ellas le veremos indisociablemente unido a la figura de la Virgen de Guadalupe.

La construcción de los relatos que definen la identidad de las naciones son siempre un cúmulo de contradicciones insoslayables que se resuelven por medio del más irracional de los recursos del alma humana: la fe.

La Virgen de Guadalupe no es de origen mexicano sino que encuentra su homónima en la Villa de Guadalupe donde esta Virgen negra recibe especial veneración y es patrona de la Extremadura española, la patria de Cortés y Pizarro. Incluso el nombre «Guadalupe» es evidentemente árabe pues proviene de وادي اللب Wad-al-Lubb, «río oculto», aunque también se considera وَادِي ال‎ (wādī l-, “valle del”) + Latin lupum (lobo), nombre con que se asigna el río Guadalupe, que surge en Sierra de las Villuercas en Extremadura en España, y que desemboca en el río Guadiana.

Si ves el prefijo «Guad» (Wad, wadi) delante de cualquier palabra ya puedes apostar a que estamos hablando de un río (Guadiana, Guadalquivir, Guadalete, Guadalcanal…) y no ocurre nada distinto con el nombre «Guadalupe».

Sin embargo para los mexicanos puedo asegurarte que su Virgen de Guadalupe nada tiene que ver con la nuestra; tan es así que, en un famoso sermón, Fray Servando Teresa de Mier aseguró que la Virgen ya se encontraba en México antes de la llegada de los españoles, de hecho sostenía que Santo Tomás, el dubitativo apóstol de Cristo, había ido a México antes de la llegada de los españoles a predicar a los indígenas

«La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás apóstol de este reino. Mil setecientos cincuenta años antes del presente, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe ya era muy célebre y adorada por los indios ya cristianos, en la cima de Tenayuca, donde le erigió templo y colocó Santo Tomás».

En América, como en Europa, las vírgenes son elementos fundamentales en la creación de la identidad nacional de los países católicos y no hablo ya de la polaca Virgen de Częstochowska sino que, desde la más remota antigüedad, en los países mediterráneos la imagen de una diosa es una seña de identidad.

España forja su identidad nacional al mismo tiempo que la forjan las naciones ibdroamericanas, invadida la península por Napoleón y secuestrados los reyes el vacío de poder creado da lugar a que los dominios de la monarquía hispánica formen juntas que serán los núcleos de las futuras independencias americanas y en la península el fenómeno no fue distinto.

Cuando Napoleón sitia Zaragoza se hace archifamosa la jota que dice

«La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa
que quiere ser capitana
de la tropa aragonesa».

El viejo mito mediterráneo de la Atenea Promacos reaparece ahora con aires baturros. Cuando la falange ateniense marchaba a la batalla lo hacía con la seguridad de que, en el momento del ataque, delante de ellos siempre marcharía Atenea, de ahí su advocación, «Atenea Promacos» (Atenea, la que va delante) y sus atributos pues, más allá de sus ojos de lechuza (el animal que ve en lo oscuro) Atenea es una mujer soldado que nace con casco, escudo y lanza.

Como Atenea para los atenienses la Virgen del Pilar capitaneaba a las huestes mañas.

En la península ocurre otro tanto, casi todas las identidades tienen su Virgen: Covadonga para los asturianos, Montserrat para los catalanes, Begoña para los vascos, del Pilar para los aragoneses… Una comunidad que se precie con fuerte sentido de identidad tiene que tener su virgen, su Atenea Promacos, porque si no, no es nada.

Y todo en realidad no es más que un relato acaso tan cierto o tan insensato como el de Fray Servando Teresa de Mier. Porque si Santiago no estuvo en Hispania ni hay Pilar en Zaragoza ni desembarco en Cartagena ni sepulcro en Compostela; porque que el Apóstol Tomás estuviese en centroamérica es tan probable como que Jesucristo hubiese visitado América tras su resurrección como dice el Libro del Mormón.

Sin embargo no desprecies los relatos por ser falsos; lo importante de un relato no es que sea cierto sino que mueva el espíritu y el obrar de los seres humanos y hay que reconocer que, ciertos o no, los relatos de la Virgen de Guadalupe, del Pilar o de cualquiera de las demás advocaciones marianas han sido extraordinariamente exitosas en ese campo.

Como en mi patria, Cartagena, donde hoy, mientras yo escribo esto sentado en el juzgado de guardia, la población se congrega alrededor de una advocación mariana (La Virgen de la Caridad) a la que atribuye una voluntad de permanencia en esta ciudad que, por ser hoy el día que es, no dicutiré.

Al fin, sea verdadero o no, para los cartageneros la Virgen de la Caridad (y curiosamente no su Hijo al que, a pesar de llevar en su regazo muerto todos olvidan) es «la que va delante», la «abogada nuestra». La «promacos» de la ciudad.

El alma humana es muy difícil de entender.

Desgranar pésoles

Desgranar pésoles

Desgranar guisantes es una actividad que me retrotrae a la infancia y me hace recordar a las mujeres que la poblaron. Hoy, en esta era que ni limpia lentejas ni desgrana guisantes, es imposible revivir la calidad emocional de aquellos tiempos muertos preparando los alimentos para la comida.

El guisante cunde poco y da tiempo a hablar mientras se desgrana, cuando uno veía a su madre prepararse para la tarea huía aunque antes o después llegaba la orden

—¡Pepito! ¡Ayúdame a desgranar!

Y entonces habías de ponerte a la vera de tu abuela o tu madre a desgranar guisantes hasta llenar un lebrillo de ellos con que echar de comer a la legión de maridos, hijos y nietos que se habían de sentar a la mesa. Esos tiempos muertos con tu abuela o tu madre (o tu padre si es que se atrevía a pasar cerca) eran tiempos de comunicación, de escuchar a personas nacidas en el siglo XIX escuchar las historias que les contaron sus padres, nacidos mediado el siglo y de sus abuelos, nacidos incluso antes de la guerra de la independencia.

Para mí, hijo del régimen de Franco, oir hablar del rey o de la república era como escuchar cuentos de una época fabulosa…

—Hoy tenemos un jamón como los de antes de la guerra…

…y todo eso construía una continuidad histórica que hacía que tus padres y abuelos no sólo te solucionasen el presente y te preparasen el futuro, sino que además te regalasen un pasado que diese referencias a tu vida y te permitiese trazar puntos de fuga y lineas de perspectiva.

Desde que compramos los guisantes desgranados eso se ha perdido y desde que vivimos solos, aunque desgranemos guisantes, ya no tenemos nadie a quien contarlo.

Claro que yo tengo un teléfono y redes sociales.

Y aún lo cuento.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

En el pequeño espacio que se ve en la fotografía los cartageneros han dado culto a tres diosas desde hace más de dos mil años. A ustedes puede parecerles algo de poca importancia, a mí me impresiona y me sume en cavilaciones.

En primer término pueden ver el templo de Isis, una deidad egipcia cuyo culto fue mayoritario en el siglo I de nuestra era. Diosa madre, grande en magia, estrella de los mares y protectora de los marineros no cuesta imaginar cómo su culto llegó hasta aquí desde el oriente en los barcos que llegaban desde allá.

A la izquierda, tras una especie de escalinata, se ve la única columna que queda del templo de Atargatis, otra diosa relacionada con el agua, de hecho Atargatis fue una diosa sirena, mitad mujer mitad pez. Fue otra diosa que llegó en barco.

A la derecha se ve la cúpula de la iglesia de la Virgen de la Caridad, la actual patrona de la ciudad, otra figura sacral que también llegó en barco.

Muchas oraciones de muchas personas de muchas fes y credos distintos aún vibran en este pequeño espacio de mi ciudad. ¿Hay algo especial en él que atrae a las diosas?

Esta es una de las muchas partes de que está hecha mi ciudad.

Calle de la Serreta

Calle de la Serreta

Cuando yo era niño la calle en que vivo era una calle importante donde vivía gente de posibles, en mi calle «vivía» también la patrona de nuestra ciudad, la Virgen de la Caridad, que tiene su templo a unos cincuenta metros del portón de mi casa.

Yo me vine a vivir aquí en 1991, cuando la calle y los barrios adyacentes ya empezaban a sentir los efectos de las mala gestión de los sucesivos gobiernos que habían venido ocupando la alcaldía. La droga golpeaba fuerte por entonces y mi barrio no era inmune a ello, pero lo que pasó con él no tiene justificación.

Y es que ocurrió que alguien decidió que había que derribar el barrio que había sobre toda la superficie del Monte Sacro en beneficio de dios sabe qué progreso y el Ayuntamiento comenzó a derribar casas que «amenazaban ruina». Cada derribo, en un barrio donde las casas apoyaban unas en otras, provocaba la «amenaza de ruina» de la casa contigua y así, implacablemente, el ayuntamiento fue demoliendo una tras otra todas las casas del barrio.

Tengo recuerdos dolorosos grabados en la retina. La imagen de un anciano vecino mío de la calle Macarena al que se había lanzado de su casa para demolerla, llorando rodeado de unos pocos muebles y sentado en un colchón tirado en la calle mientras esperaba la llegada de los servicios sociales, aún me duele.

Derribaron todo el barrio y dejaron sin vivienda a cientos de personas para nada, hoy el Monte Sacro es un solar abandonado, un chancro doloroso en medio de una ciudad que parece gozar autodestruyéndose.

Hoy la Serreta es una calle ocupada mayoritariamente por comercios musulmanes y, quienes vivimos en ella, podemos disfrutar de un abigarrado paisaje urbano, visual y sonoro. Por la mañana oigo la campana del Parque de Artillería sonar mientras el muezzin llama a los fieles a la oración y la sirena del transatlántico nuestro de cada día me dice que hoy, otra vez, tendremos turistas por las calles.

La patrona, la Virgen de la Caridad sigue viviendo en mi calle pero su campana no se oye porque el reloj no funciona.

Yo vivo a gusto en esta calle y solo me alejo de ella el Viernes de Dolores, día de la festividad de la patrona, pues es entonces y solo entonces cuando los políticos de mi ciudad se dejan ver en mi calle y a mí, que no les veo por aquí el resto del año, se me apetece irme a otro lado.

Pero vivir en ella tiene sus cosas buenas, una de las cuales es que los musulmanes tienen asentada la costumbre de trabajar duro y, entre sus comercios y el chino de la plaza de la Serreta, siempre encuentro un lugar donde gobernarme una cena barata tras de que el tren que me trae de Barcelona aquí invierta nueve horas y media en el trayecto. (Sí, puedo confirmarles que el corredor mediterráneo, son los padres).

Y ahora voy a comerme este «duram» que me han gestionado los moros del Kebab «El Risueño» y vamos a ver si mañana el muezzin, la campana y los barcos se acompasan y molestan poco.

Necesito dormir.

Cicatrices

Cicatrices

Para las civilizaciones orientales las cicatrices son parte de la historia de las personas y los objetos y, antes que ocultarse, se embellecen; es una filosofía a la que llaman «kintsugi».

Lo que ocurre es que, a veces, las cicatrices supuran y nuestra ciudad, tras 2250 años de guerras, acumula tantas cicatrices que alguna, aún, no está del todo cerrada.

Cicatrices de la segunda guerra púnica podemos verlas todavía en la muralla carthaginesa que hay en San José; también se pueden ver aun cicatrices de la Guerra de Sucesión en la Puerta de la Serreta, de la Guerra del Cantón en la Plaza de Juan XXIII y de la Guerra Civil en multitud de lugares como el Parque de Artillería, el Ayuntamiento o los refugios de la Calle de Gisbert, un lugar que, además, nos enseña que no todas las cicatrices son visibles, que en Cartagena, las heridas, también son internas.

Pero, de entre todas las cicatrices de nuestra ciudad, hay una que supura especialmente.

Saqueada por unos y bombardeada por otros las ruinas de la Catedral de la Diócesis de Cartagena son una llaga abierta en la carne de la ciudad.

Y es que llama la atención que, aquellos que nos enseñaron el mandamiento de «no dirás falso testimonio ni mentirás», fueran los mismos que no dudaron en falsificar documentos para usurpar el título de sede primada a nuestra ciudad en favor de Toledo o trasladar el Obispado a una ciudad cercana. A pesar del tiempo transcurrido, estos de quienes les hablo, ni han hecho examen de conciencia, ni han mostrado el más mínimo dolor por sus acciones, no se adivina que tengan el más mínimo propósito de enmienda y aún estamos esperando que confiesen públicamente sus trapisondas.

Si ustedes no me entienden les aseguro que ellos me entienden perfectamente.

Hoy, 16 de enero, festividad de San Fulgencio, mientras en una ciudad cercana —que nunca conoció a Fulgencio— el clero come boniatos y toma vino de mistela celebrando al patron de la diócesis, en Cartagena, su capital, la cátedra de Fulgencio, la sede de Liciniano, el lugar de donde Leandro o Isidoro tuvieron que huir, sigue en ruinas tras 86 años de abandono debido a los bombardeos de unos y la incuria manifiesta de todos.

Y no, esto no es kintsugi ni honra de las cicatrices, esta es una llaga que supura.

En fin, feliz día de ese cartagenero que se llamó Fulgencio —San Fulgencio para los cristianos— y felicidades a todos los Fulgencios, Penchos y Penchicos de esta diócesis que, afortunadamente, aun son muchos.






La Avenida de la Corrupción

Próximamente voy a viajar y he querido probar qué tal se me da hacer videoblogs usando sólamente la cámara de mi teléfono Xiaomi. Estos han sido los resultados de las dos pruebas que he hecho en un recorrido por mi ciudad al que yo llamo «La Avenida de la Corrupción».

La Avenida de la Corrupción. Parte I.
La Avenida de la Corrupción. Parte II.

El sueño de Elisa

El sueño de Elisa

Van a empezar en mi ciudad las fiestas de Carthagineses y Romanos y yo, como todos los años, no sé a qué carta quedarme ni qué partido tomar.

Porque yo soy jurista y el derecho romano es parte de mi vida del mismo modo que también lo son mi inevitable sesgo moral judeocristiano, la tríada mediterránea de trigo, vid y olivo cuando me alimento o el latín cuando busco el alma de lo que digo cuando hablo o escribo.

Sí, los romanos nos dejaron muchas cosas: la lengua, el derecho, las costumbres, la religión, incluso en parte las divisiones político-administrativas…

En cambio ¿qué nos dejaron los Carthagineses?

La respuesta, para el común de los cartageneros no es tan evidente; sí, los carthagineses nos dejaron el nombre de nuestra ciudad, pero… ¿qué más nos dejaron?

Para responderme y responderle, seguramente, no me quedará más remedio que recurrir a la memoria de la primera carthaginesa, a la madre buena de los carthagineses: la reina Elisa.

Lo primero que tengo que aclararle es por qué prefiero llamarla Elisa a llamarla Dido, muchos de mis paisanos la llaman Dido pensando que, al ser Elisa un nombre común en nuestros días, Dido debió ser su nombre original, pero se equivocan; Elisa se llamaba Elisa precisamente porque «Elisa» es un nombre fenicio y, si peleas en el bando carthaginés, sin duda sabes que los carthagineses eran, hablaban y escribían en fenicio.

En Canaán, la patria de los fenicios, el dios «El» (en ugarítico 𐎛𐎍, en fenicio 𐤀𐤋, en siríaco ܐܠ, en hebreo אל, en árabe إل o إله, cognado del acadio ilu) era la deidad suprema.

Sabiendo que el Dios supremo cananeo se llamaba «El» entenderás por qué, cuando la Biblia nos cuenta que el patriarca Jacob soñó con una escalera que conectaba el cielo y la tierra y, al lado de la cual, peleó toda la noche con un áng-el, el propio Dios le cambió el nombre diciendo que, pues había peleado bien, su nombre ya no sería Jacob, sino «Yisra’El», el que pelea (Yisra) con Dios (El). Y tampoco te sorprenderá que el lugar donde Jacob-Israel tuvo ese sueño se llame aún a día de hoy Betel, literalmente «la casa» (Bet) de Dios (El). También entenderás por qué a la torre que conectaba la tierra con el cielo se le llamó Babel («Bab», puerta, «El» Dios).

Ahora, seguramente, notarás que los carthagineses nos dejaron muchos de sus nombres fenicios: Gabriel, Rafael, Isabel, Manuel, Elias, Eliseo… Y, claro… Elisa.

Sí, la madre de los carthagineses tenía un nombre fenicio, Eliša, «‘Išt» y, aunque luego alguien le colocase el apodo de Dido, eso no cambia su nombre verdadero: Elisa, de El (Dios) y de Iša (𐤀𐤎), una palabra de traducción difícil pues tanto puede significar «fuego» como «mujer»; pero ya signifique su nombre completo «El fuego de Dios» o «La mujer de Dios», lo cierto es que su nombre fenicio es Elisa y eso ya nos va aclarando que nuestro Dios Yahweh judeocristiano es tributario del viejo Dios fenicio «El», tanto que no solo es que el pueblo de Dios se llame Isra-El, sino que el propio Jesucristo cuando clama al cielo usa su nombre: «Eli, Eli, lema sabactani» (Señor, Señor, por qué me has abandonado).

Pero los carthagineses, los fenicios, no sólo nos dejaron sus dioses, sus nombres, sus ángeles… legaron al mundo algo mucho más importante: el alfabeto.

Sí, hasta que los fenicios inventaron su alfabeto las lenguas mesopotámicas o egipcias tenían un grave problema: eran silabarios o semisilabarios y el número de signos que componían sus alfabetos se contaba por miles. No era fácil memorizar toda esa tremenda cantidad de signos y el número de personas que podían dedicar tiempo suficiente a aprender a leer y escribir era bajísimo.

Los fenicios redujeron el alfabeto a poco más de 20 signos, leer y escribir devino súbitamente una tarea fácil y su alfabeto fue adoptado por todas las culturas del mundo conocido. Los griegos lo adoptaron y con la escritura explotó la filosofía, la democracia y la cultura; los etruscos también lo adoptaron y adaptaron y sus herederos, los romanos, pronto lo hicieron suyo también. Y no solo ellos: los pueblos semitas también lo adoptaron y hoy los alfabetos hebreo, arameo y árabe son adaptaciones del alfabeto fenicio en el cual se basan.

Quizá ahora ya vayamos pudiendo responder mejor a esa pregunta de qué nos dejaron los carthagineses; además de nombres, ángeles y dioses, los fenicios y carthagineses enseñaron al mundo a leer y escribir.

Y hasta la historia de Elisa («el fuego de Dios», «la mujer de Dios») resulta tremendamente actual.

Elisa era hija del rey de Tiro —Matan I— y hermana de Pigmalión quien, a la muerte de su padre, heredó el trono. Consciente de las riquezas que se ocultaban en el templo del dios Melkart, Pigmalion hizo casar a Elisa con el sumo sacerdote Siqueo a fin de que le sonsacase el lugar donde se ocultaba el tesoro. Elisa lo averiguó pero, por precaución, engañó a su hermano y por eso, cuando esa noche sicarios de Pigmalión asesinaron a Siqueo y comenzaron a cavar bajo el altar, Elisa se apoderó del tesoro y con un puñado de guerreros fieles se hizo a la mar en busca de una nueva patria donde vivir.

La búsqueda la llevó a un punto en África donde creyó ver un lugar donde empezar de nuevo y tras apasionantes aventuras que aún se estudian en las facultades de matemáticas (sí, no se ría, otro día le cuento esto) fundo una ciudad nueva en la costa norte de África a la que llamó precisamente así «ciudad nueva»: 𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕

Años más tarde, otros hijos de Elisa, partieron de esa Ciudad Nueva en busca de otra patria y creyeron encontrarla, siguiendo el sueño de Elisa, en un lugar de la Península Ibérica al que volvieron a ponerle exactamente el mismo nombre que a su patria anterior: Ciudad Nueva (𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕)

Y no pasaron tampoco muchos siglos antes de que otros hijos de Elisa navegasen otros mares y océanos y buscasen nuevas patrias a las que llamaron también con nombre idéntico al de su antigua ciudad: Ciudad Nueva, Quart Hadasht, Carthago, Cartagena, 𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕

Y así aparecieron Cartagenas por todo el mundo, en el Caribe, en las Américas del Norte y del Sur, en Asia… Así hasta llenar el mundo con tantas y tantas Cartagenas que ni la buena madre de los carthagineses, Elisa, hubiese podido soñar un futuro mejor.

Luego los romanos, los vencedores de la Segunda Guerra Púnica —la que conmemoramos en mi patria cartagenera—, se inventaron historias sobre Eneas y personajes de tramoya que nunca existieron, pero eso siempre ha pasado, lo malo es que, mientras que sabemos que Eneas jamás existió sí tenemos vestigios arqueológicos de la familia de Elisa incluso en el Mediterráneo Occidental, específicamente epigrafías de su hermano Pigmalion.

¿Que qué nos dejaron los carthagineses?

A estas alturas no sabría si responderle que unos dioses, unos nombres, la ciencia de leer y escribir o decirles más bien que simplemente nos dejaron un sueño. Ese sueño que hace tres mil años nos legó la reina Elisa, ese sueño que, todos los años, los cartageneros volvemos a soñar y que hace a esta ciudad y a su gente ser como son.

Si no les entiende usted no se preocupe, no trate de entenderles, piense que ellos se entienden y que, con eso, basta.

Las «fake news» y el Cantón de Cartagena

Las «fake news» y el Cantón de Cartagena

Ayer publiqué en mi muro una reseña sobre el Cantón de Cartagena aprovechando el 149 aniversario de su proclamación y, como era de esperar, en los comentarios al post, aparecieron muchos conteniendo adjetivos del tipo «utópico», «payasada», «idiotez», «petardo»,  «disparate», «23-F de la anarcoizquierda…»

Confieso que lo esperaba, lo único que me sorprendió es que fuesen tan pocos, pues, entre estos calificativos han faltado muchos de los más típicos desde hace años, tales como «irreligión» o «ruptura de la unidad católica» junto con los inevitables de  «crisis de autoridad», «desorden», «anarquía», «ineducación», «tiranía de la plebe» e incluso hasta «socialismo», calificativos todos estos que son repetidos habitualmente incluso hoy, ciento cincuenta años después, por quienes no saben del Cantón más que lo que les han contado. Los tales calificativos, es bueno que lo sepan, son el producto de una de las mejores campañas de «fake news» de la historia.

Permítanme que aquí la denuncie.

La campaña de desprestigo del Cantón comenzó durante la vigencia de la propia Primera República y su autor fue el diputado Emilio Castelar.

Según josé María Jover (Académico de la Real Academia Española de la Historia) la «intensa actividad mitificadora» de lo que había sucedido fue iniciada por Emilio Castelar con el discurso que pronunció en las Cortes el 30 de julio de 1873, solo dos semanas después de que Pi y Margall fuera sustituido por Salmerón. De hecho, del discurso se hizo un folleto con doscientos mil ejemplares de tirada, una cantidad extraordinaria para la época. En él, Castelar equiparaba la rebelión cantonal al «socialismo» y a la «Comuna de París», y lo calificaba de movimiento «separatista» —«una amenaza insensata a la integridad de la Patria, al porvenir de la libertad»—, además de contraponer la condición de español y la condición de cantonal.

La posición denigratoria de Castelar nace de su propia posición política. Aunque la Primera República Española se apellidaba de «Federal» a Castelar y a muchos otros la cosa del federalismo no les gustaba ni un pelo y mucho menos eso de la construcción de España de «abajo a arriba», de forma que, verter infundios sobre el Cantón le venía muy bien.

Contrario también al federalismo fue también Manuel de la Revilla, catedrático a la sazón de literatura de la Universidad Central, quien consideraba el federalismo como algo absurdo en «naciones ya constituidas», y que respondió al libro de Pi y Margall «Las nacionalidades» alegando que la puesta en práctica del pacto federal solo traería «la ruina y la vergüenza».

Y junto a ellos se alineó también Marcelino Menéndez y Pelayo, quien en su «Historia de los heterodoxos españoles» escribió:

«…en Barcelona el ejército, indisciplinado y beodo, profanaba los templos con horribles orgías; los insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera turca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos indefensos del Mediterráneo;»

Menéndez y Pelayo, M. «Historia de los heterodoxos españoles».

Como ven los detractores del federalismo iniciaron una campaña destinada a confundir el federalismo con el separatismo, la separación iglesia-estado con la antirreligión, con profanaciones e incluso con «orgías». La palabra República se identífico con anarquía y crisis de autoridad, tanto que el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua llegó a reconocer en su edición de 1970 la palabra «República» en su séptima acepción como «lugar donde reina el desorden por exceso de libertades». Si hoy lo consultan este sentido pervive en la sexta acepción. Como ven, la campaña de desprestigio de la República Federal fue todo un éxito.

Es curioso que todos estos adjetivos de entonces, repetidos acríticamente durante siglo y medio, siguen vigentes hasta nuestros días donde se admiten como verdades de fe y pueden comprobarlo simplemente con leer los comentarios a mi post de ayer.

Claro que hubo verdaderos simpatizantes del Cantón y, sin duda, Don Benito Pérez Galdós fue uno de ellos. Su relato del Cantón de Cartagena en sus episodios nacionales («La I República» y «De Cartago a Sagunto») es una lectura dulce para los oídos de los cartageneros máxime cuando Don Benito no tocaba de oído. Don Benito era visitante asiduo de Cartagena y conocía de primera mano los hechos y circunstancias en que se desarrolló el Cantón de Cartagena.

Es por todo esto que, a día de hoy y como dije ayer, son muchos los que ignoran por completo lo sucedido en el Cantón.

Y sin embargo la visión que del mismo dieron sus detractores desde sus trincheras ideológicas sigue vigente.

Es algo digno de estudio.

Hoy es 12 de julio

Hoy es 12 de julio

Hoy es 12 de julio y en Cartagena tenemos algo que conmemorar. Seguramente muchos de ustedes hayan oído hablar de ello pero la experiencia me dice que son pocos quienes saben en realidad lo que pasó.

El 12 de julio de 1873, hace 149 años, la población, la guarnición y los barcos de la flota se sublevaron en Cartagena pronunciándose en favor de la República Federal.

A ese pronunciamiento se unieron restos de la derrotada Comuna de París, anarquistas llegados de toda España, tropas que, abandonando su fidelidad al ejército centralista, se sumaron a la causa cantonal y, de esta forma, pronto, Cartagena contó con un heterogéneo ejército formado por voluntarios federales, fuerzas de infantería de marina, el Regimiento de Iberia al completo y dos batallones de Cazadores de Mendigorría. Con eso, con los mejores barcos de la flota y al amparo de una ciudad amurallada virtualmente inexpugnable, los revolucionarios de Cartagena se dispusieron a pelear por la República Federal.

Se dictaron leyes muy avanzadas para la época, se legalizó el divorcio (sí, el primer divorcio de España se dio en la Cartagena Cantonal) se emitió moneda cuya ley de plata era muy superior a la centralista y la separación iglesia-estado se llevó a efecto con sorprendente meticulosidad.

Todo esto mientras en el norte de la península los carlistas luchaban por la vuelta al más férreo absolutismo de altar y trono bajo el eslogan «dios, patria y rey». España, en aquel tiempo, se debatía entre la vuelta al siglo XVIII que pretendían los carlistas y el salto al siglo XX que querían los cantonales.

El sueño duró siete meses.

Fueron siete meses en que la escuadra cantonal fue declarada pirata por el gobierno de Madrid y, aunque logró derrotar y poner en fuga a la escuadra del gobierno centralista, también hubo de lidiar con las escuadras alemana, inglesa y francesa que pronto hicieron acto de presencia en la zona. Fueron siete meses en que Cartagena fue sometida a un feroz bombardeo que dañó el 80% de las viviendas de la ciudad y cuyos efectos aún pueden verse en muchos lugares. Fueron siete meses en los que, en calles y plazas donde ahora juegan los niños absolutamente ajenos a lo.ocurrido, hubieron de ser enterrados miles de cadáveres algunos de los cuales aún hoy día siguen ahí ignorados por los vecinos y quienes les representan.

Hoy es 12 de julio y se cumplen 149 años de esto que les cuento; de entonces a hoy han pasado muy pocas generaciones pero un manto de silencio —cuando no de engaños politizados— ha cubierto estos hechos hasta hacer que el Cantón de Cartagena sea para los españoles poco menos que una brumosa anécdota festiva.

Y no sólo para los españoles sino incluso para una ciudad que, presa de su pasado romano, no tiene ni un sólo monumento serio ni un programa decorativo urbano —hay apenas una placa desde hace pocos años— que conmemore estos hechos y explique a las generaciones futuras su significado.

Por eso hoy, que es 12 de julio, no estaría mal que alguien se acordase de que hace 149 años en Cartagena alguien intentó, a un altísimo precio, que España ganase el futuro.

Y fracasó.

Requiem por el Mar Menor

Requiem por el Mar Menor

¿A quién pertenece el paisaje? ¿A quién pertenece el mar? ¿Dé quién es la fauna que habita los mares y la tierra?

La materia prima del turismo es el paisaje y, cuando este se deteriora en beneficio de unos pocos y en perjuicio de todos, se debería ser extremadamente cuidadoso en su administración.

La mayor parte de la humanidad no tiene una segunda vivienda en la ribera del Mar Menor ni tiene explotaciones agrícolas o industriales que viertan en él residuos; los pocos afortunados que disponen de ellas disfrutan de un lugar único en el mundo a costa de estropear su paisaje y su ecosistema y quienes cultivan en sus riberas se lucran a costa de estropear el patrimonio de todos.

¿Y qué ha hecho el derecho y la justicia en todo esto?

Nada.

La justicia del hombre moderno se funda en principios propios de un derecho forjado hace catorce siglos en Constantinopla y este no contempló nunca un poder tan tremendo del ser humano sobre la naturaleza. Tribunales consuetudinarios como los de los regantes de las huertas de Valencia o Murcia se han revelado más eficaces en la defensa del procomún que cualquier moderna institución jurídica y, sin embargo, hasta esos tribunales y su trabajo han sido despreciados.

La catástrofe del Mar Menor es una oportunidad única para hacer progresar los principios jurídicos, científicos, urbanísticos, paisajísticos y económicos así como, «last but not least» la conciencia de los seres humanos sobre la gestión del procomún.

El reto de la humanidad es aprender a gestionar la atmósfera, los mares, los recursos, las basuras, el hábitan de todas las especies animales del mundo incluída la especie humana… Pero lo dejaremos —ya lo estamos dejando— pasar entre sietemesinas luchas políticas y mezquinos apetitos de ridículo poder para decidir quién manda en el basurero.

Aprender a salvar el Mar Menor es aprender a salvar el mundo pero la mirada de quienes nos gobiernan y de quienes aspiran a hacerlo está tan limitada por su ronzal ideológico-interesado que no cabe en ella algo tan grande como el Mar Menor.

Siento vergüenza.