Abogados, derrota y gloria

Abogados, derrota y gloria

Ayer mientras escribía el post «Papá quiero ser LAJ» y hablaba del indudable glamour de nuestra profesión, sobre todo en el caso de que los protagonistas fuesen seres frágiles y al borde de la derrota, no podía dejar de pensar en una cita sobre Cervantes de Manuel Vázquez Montalbán:

«Si Cervantes no hubiera sido manco, ni hubiera perdido tantas cosas, incluido el honor mal llevado por sus parientes femeninos, probablemente jamás se habría metido en la piel de Don Quijote, ni habría arrastrado a Sancho al mal camino de la utopía. Sólo a un derrotado se le ocurre convertir la derrota en victoria moral».

Y pensé si no seremos nosotros y los que son como nosotros los auténticos derrotados de esta historia.

Recuerdo que un día, tras escribir uno de mis habituales post sobre abogados reales y abogados de grandes bufetes, un abogado de uno de esos bufetes me puso un comentario agrio diciendo que ellos también tenían gloria y tal… y creo que le respondí algo así como que no se podía querer todo, que el dinero y la gloria en nuestra profesión no suelen ir juntos y que había que escoger porque, como dijo Calamandrei, el abogado nunca o casi nunca se hace rico; ricos se hacen (y cito textualmente)

«…ricos se hacen solamente aquellos que, bajo el título de abogados, son en realidad comerciantes o intermediarios…»

Y ahora, mientras veo a la profesión pelear por las migajas del turno y no atacar al núcleo de esos que, como dijo Calamandrei, son «…en realidad comerciantes o intermediarios…» y están destruyendo la abogacía, me pregunto si no acabaremos cambiando la poca gloria que nos queda por unos, aún más pocos, euros.

Sí, seguramente sólo a los derrotados se les ocurre convertir las derrotas en victorias morales, pero es porque ser pobre es en verdad la única condición que no puede comprarse con dinero.

Una cuestión de glamour

Una cuestión de glamour

Ayer recordé la serie televisiva «Turno de oficio» (1986) y muchos de mis lectores más jóvenes me dijeron que ellos eran más bien de «La ley de los Ángeles» sin que faltaran tampoco una buena proporción de abogadas que citaron otra serie, «Ally McBeal».

Hay que reconocer que nuestra profesión tiene glamour y yo diría que tanto más glamour cuanto más frágil y humano es el protagonista. Así, en «Anatomía de un asesinato» tenemos a un acabado y desengañado James Stewart defendiendo hasta los límites del esfuerzo humano a unos clientes que huyen sin pagarle (¿te suena?); en «Llamad a cualquier puerta» un abogado (Humphrey Bogart) salido de los barrios bajos pierde un proceso con un joven de esos mismos barrios bajos a quien trata de salvar y que acaba ejecutado o a un Paul Newman sumido en una espiral de autodestrucción en «Veredicto final» (1982).

Si el glamour nace de la derrota, indudablemente en este siglo XXI nuestra profesión tiene más glamour que nunca.

Tampoco los jueces andan mal de glamour y alguna serie que otra o alguna película se ha hecho sobre ellos. Obviamente no tantas como sobre abogados —no vayamos a comparar— pero también alguna y meritoria.

No es por eso infrecuente que, cuando se pregunta a algún chaval qué quiere ser de mayor, mencione las opciones de juez o abogado, pues, aunque no sean las más frecuentes, es indudable que, de vez en cuando, aparecen.

—Hijo ¿Tú qué quieres ser de mayor?
—Astronauta

Y el padre queda tranquilo.

Ahora bien, hay profesiones que jamás pasan por la mente de un niño cuando se le pregunta qué quiere ser de mayor. Imagine usted que le pregunta a su hijo

—Nene ¿tú qué quieres ser de mayor?

Y el nene responde

—Papá, quiero ser LAJ.

Hipertensión, sudoración copiosa, hiperventilación, susto mayúsculo… ¿estará bien mi chiquillo? (se pregunta el padre)…

Tengo la sensación de que si un niño (o niña) le dice a sus progenitores a los ocho años que «quiere ser LAJ» estos lo llevarán de inmediato al ambulatorio más cercano o buscarán para él algún tipo de terapia.

Y no es que ser LAJ sea raro, simplemente es que no tiene glamour y contra eso no se puede hacer nada; dicho sea siempre en estrictos términos de defensa y con todos los respetos hacia la judicial fe pública.

Creo que ahora que la huelga parece estar en trance de solucionarse ya podemos decirlo: los chiquillos y chiquillas de España no quieren ser LAJ y esto ha sido olvidado por la comisión negociadora.

Además de sueldo y condiciones laborales yo creo que es imprescindible dotar a los LAJ de glamour por lo cual, en la tabla reivindicativa, debió incluirse el que el estado, aprovechando su control de la televisión pública, realizase una serie sobre los LAJ de forma que los padres y niños españoles pudiesen enfrentar sin traumas el momento, hasta ahora traumático, del «papá quiero ser LAJ».

Ojalá la huelga termine bien y ojalá todo vuelva a su natural ser, los LAJ a su despacho, los jueces a sus agobios y los abogados a sus hambres y a sus plazos. Esos plazos que en España nadie cumple salvo ellos.

Oficina judicial: Madrid 2023

Oficina judicial: Madrid 2023

¡Albricias! ¡Por fin está aquí! La nueva oficina judicial, tantos años perseguida por todos los gobiernos de España, por fin se ha hecho realidad en el afortunado Juzgado de Instrucción 7 de Madrid.

Por fin podemos contar los abogados y procuradores de España con un juzgado donde las últimas tecnologías y la modernidad organizativo-ergonómica se dan la mano.

Esta mañana se han filtrado, gracias a la sagaz cámara de un letrado, los principales avances que el futuro nos tiene preparados y —créanme— no quepo en mí de gozo.

Del reportaje fotográfico filtrado se desprende que es voluntad de la administración de justicia que, en los juzgados de España, las comunicaciones se realicen siempre de forma «remota» y lo han conseguido del modo más ingenioso y económico que imaginarse pueda: gracias a una mesa sabiamente colocada en la puerta de la oficina judicial queda vedada cualquier posibilidad de comunicar con los funcionarios a una distancia humana, obligando de esta forma a que todas las conversaciones se realicen de forma «remota».

Es verdad que la inteligente distancia conseguida merced a la mesa-barricada puede dar lugar a que las llamadas de los administrados no sean escuchadas, sobre todo en el caso de que no sepan silbar introduciéndose dos dedos en la boca, pero, para solucionar el problema, el departamento de Nuevas Tecnologías y Cibernética Avanzada del Ministerio de Justicia ha ideado un dispositivo sonoro al que ha denominado «Timbre» (Transcomunicador Inalámbrico Manual Brillante y de Resonancias Estridentes). Este «Timbre», en su versión 1.0, es un dispositivo que, colocado sobre la mesa-barricada, puede ser accionado muscularmente por el administrado operando sobre una interfaz (palito) que hay sobre él. El prodigioso dispositivo no consume energía eléctrica alguna, de forma que preserva el medio ambiente y es por tanto sostenible, soporta un uso reiterado (y es por tanto resiliente) y no presenta dificultades de uso independientemente de la orientación o identidad sexual del administrado/a/e. Con «Timbre» la igualdad ha llegado por fin a los tribunales de justicia.

Como ya queda dicho el dispositivo «Timbre» no consume electricidad y es por ello que no precisa de ningún archivo sonoro .mp3 de suerte que el administrado ya no oirá la pervasiva sintonía de Windows o ninguno de los sonidos propios de los dispositivos electrónicos. El Ministerio, para hacer aún más agradable el sistema, sacó oportunamente a concurso la composición de la intro sonora del dispositivo «Timbre» y, a cambio de varios millones de euros, el hijo de un subsecretario se hizo con el concurso presentando una intro feng-sui inspirada en los más primigenios principios Zen: la melodía de inspiración oriental llamada «Ti-Lín» que es la que suena cuando usted acierta a activar el dispositivo.

Está previsto, además, que el dipositivo pueda ser usado de forma recursiva (a los técnicos no se les escapa una) en cuyo caso la melodía «Ti-lín» se convertirá en «Tilín-tilín» y así sucesivamente en función de los manotazos golpes o zurriagazos que el administrado, sin duda feliz, propine al resiliente dispositivo.

Finalmente y siempre en relación con el dispositivo «Timbre» hay que señalar que, siendo de naturaleza portátil, el mismo puede ser retirado de la mesa a voluntad del funcionariado de forma que, aunque el administrado silbe, dé palmadas, vocée o aúlle, el funcionariado puede legítimamente no salir a atenderle al no usar de la interfaz adecuada. Obsérvese que el dispositivo «Timbre» no está asegurado con el dispositivo «ACCA», del que hablaremos después, pues, de ser sustraído por alguien, toda comunicación con los administrados quedaría suspendida, lo cual es siempre deseable. Pero sigamos.

Junto al dispositivo «Timbre» y de cara a potenciar las comunicaciones entre el juzgado y los administrados, el departamento de aviónica avanzada del ministerio de justicia ha diseñado un sistema de impresión no eléctrónico denominado en la jerga tecnológica «boli». Este «boli» (Bártulo Obsoleto Lamentablemente Inútil) está diseñado para carecer de tinta en la mayor parte de las ocasiones de forma que el administrado no pueda pintar en la mesa o en las paredes pues, como puede verse, el dispositivo «Mesa» carece de ningún elemento «papel» sobre el que el sistema de impresión «Boli» pueda ejercer sus funciones. Hay que resaltar que el dispositivo «boli» en su versión 1.0 puede usarse con una sola mano y que su extrema ligereza le convierte en un dispositivo absolutamente «sostenible» (en la mano o incluso encajado en un orificio nasal) por cualquier ciudadano/a/e, al tiempo que, por la dureza de su plástico, el gadget es insospechadamente «resiliente».

Todo está tan pensado  en la oficina judicial de Instrucción-7 y es tanta la tecnología empleada que en el TJUE ya están estudiando la implementación de métodos similares aunque, claro, no tan avanzados.

El desarrollo del dispositivo «Boli» —debe reconocerse— experimentó alguna dificultad pues, siendo un dispositivo tan absolutamente avanzado y novedoso, se descubrió que provocaba irrefenables tentaciones en abogados y procuradores que no podían resistirse a apoderarse de él en alguno de los poquísimos descuidos del funcionariado; pero, afortunadamente, el Departamento de Seguridad, implementó la solución que pueden ver en la imagen denominada «Atadijo Con Cinta Americana» (ACCA), inspirándose en las soluciones que ApoloXIII improvisó durante su viaje estelar.

Así pues, celebrémoslo por fin, ya se han logrado los objetivos de la NOJ, el sueño húmedo de Gallardón, el Shangri-La de Pilar Llop, un juzgado donde ni los administrados, ni su mercenaria cohorte de abogados y procuradores puedan perturbar bajo ningún concepto el incesante trabajo de la oficina judicial al tiempo que les dotan de los más avanzados medios de telecomunicación.

Por fin el paraíso, por fin Instrucción-7, por fin la solución de los problemas de la justicia en España.

Madrid, Jueves 16 de marzo de 2023, siglo XXI, así está la justicia.

¿Reímos o lloramos?

«Tontxu» y los LAJ

«Tontxu» y los LAJ

Ayer «Tontxu» Rodríguez, Secretario de Estado de Justicia, hizo las declaraciones que ven en la imagen y echó sal en una llaga abierta hace ya más de 35 años, digamos que desde que en 1985 se aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) precedida, unos meses antes, por el llamado «Decreto del Autobús» que dejó a los Secretarios Judiciales (antes «Escribanos» y ahora «LAJ») en una posición tal que los convirtió en una figura desnaturalizada pero muy interesante para el poder ejecutivo —del cual dependían y dependen— en su ambición de tomar control casi completo de la administración de justicia.

Conociendo el origen de las cosas se entiende mejor su estado presente y esto es válido tanto para los seres humanos como para las instituciones jurídicas; por eso hoy quisiera hablarles de la historia de los letrados de la administración de justicia (LAJ) pues, en su pasado reciente, pueden encontrarse las claves de alguno de los debates más insidiosos que aquejan a nuestra administración de justicia.

Creo que, en medio de esta huelga, puede ser de interesante lectura sobre todo a la vista de las manifestaciones del Secretario de Estado que hemos mencionado.

Sepan todos aquellos que la presente vieren y entendieren que la oficina judicial, desde finales del siglo XIX, se organizaba «casi» de forma mimética a una notaría actual; de hecho, notarios y escribanos (así se llamaban los secretarios judiciales) habían formado parte del mismo cuerpo muchos años.

Pues bien, al igual que el notario, ganada su plaza, contrata ahora a sus oficiales, costea los gastos de infraestructura de la notaría y cobra de los usuarios de sus servicios conforme a un arancel aprobado por el estado; al igual que el notario, digo, la infraestructura de los juzgados españoles se mantenía desde antiguo con lo que el escribano (ahora LAJ) cobraba de los administrados también en forma de arancel. Del mismo arancel cobraban los empleados de la oficina judicial, contratados por el mismo escribano, de forma que, dependiendo de la productividad de estos, la oficina judicial ingresaba más o menos dinero.

Este panorama de juzgados arrendados y mantenidos de forma similar a como hoy se mantienen las notarías quizá te suene extraño, pero te aseguro que no está tan lejano en el tiempo.

Esta división de funciones hizo que los jueces —funcionarios a sueldo del estado— fuesen, en comparación con los oficiales de su juzgado, unos pobretones dignos de pena. Es verdad que eran ellos a quienes correspondía la teórica gloria de impartir justicia pero, fuera de tan honorable detalle —hasta cierto punto teórico— en lo demás eran el elemento más digno de pena del juzgado. La situación era tal que, el 15 de junio de 1924, en la Revista de Derecho Privado escribió el insigne jurista Beceña:

«…la situación de los jueces se agrava en términos de injusticia verdaderamente extrema e incomprensible, porque en los litigios intervienen, con función que no implica el trabajo ni la responsabilidad de la del juez, personas cuya retribución no solo es muy superior a la de aquel, y esto es ya una desigualdad injusta, sino notoriamente desproporcionada también con la función que cumplen dentro del litigio. Estos funcionarios son los secretarios judiciales que humildemente renuncian a todas las prerrogativas, honores y preeminencias de la carrera judicial; de paso renuncian también al trabajo y responsabilidad que esta lleva consigo, ya que son los que proporcionan a aquella toda su gloria y se contentan con unos aranceles muy fáciles de manejar, por su claridad, cuya aplicación se efectua con tal moderación y equidad, que da por resultado que Secretarios de Madrid, Barcelona y otras muchas capitales y Juzgados ganen mucho más, no sólo que los jueces a quienes auxilian, sino incluso más que las más altas representaciones de la Magistratura»

Irónico pero implacable Beceña.

La «Ley provisional sobre Organización del Poder Judicial de 23 de junio de 1870», como toda ley «provisional» en España, fue la que dio carta de naturaleza a un sistema que se habría de prolongar más de un siglo.

Aunque lo del arancel nunca acabó de gustar y, desde entonces, su supresión fue un objetivo largamente perseguido por los sucesivos gobiernos ningún cambio importante se produciría hasta 1947 en que los cuerpos de oficiales, auxiliares y agentes judiciales, fueron funcionarizados de manera que, todo el personal de la oficina judicial, pasó a cobrar teóricamente del estado y no del Secretario.

Sin embargo, aunque se funcionarizó el personal de la oficina judicial y sus sueldos pasaron a depender del estado, NO se suprimió el arancel, de forma que los secretarios lo siguieron liquidando e ingresando y pagando con él no sólo las infraestructuras de la oficina sino también los gastos de los funcionarios en el desempeño de sus funciones. La oficina judicial, pues, era gobernada por el Secretario Judicial y el papel del juez en ella no pasaba de seguir siendo el de un triste secundario. Los juicios, mayoritariamente escritos, se realizaban sin la inmediación del juez y ni siquiera la del secretario pues, mayoritariamente, las actuaciones eran llevadas adelante por los demás funcionarios y requerir la presencia del secretario o el juez era considerado poco menos que como una desagradable extravagancia de la parte. Si llevas más de 23 años ejerciendo has conocido esto y esa falsedad arquetípica del «Ante mí Su Señoría asistido de mí el Secretario…» que hizo de los juzgados españoles el paraíso de la falsedad.

Entre jueces y secretarios que no estaban, letrados que dejaban en manos del procurador la presentación de los pliegos de posiciones e interrogatorios y procuradores que delegaban tal función en sus oficiales habilitados, un juicio civil era una ceremonia que, a ojos de un abogado de hoy día, parecería una misa negra… Y quizá lo fuera.

Esta situación, por increíble que parezca, pervivió hasta la aprobación de la ley 1/1985, de 1 de julio, Orgánica del Poder Judicial, ley que proclamó el principio de gratuidad de la justicia. Cinco meses antes el llamado «Decreto del Autobús» (RD 210/85) había restringido las «indemnizaciones» que, con cargo al arancel, cobraban los funcionarios, erigiéndose el estado en único «indemnizador» de los funcionarios y sólo dentro de los económicos márgenes del transporte público.

Como pueden imaginarse lo que hasta ese momento era una arcadia feliz —la oficina judicial— sufrió un cataclismo de proporciones bíblicas. La puntilla a todo este decimonónico sistema la dio la Ley 25/1986 de 24 de diciembre, que suprimió definitivamente las tasas judiciales consideradas entonces y con justicia como intolerables por todos los partidos de la Cámara, siendo el Sr. Ruíz Gallardón (padre de ese ministro de repulsivo recuerdo) uno de los valedores de esta eliminación.

Quienes tengan años suficientes recordarán sin duda las llamadas «astillas» (Plaza «de la Astilla», se llamaba entonces a esa plaza donde se concentran bastantes juzgados en Madrid), es decir, aquellas exacciones ilegales que bajo la protección de la llamada «Ley de Mahoma» se producían en los juzgados; sin duda, conociendo los antecedentes de funcionamiento de la oficina judicial, esas astillas fueron el menor de los males esperables y la eficaz labor del estado —cuando todavía la justicia parecía importarle algo— finalmente acabó con ellas.

En todo este proceso de transformación de la oficina judicial, la figura del escribano-secretario judicial-letrado de la administración de justicia, como vemos, es capital; con los cambios experimentados con las últimas reformas citadas su papel quedó desdibujado lo cual, de la década de los 90 en adelante, trataría de ser aprovechado por los sucesivos gobiernos en una pugna que aún dura y es una de las claves para entender las estrategias de control de la administración de justicia por parte de determinados partidos.

Cada competencia que se sustrae al juez y se traspasa al LAJ es una competencia que sale del poder judicial y pasa a manos del ejecutivo; es por eso que en los últimos años el gobierno ha sido feliz entregando competencias a los LAJ, es decir, autoentregándose competencias; hoy esos «jueces de lo procesal», como a algunos les gusta decir, siguen dependiendo del ejecutivo y esto es lo que de verdad importa a los gobiernos, ya si las ejercen los LAJ o cualquier otro funcionario (todos dependientes del poder ejecutivo) es algo que les da lo mismo.

Separar lo procesal de lo sustantivo es una ambición aberrante pero sólidamente perseguida por todos los gobiernos, la Oficina Judicial es la culminación del sueño húmedo del poder ejecutivo y, en medio de todo esto, los LAJ se ponen en huelga, una huelga que perjudica a todos y para la que no parecen haber buscado el apoyo de nadie (lo habrían encontrado de haberlo planteado bien) y ahora… Ahora veremos que pasa.

Pero bueno, en este punto es recto que nos entramos en honduras y, de eso, ya hablaré otro día que tenga más tiempo y ganas porque igual necesita media docena de post.

PD. Si te interesa este tema hay una obra cuya lectura te recomiendo encarecidamente; se trata del libro «Justicia o burocracia» del profesor Marco de Benito Llopis-Llombart, editada por Thompson-Reuters, Cuadernos Civitas, y que es, por otra parte, la base de este post. Si hay errores en él son míos, no del autor del libro.

La nueva máscara del poder

Para darnos una idea del avance técnico de la humanidad podemos recordar que, en 1950, Alan Turing, en su libro «Computing Machine and Intelligence» propuso un test (el «test de Turing») para comprobar si una máquina era inteligente y capaz de dar respuestas como lo haría un humano.

Setenta años después esas mismas máquinas nos realizan test a los seres humanos para que demostremos que no somos máquinas.

Cada vez que resuelves un captcha o le dices a una máquina eso de «no soy un robot» cliqueando sobre una casilla estás, de una forma u otra, reconociendo quién tiene la sartén por el mango en esta sociedad.

Quién está detrás de esa máquina y por qué parece preocuparnos poco, creemos en el funcionamiento de las máquinas del mismo modo que creemos en las religiones, confirmando de este modo la corrección de aquella vieja cita de Arthur C. Clark que decía: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».

Lo malo es que creemos en la magia.

Creemos en los resultados de las máquinas con una fe inquebrantable sin preguntarnos nunca quien está detrás de esa máquina, quién es el ingeniero que la ha programado, para quién trabaja o qué fines persigue. Desde los velocímetros que nos mandan a prisión o los etilómetros que nos convierten en delincuentes hasta el algoritmo que dice que hemos recibido una notificación por LexNet nos creemos que están «calibrados» y «testeados» y que ello es suficiente a garantizar la corrección de su funcionamiento olvidando que ningún algoritmo ni programa cuyo código fuente no sea auditable es seguro ni debería hacer prueba de nada en derecho.

Me he enfrentado ya a este problema algunas veces —incluso ante el tribunal constitucional— pero la inteligencia humana parece no avanzar a la misma velocidad que la artificial y la velocidad de los procesos judiciales es tan lenta que cada pequeño paso exige años de desesperantes esperas. Mientras los algoritmos procesan información a la velocidad de la luz en favor de sus propietarios y, nosotros, los humanos, somos ya quienes hemos de demostrar que no somos máquinas.

Y les rendimos cuentas a ellos, la nueva máscara tras la que el poder se oculta.

Dilaciones indebidas

La opinión pública está consternada por los efectos en favor del reo que tiene la ley llamada del «Solo sí es sí» y se contabilizan las reducciones de pena que se vienen produciendo.

Sin embargo hay un factor que produce infinidad de reducciones de condena, un factor muchísimo más extendido y muchísimo más indicativo de la patología estructural que padece nuestra administración de justicia: la atenuante de dilaciones indebidas.

Los juicios en España se prolongan tanto que la atenuante de dilaciones indebidas es patognomónica de la enferma administración de justicia española.

Nadie cuenta estos casos, están fuera de foco, han sido causados y son consecuencia de la incuria de todos los partidos políticos que han gobernado España.

Hoy un juez, harto de estar harto, ha decidido dispararse —es metáfora— un disparo en la sien publicando este hilo en tuíter.

La administración de justicia española muere de inanición pero nadie la alimentará, los delincuentes con mayúsculas —los de despacho y coche oficial— la quieren así, anémica y moribunda antes que fuerte y capaz de cumplir con su misión.

Ideologías

Ideologías

Los seres humanos estamos todos programados por la naturaleza para amar a nuestros hijos y para dar por ellos todo lo que tenemos incluida la vida, también hemos nacido para amar a otros humanos lo suficiente como para tener hijos con ellos, para confiar en los amigos y para compartir con ellos alegrías y penas, para que los actos violentos nos estresen y reaccionemos tratando de impedirlos con los medios a nuestro alcance. Quien no ama o no cuida a sus hijos no se reproduce y la vida y la biología solo premian la reproducción y es por eso que nosotros somos hijos de una larguísima estirpe de seres que tenían esos instintos y es eso lo que heredamos de ellos.

A todos esos impulsos que hemos heredado genéticamente les llamamos instintos y muchos de ellos los compartimos con otros individuos del reino animal.

Pero los seres humanos, a la programación biológica con que venimos al mundo, añadimos una programación, mucho más peligrosa e incontrolable que la natural, a la que llamamos programación cultural.

Los seres humanos no sólo ajustamos nuestros comportamientos a nuestros instintos sino que adecuamos nuestros actos a los elementos culturales con que nuestro entorno no ha programado. Costumbres, creencias, lecturas, relatos y un sinfin de elementos culturales conforman nuestra programación cultural y es ahí donde entran en juego las siempre peligrosas hipóstasis.

Hipostasiar —me recuerda Joludi— es el término al que recurrió Kant para referirse al delito intelectual de dar carta de naturaleza real a lo que solo es un objeto de razón. Así dotamos de personalidad a entidades que solo existen en nuestra razón, hipóstasis como la patria o dios son asumidas por el ser humano como si fuesen entidades reales, les atribuimos deseos y les hacemos hablar, legislar o exigir conductas a las que adecuamos la nuestra.

Organizamos las cruzadas al grito de «Dios lo quiere», enviamos a seres humanos a matar o morir en nombre de «la patria» y prometemos el cielo a quienes maten en la tierra.

Un libro considerado sagrado por musulmanes, hebreos y cristianos, en el primer libro de Samuel, capítulo 15, versículos 1 al 3 contiene el siguiente y terrible mandato, sedicentemente divino:

«Cierto día, Samuel le dijo a Saúl: «Fue el Señor quien me dijo que te ungiera como rey de su pueblo, Israel. ¡Ahora escucha este mensaje del Señor! 2 Esto es lo que el Señor de los Ejércitos Celestiales ha declarado: ‘He decidido ajustar cuentas con la nación de Amalec por oponerse a Israel cuando salió de Egipto. 3 Ve ahora y destruye por completo[a] a toda la nación amalecita: hombres, mujeres, niños, recién nacidos, ganado, ovejas, cabras, camellos y burros'»».

Durante milenios los pueblos han tomado por «palabra de dios» lo que no es sino escritura de hombres y si leyésemos los textos sagrados de civilizaciones anteriores a la nuestra veríamos cómo operaban del mismo modo. Fue Ra quien pidió a faraón atacar a los hititas del mismo modo que Enlil, Enki o Marduk ordenaron conquistar reinos vecinos.

Dios, una peligrosa hipóstasis, no pide que matemos, son los hombres que escriben la palabra de dios los que justifican sus actos haciéndole decir lo que nunca dijo; y no sólo es la hipóstasis divina la que hace matar o morir por ella, es también la raza, el pueblo, la patria… objetos de razón a los que nuestro cerebro mal formado ha dado carta de naturaleza de entidades reales.

Somos seres peligrosos y admirables: podemos darlo todo por y quitarlo todo por una idea, una hipóstasis, es por eso que —tras los terribles hechos de ayer— solo puedo desear que reaccionemos usando de la razón y no de peligrosas fabulaciones que jamás conducirán a ningún resultado razonable.

Verdaderamente uno nunca acaba de creer hasta donde puede llegar el ser humano.

Aún quedan jueces en Colombia

Aún quedan jueces en Colombia

Ada Laleman es magistrada y trabaja en un juzgado especializado en el retorno de tierras. La violencia, las incursiones de guerrilla, narcoguerrilla, militares, paramilitares… hicieron a los campesinos abandonar sus tierras que, ahora, están en manos de quienes las usurparon. La ley permite a los campesinos ahora retornar a sus tierras pero una cosa es la ley y otra su cumplimiento. Hace diez años al abogado que interponía una demanda de este tipo muy a menudo se le asesinaba (hasta 800 llegaron a morir), hoy, simplemente, las sentencias pueden no ejecutarse nunca.

Personas como Ada Laleman, por esta causa, deben vivir perennemente con escolta y con el temor de ser objeto de un ataque violento; pero cumple con su deber incluso con la frustración de saber que, en muchos casos, sus sentencias serán ignoradas y eso —que siempre queda gente que cumple con su deber— es lo que hace que aún haya esperanza para Colombia.

Deudas pendientes

Deudas pendientes

Déjenme confesarles que, en los últimos diez años de mi vida, he contraído una deuda que, hasta el día de hoy, no he podido siquiera empezar a pagar. Se trata de una deuda que, cada año que ha pasado, me ha ido pesando más aunque, en mi descargo, diré que, si no la he pagado, ha sido porque las más impensables peripecias vitales me han impedido empezar a saldarla siquiera fuera parcialmente.

Sin embargo, este año —por muchos motivos duro y complicado para mí— el cielo me ha dado la salud, el tiempo y la ocasión de poder empezar a devolverla.

Les cuento.

A principios del año 2013, poco más de dos años después de ser elegido decano por mis compañeros del Colegio de Abogados de Cartagena, tuve conocimiento del drama que estaban viviendo los abogados y abogadas de la República de Colombia. Víctimas de un genocidio profesional organizado, más de 600 abogados colombianos habían sido asesinados impunemente por razones incomprensibles para mí y la cuenta iba en rápido aumento.

Y si incomprensible era aquel horror de muertes sin sentido, más incomprensible aún me resultaba el hecho de que la mayor parte de esos crímenes apenas si mereciesen un simulacro de investigación por los juzgados y tribunales, con el añadido de que ni siquiera la prensa se hacía eco de ninguno de ellos. Era un genocidio profesional conocido por todos pero que se producía ante la indiferencia general.

Quedé horrorizado.

Investigando me enteré de que el gobierno de Colombia no permitía a los abogados y abogadas constituir colegios, que abogados canadienses y de otros países habían organizado caravanas de juristas a Colombia para denunciar la masacre y que ni la administración de justicia ni el gobierno de Colombia hacían nada eficaz por frenar la tragedia.

Y pensé que, quizá, mi colegio pudiese hacer algo ya que, si a los abogados de la Cartagena de Colombia no les dejaban tener un colegio, podrían usar del colegio de la Cartagena de Levante, mi colegio, para todo aquello que les fuese necesario o conveniente.

No recuerdo cómo logré ponerme en contacto con ellos pero lo cierto es que lo hice y decidimos que lo más útil sería preparar un convenio entre los abogados de las dos Cartagenas el cual planeamos que se firmase en las dos Cartagenas sucesivamente para darle visibilidad, primero en el Colegio de la Cartagena de Levante y después en el Consulado de España en la Cartagena de Indias.

Recuerdo vívidamente la mañana de la firma en mi colegio. Algo tenía que haber sucedido entre las autoridades colombianas pues, con la representación de los abogados y abogadas cartageneros ya en la sala, para mi sorpresa y estupor, se personaron tres militares uniformados de las fuerzas armadas colombianas al acto de la firma junto con un, creo que senador o cargo parecido, de la República de Colombia. Lejos de sentir que empezábamos a hacer ruido aquello me alarmó. ¿Qué hacían tres militares uniformados en un acto civil en mi colegio?

Afortunadamente su trato fue absolutamente exquisito y cordial y dieron un, para mí, inesperado lustre al acto.

Y firmamos.

Al acto de la firma en el Consulado de España en Cartagena de Indias no pude asistir; con todo preparado para viajar hasta allá tuve un accidente de salud del cual hube de ser intervenido de urgencia y hube de quedarme en España. Mi vicedecano asistió y firmó por mí.

A partir de ese momento y sin saber qué más podría hacer me dediqué a escribir necrológicas en mi blog de los abogados que iban siendo asesinandos con siniestra regularidad; mi percepción era que nada molesta más a un gobierno que el que alguien piense que está tolerando una situación tan inhumana y siniestra como la que padecía la abogacía colombiana, años en que la prensa ni siquiera informaba de los asesinatos y, si lo hacía, lo hacía a veces con sesgos nada deseables.

Finalmente la situación fue mejorando para la abogacía colombiana; los esfuerzos de los abogados de muchos otros países, las caravanas de juristas, y sobre todo la pelea de los propios abogados combianos fue dando sus frutos y a día de hoy la situación ha mejorado.

Y contado lo anterior les diré que, desde entonces, en estos diez años, no ha pasado ni uno solo en que, desde Colombia, no me llegue una invitación a viajar allá. Han venido a Cartagena a visitarme posteriormente, es raro que pase medio año sin que mis amigos de Colombia no me inviten a dar un curso o una conferencia vía internet y —debo decirlo— guardo con orgullo a los pies de mi cama un sombrero «vueltiao» que todas las noches me recuerda que tengo algo pendiente con la Cartagena del Caribe.

Ahora que miro todos estos diez años de relación con ellos no puedo evitar emocionarme.

Parece increíble pero, hasta el día de hoy, no he podido viajar a Colombia a pagar diez años de amistad y cariño y pueden creerme sin juramento si les digo que no ha sido por falta de voluntad mía, sino porque circunstancias personales y familiares me lo han impedido.

Tantos y tan inesperados han sido los obstáculos que he tenido en estos años que, hasta ahora que mi avión sobrevuela el Atlántico, no me he atrevido a escribir estas lineas porque, hasta el último momento, he temido que pasase algo que me impidiese ir.

Pero parece que esta vez sí que será, que ya estoy en un avión que me conduce de Cartagena a Cartagena y que, por fin, podré devolver un poco del cariño que ellos me han regalado.

Nunca podré devolverlo todo.

Una constitución escrita en los genes

Una constitución escrita en los genes

Hace cinco dias les conté cómo la cooperación era una estrategia de la naturaleza que aparecía espontáneamente cuando se daban unas determinadas condiciones; gracias a ello podían observarse conductas cooperativas en seres unicelulares carentes de sistema nervioso que incorporaban en sus genes las instrucciones precisas para desarrollar conductas de este tipo.

Hace cuatro días les conté cómo, en la base de las estrategias de cooperación, se encuentra la reciprocidad, concepto que ya señaló Confucio como capital y que los experimentos y competiciones informáticas del científico Robert Axelrod confirmaron.

Hace dos días les conté como las conductas de los seres humanos antes eran gobernadas por las emociones que por el raciocinio y me quedó pendiente debatir si el ser humano era más un animal racionalizador que racional, pero, como para eso pienso usar de las figuras de jueces, lo aparcaré para otro día. Hoy permítanme que les muestre cómo, en muchas conductas humanas, antes rigen las emociones que el raciocinio. Y les ruego que me disculpen si les pongo como ejemplos experimentos hechos con simios y primates pero me parece necesario para demostrar que instintos presentes en los seres humanos ya están presentes en animales teóricamente menos evolucionados que nosotros. Esto es necesario para tratar de ilustrar cómo los instintos y emociones precisos para la vida en sociedad —que podríamos creer exclusivamente humanos— ya están presentes en estadios evolutivos anteriores.

Para ilustrar el asunto tratemos de ver cómo funciona la empatía, por ejemplo, en ratas y macacos y ya decidirá usted cómo funciona en los seres humanos.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, tanto la que accionaba la palanca como la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

¿Y los seres humanos? ¿Cree usted que, como las ratas y los simios, llevan inscrita en sus genes la empatía?

Ya les digo yo que sí. No somos tan distintos de otros animales sociales.

Ni ratas ni monos firmaron nunca un contrato social, desde la noche de los tiempos y como herramienta necesaria para una mejor vida en sociedad, la naturaleza inscribió en sus genes el instinto de la empatía, de forma que, ante determinados estímulos, reaccionasen de la forma en que les he expuesto.

Pensaba hablarles del orgullo y de otras emociones no tan humanas como ustedes creen, pero este post es ya larguísimo y dudo que nadie haya llegado leyendo hasta aquí.

En fin, mañana será otro día.