Darwin y los memes

Darwin y los memes

Leo en el muro de una amiga de Facebook que hoy es el aniversario del nacimiento de Charles Darwin, probablemente el científico más inspirador de la última centuria para quienes se ocupan del estudio de los seres vivos.

Pero también de entidades no vivas, me explicaré.

Charles Darwin nos enseñó que allá donde hay herencia y mutación hay evolución y que se perpetúa aquella mutación que ofrece a quien la incorpora un mayor éxito reproductivo.

Pero eso no ocurre solo con los seres vivos.

Hay entidades que se replican no por sí mismas sino parasitando o invadiendo a otros seres vivos. Es el caso de los virus, seres difícilmente clasificables como vivos, que se reproducen no por sí mismos sino invadiendo células donde replicar su código genético; pero yo no hablo de ellos.

Yo hablo de otras entidades que se replican colonizando a otros seres vivos, concretamente los seres humanos.

Pruebe usted a cantar una canción pegadiza, instintivamente otras personas a su alrededor la cantarán, puede que hasta se obsesionen y canten la canción de forma maníaca. El hecho de que una canción salte de un cerebro a otro hace que la canción, una sucesión inerte de sonidos, se replique y perviva hospedada en el cerebro de quienes la cantan. La canción se replica merced a esa peculiar calidad de sus sonidos que provocan a quienes los escuchan a reproducirlos.

La canción se reproduce (se canta) se propaga entre quienes la oyen (están en contacto con ella) que se «contagian» de ella y la reproducen a su vez (la replican) con más o menos exactitud o afinación (mutaciones) las notas que la componen.

En general las mutaciones son perniciosas pero puede ocurrir que alguna de ellas tenga éxito y haga que quienes escuchen la canción con mutaciones sientan más ganas de cantar esa versión que la original, de modo que la canción mutada tenga más éxito replicativo que la versión origina que irá cayendo en el olvido hasta morir.

Ya lo dijo Darwin, si hay herencia y mutación acabará funcionando la evolución y triunfará aquella entidad que tenga mayor éxito reproductivo. Si quieres un buen ejemplo de esto puedes examinar la historia del archifamoso villancico «Jingle Bells» comparando su partitura original con la versión que, hoy, todos conocemos.

Pero eso no pasa solo con las canciones sino con cualquier idea, credo político o religioso, construcciones mentales (informacionales) que sólo existen en el cerebro humano y cuya existencia depende de su capacidad de replicarse en otros cerebros. Para las ideas, para los credos, para las ideologías, la muerte es el olvido. Las entidades informacionales mueren cuando dejan de replicarse por ello sólo llegan a nosotros aquellas mutaciones de cada ideología que encuentra en cada momento un mayor éxito replicativo.

No es de extrañar que las religiones cuiden especialmente a su idea generatriz («Amarás a Dios sobre todas las cosas») o los credos políticos sus dogmas fundacionales («Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…») y es normal, solo se replican las ideas que impulsan su replicación del mismo modo que la vida solo premia la vida.

Hoy se habla con naturalidad de «memes» y de «volverse viral» pero sospecho que la mayoría de los que lo hacen desconocen que «meme» es una expresión que inventó Richard Dawkins parodiando a «gene» (la forma inglesa de «gen») para referirse a esas entidades informacionales que se comportaban como si fuesen genes.

No un «meme» no es un chiste ni un dibujito, es un concepto mucho más complejo aunque, comi es difícil de explicar, la evolución ha hecho que haya proliferado un significado que no es sino una grosera mutación de su sentido originario pero que, como a nadie escapa, goza de un mayor éxito replicativo entre los cerebros a colonizar.

Entender la información (y por ende la sociedad de la información) es una tarea compleja y apasionante a la que no muchos —a salvo de unas élites no siempre bienintencionadas— parecen querer dedicar tiempo.

En todo caso tal tarea sería imposible sin Darwin.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

En el pequeño espacio que se ve en la fotografía los cartageneros han dado culto a tres diosas desde hace más de dos mil años. A ustedes puede parecerles algo de poca importancia, a mí me impresiona y me sume en cavilaciones.

En primer término pueden ver el templo de Isis, una deidad egipcia cuyo culto fue mayoritario en el siglo I de nuestra era. Diosa madre, grande en magia, estrella de los mares y protectora de los marineros no cuesta imaginar cómo su culto llegó hasta aquí desde el oriente en los barcos que llegaban desde allá.

A la izquierda, tras una especie de escalinata, se ve la única columna que queda del templo de Atargatis, otra diosa relacionada con el agua, de hecho Atargatis fue una diosa sirena, mitad mujer mitad pez. Fue otra diosa que llegó en barco.

A la derecha se ve la cúpula de la iglesia de la Virgen de la Caridad, la actual patrona de la ciudad, otra figura sacral que también llegó en barco.

Muchas oraciones de muchas personas de muchas fes y credos distintos aún vibran en este pequeño espacio de mi ciudad. ¿Hay algo especial en él que atrae a las diosas?

Esta es una de las muchas partes de que está hecha mi ciudad.

Ideologías

Ideologías

Los seres humanos estamos todos programados por la naturaleza para amar a nuestros hijos y para dar por ellos todo lo que tenemos incluida la vida, también hemos nacido para amar a otros humanos lo suficiente como para tener hijos con ellos, para confiar en los amigos y para compartir con ellos alegrías y penas, para que los actos violentos nos estresen y reaccionemos tratando de impedirlos con los medios a nuestro alcance. Quien no ama o no cuida a sus hijos no se reproduce y la vida y la biología solo premian la reproducción y es por eso que nosotros somos hijos de una larguísima estirpe de seres que tenían esos instintos y es eso lo que heredamos de ellos.

A todos esos impulsos que hemos heredado genéticamente les llamamos instintos y muchos de ellos los compartimos con otros individuos del reino animal.

Pero los seres humanos, a la programación biológica con que venimos al mundo, añadimos una programación, mucho más peligrosa e incontrolable que la natural, a la que llamamos programación cultural.

Los seres humanos no sólo ajustamos nuestros comportamientos a nuestros instintos sino que adecuamos nuestros actos a los elementos culturales con que nuestro entorno no ha programado. Costumbres, creencias, lecturas, relatos y un sinfin de elementos culturales conforman nuestra programación cultural y es ahí donde entran en juego las siempre peligrosas hipóstasis.

Hipostasiar —me recuerda Joludi— es el término al que recurrió Kant para referirse al delito intelectual de dar carta de naturaleza real a lo que solo es un objeto de razón. Así dotamos de personalidad a entidades que solo existen en nuestra razón, hipóstasis como la patria o dios son asumidas por el ser humano como si fuesen entidades reales, les atribuimos deseos y les hacemos hablar, legislar o exigir conductas a las que adecuamos la nuestra.

Organizamos las cruzadas al grito de «Dios lo quiere», enviamos a seres humanos a matar o morir en nombre de «la patria» y prometemos el cielo a quienes maten en la tierra.

Un libro considerado sagrado por musulmanes, hebreos y cristianos, en el primer libro de Samuel, capítulo 15, versículos 1 al 3 contiene el siguiente y terrible mandato, sedicentemente divino:

«Cierto día, Samuel le dijo a Saúl: «Fue el Señor quien me dijo que te ungiera como rey de su pueblo, Israel. ¡Ahora escucha este mensaje del Señor! 2 Esto es lo que el Señor de los Ejércitos Celestiales ha declarado: ‘He decidido ajustar cuentas con la nación de Amalec por oponerse a Israel cuando salió de Egipto. 3 Ve ahora y destruye por completo[a] a toda la nación amalecita: hombres, mujeres, niños, recién nacidos, ganado, ovejas, cabras, camellos y burros'»».

Durante milenios los pueblos han tomado por «palabra de dios» lo que no es sino escritura de hombres y si leyésemos los textos sagrados de civilizaciones anteriores a la nuestra veríamos cómo operaban del mismo modo. Fue Ra quien pidió a faraón atacar a los hititas del mismo modo que Enlil, Enki o Marduk ordenaron conquistar reinos vecinos.

Dios, una peligrosa hipóstasis, no pide que matemos, son los hombres que escriben la palabra de dios los que justifican sus actos haciéndole decir lo que nunca dijo; y no sólo es la hipóstasis divina la que hace matar o morir por ella, es también la raza, el pueblo, la patria… objetos de razón a los que nuestro cerebro mal formado ha dado carta de naturaleza de entidades reales.

Somos seres peligrosos y admirables: podemos darlo todo por y quitarlo todo por una idea, una hipóstasis, es por eso que —tras los terribles hechos de ayer— solo puedo desear que reaccionemos usando de la razón y no de peligrosas fabulaciones que jamás conducirán a ningún resultado razonable.

Verdaderamente uno nunca acaba de creer hasta donde puede llegar el ser humano.

Los reyes magos y la evolución

Los reyes magos y la evolución

Se dice que la evolución tiene que ver con la supervivencia de los mas aptos pero eso es falso, la evolución no es una historia de lucha, colmillos y sangre, la evolución sólo tiene que ver con quién tiene mayor éxito reproductivo.

La vida es ese fenómeno mediante el cual entes materiales son capaces de reproducirse, la diferencia entre una entidad viva y una que no lo está es que la entidad viva es capaz de reproducirse por sí misma. Es esta peculiaridad la que condiciona toda la evolución: quién se reproduzca transmitirá sus características a la siguiente generación, quien no lo haga colocará sus características en vía muerta. Usted y yo somos descendientes y tenemos por ello las características de una larga serie de seres vivos que se reprodujeron, quienes no lo hicieron desaparecieron.

Es por eso que en la naturaleza no se perpetúan los que sobreviven sino los que se reproducen, es por eso que decenas de animales mueren inmediatamente después de reproducirse aunque sea, en casos tan extremos como el de la mantis, solo para alimentar a la hembra. Por extrañas que parezcan estas estrategias reproductivas, si tienen éxito, pasarán a la próxima generación de los de su especie y se perpetuarán.

Piénselo así: si usted tiene hijos algo de usted pasará a la próxima generación —aunque sea su mal humor— pero, si no los tiene, sus características biológicas habrán entrado, en lo que a usted respecta, en via muerta.

La vida celebra la vida sobre todas las cosas y por eso la noche de Reyes que se celebra hoy es, seguramente, la noche más feliz del año.

Ocurre sin embargo que nuestra población envejece, las cenas de Nochebuena cada vez se van llenando más de sillas vacías y los Reyes Magos, cada año, ven cómo disminuye el número de domicilios que han de visitar.

Cuando eres niño crees que la mesa de Nochebuena siempre estará llena y que los Reyes, la noche del cinco al seis de enero, se portarán bien contigo aunque tú no te hayas portado demasiado bien con el mundo. Con los años descubres que no es así, que las mesas se vacían hasta quedar desiertas y que los Reyes empiezan a no tener quien les escriba.

Y es entonces cuando te das cuenta de que la vida solo celebra a la vida y de que algunas cosas solo tienen sentido cuando pagamos a la vida su tributo y nos reproducimos.

Así que amigo, amiga, aplícate a la tarea, no podemos mandar a los Reyes al INEM; bastante tenemos con lo que tenemos.

Justicia y genética

Justicia y genética

Les dije hace unos días que los seres humanos incorporábamos en nuestros genes muchas emociones que contribuían a dotarnos de conductas convenientes para poder vivir en sociedad. En ese post les hablé de la empatía y les anuncié que era mi intención hablarles de otras como, por ejemplo, el orgullo.

Claro que no voy a hablarles del orgullo en los seres humanos sino en nuestros parientes más cercanos: los simios. ¿Por qué hago esto? Pues porque si encontramos un rasgo en los humanos es conveniente buscar su rastro evolutivo; de esta forma apuntalaré mi teoría de que nuestros principios morales, de justicia o, en general, nuestras habilidades para vivir en sociedad, son un producto de la evolución y no de ningún pacto ni contrato social y ni siquiera principios que nos diese ningún dios en el Sinaí o en cualquier otro lugar.

Mi propósito es fundamentar que, si queremos conocer la moral natural o la justicia natural humanas debemos recurrir a los principios evolutivos y por eso, hoy, voy a hablarles del orgullo, pero no en los seres humanos sino en los simios.

En 2003 se publicaron los resultados de un curioso experimento con primates llevado a cabo por la universidad estadounidense de Emory. Sarah Brosnan y su colega Frans de Waal (quizá el más reputado primatólogo de la actualidad) realizaron un experimento para tratar de aclarar si el sentido de justicia es un comportamiento producto de la evolución humana o el resultado de las reglas que se establecen en la sociedad.

Para ello entrenaron a un grupo de primates a los que enseñaron a intercambiar fichas por comida o a realizar trabajos para obtener comida: Los experimentadores daban a los primates un pedazo de pepinillo a cambio del «pago» de una de esas fichas o de la realización de alguna tarea. Lo sorprendente fue que, cuando uno de los primates recibía a cambio de la ficha o tarea en lugar del trozo de pepinillo una uva (un manjar mucho más apetitoso), el resto de los primates que habían recibido el acostumbrado trozo de pepinillo no sólo se negaban a cooperar sino que incluso se negaban a comer.

Esta conducta de los monos, desde el punto de vista de la teoría de juegos es irracional pues, evidentemente, es mejor recibir un trozo de pepinillo que no recibir nada y, sin embargo, de acuerdo al estudio publicado en la revista Nature, los monos se ofendían cuando veía que uno de sus compañeros recibía un premio que consideraban más apetitoso que el suyo a cambio del mismo trabajo o de la misma cantidad de fichas. El experimento se realizó con monos capuchinos separados en parejas y el experimento consistió, precisamente, en premiarlos de diferente manera por una misma tarea, bien fuera dándoles uva en lugar de pepino o, simplemente, no pagando su trabajo.

Los monos, cuando percibían la desigualdad del pago, a veces ignoraban la recompensa y otras veces la aceptaban para después, muy dignamente, tirarla. Curiosamente los primates nunca se enfadaron con el mono que recibía mayor premio.

No creo que el experimento tenga relación con un «instinto de justicia» más que de forma indirecta y remota. La conducta de los monos parece estar relacionada más bien con lo que los humanos llamaríamos «orgullo» o «amor propio», emociones que, intuyo, están más relacionadas con las estrategias de cooperación que con la justicia; justicia que vendría a ser una especie de producto final o precipitado de todas esas estrategias.

Ciertamente, como dije, la conducta de los monos es incomprensible si la analizamos a la luz de la teoría de juegos pues recibir algo a cambio del trabajo o la ficha es mejor que no recibir nada, pero, la conducta de los monos es extremadamente comprensible si la enmarcamos dentro del principio estratégico general que rige la cooperación en la naturaleza: La reciprocidad.

Como ya señaló Axelrod en su libro «The Evolution of Cooperation» la reciprocidad se ha revelado como una de las estrategias más exitosas en el campo de la cooperación natural. Sus modelos y torneos informáticos revelaron que «tit for tat» (una estrategia fundada en la reciprocidad) es una estrategia evolutivamente estable en la mayor parte de las ocasiones, por lo que no es aventurado pensar que las emociones ligadas a dicha estrategia han sido incorporadas genéticamente por las especies más señaladamente gregarias, mamíferos, monos y seres humanos incluídos.

La falta de reciprocidad provoca sensaciones de desagrado y ese desagrado lleva a los participantes en el juego a abandonar su participación en él. Los monos parecen decirle al experimentador: «Si no hay reciprocidad no quiero participar en tu juego».

Podríamos pensar que la conducta de los monos es ajena por completo al ser humano pero me gustaría recordar aquí un famoso experimento (esta vez realizado con seres humanos) que puede arrojar bastante luz sobre la cuestión.

El juego del ultimátum es un juego muy habitual en el campo de los experimentos económicos. En dicho juego dos jugadores han de interactuar para dividir una cantidad de dinero que se les ofrece. El primer jugador propone cómo dividir la suma entre los dos jugadores, y el segundo jugador puede aceptar o rechazar esta propuesta. Si el segundo jugador rechaza, ninguno de los jugadores recibe nada. Si el segundo jugador acepta, el dinero se repartirá de acuerdo a la propuesta. El juego se juega sólo una vez para que la reciprocidad no sea un problema.

Por ejemplo, supongamos que yo ofrezco mil euros a repartir entre dos personas. La primera de ellas podrá tomar la cantidad que desée (por ejemplo 800 euros) y la segunda decidirá si se queda con los 200 restantes o si los rechaza, en cuyo caso ninguno de los jugadores cobrará nada. El experimento sólo se realiza una vez.

Las matemáticas nos dicen que el segundo jugador debería aceptar cualquier cantidad que le deje el primer jugador (cobrar algo es mejor a no cobrar nada) pero la experiencia nos dice que incluso el ser humano abandona la racionalidad cuando recibe una oferta que le parece «ofensiva», prefiriendo no cobrar nada a cobrar poco. ¿Se imagina usted que, de los mil euros, el primer jugador toma 999? ¿se quedaría usted con las ganas de rechazar la oferta aunque perdiese el euro restante?

Sinceramente, ¿no sentiría usted que le está tocando las narices el primer jugador si toma 800 euros sabiendo que usted no tiene nada mejor que hacer que aceptar los 200 que le ha dejado?

Lo oigo todos los días en mi despacho cuando transmito a mis clientes una oferta de la parte contraria: «No voy a dejar que se rían de mí», o «no es por el dinero, es que me está tocando las…»

Resulta evidente que en el caso de los seres humanos también están presentes las emociones que hacían sentirse ofendidos a los monos del experimento de Frans de Waal.

Y, aunque parezcan irracionales, esas emociones gobiernan una estrategia de conjunto increíblemente exitosa. Las emociones de hombres y monos han evolucionado no para resolver un experimento aislado, sino para resolver un experimento iterado, es decir, que se repite. «Si tu me ofreces un trato injusto y no lo acepto la próxima vez aumentarás la oferta». Porque los instintos de hombres y monos no han evolucionado para resolver un experimento aislado, sino para resolver de forma instintiva y automática los complejos problemas que plantea la vida en comunidad.

O como diría uno de mis clientes al aceptar una de esas «ofensivas» ofertas a la baja: «Acéptelo pues mejor es eso que nada pero… ¡¡arrieros somos!!»

Racionales a veces, sí, pero orgullosos como los monos.


PD. Para quienes quieran ver un video del experimento sobre el orgullo y los macacos de que les he hablado en el post y precisamente presentado por el padre de este experimento, el primatólogo Frans de Waal (doblado a castellano/argentino) aquí se lo dejo, así comprueban que no les estoy contando pamplinas.

Seguramente, si sois abogados, habréis tenido alguna vez un cliente tan enfadado como este macaco.

Una constitución escrita en los genes

Una constitución escrita en los genes

Hace cinco dias les conté cómo la cooperación era una estrategia de la naturaleza que aparecía espontáneamente cuando se daban unas determinadas condiciones; gracias a ello podían observarse conductas cooperativas en seres unicelulares carentes de sistema nervioso que incorporaban en sus genes las instrucciones precisas para desarrollar conductas de este tipo.

Hace cuatro días les conté cómo, en la base de las estrategias de cooperación, se encuentra la reciprocidad, concepto que ya señaló Confucio como capital y que los experimentos y competiciones informáticas del científico Robert Axelrod confirmaron.

Hace dos días les conté como las conductas de los seres humanos antes eran gobernadas por las emociones que por el raciocinio y me quedó pendiente debatir si el ser humano era más un animal racionalizador que racional, pero, como para eso pienso usar de las figuras de jueces, lo aparcaré para otro día. Hoy permítanme que les muestre cómo, en muchas conductas humanas, antes rigen las emociones que el raciocinio. Y les ruego que me disculpen si les pongo como ejemplos experimentos hechos con simios y primates pero me parece necesario para demostrar que instintos presentes en los seres humanos ya están presentes en animales teóricamente menos evolucionados que nosotros. Esto es necesario para tratar de ilustrar cómo los instintos y emociones precisos para la vida en sociedad —que podríamos creer exclusivamente humanos— ya están presentes en estadios evolutivos anteriores.

Para ilustrar el asunto tratemos de ver cómo funciona la empatía, por ejemplo, en ratas y macacos y ya decidirá usted cómo funciona en los seres humanos.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, tanto la que accionaba la palanca como la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

¿Y los seres humanos? ¿Cree usted que, como las ratas y los simios, llevan inscrita en sus genes la empatía?

Ya les digo yo que sí. No somos tan distintos de otros animales sociales.

Ni ratas ni monos firmaron nunca un contrato social, desde la noche de los tiempos y como herramienta necesaria para una mejor vida en sociedad, la naturaleza inscribió en sus genes el instinto de la empatía, de forma que, ante determinados estímulos, reaccionasen de la forma en que les he expuesto.

Pensaba hablarles del orgullo y de otras emociones no tan humanas como ustedes creen, pero este post es ya larguísimo y dudo que nadie haya llegado leyendo hasta aquí.

En fin, mañana será otro día.

La reciprocidad y la cooperación

Que un ser unicelular, como conté en el post de ayer, pueda ayudar a sus congéneres a metabolizar sacarosa no le hace ni más listo ni más tonto —a fin de cuentas ni siquiera tiene sistema nervioso— solo le hace diferente; pero la naturaleza tiene estas cosas, de vez en cuando, en medio de la uniformidad general, hace aparecer un mutante, una levadura loca, como en este caso.

¿Qué puede ganar una entidad cooperante en medio de una comunidad que no coopera?

Ya se lo anticipo yo: nada.

Entonces ¿cuándo y bajo qué circunstancias puede la cooperación convertirse en una estrategia exitosa?

Esta pregunta atormentó a los científicos durante mucho tiempo, pero fue con la llegada de los ordenadores cuando pudieron empezar a realizarse simulaciones y experimentos que ofrecieron inspiradores resultados. Los más conocidos —al menos para mí— quizá sean los del científico norteamericano Robert Axelrod y que se recogen en su libro «The evolution of cooperation».

Robert Axelrod pidió a la comunidad científica internacional que remitiese programas de ordenador en los que se diseñasen estrategias de cooperación. Con todos los programas se organizaría una competición a fin de determinar cuál de todas las estrategias cooperativas era la más eficaz. Obviamente, en medio de todos aquellos programas, los había que cooperaban siempre y que no cooperaban nunca y —entre ambos extremos— todo tipo de estrategias intermedias.

Parte de los científicos que presentaron programas así como la longitud de los mismos los tienen en la fotografía de abajo.

Para sorpresa de muchos el programa ganador fue el más corto y más sencillo; presentado por el científico ruso afincado en Canadá Anatol Rappoport, el programa fue bautizado como «tit for tat» y su estrategia era sencilla. En su relación con otros programas «tit for tat» cooperaba siempre en la primera ronda y en las siguientes replicaba la conducta de su antagonista.

Así, si «tit for tat» se enfrentaba a un programa que sistemáticamente no cooperaba, «tit for tat» se convertía en un no cooperador tan duro como su antagonista; si, por el contrario, se enfrentaba a un programa que cooperaba siempre «tit for tat» se tornaba tan cooperador como él y, en medio de ambas estrategias, «tit for tat» se reveló como el competidor más exitoso.

Si Confucio lo hubiese podido ver se habría sentido orgulloso, la informática confirmaba su teoría de la reciprocidad.

En años sucesivos se trató de mejorar «tit for tat» implementando estrategias de perdón pues, si su antagonista tenía programado no cooperar en la primera ronda, «tit for tat» ya no daba oportunidad alguna a la posibilidad de cooperar.

En todo caso la reciprocidad se reveló durante estos experimentos como la estrategia más sólida y estable para generar un entorno cooperativo. Y esto fue solo el principio: se estudió cómo la cooperación «invadía» y triunfaba en diversos ecosistemas con variables diversas y, en fin, se alcanzaron iluminadoras conclusiones que, como pueden imaginar, no caben en un post.

Lo que sí me parece importante señalar es que tanto el «do ut des», como la equivalencia de las prestaciones «sinalagmaticidad» ya funcionan a niver de cooperación unicelular, que no son propios ni exclusivos de la especie humana y que antes obedecen a leyes naturales que humanas. Naturalmente, esas estrategias incorporadas a los genes de organismos simples se reproducen, bien que con mayor complejidad, en organismos superiores.

Pero acabemos por hoy con «The Evolution of Cooperation» de Robert Axelrod. Dentro de estas estrategias que hacen de la cooperación una conducta exitosa se señalaron algunas otras que, de alguna forma, podían complementarla, como por ejemplo:

Las etiquetas: los indivíduos se comportan en relación con otros en función de características externas observables de estos (tamaño, atributos) por lo que la mera contemplación de estas condiciona su conducta. A nivel humano puede usted pensar en un policía uniformado, la conducta de usted se verá modificada por una característica externa observable (el uniforme) que actúa a modo de etiqueta. El funeral de la Reina Isabel II de estos días no está dejando una buena colección de etiquetas que observar.

Reputación: los individuos se comportan en relación con otros en función de su conducta esperable. Entre los humanos babrá observado usted esto con frecuencia; los seres humanos suelen alardear de «no perdonar nunca», de «no olvidar jamás una traición», de que «quien se la hace se la paga»… Esto en realidad no es más que una estrategia de construcción de reputación que a mí, en un bar y en medio de un grupo con algo de alcohol en las venas, me resulta divertidísimo observar. Puedo predecir desde aquí que alguien hará un comentatio a este punto si es qje más de cinco personas leen este post.

Territorialidad: los cooperantes no quieren no cooperantes en sus grupos, esto determina espacios de cooperación.

Y muchos otros, especialmente nos detendremos en otro post en un asunto apasionante al estudiar el dilema del prisionero iterado, las estrategias para «alargar la sombra del futuro», unas estrategias que podrían estar en el fondo de la aparición de fenómenos como el religioso.

Pero por hoy dejémoslo y quedémonos con lo que importa: la reciprocidad es la estrategia gracias a la cual la cooperación triunfa. Millones de años antes de que el primer dinosaurio apareciese o Paulo, Gayo, Ulpiano, Papiniano y Modestino vistiesen la toga todo el algoritmo del «do ut des» y lo «sinalagmático» llevaba millones de años funcionando en la naturaleza, a veces en seres tan simples y ajenos a la realidad de su propia existencia como unas levaduras.

Confucio y la cooperación

Cuando le pidieron a Confucio que manifestase el término que mejor caracterizaba una saludable vida en sociedad, dicen que Confucio contestó:

—Reciprocidad.

Lo que quizá no supiese Confucio es que ese término representa la base de la convivencia no sólo humana sino animal y vegetal, macroscópica y microscópica.

La cooperación no es una estrategia que exija un acuerdo previo entre seres conscientes; la cooperación es una estratgia biológica que se impone en entornos que reúnen unas determinadas caracteríaticas. Déjenme que les ponga un ejemplo.

Hace unos años el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Si esta conducta «cooperadora» o «altruista» entre seres unicelulares no le impresiona déjeme que le hable de usted mismo y de su cuerpo: usted es la mejor prueba de que la historia de la vida no es una historia de garras, colmillos y sangre, sino de cooperación y reciprocidad.

Todas y cada una de las células que componen su cuerpo son células de las llamadas «eucariotas», células que, además del ADN de su núcleo contienen otro ADN —por cierto muy utilizado en los juzgados y tribunales— que es el llamado ADN mitocondrial. ¿Cómo es que hay dos ADN distintos en una misma célula aparente? Pues porque esa célula no es más que el producto del trabajo en equipo de dos células que antes vivían separadas: la célula principal y la mitocondria. El proceso por el cual esas dos células se pusieron a trabajar juntas suele llamarse «endosimbiosis seriada», pero, independientemente de los nombres, sepa usted que todo su cuerpo se lo debe usted a la cooperación y a la reciprocidad. Anote usted que saber esto se lo debemos a una mujer, Lynn Margulis, a quien quizá usted no conozca a pesar de su capital importancia aunque, seguramente, sí conoce a su televisivo marido: Carl Sagan.

Es por eso que me habrá oído usted decir tantas veces que el pacto social es un camelo, que lo de Rousseau, Hobbes y Rawls es algo tan acientífico como la entrega en el Sinaí de los diez mandamientos o el episodio del arca de Noé. Para vivir en sociedad no es preciso ningún acuerdo previo, la cooperación es una estrategia que se impone en la naturaleza siempre que en un determinado entorno se den una serie de condiciones. Si quieren puedo ofrecerles aquí las ecuaciones pero no creo que sea necesario, creo que tal como lo he contado se entiende.

Así pues el ser humano no vivió nunca solo, no se reunió un día o una noche a firmar ningún pacto social, no cedió parte de su autonomía al grupo… El ser humano, lo mismo que las bacterias unicelulares de que les hablé al principio, lo mismo que los trillones de células eucariotas que lo componen, es un «zoon politikon» que siempre, desde antes de ser incluso humano ya vivía en sociedad para lo cual, la naturaleza, había fijado en sus genes los principios de esta estrategia de cooperación que también había fijado en los genes de esos seres unicelulares o esa células procariotas de que les he hablado.

Del mismo modo que, a partir de seres primitivos (LUCA —Last Universal Common Ancestor—) evolucionaron el resto de los seres que conocemos, los animales sociales no sólo evolucionaron físicamente, sino que con su cuerpo también evolucionaron complejas estrategias de cooperación que, a poco que mires la naturaleza, puedes distinguir.

En el mundo del derecho nadie estudia esto y prefieren sustituir la verdad científica por la especulación filosófica y así los juristas hemos llegado al siglo XXI sin entender la moral humana y sin conocer los fundamentos biológicos se la justicia. No es de extrañar que hagamos leyes y las hagamos mal.

Sé que a muchos juristas les molestará esto que digo; pero es lo que creo y la primera misión de alguien que ama su trabajo es decir exactamente aquello que cree.

Manual de autoayuda vengativa

Manual de autoayuda vengativa

La venganza tiene mala fama pero, durante milenios, fue la única forma en que el ser humano fue capaz de prevenir conductas antisociales. Vengarse no es fácil y exige desplegar un amplio abanico de facultades contra las que, naturalmente, el ser humano también ha adoptado sofisticadas contramedidas; espero que, tras la lectura de este manual de autoayuda vengativa, pueda usted dominar las suertes básicas de la venganza de forma que pueda disfrutar de ese plato que, ya se lo adelanto, muy raramente se sirve frío.

Vayamos por partes.

Para poder vengarnos lo primero que necesitamos es identificar al agresor; dicho de otro modo, si no sabemos quién es el agresor ¿de quién vamos a vengarnos?

Naturalmente, los agresores, conscientes de que si no son identificados no sufrirán castigo alguno, suelen ocultar su verdadera identidad tras los más variados recursos: antifaces, pasamontañas, medias de señora, disfraces de payaso y, los más peligrosos de todos, tras entramados societarios que impidan que se conozca la verdadera identidad de quienes manejan el carrito del helado. Si desea ampliar sus conocimientos en esta materia puede consultar mi monografía «El antifaz y la sociedad anónima: diferencias, semejanzas y caracterización funcional».

La segunda facultad que necesitamos para poder vengarnos es la memoria. Si no somos capaces de recordar la identidad del agresor, la autoría de la ofensa o incluso la existencia de la ofensa misma, tampoco podremos vengarnos.

Esta necesidad de memoria sorprendía mucho a Darwin quien observó que la venganza era imposible entre las especies animales con poca o ninguna memoria, circunstancia esta que dificultaba enormemente la creación de sociedades complejas.

«Si me engañas una vez eres un malvado, si me engañas dos soy un mentecato», dice el antiguo proverbio sumerio y, sin embargo, vemos como los mismos delincuentes nos roban o nos estafan una y otra vez… y no es de extrañar, los recursos que los malvados han desarrollado contra el uso de la memoria son verdaderamente sofisticados.

Uno de los más eficaces es la creación de una disonancia cognitiva en el agraviado que le conduzca a ponerse en la situación del agresor e incluso a comprenderlo y perdonarlo.

—¿Es que si tú supieses que no te iban a pillar no robarías también?
—¿Es que si tú fueses concejal de urbanismo no te llevarías el tres por ciento o más?
—¿Es que no te das cuenta de que, si te devuelvo todo lo que te estafé con la cláusula suelo, entonces bajará el PIB un 6,2 y eso dará lugar a una estanflación que, por imperativo del artículo 33 del Fondo Monetario producirá un cataclismo mundial?

Al escuchar estas preguntas el agraviado suele quedar en un estado de estupor y confusión mental tal que, a menudo, es aprovechado por el agresor para acabar de robarle la cartera.

Si desea ampliar conocimientos en esta materia puede usted consultar mi obra«La cancamusa y el trile, aspectos psicológicos esenciales del negocio jurídico».

Si este recurso a crear disonancias cognitivas no funciona los agresores suelen recurrir a la noticia estupefactante o a la catástrofe generalizada: terremotos en Nueva Gales del Sur, crisis económicas en el Sultanato de Omán, violación de derechos humanos en Bangla Desh, debates políticos, religiosos, nacionalistas, sexuales o, la más usual, el miedo a algo, como, por ejemplo, la tremenda crisis económica que nos amenaza. Usted, aturdido por el ruido del debate o espantado por los males que se avecinan, olvida el mal pasado, comienza a trabajar por enfrentar las nuevas amenazas y hasta agradece al cielo el seguir vivo.

Es por eso que, una y otra vez, quienes nos robaron en el pasado, se pueden presentar de nuevo ante usted como los honestos gestores que van a sacar al país de la corrupción y el delito y usted, yo y muchos como usted y como yo, nos lo creemos y no solo los perdonamos, sino que les dejamos que, de nuevo, roben nuestra voluntad y nuestro voto. Hay que reconocer que son unos genios.

Pero, como último requisito, además de identificar al agresor y no olvidar quién es ni lo que ha hecho, es preciso que la venganza sea rentable en términos tanto económicos como morales.

Si un sujeto le roba a usted un euro que tenía sobre la mesa para dejarlo de propina al camarero, es muy posible que no se dé usted una carrera tras el ladrón para recuperar su euro. La escasa cuantía de la ofensa no merece el esfuerzo de una carrera, de forma que el delincuente huirá impunemente sin otro castigo que el de que usted se acuerde de sus ancestros más recientes.

Aunque la ofensa sea mayor y el agresor le haya atizado a usted un garrotazo en la espalda, si pasa el tiempo suficiente, usted no se vengará. En el acto tiene sentido vengarse, si él le da un garrotazo y usted puede arrimarle una patada en la recova pues se la aplica y salda la cuenta, pero, si pasa el tiempo, su propia naturaleza le dice que la venganza es muy mal negocio, que ir ahora a reventarle la bisectriz al del garrote puede no ser buena idea porque los dos pueden salir perjudicados y que, como dijo el sabio, ojo por ojo y todos ciegos en unos cuantos años.

La naturaleza nos dota de un instinto vengativo que hace que, si nos mientan a la madre, le mentemos al mentador toda la caterva de sus muertos más recientes; pero la naturaleza también nos dota del instinto del perdón de forma que, si pasa el tiempo suficiente, olvidemos el agravio, perdonemos y podamos dar nuevas oportunidades a quién nos ofendió.

Los seres humanos normales somos así, perdonamos a nuestros deudores del mismo modo que ellos perdonan nuestras deudas —que decía antes el Padrenuestro— y es por eso que la venganza no es un plato que se sirva frío. Quien se venga en frío porque es incapaz de perdonar, no suele ser un ser humano sano sino con alguna perturbación o psicopatía.

Si también desea ampliar conocimientos en este campo puede usted consultar mi tratado titulado: «La reforma económica del rito litúrgico o cómo los cristianos dejaron de pedir el perdón de las deudas».

Y bien, ahora que ya conoce las suertes de la venganza y las armas para esquivarla, creo que está usted en disposición de entender qué tipo de delincuente es el más peligroso y especializado en el dominio de las estrategias para escapar indemne de sus abusos. ¿Y quiénes son?

Pues, en primer lugar, los delincuentes que usan un disfraz eficaz que impide reconocerlos, esos que, como si de una cebolla o una matriuska se tratase, llevan un antifaz sobre otro antifaz, un disfraz sobre otro disfraz, una cara sobre otra cara, que regularmente se hacen la cirugía estética, se cambian el nombre y desde las Islas Caimán pueden manejar los hilos de una marioneta que robe en la otra punta del mundo.

En segundo lugar los que pueden hacer que usted olvide o confunda la afrenta, los que le hacen una campaña publicitaria diciendo que ese robo concreto es perfectamente legal, los que le hacen creer que es usted y no ellos el delincuente, los que le engañan con una barahúnda de datos destinados solo a confundirle a usted y a la sociedad, los que colocan el foco del debate siempre sobre acciones ajenas y nunca sobre las propias.

En tercer lugar son los que hacen de la venganza una actividad antieconómica, los que roban poco a muchos de forma que hacen que, por ejemplo, a usted no le salga a cuenta reclamar que le devuelvan los 25 euros de una comisión que le han cobrado injustamente por «reclamación de descubierto» pero que, cobrados a cincuenta mil clientes, suponen un millón y pico más de euros que los enmascarados echan a la saca. Son los que se aprovechan de usted porque es un ser humano y espera que se le perdonen sus deudas del mismo modo que usted perdona a sus deudores, pero que nunca es plenamente consciente de que estos sujetos —peligrosos entre los más peligrosos— llevan un libro de cuentas y agravios donde nunca se borran las deudas de los demás y siempre desaparecen las propias. Alguien me dijo que incluso lograron cambiar el padrenuestro para que no dijese nada de «perdonar nuestras deudas».

La venganza, como ven, es un asunto tan complejo que, en las sociedades modernas, lo hemos dejado en manos del estado a través de una organización que llamamos administración de justicia.

Lo malo es que miro nuestra administración de justicia y me invade la congoja de que esta sólo está preparada para atrapar a los delincuentes poco peligrosos, porque los grandes delincuentes, los verdaderamente peligrosos, no solo marchan años luz por delante de ella sino que, a menudo, incluso consiguen hacer de ella una herramienta que usar en su provecho.

Pero de eso, si quieren, hablamos otro día.

Sin vergüenza

Sin vergüenza

Cuando a Rafael Guerra le preguntaron cómo había podido llegar a ser gobernador civil un torero de la época, dicen que este respondió con una sola palabra: «degenerando».

Desconozco si la anécdota es cierta pero, de serlo, muy probablemente el torero al que alude la misma sería el diestro de Elgóibar «Don» Luís Mazantini, nombrado Gobernador Civil de Guadalajara y Ávila en el bienio 1919-20, adversario declarado de Rafael Guerra y al que este dedicó públicamente no pocas puyas.

Lo curioso es que el aludido Luís Mazantini seguramente estaría de acuerdo con lo dicho por Rafael el Guerra, pues se dice que, cuando se cortó la coleta, al preguntarle por qué lo hacía el diestro de Elgóibar respondió: «Porque para ser matador de toros hay que tener vergüenza y antes de perderla prefiero tomar otro camino». Y tomó el camino de la política.

Y es de este tema, de la vergüenza, del que yo quería hablarles hoy.

Ninguna emoción humana producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza. Le sorprendía que el ser humano exteriorizase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose, tartamudeando o azorándose ante los demás; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que sabe que ha obrado mal?

Una ventaja sería justamente lo contrario, no ruborizarse, mantener la cara de póker y ocultar que se ha obrado mal pero ¿qué ventaja puede haber en delatarnos a nosotros mismos?

La clase política española, sin duda, estaría de acuerdo con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Sin embargo la vergüenza es una emoción de capital importancia para la comunidad. La vergüenza hace que seamos fiables para los demás, les da una garantía de que no les engañamos, de que hacemos lo que se espera de nosotros, de que si no cumplimos con nuestro deber nos sentiremos mal.

Cuenta la mitología griega que, viendo Zeus al hombre un animal tan indefenso, le concedió el don de vivir en sociedad para que fuese más fuerte, pero que, como nos cuenta Platón en su diálogo Protágoras:

«Buscaron los hombres la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían».

Y fue así como Zeus se dio cuenta de que para vivir en sociedad son precisos conocimientos y estrategias muy complejas de forma que, para solucionar el problema y que los seres humanos pudiesen vivir en sociedad Zeus decidió otorgarles dos virtudes: la justicia y la vergüenza. Zeus entonces encargó a Hermes que se ocupase de entregar justicia y vergüenza a los hombres y, entre los dioses, se produjo esta escena:

«Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y la vergüenza entre los hombres:

—¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?

—Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.»

Zeus, como se ve, debía ser demócrata y ordenó repartir entre todos justicia y vergüenza por igual, añadiendo además una orden taxativa: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.

No sé si Darwin entendería a Zeus, lo que sí sé es que la sociedad, en su conjunto, entiende perfectamente el mito y cuando considera que un indivíduo es incapaz de vivir en sociedad le llama simplemente «sinvergüenza».

Es por eso que no deja de admirarme ver a políticos acusados de los más abyectos chanchullos, gente a la que se ha sorprendido con el carrito del helado, estirándose sin rubor ante los micrófonos de la radio o la televisión y exhibiendo su absoluta falta de vergüenza. Por eso no deja de resultarme curioso que, cuando alguien disfruta de dinero ajeno no dé cuenta del mismo. Y es por eso que, en fin, no deja de entristecerme que algunos de quienes dicen representarnos antes prefieran perder la vergüenza que un cargo.

Creo que ni el mismo Darwin podría entender todo esto.