Llevo 30 años largos trabajando en esto y sigo tratando de entender qué es eso a lo que llamamos justicia.

Ya, ya… ya sé que, hace eones, nos enseñaron que justicia era eso de «dar a cada uno lo suyo»; lo que nunca acabaron de contarnos es qué era «lo suyo» de cada uno y qué había de darse a cada quién ni por qué era esa la solución justa y no otra cualquiera.

Que los crímenes, en general, se castigasen más si se cometían por acción que por omisión fue algo que nunca acabé de entender bien. También me causaba —y me causa— no poca sorpresa esa extraña «justicia de los 150 metros» con que la naturaleza parece equiparnos. Me explicaré.

Si un señor maltrata a un perro cruelmente en nuestra cercanía muy probablemente intervendremos en defensa del perro. Pero que 11 personas mueran de hambre en el mundo cada minuto no parece causarnos pesar alguno más allá de algún lamento bienintencionado cuando el telediario recuerda la cifra. Podemos salvar la vida de dos personas durante un mes con apenas unos pocos euros pero, por alguna razón, nuestra conciencia no nos maltrata si no hacemos nada. Es curioso que, para nuestra concepción de la justicia, valga más el bienestar de un perro cercano que la vida de dos niños lejanos.

A ver, no me malinterpreten, si los seres humanos somos así muy probablemente es porque no podríamos ser de otra forma; ningún ser humano puede cargar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. No podemos soportar el duelo de todos los seres humanos que diariamente pierden la vida en guerras, catástrofes o hambrunas… Pero no me negarán que es muy curioso que nuestra conciencia sólo nos flagele cuando la injusticia es cercana.

Vuelvo al principio. Muy probablemente si me lees seas jurista y seguramente, como yo, tengas bastantes dudas acerca de lo que es justo y de lo que no lo es. Seguramente, al final, juegues —como hacemos todos— con las cartas que nos dan y trabajes con las herramientas que tenemos, con la ley, con la jurisprudencia y con la voluntad de que el resultado de los procesos en los que intervienes esté lo más cercano posible a eso que tú entiendes por justo. Pero siento como muy probable que no sea yo sólo el que tiene serías dudas sobre qué es eso a lo que llamamos justo y sobre la ciencia que debería explicárnoslo: la justicia.

Nos cansaron en derecho natural y filosofía del derecho con decenas de teorías y formulaciones ajenas al mundo de lo científico y basadas en planteamientos filosóficos tan elegantes como despegados de la realidad. Ahora nos hemos acostumbrado a jugar con las reglas que nos dieron y ya no nos preguntamos si esas reglas son buenas o si deberíamos jugar con otras.

Recuerdo una mañana en que, preparando un discursito, descubrí que eso a lo que yo me venía dedicando hacía años, la «iustitia», el «ius», era una palabra etimológicamente emparentada con otra legión de palabras que compartían un significado aproximado a «unir».

En efecto, «ius» y «yoga» son palabras primas, como son palabras hermanas «ius» y «yunta»; o con«iu»ges, o «yugo», o «jugo»… Y me sorprendí a mi mismo descubriendo que el significado de «ius» en latín es, literalmente, «sopa», que menestra, en latín, se dice «ius olitorium». Permítanme que les ahorre la larga e interesante investigación etimológica pues nos conduciría al sánscrito de hace milenios.

Me pareció tristísimo que me hubiese llevado casi 30 años descubrir esto y más me sorprendió que los magistrados y compañeros que me escuchaban me mirasen sorprendidos cuando llegué a esta parte, un divertimento, del discurso. ¿No suele empezarse el estudio de cada rama de la ciencia con una aproximación etimológica a su nombre? ¿Qué nos pasa a los juristas?

Desde 2008 la sociobiología evolutiva, la teoría de juegos, el estudio de los aspectos más científicos de la justicia, captó mi atención pero, o soy mal escritor o los postulados de estas ciencias no interesan para nada a mis lectores. A mí ese mundo me apasiona, me ha dado en estos últimos 24 años una comprensión como nunca soñé tener antes del ser humano, de la sociedad, de la naturaleza y de las reglas que la regulan; pero, siempre que trato de contar algo de esto a alguien, seguramente porque lo hago mal, porque no soy capaz de captar la atención ajena o, quizá, simplemente porque nadie acude a una red social a que le calienten la cabeza con cosas de esta especie, me encuentro hablando solo y con que el tema sólo parece entusiasmarme a mí.

Y el caso es que creo que el derecho y la justicia sólo pueden progresar por esa vía. Estamos tan adheridos a nuestros esquemas mentales, a nuestro martillo, que todos los problemas con que nos encontramos nos parecen clavos. O los convertimos en clavos.

Y no sé por qué esta tarde de viernes les cuento todo esto, aunque —por otro lado— tampoco tiene importancia: ni merecerá la atención de mucha gente ni tampoco tiene uno por qué justificarse por hacer algo que le apetezca.