Oficina judicial: Madrid 2023

Oficina judicial: Madrid 2023

¡Albricias! ¡Por fin está aquí! La nueva oficina judicial, tantos años perseguida por todos los gobiernos de España, por fin se ha hecho realidad en el afortunado Juzgado de Instrucción 7 de Madrid.

Por fin podemos contar los abogados y procuradores de España con un juzgado donde las últimas tecnologías y la modernidad organizativo-ergonómica se dan la mano.

Esta mañana se han filtrado, gracias a la sagaz cámara de un letrado, los principales avances que el futuro nos tiene preparados y —créanme— no quepo en mí de gozo.

Del reportaje fotográfico filtrado se desprende que es voluntad de la administración de justicia que, en los juzgados de España, las comunicaciones se realicen siempre de forma «remota» y lo han conseguido del modo más ingenioso y económico que imaginarse pueda: gracias a una mesa sabiamente colocada en la puerta de la oficina judicial queda vedada cualquier posibilidad de comunicar con los funcionarios a una distancia humana, obligando de esta forma a que todas las conversaciones se realicen de forma «remota».

Es verdad que la inteligente distancia conseguida merced a la mesa-barricada puede dar lugar a que las llamadas de los administrados no sean escuchadas, sobre todo en el caso de que no sepan silbar introduciéndose dos dedos en la boca, pero, para solucionar el problema, el departamento de Nuevas Tecnologías y Cibernética Avanzada del Ministerio de Justicia ha ideado un dispositivo sonoro al que ha denominado «Timbre» (Transcomunicador Inalámbrico Manual Brillante y de Resonancias Estridentes). Este «Timbre», en su versión 1.0, es un dispositivo que, colocado sobre la mesa-barricada, puede ser accionado muscularmente por el administrado operando sobre una interfaz (palito) que hay sobre él. El prodigioso dispositivo no consume energía eléctrica alguna, de forma que preserva el medio ambiente y es por tanto sostenible, soporta un uso reiterado (y es por tanto resiliente) y no presenta dificultades de uso independientemente de la orientación o identidad sexual del administrado/a/e. Con «Timbre» la igualdad ha llegado por fin a los tribunales de justicia.

Como ya queda dicho el dispositivo «Timbre» no consume electricidad y es por ello que no precisa de ningún archivo sonoro .mp3 de suerte que el administrado ya no oirá la pervasiva sintonía de Windows o ninguno de los sonidos propios de los dispositivos electrónicos. El Ministerio, para hacer aún más agradable el sistema, sacó oportunamente a concurso la composición de la intro sonora del dispositivo «Timbre» y, a cambio de varios millones de euros, el hijo de un subsecretario se hizo con el concurso presentando una intro feng-sui inspirada en los más primigenios principios Zen: la melodía de inspiración oriental llamada «Ti-Lín» que es la que suena cuando usted acierta a activar el dispositivo.

Está previsto, además, que el dipositivo pueda ser usado de forma recursiva (a los técnicos no se les escapa una) en cuyo caso la melodía «Ti-lín» se convertirá en «Tilín-tilín» y así sucesivamente en función de los manotazos golpes o zurriagazos que el administrado, sin duda feliz, propine al resiliente dispositivo.

Finalmente y siempre en relación con el dispositivo «Timbre» hay que señalar que, siendo de naturaleza portátil, el mismo puede ser retirado de la mesa a voluntad del funcionariado de forma que, aunque el administrado silbe, dé palmadas, vocée o aúlle, el funcionariado puede legítimamente no salir a atenderle al no usar de la interfaz adecuada. Obsérvese que el dispositivo «Timbre» no está asegurado con el dispositivo «ACCA», del que hablaremos después, pues, de ser sustraído por alguien, toda comunicación con los administrados quedaría suspendida, lo cual es siempre deseable. Pero sigamos.

Junto al dispositivo «Timbre» y de cara a potenciar las comunicaciones entre el juzgado y los administrados, el departamento de aviónica avanzada del ministerio de justicia ha diseñado un sistema de impresión no eléctrónico denominado en la jerga tecnológica «boli». Este «boli» (Bártulo Obsoleto Lamentablemente Inútil) está diseñado para carecer de tinta en la mayor parte de las ocasiones de forma que el administrado no pueda pintar en la mesa o en las paredes pues, como puede verse, el dispositivo «Mesa» carece de ningún elemento «papel» sobre el que el sistema de impresión «Boli» pueda ejercer sus funciones. Hay que resaltar que el dispositivo «boli» en su versión 1.0 puede usarse con una sola mano y que su extrema ligereza le convierte en un dispositivo absolutamente «sostenible» (en la mano o incluso encajado en un orificio nasal) por cualquier ciudadano/a/e, al tiempo que, por la dureza de su plástico, el gadget es insospechadamente «resiliente».

Todo está tan pensado  en la oficina judicial de Instrucción-7 y es tanta la tecnología empleada que en el TJUE ya están estudiando la implementación de métodos similares aunque, claro, no tan avanzados.

El desarrollo del dispositivo «Boli» —debe reconocerse— experimentó alguna dificultad pues, siendo un dispositivo tan absolutamente avanzado y novedoso, se descubrió que provocaba irrefenables tentaciones en abogados y procuradores que no podían resistirse a apoderarse de él en alguno de los poquísimos descuidos del funcionariado; pero, afortunadamente, el Departamento de Seguridad, implementó la solución que pueden ver en la imagen denominada «Atadijo Con Cinta Americana» (ACCA), inspirándose en las soluciones que ApoloXIII improvisó durante su viaje estelar.

Así pues, celebrémoslo por fin, ya se han logrado los objetivos de la NOJ, el sueño húmedo de Gallardón, el Shangri-La de Pilar Llop, un juzgado donde ni los administrados, ni su mercenaria cohorte de abogados y procuradores puedan perturbar bajo ningún concepto el incesante trabajo de la oficina judicial al tiempo que les dotan de los más avanzados medios de telecomunicación.

Por fin el paraíso, por fin Instrucción-7, por fin la solución de los problemas de la justicia en España.

Madrid, Jueves 16 de marzo de 2023, siglo XXI, así está la justicia.

¿Reímos o lloramos?

Dilaciones indebidas

La opinión pública está consternada por los efectos en favor del reo que tiene la ley llamada del «Solo sí es sí» y se contabilizan las reducciones de pena que se vienen produciendo.

Sin embargo hay un factor que produce infinidad de reducciones de condena, un factor muchísimo más extendido y muchísimo más indicativo de la patología estructural que padece nuestra administración de justicia: la atenuante de dilaciones indebidas.

Los juicios en España se prolongan tanto que la atenuante de dilaciones indebidas es patognomónica de la enferma administración de justicia española.

Nadie cuenta estos casos, están fuera de foco, han sido causados y son consecuencia de la incuria de todos los partidos políticos que han gobernado España.

Hoy un juez, harto de estar harto, ha decidido dispararse —es metáfora— un disparo en la sien publicando este hilo en tuíter.

La administración de justicia española muere de inanición pero nadie la alimentará, los delincuentes con mayúsculas —los de despacho y coche oficial— la quieren así, anémica y moribunda antes que fuerte y capaz de cumplir con su misión.

Justicia y genética

Justicia y genética

Les dije hace unos días que los seres humanos incorporábamos en nuestros genes muchas emociones que contribuían a dotarnos de conductas convenientes para poder vivir en sociedad. En ese post les hablé de la empatía y les anuncié que era mi intención hablarles de otras como, por ejemplo, el orgullo.

Claro que no voy a hablarles del orgullo en los seres humanos sino en nuestros parientes más cercanos: los simios. ¿Por qué hago esto? Pues porque si encontramos un rasgo en los humanos es conveniente buscar su rastro evolutivo; de esta forma apuntalaré mi teoría de que nuestros principios morales, de justicia o, en general, nuestras habilidades para vivir en sociedad, son un producto de la evolución y no de ningún pacto ni contrato social y ni siquiera principios que nos diese ningún dios en el Sinaí o en cualquier otro lugar.

Mi propósito es fundamentar que, si queremos conocer la moral natural o la justicia natural humanas debemos recurrir a los principios evolutivos y por eso, hoy, voy a hablarles del orgullo, pero no en los seres humanos sino en los simios.

En 2003 se publicaron los resultados de un curioso experimento con primates llevado a cabo por la universidad estadounidense de Emory. Sarah Brosnan y su colega Frans de Waal (quizá el más reputado primatólogo de la actualidad) realizaron un experimento para tratar de aclarar si el sentido de justicia es un comportamiento producto de la evolución humana o el resultado de las reglas que se establecen en la sociedad.

Para ello entrenaron a un grupo de primates a los que enseñaron a intercambiar fichas por comida o a realizar trabajos para obtener comida: Los experimentadores daban a los primates un pedazo de pepinillo a cambio del «pago» de una de esas fichas o de la realización de alguna tarea. Lo sorprendente fue que, cuando uno de los primates recibía a cambio de la ficha o tarea en lugar del trozo de pepinillo una uva (un manjar mucho más apetitoso), el resto de los primates que habían recibido el acostumbrado trozo de pepinillo no sólo se negaban a cooperar sino que incluso se negaban a comer.

Esta conducta de los monos, desde el punto de vista de la teoría de juegos es irracional pues, evidentemente, es mejor recibir un trozo de pepinillo que no recibir nada y, sin embargo, de acuerdo al estudio publicado en la revista Nature, los monos se ofendían cuando veía que uno de sus compañeros recibía un premio que consideraban más apetitoso que el suyo a cambio del mismo trabajo o de la misma cantidad de fichas. El experimento se realizó con monos capuchinos separados en parejas y el experimento consistió, precisamente, en premiarlos de diferente manera por una misma tarea, bien fuera dándoles uva en lugar de pepino o, simplemente, no pagando su trabajo.

Los monos, cuando percibían la desigualdad del pago, a veces ignoraban la recompensa y otras veces la aceptaban para después, muy dignamente, tirarla. Curiosamente los primates nunca se enfadaron con el mono que recibía mayor premio.

No creo que el experimento tenga relación con un «instinto de justicia» más que de forma indirecta y remota. La conducta de los monos parece estar relacionada más bien con lo que los humanos llamaríamos «orgullo» o «amor propio», emociones que, intuyo, están más relacionadas con las estrategias de cooperación que con la justicia; justicia que vendría a ser una especie de producto final o precipitado de todas esas estrategias.

Ciertamente, como dije, la conducta de los monos es incomprensible si la analizamos a la luz de la teoría de juegos pues recibir algo a cambio del trabajo o la ficha es mejor que no recibir nada, pero, la conducta de los monos es extremadamente comprensible si la enmarcamos dentro del principio estratégico general que rige la cooperación en la naturaleza: La reciprocidad.

Como ya señaló Axelrod en su libro «The Evolution of Cooperation» la reciprocidad se ha revelado como una de las estrategias más exitosas en el campo de la cooperación natural. Sus modelos y torneos informáticos revelaron que «tit for tat» (una estrategia fundada en la reciprocidad) es una estrategia evolutivamente estable en la mayor parte de las ocasiones, por lo que no es aventurado pensar que las emociones ligadas a dicha estrategia han sido incorporadas genéticamente por las especies más señaladamente gregarias, mamíferos, monos y seres humanos incluídos.

La falta de reciprocidad provoca sensaciones de desagrado y ese desagrado lleva a los participantes en el juego a abandonar su participación en él. Los monos parecen decirle al experimentador: «Si no hay reciprocidad no quiero participar en tu juego».

Podríamos pensar que la conducta de los monos es ajena por completo al ser humano pero me gustaría recordar aquí un famoso experimento (esta vez realizado con seres humanos) que puede arrojar bastante luz sobre la cuestión.

El juego del ultimátum es un juego muy habitual en el campo de los experimentos económicos. En dicho juego dos jugadores han de interactuar para dividir una cantidad de dinero que se les ofrece. El primer jugador propone cómo dividir la suma entre los dos jugadores, y el segundo jugador puede aceptar o rechazar esta propuesta. Si el segundo jugador rechaza, ninguno de los jugadores recibe nada. Si el segundo jugador acepta, el dinero se repartirá de acuerdo a la propuesta. El juego se juega sólo una vez para que la reciprocidad no sea un problema.

Por ejemplo, supongamos que yo ofrezco mil euros a repartir entre dos personas. La primera de ellas podrá tomar la cantidad que desée (por ejemplo 800 euros) y la segunda decidirá si se queda con los 200 restantes o si los rechaza, en cuyo caso ninguno de los jugadores cobrará nada. El experimento sólo se realiza una vez.

Las matemáticas nos dicen que el segundo jugador debería aceptar cualquier cantidad que le deje el primer jugador (cobrar algo es mejor a no cobrar nada) pero la experiencia nos dice que incluso el ser humano abandona la racionalidad cuando recibe una oferta que le parece «ofensiva», prefiriendo no cobrar nada a cobrar poco. ¿Se imagina usted que, de los mil euros, el primer jugador toma 999? ¿se quedaría usted con las ganas de rechazar la oferta aunque perdiese el euro restante?

Sinceramente, ¿no sentiría usted que le está tocando las narices el primer jugador si toma 800 euros sabiendo que usted no tiene nada mejor que hacer que aceptar los 200 que le ha dejado?

Lo oigo todos los días en mi despacho cuando transmito a mis clientes una oferta de la parte contraria: «No voy a dejar que se rían de mí», o «no es por el dinero, es que me está tocando las…»

Resulta evidente que en el caso de los seres humanos también están presentes las emociones que hacían sentirse ofendidos a los monos del experimento de Frans de Waal.

Y, aunque parezcan irracionales, esas emociones gobiernan una estrategia de conjunto increíblemente exitosa. Las emociones de hombres y monos han evolucionado no para resolver un experimento aislado, sino para resolver un experimento iterado, es decir, que se repite. «Si tu me ofreces un trato injusto y no lo acepto la próxima vez aumentarás la oferta». Porque los instintos de hombres y monos no han evolucionado para resolver un experimento aislado, sino para resolver de forma instintiva y automática los complejos problemas que plantea la vida en comunidad.

O como diría uno de mis clientes al aceptar una de esas «ofensivas» ofertas a la baja: «Acéptelo pues mejor es eso que nada pero… ¡¡arrieros somos!!»

Racionales a veces, sí, pero orgullosos como los monos.


PD. Para quienes quieran ver un video del experimento sobre el orgullo y los macacos de que les he hablado en el post y precisamente presentado por el padre de este experimento, el primatólogo Frans de Waal (doblado a castellano/argentino) aquí se lo dejo, así comprueban que no les estoy contando pamplinas.

Seguramente, si sois abogados, habréis tenido alguna vez un cliente tan enfadado como este macaco.

Inteligencias inteligentes

Esta mañana, trasteando con las inteligencias artificiales he pedido a mi IA de lenguaje natural que completase la siguiente frase:

«La justicia en España es …»

Y me ha dicho lo que veis en la imagen.

Estoy empezando a tomarle respeto a esto de las inteligencias artificiales.

Las fases del duelo tecnológico

Las fases del duelo tecnológico

Me aficioné al ajedrez desde joven y dediqué bastante tiempo a perfeccionarme en el juego. Para mí, en los años 70, el ajedrez era mucho más que un juego, era arte, pero no un arte cualquiera, era un arte objetivo donde no tenía cabida la superchería, la mentira o la impostura, era un arte donde la verdad siempre se acababa imponiendo.

A finales de los 70 ya habían aparecido en el mercado las primeras computadoras que jugaban al ajedrez, pero lo hacían tan mal que antes movían a risa que a otra cosa; ningún jugador medianamente aficionado podía perder contra ellas.

Con la aparición de los PC los programas para jugar al ajedrez se fueron haciendo más fuertes y, en algún momento de finales de los 80, ganarle a un ordenador comenzó a ser una dura tarea para un aficionado humano y ahí comenzó mi primer período de duelo tecnológico.

Primero comencé por la fase de negación: ningún manojo de cables podría ganarle nunca al ser humano. Había más partidas de ajedrez posibles que átomos en el universo, para poder ganar a un humano el ordenador tendría que aprender a jugar como lo hacían los propios humanos. Sí, quizá tácticamente, en pura fuerza bruta de cómputo, pudieran superar a la mente humana pero estratégicamente jamás lo harían: la humanidad había invertido siglos en ir descubriendo una a una las reglas estratégicas del juego, la centralización, la profilaxis, las casillas débiles y las estructuras de peones… ¿cómo iba a hacer eso un ordenador de otra forma que aprendiendo como un humano?

La negación fue, como en los duelos, mi primera reacción.

Cuando en 1996 el macroordenador Deep Blue derrotó al entonces campeón del mundo Gary Kasparov la negación fue sustituída por la ira, la segunda de las cinco fases del duelo.

Era evidente que aquello era una campaña publicitaria. Gary Kasparov había derrotado convincentemente a Deep Blue en algunas partidas y, justo en la partida decisiva, Kasparov cometió un infantil error teórico en una defensa Caro-Kann. Aquello me pareció un amaño, IBM necesitaba —como marca— pasar a la historia como la primera fabricante de computadoras en derrotar a un campeón del mundo de ajedrez. Me llevaban los demonios, con IBM, con Kasparov, con Deep Blue… Pero el hecho era que, para cualquier aficionado fuerte, a esas alturas, ganarle a un ordenador era ya una tarea verdaderamente dura. Que los ordenadores eran superiores a los humanos quizá no fuese del todo verdad en ese momento pero era ya solo cuestión de tiempo… y la ira dejó paso a la tercera fase del duelo: la negociación.

Porque, como decía Karpov, si los coches corrían más que los hombres y las calculadoras resolvían algoritmos mejor que los seres humanos ¿qué de malo había en que también nos ganasen jugando al ajedrez?

Tras aquello y durante unos años mi relación con el juego entró en fase de depresión, no recuperé las ganas de jugar hasta entrado el siglo XXI. La nochevieja de 2001 que pasé en Hastings (Inglaterra) jugando su legendario torneo me devolvió las ganas de volver a competir en torneos oficiales.

Y ahora, tras todas esas fases, vivo en la realidad, en esa fase que los teóricos del duelo llaman de aceptación; las cosas son así, es inútil negarlo, lo que corresponde es ver cómo sacamos los humanos el mejor partido de la nueva situación.

¿Y por qué les cuento esto?

Pues porque con las inteligencias artificiales que redactan textos, dibujan ilustraciones o generan fotografías, mucho me temo que puede pasarles a ustedes lo mismo que a mí con las inteligencias artificiales que juegan al ajedrez (Alpha-Zero).

Primero negaremos que nunca puedan hacer lo que hacen los humanos, luego nos enfadaremos, luego negociaremos y tras la correspondiente fase de ira acabaremos aceptando la situación y estudiando cómo los seres humanos podremos desenvolvernos en ese entorno, qué amenazas plantea, qué ventajas reporta y quiénes se están beneficiando del nuevo orden de cosas.

Yo te sugiero que admitas cuanto antes que, antes o después, las inteligencias artificiales realizarán mejor que los seres humanos muchas tareas y lo que te sugiero también es que te adelantes a esa situación.

Los cambios tecnológicos siempre han producido cambios en las relaciones de poder y esto ha sido así desde la más remota antigüedad. Quienes pudieron fundir y aprovechar el hierro fabricaron con él armas que eran casi irresistibles para los pueblos que aún vivían en la Edad del Bronce; el secreto del «fuego griego» permitió al Imperio Romano de Oriente resistir a los turcos hasta 1453; el dominio de la energía nuclear creó relaciones de poder entre los países que aún hoy día condicionan la supervivencia de la humanidad… Más que negarlo o enfadarnos lo que debemos hacer es tratar de prever cómo serán esos nuevos escenarios y adelantarnos a ellos en defensa de aquellos valores y principios que defendemos, porque, si no lo hacemos, otros que no defenderán valores ni principios sino su propio interés, lo harán en su propio beneficio.

Negar que las inteligencias artificiales y los algoritmos condicionan ya nuestras vidas y hasta restringen los derechos de los ciudadanos es una postura ingenua. Si eres letrado o letrada de oficio me entenderás.

Como sabes, en los casos de violencia de género, se realizan unos test de preguntas y respuestas en función de los cuales se determina el grado de peligrosidad de una determinada situación. ¿Te has preguntado qué algoritmo realiza la valoración de las respuestas? ¿Quién lo ha programado? ¿a qué criterios responde?

Si bien lo piensas ya no es el juez, ya no es un ser humano, quien determina la peligrosidad de la situación y todo ello con independencia de la mayor o menor corrección de las respuestas que se den al formulario.

Disponer de una inteligencia artificial que evalúe incluso los perfiles de los jueces no es ninguna fantasía, como tampoco es ninguna fantasía que de esa herramienta no dispondrán los más pobres, sino los bufetes ricos que sirven a clientes ricos y para entonces será tarde preguntarnos dónde quedó el principio de igualdad de armas. Unas pocas aseguradoras y unos pocos bancos disponen del dataset preciso para hacer funcionar el Big Data y entrenar inteligencias artificiales ¿cómo competirá el ciudadano individual que apenas si ya puede competir?

No, no podemos esperar a que la situación se produzca para entonces quejarnos; no podemos perder años atravesando las fases de negación, ira, negociación, depresión y aceptación que caracterizan al duelo; hemos de adelantarnos y cuidar de que cualquier nueva tecnología vaya en beneficio de todos y no de unos pocos.

Podemos hacerlo y sabemos hacerlo. Sólo es preciso, quizá, que queramos hacerlo antes que perdernos en la negación, la ira y la depresión.

Y, ahora, permítanme mi minuto de vanidad; sé lo que les cuento, a fin de cuentas yo fui quien se jugó la victoria en la ronda final del Masters Open de Benidorm 2004 contra el entonces campeón del mundo Rustam Kasimdzhanov.

Les dejo la fotografía del ya más que lejano momento.

¿Justicia? ¿Y qué es eso?

¿Justicia? ¿Y qué es eso?

Llevo 30 años largos trabajando en esto y sigo tratando de entender qué es eso a lo que llamamos justicia.

Ya, ya… ya sé que, hace eones, nos enseñaron que justicia era eso de «dar a cada uno lo suyo»; lo que nunca acabaron de contarnos es qué era «lo suyo» de cada uno y qué había de darse a cada quién ni por qué era esa la solución justa y no otra cualquiera.

Que los crímenes, en general, se castigasen más si se cometían por acción que por omisión fue algo que nunca acabé de entender bien. También me causaba —y me causa— no poca sorpresa esa extraña «justicia de los 150 metros» con que la naturaleza parece equiparnos. Me explicaré.

Si un señor maltrata a un perro cruelmente en nuestra cercanía muy probablemente intervendremos en defensa del perro. Pero que 11 personas mueran de hambre en el mundo cada minuto no parece causarnos pesar alguno más allá de algún lamento bienintencionado cuando el telediario recuerda la cifra. Podemos salvar la vida de dos personas durante un mes con apenas unos pocos euros pero, por alguna razón, nuestra conciencia no nos maltrata si no hacemos nada. Es curioso que, para nuestra concepción de la justicia, valga más el bienestar de un perro cercano que la vida de dos niños lejanos.

A ver, no me malinterpreten, si los seres humanos somos así muy probablemente es porque no podríamos ser de otra forma; ningún ser humano puede cargar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. No podemos soportar el duelo de todos los seres humanos que diariamente pierden la vida en guerras, catástrofes o hambrunas… Pero no me negarán que es muy curioso que nuestra conciencia sólo nos flagele cuando la injusticia es cercana.

Vuelvo al principio. Muy probablemente si me lees seas jurista y seguramente, como yo, tengas bastantes dudas acerca de lo que es justo y de lo que no lo es. Seguramente, al final, juegues —como hacemos todos— con las cartas que nos dan y trabajes con las herramientas que tenemos, con la ley, con la jurisprudencia y con la voluntad de que el resultado de los procesos en los que intervienes esté lo más cercano posible a eso que tú entiendes por justo. Pero siento como muy probable que no sea yo sólo el que tiene serías dudas sobre qué es eso a lo que llamamos justo y sobre la ciencia que debería explicárnoslo: la justicia.

Nos cansaron en derecho natural y filosofía del derecho con decenas de teorías y formulaciones ajenas al mundo de lo científico y basadas en planteamientos filosóficos tan elegantes como despegados de la realidad. Ahora nos hemos acostumbrado a jugar con las reglas que nos dieron y ya no nos preguntamos si esas reglas son buenas o si deberíamos jugar con otras.

Recuerdo una mañana en que, preparando un discursito, descubrí que eso a lo que yo me venía dedicando hacía años, la «iustitia», el «ius», era una palabra etimológicamente emparentada con otra legión de palabras que compartían un significado aproximado a «unir».

En efecto, «ius» y «yoga» son palabras primas, como son palabras hermanas «ius» y «yunta»; o con«iu»ges, o «yugo», o «jugo»… Y me sorprendí a mi mismo descubriendo que el significado de «ius» en latín es, literalmente, «sopa», que menestra, en latín, se dice «ius olitorium». Permítanme que les ahorre la larga e interesante investigación etimológica pues nos conduciría al sánscrito de hace milenios.

Me pareció tristísimo que me hubiese llevado casi 30 años descubrir esto y más me sorprendió que los magistrados y compañeros que me escuchaban me mirasen sorprendidos cuando llegué a esta parte, un divertimento, del discurso. ¿No suele empezarse el estudio de cada rama de la ciencia con una aproximación etimológica a su nombre? ¿Qué nos pasa a los juristas?

Desde 2008 la sociobiología evolutiva, la teoría de juegos, el estudio de los aspectos más científicos de la justicia, captó mi atención pero, o soy mal escritor o los postulados de estas ciencias no interesan para nada a mis lectores. A mí ese mundo me apasiona, me ha dado en estos últimos 24 años una comprensión como nunca soñé tener antes del ser humano, de la sociedad, de la naturaleza y de las reglas que la regulan; pero, siempre que trato de contar algo de esto a alguien, seguramente porque lo hago mal, porque no soy capaz de captar la atención ajena o, quizá, simplemente porque nadie acude a una red social a que le calienten la cabeza con cosas de esta especie, me encuentro hablando solo y con que el tema sólo parece entusiasmarme a mí.

Y el caso es que creo que el derecho y la justicia sólo pueden progresar por esa vía. Estamos tan adheridos a nuestros esquemas mentales, a nuestro martillo, que todos los problemas con que nos encontramos nos parecen clavos. O los convertimos en clavos.

Y no sé por qué esta tarde de viernes les cuento todo esto, aunque —por otro lado— tampoco tiene importancia: ni merecerá la atención de mucha gente ni tampoco tiene uno por qué justificarse por hacer algo que le apetezca.

El contrato que nunca existió

El contrato que nunca existió

Contra el concepto de razón de Estado argüido por Maquiavelo o Jean Bodin se alzaron las teorías contractualísticas de Althusius, según las cuales la soberanía descansaba en el pueblo,  teorías que, más adelante, usaría Hobbes en su tratado más famoso, Leviatán (1651) o Rousseau en su Contrato Social (1762). Incluso más modernamente  el filósofo John Rawls (1921-2002) también ha fundado sobre un espíritu contractualista su noción de justicia. Y pareciera que los juristas aún no hemos salido de ahí.

Lo malo es que en la historia de la humanidad jamás existió ningún contrato social.

Ningún ser vivo vive en sociedad gracias a ningún «contrato social»,  de hecho todos nuestros antepasados y todos los antepasados del ser humano en la larguísima cadena evolutiva de nuestra especie  fueron animales que vivieron en sociedad. Los Cro-Magnones eran animales sociales, como lo eran los Neanderthales y los Denisovanos; y animales sociales fueron también los homo  heidelbergensis, antecessor, erectus, habilis… y todos cuantos homínidos les precedieron.

Y si buscamos entre nuestros parientes más cercanos, los simios, veremos que gorilas, chimpancés y bonobos son también animales sociales y aún antes que ellos toda la larga cadena evolutiva de mamíferos que precedieron al hombre, todos fueron seres sociales. Incluso cuando Hobbes afirmó que «el hombre era un lobo para el hombre» cometió un error de bulto pues el lobo es un animal altamente social que vive en grupos organizados por complejas relaciones entre sus indivíduos.

Para poder vivir en sociedad —ya se trate de seres humanos o de animales— son precisas unas estrategias de convivencia que la evolución inscribe en los genes de las diversas especies sociales; es por eso que estudiar a los gorilas, a los chimpancés o a los bonobos resulta tan apasionante.

Fíjense, en una tribu de bonobos será siempre  jefe el hijo de la hembra líder. Las bonobas son expertas en el arte de llegar acuerdos y, una vez ellas deciden quién es la hembra que manda, su hijo es colocado como jefe de la manada. Naturalmente si la hembra líder cae en desgracia y las demás la destituyen, su hijo tiene que presentar la dimisión antes de que lo echen. Un curioso caso animal, como ven, de poder legislativo (las hembras) y  poder ejecutivo (el macho) siempre sometido a la suprema voluntad del parlamento.

¿Cuándo firmaron los bonobos su contrato social? ¿Cuándo redactaron su constitución?

La naturaleza inscribe en los genes  de los animales sociales normas de conducta y nos dota de instintos que nos impulsan a hacerlas cumplir. Puede parecer extraño, pero es así.

No les hablaré de estrategias evolutivamente estables ni de postulados de la sociobiología, simplemente permítanme señalarles un instinto humano: la aversión al sufrimiento cercano. Si ustedes ven, por ejemplo, que, a su lado, en el parque, un señor apalea a un perro, aunque a usted este asunto en realidad debiera darle igual —pues no va nada suyo en el envite— sin poder evitarlo sentirá una aversión profunda hacia el que provoca dolor, tanta que, si no se controla, puede ser usted quien acabe apaleando al señor. Los seres humanos sanos no soportamos el sufrimiento cercano, estamos programados para no soportarlo, instintivamente nos produce malestar. No le digo nada si el apaleado es un niño y no un perro. Sin embargo, miles de niños mueren al día de hambre, niños que usted podría salvar con un simple donativo… Y sin embargo…

Sin embargo usted no experimenta la misma angustia, de hecho no experimenta ninguna angustia, porque la moral humana es una moral de simio y está diseñada para operar a unos pocos centenares de metros, dentro de nuestro hábitat cercano y nuestro grupo, si las cosas están más lejos ya no nos afectan. Y, desde el punto de vista de la naturaleza, eso está bien.

Está bien porque ningún ser humano está capacitado para soportar todo el mal que hay en el mundo, y está mal porque, en cuanto nos damos cuenta de que hay niños que mueren sin que nosotros hayamos hecho nada, el vómito y la náusea acuden a nosotros. Las ONG saben esto y por eso colocan la foto de los que sufren cerca de usted, para que sus ojos vean y así su corazón sienta.

No, nuestra moral, nuestro sentido de lo justo y de lo injusto, no se determinó a través de ningún contrato social, ni tampoco lo fijó la voluntad de ningún dios dictando leyes a profetas judíos, árabes, indios, chinos o cristianos. Nuestro sentido de la moral y la justicia la ha escrito la naturaleza en nuestros genes. Luego, en el caso de los seres humanos, la hemos desarrollado a través de esa otra evolución —la cultural— que complementa a la genética, pero siempre esta estuvo antes desde el principio de los siglos.

Entender por qué la naturaleza ha  inscrito en nuestros genes estos instintos y no otros, comprender en profundidad el funcionamiento de los mismos es un trabajo del que los juristas —expertos teóricos en la ciencia de lo justo y de lo injusto— han  declinado ocuparse al menos en España.

Dedicamos nuestra vida al estudio del derecho, lo que sorprende es lo poco que parecen interesarnos los fundamentos científicos de la justicia.



Nada cambia en la justicia española

Nada cambia en la justicia española

Hace tiempo que en España hemos empezado a sentir que, al menos en justicia, da igual qué partido esté en el gobierno. En el asunto de las hipotecas, por ejemplo, si el gobierno de un partido estableció los tribunales especiales hipotecarios para alejar la justicia de los afectados y que disminuyese el número de jueces con tentaciones de presentar demandas prejudiciales, cuando el gobierno cambió de color, los otros, mantuvieron ese cambio como si no pasase nada.

En España, en justicia, rige una extraña política de casino donde, gobierne quien gobierne, siempre gana la banca. Las hipotecas fueron en su día una bandera que ahora ningún gobernante parece querer tremolar; una bandera que la doctrina, siempre amable con la banca de nuestro Tribunal Supremo trata de arriar.

Y si en el ámbito de las hipotecas sucede esto, en el de la administración de justicia ocurre otro tanto: tanto la izquierda como la derecha aspiran a implantar oficinas judiciales con amplias competencias procesales que sean dóciles a las instrucciones de sus jefes del Ministerio de Justicia porque, de este modo, desde el gobierno se aumenta el control de la administración de justicia hasta en sus más mínimos detalles. Los partidos le llaman amor (eficiencia), pero no se equivoquen, en realidad solo se trata de sexo (control); los sucesivos gobiernos, de uno y otro color, han insistido siempre en los mismos instrumentos de control de un poder que debería ser independiente: tribunales de instancia y oficina judicial, un cocktail ponzoñoso que unos y otros han tratado, sin distinción ideológica, de administrar a nuestra justicia, desde Gallardón a Pilar Llop.

Y si en lo anterior gobierne quien gobierne siempre quieren lo mismo, ya no les digo nada con el turno de oficio: da igual el partido que gobierne todos pagan tarde, mal y poco

Que ganen unos o que ganen otros, al menos en justicia, no significa nada pues siempre ganan los mismos.

Sin embargo leo hoy con esperanza que en Colombia, un país flagelado por todo tipo de calamidades, ha habido un cambio de tendencia en las elecciones presidenciales que, por primera vez en la historia, ha sacado del poder a una clase política que hasta ahora siempre lo había ocupado y ha llevado hasta él a otra que sugiere la llegada de un tiempo nuevo, inaugural, de paz posible y reformas necesarias.

Me da igual el color del cambio, solo deseo que le vaya bien a Colombia y encuentren los consensos necesarios porque, a estas alturas de la historia, les era imposible seguir igual.

Tocaba cambio. Quizá en España, al menos en justicia, también haga falta pero…

¿Qué ocurre cuando ningún partido quiere un cambio de verdad en justicia?

Informática judicial española: caótica por diseño

Hace una semana les dije que una de las causas del caos informático de la administración de justicia española era la peculiar interpretación que, en los primeros años 90, el Tribunal Constitucional había hecho de la distribución de competencias que, en materia de justicia, establecía nuestra Constitución.

A fin de que sea comprensible para quienes no conocen el funcionamiento de la administración de justicia española voy a tratar de justificar mi afirmación de la manera más sencilla posible lo cual, necesariamente, hará que no sea rigurosa hasta el extremo, pero creo que será suficientemente ilustrativa.

Veamos…

Si a cualquiera de los españoles o españolas se les pregunta dónde está la justicia lo más probable es que señalen el edificio de los juzgados de su partido judicial. Y en parte es verdad, pero no del todo.

La justicia es uno de los tres poderes del estado, es el llamado poder judicial, pero nada o casi nada de lo que vulgarmente consideramos «justicia» es poder judicial sino que pertenece al gobierno.

Por ejemplo, el edificio de los juzgados no pertenece al poder judicial, sino al gobierno, del mismo modo que los funcionarios que trabajan dentro del juzgado no son funcionarios del poder judicial, sino del gobierno. Los jefes de estos funcionarios no son tampoco funcionarios del poder judicial sino que dependen del gobierno (sí, los letrados de la administración de justicia no son poder judicial sino poder ejecutivo) y del gobierno son también los muebles, ordenadores, sistemas informáticos y hasta el bolígrafo bic y los folios que el juez usa para tomar notas en sala. La silla donde se sienta y la pantalla que mira el juez son, por supuesto, también propiedad del poder ejecutivo.

Y si esto es así ¿Dónde está en España el Poder Judicial?

Pues… Única y exclusivamente dentro del cerebro del juez.

Este juez que no es jefe de los funcionarios que le asisten y no puede hacer nada por sí mismo salvo que lo pida al poder ejecutivo —al gobierno— es el último reducto del poder judicial, un reducto que desde hace unos 40 años viene siendo asediado por gobiernos que, sistemáticamente, le retiran competencias procesales para asignarlas a funcionarios del gobierno. Los gobiernos justifican este asedio con razones de «eficiencia» y de «mejor asignación de recursos» pero no se engañen, tras esa coartada, se oculta la voluntad perpetua y constante de los gobiernos de controlar al poder judicial.

Y ahora que ya saben cómo funciona la administración de justicia veamos como este funcionamiento ha dado lugar al caos informático que padece la justicia española.

Durante los años 80 nuestro país estaba adaptándose al novedoso estado de las autonomías que había diseñado la Constitución de 1978, la cual declaraba inequívocamente en su artículo 149.5⁰ que el estado tenía competencia exclusiva en materia de Administración de Justicia.

Teóricamente la Administración de Justicia era competencia exclusiva del estado y no podía ser transferida a las comunidades autónomas.

Entonces ¿qué pasó?

Pues pasó que las comunidades autónomas se aprovecharon de esa avidez tradicional de los gobiernos por controlar la administración de justicia. Como les dije antes ni los juzgados, ni los funcionarios, ni los Letrados de la Administración de Justicia, ni el mobiliario ni los sistemas informáticos eran propiedad del Poder Judicial sino del gobierno y las comunidades autónomas razonaron con ingenio que, si todo eso no era poder judicial sino poder ejecutivo, sus competencias debían ser transferidas a las comunidades autónomas.

El debate llegó hasta el Tribunal Constitucional.

El gobierno central sostenía que la administración de justicia existente era verdaderamente la administración de justicia de que hablaba la Constitución; las comunidades autónomas sostenían justo lo contrario, que aquello no era administración de justicia sino unos medios que el gobierno disponía para «auxiliar» a la administración de justicia.

Finalmente el Tribunal Constitucional resolvió que aquello era una administración de la administración de justicia y la competencia en materia de medios informáticos quedó en manos de las comunidades autónomas que tenían transferidas esta competencia.

Con las competencias transferidas las comunidades autónomas muy bien podían haber financiado un sistema informático común a todas de forma que todas contasen con el mismo sistema con un coste de tan solo una séptima parte.

Sin embargo nuestros políticos prefirieron otra solución: cada comunidad elaboró un sistema informático propio de forma que, el conjunto de España, gastó siete veces más dinero para conseguir no ya un sistema único sino siete sistemas distintos que, además, no se interconectaban bien.

Repitámoslo: hemos gastado más de siete veces el dinero necesario para conseguir no un sistema siete veces mejor, sino siete veces peor.

Nuestos políticos, en muchas encuestas, figuran como el primer problema al que hemos de hacer frente los españoles y, sin duda, si nos fijamos en barbaridades como estas, las encuestas tienen razón. Pero aquí a nadie se le cae la cara de vergüenza por este desastre que ha estado en la raíz de algunos crímenes terribles debido a su ineficiencia.

Por eso les dije en el podcast anterior que los más de 400 millones de euros que la Unión Europea ha concedido a España para reformas informáticas en nuestra administración de justicia serán tirados a la basura en gran parte, porque el diseño de nuestros sistemas informáticos presenta problemas insolubles de raíz, problemas que, al ser de naturaleza política, nadie quiere arreglar y es por eso que ya, de principio, los 400 millones se han repartido entre todas las administraciones causantes del desastre y, como el político español es el único animal que tropieza siete veces en la misma piedra, en lugar de arreglar un diseño defectuoso trataremos de hacerlo funcionar a base de parches y apaños que se venderán a la opinión pública con alharaca y estrépito de prodigios informáticos, hablando de algoritmos y de inteligencia artificial y de todas esas pamplinas y humo con que nuestros políticos tratan de engañarnos y engañarse.

Nuestros sistemas informáticos judiciales son catastróficos por diseño pero eso no importa cuando de gastar se trata, aun cuando hayamos de gastar siete veces más para obtener una solución siete veces peor.

La semana que viene les espero. Ojalá esta les vaya bien.

Justicia y vergüenza

Cuentan las viejas historias que los dioses dotaron a cada animal de una facultad con la que perpetuar su especie; a unos los hizo fuertes, a los menos fuertes los hizo más rápidos, a otros les protegieron con espinas y corazas y a otros les dieron alas. Unos comerían vegetales y otros frutas y aún otros comerían a otros animales, pero estos se reproducirían menos que los comidos de forma que todo el reino animal permaneciera en equilibrio.

Pero, cuando lo repartieron todo, se dieron cuenta que al hombre, un animal débil y sin garras, no le habían dado nada.

Viendo al hombre tan débil Prometeo robó el fuego del cielo y se lo entregó al hombre pero, aún así, la especie humana seguía siendo débil de forma que Zeus pensó que lo mejor que podía hacer era hacerles vivir en sociedad, pero, careciendo de las habilidades necesarias para vivir en sociedad, en cuanto vivían juntos se injuriaban y la vida en común era imposible.

Fue entonces cuando el dios Hermes les dió las dos herramientas sobre las que podrían fundar la vida en sociedad: la justicia y la vergüenza.

Cuando leo el pasaje del diálogo platónico «Protágoras» donde se contiene esta historia tengo la tendencia de echarme a temblar y temo por este mi país; un país donde hemos hecho de la justicia un trampantojo y donde la vergüenza, al menos en nuestra clase política, parece escasear tanto como la paz en Ucrania estos días.

Justicia y vergüenza. Tengo para mí que los dioses griegos sabían muy bien lo que necesitaban los hombres para vivir en sociedad.

Les dejo con el fragmento de «Protágoras» donde se cuenta esto:

«Buscaron [los hombres] la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres la vergüenza y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y la vergüenza entre los hombres:

—¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?

—Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.»

Amén.