Provincianismos

Provincianismos

España es un país curioso donde todos parecen saber que Iniesta es el futbolista «de Fuentealbilla», Sergio Ramos o Curro Romero son el defensa y el diestro «de Camas» y que el vino es de Valdepeñas, sin que nadie se sienta obligado a aclarar que Fuentealbilla es un pueblo de Albacete, Camas un municipio colindante con Sevilla (río Guadalquivir de por medio), o que Valdepeñas es un municipio de Castilla-La Mancha.

Turrón de Jijona, peladillas de Alcoy, ajo de Las Pedroñeras, melón de Villaconejos, finos de Montilla-Moriles, torta del Casar, queso de Cabrales… Parece que nadie considera necesario aclarar a nadie dónde se encuentran estas localidades, los autores presumen informada a su audiencia salvo, claro está, que hablen de la Región de Murcia.

Los andaluces en esto son maestros y desde antiguo entendieron que Utrera no está en Sevilla ni Antequera en Málaga, que Utrera está exactamente en Utrera y que Antequera está justamente donde ha de estar: en Antequera; y es precisamente por eso que los mostachones son de Utrera y no de Sevilla en tanto que los molletes vienen de Antequera y no de Málaga.

Nadie en Andalucía parece necesitar explicar que Jerez «está en Cádiz» (lo cual es, por otro lado, absolutamente falso) o que Ronda «está en Málaga». Más aún, si nos vamos al mundo del flamenco esta forma administrativo-provinciana de hablar movería a la risa más desaforada: ¿Imagina usted a un crítico musical hablando de la «Soleá de Alcalá (Sevilla)»

—¿Qué idiotez es esa?
—Es para que no la confunda usted con la soleá de Alcalá de Henares (Madrid)
—Oiga ¿Es usted tonto?
—Pues igual sí.

Explicar a un lector que el vino de Jerez se hace en Cádiz es llamarle ignorante, mejor sería hablarle del Puerto de Santamaría o de Sanlúcar de Barrameda porque, puestos a gastar tinta, más vale hacerlo en algo útil.

En cambio, en relación con nuestra región pareciera que los medios consideran que los españoles son todos unos ignaros.

A ver cómo se lo explico: no hay muchas ciudades en España que tengan una imagen de marca mundial tan poderosa como Cartagena.

A poco que usted lo piense reparará en que cualquier niño o niña del mundo que haya ido al colegio, al estudiar historia antigua, necesariamente toma conocimiento de la existencia de nuestra ciudad y de algunas de las cosas que en ella ocurrieron.

Todos los libros de historia de todos los niños de todos los colegios del mundo contienen mapas donde figura nuestra ciudad y le cuentan a sus alumnos la historia de un vecino de esta ciudad, un tal Aníbal, un zagal que un día decidió conquistar Roma… y que casi lo consigue. ¿Imagina usted lo que le costaría a cualquier ciudad comprar una presencia así en los libros de historia?

La historia de la humanidad se decidió en esa guerra a la que llamamos segunda guerra púnica; si los carthagineses hubiesen ganado, por ejemplo, hoy día no hablariamos castellano sino un idioma derivado del fenicio y toda nuestra cultura sería muy diferente.

Muy pocas ciudades del mundo han sido el escenario donde se han jugado dos imperios el destino de la humanidad; muy pocas ciudades han tenido vecinos tan decisivos para la historia del género humano como Aníbal, Asdrúbal o el mismo Amílcar Barca; muy pocas ciudades, en fin, se han ganado un lugar en la historia tan por derecho propio como la nuestra.

Y sin embargo, a diferencia de Fuentealbilla, Valdepeñas, Jerez, Ronda, Camas o Utrera, muchos medios de comunicación de nuestra región deben de entender que sus lectores son unos ignorantes y se ven compelidos a confundir a sus lectores «explicándoles» que Cartagena «está en Murcia». No en la Región de Murcia, no, sino «en Murcia».

Esta forma de confundir tan propia de nuestra región no es exclusiva de Cartagena, este verano he visto en un telediario nacional afirmar que el festival del Cante de las Minas se celebra «en Murcia» y otro tanto he escuchado de otras fiestas y eventos significativos de nuestra región.

Este borrado regional que aqueja a nuestra autonomía, curiosamente, es celebrado por algunos políticos para quienes nuestra región resulta demasiado grande y variada como para entrarles en la mollera y así, poco a poco, la van erosionando y destruyendo mientras se refocilan con su propia estulticia.

Comprenderán ustedes que, cuando una chirigota de Beniaján compitió en el concurso de agrupaciones carnavalescas de Cádiz, yo me sonriese al ver que era anunciada por Canal Sur TV simplemente como «chirigota de Beniaján» mientras que en «La Verdad» se la llamaba «chirigota murciana». Entenderán que entonces no pudiese evitar pensar en que algún día habría de escribir un post como este.

Cuestión algo más que de estilo. Yo me apunto al estilo andaluz.

El moje ¿Murciano o Manchego?

El moje ¿Murciano o Manchego?

«Res ipsa loquitur», decían los romanos, las cosas hablan por sí mismas, decimos nosotros y justamente eso he sentido yo este mediodía cuando el camarero me ha traído el plato de mojete murciano que ven en la foto.

Mojete Murciano, Moje, Moje Manchego, ensalada murciana, todos estos nombres designan una y la misma cosa (vid. wikipedia) una preparación hecha a base de tomate partido a trozos pequeños (con o sin piel), cebolla finamente picada (preferiblemene cebolleta), olivas negras o de cuquillo, huevo duro, aceite de oliva virgen y atún de lata (no bonito). Se puede sustituir el atún por bacalao un poco asado y troceado o por capellán troceado y, según la experiencia por mí acumulada en los últimos 63 años, este moje es más común realizado con tomate de bote pelado o escaldado. Yo no recuerdo que me lo hayan servido jamás con tomate natural en ninguna casa de comidas.

Y es que, como les dije, «res ipsa loquitur», las cosas hablan por sí mismas y por más que los murcianos llamen «mojete murciano» y los albaceteños «moje manchego» a este plato es lo cierto que se trata de la misma cosa, al igual que hasta hace apenas 42 años Murcia y Albacete formaban parte de una única y la misma región.

Sin embargo en 1982 Albacete decidió separarse de Murcia e iniciar su camino por separado, todo un siglo XIX de reticencias al centralismo murciano (un día les hablaré de la estancia de la Audiencia Territorial de Albacete en Cartagena) y una cierta doble identidad llevaron a Albacete a abandonar a un antiguo vecino y cambiarlo por otro más prometedor. De ser la tercera ciudad de la Región de Murcia por población (la superan Murcia y Cartagena), Albacete pasó a ser la ciudad más poblada de Castilla-La Mancha, había que elegir: o cola de gato o cabeza de ratón. Y eligieron.

Yo, que soy de Cartagena, disfruto de este plato como de un plato exótico y tanto me da si en la carta reza que el moje es manchego o resulta ser murciano el mojete.

Sólo pienso que, con tantas cosas como nos unen, es penoso que la caterva de políticos que tenemos en la región hagan que muchos cartageneros envidien a los albaceteños y su exitosa salida de naja.

Siempre nos quedará el mojete. (O el moje).

El enigma de los michirones

El enigma de los michirones

Desde que el ser humano, hará unos diez mil años, abandonó su vida de cazador-recolector y se estableció en ciudades y estados cada vez más grandes, su natural tendencia al altruismo sufrió cambios impensables. Hasta ese momento, un indivíduo cualquiera, era capaz de cooperar con, y hasta de dar la vida por, los miembros de su clan; no en balde compartían con él la mayoría de sus genes y eran, en mayor o menor grado, su familia. Pero, cuando las ciudades crecieron hasta alcanzar decenas de miles de pobladores, ¿cómo entendería la cooperación este animal nómada solo recientemente sedentarizado?

Por increíble que parezca la especie humana solucionó el problema desarrollando una conducta presente en muchas otras especies animales: el altruismo hacia un marcador.

Para quien no sepa qué es eso del «altruismo hacia un marcador» le diré que, algunas especies animales, por ejemplo, usan de feromonas para reconocerse como miembros de un mismo equipo; el ser humano, sin embargo, para conseguir lo mismo recurre a complejos mitos y relatos que acaban encarnados en banderas, escudos, símbolos, textos, religiones…

En mi ciudad, Cartagena, hemos tenido muchos marcadores de esos: en 1873, por ejemplo, fue la República Federal y eso nos llevó a entrar en guerra contra el mundo; de modo que me entenderán si les digo que, tratar el tema en el que pienso adentrarme tras esta larga introducción, puede suponerme no pocos peligros, porque trata del último marcador que ha seleccionado como seña de identidad el «homo carthaginensis»: los michirones.

Sí, créanme, en este momento, si usted quiere soliviantar a la grey carthaginesa, le bastará para hacerlo afirmar en público que los michirones «son murcianos». Pruebe usted a hacerlo, por ejemplo, en Facebook y verá cómo el número de interacciones aumenta súbitamente y el recuerdo de su señora madre se dispara exponencialmente.

Recientemente he comprobado con no poca consternación como, algún habitante de la vecina ciudad de Murcia, reclamaba para su patria el ser la cuna y lugar de nacencia de esta preparación culinaria; afirmación inmediatamente contestada por furibundos carthagineses y carthaginesas sin que, por cierto, ni unos ni otros, aportasen dato alguno que justificase sus patrióticas afirmaciones. La carthaginesidad o murcianidad de los michirones quedó reducida en ese debate —y debo decir que en todos los que he presenciado— a puros actos de voluntarismo gastronómico-patriótico.

Creo pues llegado el momento de desvelar el enigma de los michirones y aclarar de una vez para siempre su origen. ¿Cartageneros? ¿Murcianos? A partir de hoy lo sabrán ustedes.

Antes de entrar en harina debo aclarar que tan importante debate, crucial sin duda para el futuro de esta región, no puede zanjarse con afirmaciones sin documentar y es por esto que esta tarde me he decidido a llevar a cabo una investigación científica de altura con apoyo de un meticuloso trabajo de campo. Hoy avanzaré mis conclusiones en este post y ya, dentro de unos meses, daré a la imprenta los varios volúmenes de que consta este concienzudo trabajo científico.

Comencemos sentando mi tesis de partida: tratándose el michirón no más que de un haba seca rehidratada y luego cocinada, no es lógico pensar que sea exclusiva del sureste peninsular, sino que deben poder encontrarse preparaciones semejantes en cualquier ámbito geográfico donde se cultive la «Vicia Faba», que es el nombre científico del vegetal que nos ocupa.

Me he aplicado a la tarea y el resultado ha sido sorprendente: preparaciones similares a los michirones se llevan a cabo por toda la cuenca mediterránea, oriente medio, la India e incluso el lejano oriente. Son un plato habitual en Marruecos o Siria, pero donde han adquirido carta de naturaleza y son el «plato nacional» es en Egipto donde, una de las formas de prepararlos (el «Foul Medammes» —literalmente habas preparadas—) es para ellos una seña de identidad solo comparable al Canal de Suez o a las pirámides de Giza.

Para acreditar mis descubrimientos con la pertinente prueba testifical, he decidido acercarme hasta la tienda de comestibles que hay debajo de mi casa, pues al hombre que la atiende le había detectado yo trazas de ser egipcio, fundamentalmente por mantenerse sistemáticamente de perfil cuando hablaba conmigo y por la peculiar forma de ángulo recto con mano en forma de cazo que adquiría su extremidad superior derecha al cobrar.

Me equivoqué, mi gozo en un pozo, mi amigo el tendero no era egipcio sino sirio y, aunque al principio pensé que su información no me sería de utilidad, luego he comprobado que el hombre era un pozo de ciencia culinaria.

Testigos de nuestra conversación han sido un cliente de color (negro) y un representante de productos alimenticios con trazas ecuatorianas.

No bien le he planteado mis dudas a mi amigo el tendero, casi se parte de risa y ha empezado a sacarme michirones de todas las clases y calibres que se puedan imaginar, mientras me detallaba las mil y una formas de cocinarlos. Cuando le he preguntado por el «Ful Medammes» se ha sonreído y me ha dicho: «Ful Medammes es lo que yo desayuno todos los días.»

Me he quedado estupefacto, he tratado de indagar si este hombre que desayunaba michirones no tendría ancestros cartageneros, pero no, el hombre es natural de Homs (la Emesa griega) y todos sus antepasados fueron sirios desde que Asurbanipal fue elegido por primera vez alcalde pedáneo; por tanto no había duda: la adicción al michirón como tótem no es patrimonio exclusivo del sureste de la península ibérica, sino que está incluso más acendrada en las tierras del Nilo y Mesopotamia, lo que nos lleva a los momentos fundacionales de la civilización.

Estaba yo a punto de buscar el enlace entre los michirones y el poema de Gilgamesh cuando el sirio me ha dado una información que ha confirmado un bereber magrebí que se había unido a la tertulia: el michirón no está bueno si no hierve lentamente en una perola durante toda la noche.

El rito es poner los michirones a hervir antes de acostarse y dejarlos a fuego lento hirviendo hasta que llega la mañana, momento en que su «ternol» (digámoslo en carthaginés) es máximo. El bereber ha añadido a este rito la conveniencia de que la perola en que se hiervan los michirones sea de cobre, pero, en esto, el sirio no ha estado de acuerdo y ha reputado la tal costumbre un producto de la superstición occidental. Yo ni quito ni pongo, como me lo han contado se lo cuento, pero lo del cobre me ha dejado pensando en la profunda sabiduría de estos pueblos, pues, dicho metal, ahora sabemos que tiene propiedades higienizantes.

Pero bueno, volvamos a lo que nos ocupa, es decir, al origen de los michirones.

Parece evidente que, en cuanto a su preparación y consumo en forma de legumbre secada y rehidratada, ni murcianos ni cartageneros tenemos nada que hacer: los sirios comen michirones desde que Hammurabbi escribió su famoso código y se han encontrado restos (de michirones, no de Hammurabbi) que así lo atestiguan.

Y ahora volvamos a nuestra región ¿pudieron llegar entonces los michirones con los árabes?

Sin ninguna duda.

Los magníficos estudios del lexicógrafo inglés Robert Pocklington ponen de manifiesto que la palabra «michirón» proviene del vocablo árabe «misrun», cuyo significado es, literalmente, «pequeños egipcios».

¡Ah la etimología! ¡Ciencia poco valorada pero incomparablemente útil para entender una realidad que sólo podemos explicar con palabras!

Sin duda estos «pequeños egipcios» les habrán hecho recordar lo que les he contado más arriba del «Ful Medammes», plato nacional egipcio. De la misma forma que los sevillanos comen ahora «Soldaditos de Pavía» aquellos árabes que llegaron a España se refocilaron con estos «Pequeños Egipcios» (misrun) que, por fuerza, habían de consumir sin su aditamento cárnico actual de tocinos, chorizos y jamones pues, como es bien sabido, al profeta no le gustaban ni los andares del, con perdón, cochino.

¿Cuándo llegaron a juntarse la carne del puerco con los, ya sí, michirones?

Pues, obviamente, nunca antes de la Reconquista de Murcia y Cartagena aunque, ciertamente, ni siquiera entonces podríamos dar por cerrado el asunto porque ¿reputaremos michirones legítimos un guiso que no tenga ese puntito picante que da la guindilla y que lleva a tentar el porrón con más frecuencia de la que sería menester?

No, no hay michirones legítimos sino hasta después del descubrimiento de América, pues no fue hasta la llegada de esa genial invención mexica que es el chile, que los michirones se convirtieron en lo que hoy son.

Y ahora díganme: ¿quién inventó los michirones? ¿los sumerios que desecaron las habas desde el nacimiento de la civilización? ¿los egipcios que hicieron de ellos su plato nacional durante casi cuatro mil años? ¿los árabes que trajeron a España a esos «misrún» (pequeños egipcios) que comieron con deleite? ¿los cristianos que le añadieron el cerdo? ¿los mexicas que les dieron el picante necesario para hacer de ellos un pecado mortal?

Como casi todas las cosas, los michirones, no son de ninguna parte y son de todas partes un poco; pero, esto, estoy seguro que no habrá de hacer cambiar de idea ni a tirios ni a troyanos, como la Ley de la Evolución no ha persuadido a los creacionistas de que el mundo no se hizo en seis días o como mil guerras no han convencido a los patriotas de que, independientemente del color de las banderas, todas las sangres son rojas.

Mañana, usted, puede preguntar de nuevo de dónde son los michirones o quien los inventó y siempre habrá quien le responda: ¡De Murcia! o ¡De Cartagena! sin importar cuántos datos pueda usted aportarle.

Porque el verdadero enigma de los michirones no es su origen, el verdadero enigma de los michirones es tratar de comprender cómo el ser humano puede hacer de un trozo de tela teñida, de una madera tallada o incluso de un haba seca, un motivo para creerse distinto y aún porfiar por ello.

Y, ahora, permítanme que les cuente la razón profunda de escribir todo esto y esta no es otra que la fotografía que ven bajo estas líneas y que corresponde a unas imágenes que ilustraban una noticia televisiva sobre la desesperada situación de los habitantes de la franja de Gaza.

La foto, sí, como ven, muestra unas latas de michirones calentándose en un fuego improvisado y es aquí donde volvemos a el triste principio de este post, a ese «altruismo hacia un marcador» capaz de convertir a los seres humanos en héroes o en monstruos dependiendo de si el ser humano de enfrente tremola la misma bandera, cree en el mismo dios o sostiene la misma doctrina.

Quizá sea esa la gran verdad que encierran estos «pequeños egipcios», los michirones, esa que nos enseña el drama que encierra esta funesta enfermedad de hacer que, pequeños particularismos fragmentarios como la ideología, el lugar de nacimiento o la religión, haga perder a los hombres su condición de seres humanos y los reduzca a la pura animalidad.

Michirones.

Olvidando pasados y destruyendo futuros

Olvidando pasados y destruyendo futuros

Hoy, 12 de julio de 2023, se cumplen 150 años de la sublevación republicana y federal que dio lugar al Cantón de Cartagena.

Ninguna institución oficial de la Región de Murcia lo va a conmemorar, ni para su gloria ni para su execración.

La presencia de la Región de Murcia en la historia de España tiende a ser residual. De hecho, si consideramos el término «Historia de España» como ese período histórico que abarca desde la Constitución de Cádiz de 1812 —primera vez que la «Nación Española» es mencionada como protagonista político— hasta nuestros días, la presencia de nuestra región no parece haber sido demasiado relevante.

La imagen general de lo que sea la historia de España para la población ha venido en buena medida influenciada por la obra colosal de Don Benito Pérez Galdós —los «Episodios Nacionales» que, muy apropiadamente, comienzan con la batalla del Cabo Trafalgar y la invasión francesa de 1808— en la cual la Región de Murcia es un personaje absolutamente irrelevante de no ser por qué, Don Benito, relata minuciosamente y de forma por cierto magistral, los sucesos ocurridos durante el Cantón de Cartagena, un movimiento por el que Don Benito no puede ocultar sus simpatías.

Llama la atención que el suceso más relevante ocurrido en la Región de Murcia (sí, el Cantón no sólo fue cosa de cartageneros ¿o hemos olvidado el papel esencial del huertano y diputado Antonete Gálvez?), llama la atención, digo, que el suceso históricamente más relevante ocurrido en nuestra región desde que la nación española es elevada a la categoría de protagonista político, sea minuciosamente olvidado por nuestro gobierno regional y aún municipal.

Pueden ustedes denostar una sublevación que acabó con el 80% de la ciudad destruida tras feroces bombardeos, pueden ustedes censurar un movimiento que pretendía imponer desde abajo una república federal en España, ferozmente laico, donde se reconoció el derecho al divorcio, a donde acudieron en defensa de los más dispares ideales bakuninistas y anarquistas de toda laya al igual que miembros de la recién derrotada Comuna de París (un suceso de importancia mundial), simples republicanos federales y una población en gran medida inocente.

La Región de Murcia ha carecido de toda identidad política hasta que, abandonada por la provincia de Albacete, se constituyó en comunidad autónoma uniprovincial tras la Constitución; sin bandera (hubo que inventarla) y sin himnos (todavía hay que inventarlo), lo peor que le ocurre a esta Región es que carece de ninguna identidad compartida y no porque no la tenga —la tiene y podría repartir identidad entre las comunidades autónomas de España— sino porque sus políticos, obsesionados con la identidad capitalina, son incapaces de leer ni de siquiera intuir cuán profunda es la identidad de esta tierra.

Con estos políticos y con esta visión de nuestra región la Región de Murcia jamás tendrá un lugar en el pasado al que todos podamos mirar con orgullo y, lo que es peor, jamás tendremos un lugar en el futuro al que mirar con esperanza.

Lo ocurrido en Cartagena hace 150 años puedes condenarlo o puedes elogiarlo, ambas posturas y todos los matices intermedios son legítimos, lo que no puedes hacer es olvidarlo y tratar de que todos lo olviden: eso retrata a cualquier político como un indigente cultural.

Yo no soy nacionalista, yo no creo que existan esos entes a los que llamamos «naciones» y que tienen una identidad propia y distinta de los habitantes de un territorio, entidades en nombre de las cuales hablan personad que, como los venales sacerdotes de otros tiempos, nos dicen lo que la patria «quiere» o qué es y qué no es patriótico. Las naciones son un producto existoso del romanticismo político y son una entelequia tan irreal como los dioses y los reyes «por la gracia de dios» que antes nos gobernaban; las naciones son no más que un relato pero tan eficaz como lo han sido antiguos textos sagrados.

Y dicho esto mi sensación es que quienes nos han gobernado de 1978 aquí, ciegos por la miopía que les impide ver más allá de uno solo de los municipios de esta región, han sido incapaces no ya de imaginar una entidad política moderna y alejada del romanticismo político del que hablo sinp incapaces de hacer algo mucho más sencillo: descubrir y potenciar las brutales señas de identidad de este trozo de tierra del sureste de la península ibérica que, desde Diocleciano, formó una unidad política por muchos motivos protagonista de la historia de nuestra península y del mundo, aunque por entonces no se conociese la palabra «Murcia».

No siempre se cumplen los 150 años de una efeméride y si ni el gobierno regional de mi comunidad ni el municipal de mi ciudad son capaces de recordar el suceso en lo bueno y en lo malo que tuvo lo único que puedo colegir de todo ello es que ninguno de los que nos gobiernan está capacitado para forjar un futuro ilusionante y en el que quepamos todos los habitantes de esta región.

Las vírgenes y las identidades nacionales

Las vírgenes y las identidades nacionales

Mientras camino hacia el juzgado de guardia veo que toda la población con la que me cruzo camina en sentido contrario al mío. En un momento dado me cruzo con un fiscal que camina perfectamente enchaquetado también en sentido contrario, me sonríe, me hace un gesto con la mano y me dice: ¡a ver a la Virgen!

Cuando me lo dice dejo de pensar en el asunto que me conduce al juzgado y reparo en que hoy domingo la patrona de Cartagena, la Virgen de la Caridad, va a salir en procesión conmemorando no recuerdo qué centenario de su llegada a la ciudad. A la vista del gentío que camina hacía allá (muchos enchaquetados, muchos con escapularios, algunas mujeres con mantillas) me pongo a pensar en cuán importantes son las vírgenes en la formación de la identidad de las patrias y naciones católicas.

El de la mexicana Virgen de Guadalupe es quizá el ejemplo más paradigmático de esto. Antes de la independencia mexicana, durante el período virreinal, en la Nueva España ocurría como en la Vieja España y proliferaban las vírgenes en cada pueblo; sin embargo, en un curioso proceso histórico, la Virgen de Guadalupe se enfrentó a la de los Remedios en cuanto que la guadalupana se asociaba a los pobres y a las clases humildes en tanto la de los Remedios se asociaba a grupos sociales más acomodados. La Virgen de Guadalupe, al final de este proceso, extendió su culto y prácticamente opacó al resto de advocaciones marianas. Es más, la Virgen de Guadalupe se asoció indisolublemente a la nación mexicana; si observamos las representaciones que se hacen de Hidalgo (Miguel Hidalgo, padre de la nación mexicana) en todas ellas le veremos indisociablemente unido a la figura de la Virgen de Guadalupe.

La construcción de los relatos que definen la identidad de las naciones son siempre un cúmulo de contradicciones insoslayables que se resuelven por medio del más irracional de los recursos del alma humana: la fe.

La Virgen de Guadalupe no es de origen mexicano sino que encuentra su homónima en la Villa de Guadalupe donde esta Virgen negra recibe especial veneración y es patrona de la Extremadura española, la patria de Cortés y Pizarro. Incluso el nombre «Guadalupe» es evidentemente árabe pues proviene de وادي اللب Wad-al-Lubb, «río oculto», aunque también se considera وَادِي ال‎ (wādī l-, “valle del”) + Latin lupum (lobo), nombre con que se asigna el río Guadalupe, que surge en Sierra de las Villuercas en Extremadura en España, y que desemboca en el río Guadiana.

Si ves el prefijo «Guad» (Wad, wadi) delante de cualquier palabra ya puedes apostar a que estamos hablando de un río (Guadiana, Guadalquivir, Guadalete, Guadalcanal…) y no ocurre nada distinto con el nombre «Guadalupe».

Sin embargo para los mexicanos puedo asegurarte que su Virgen de Guadalupe nada tiene que ver con la nuestra; tan es así que, en un famoso sermón, Fray Servando Teresa de Mier aseguró que la Virgen ya se encontraba en México antes de la llegada de los españoles, de hecho sostenía que Santo Tomás, el dubitativo apóstol de Cristo, había ido a México antes de la llegada de los españoles a predicar a los indígenas

«La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás apóstol de este reino. Mil setecientos cincuenta años antes del presente, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe ya era muy célebre y adorada por los indios ya cristianos, en la cima de Tenayuca, donde le erigió templo y colocó Santo Tomás».

En América, como en Europa, las vírgenes son elementos fundamentales en la creación de la identidad nacional de los países católicos y no hablo ya de la polaca Virgen de Częstochowska sino que, desde la más remota antigüedad, en los países mediterráneos la imagen de una diosa es una seña de identidad.

España forja su identidad nacional al mismo tiempo que la forjan las naciones ibdroamericanas, invadida la península por Napoleón y secuestrados los reyes el vacío de poder creado da lugar a que los dominios de la monarquía hispánica formen juntas que serán los núcleos de las futuras independencias americanas y en la península el fenómeno no fue distinto.

Cuando Napoleón sitia Zaragoza se hace archifamosa la jota que dice

«La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa
que quiere ser capitana
de la tropa aragonesa».

El viejo mito mediterráneo de la Atenea Promacos reaparece ahora con aires baturros. Cuando la falange ateniense marchaba a la batalla lo hacía con la seguridad de que, en el momento del ataque, delante de ellos siempre marcharía Atenea, de ahí su advocación, «Atenea Promacos» (Atenea, la que va delante) y sus atributos pues, más allá de sus ojos de lechuza (el animal que ve en lo oscuro) Atenea es una mujer soldado que nace con casco, escudo y lanza.

Como Atenea para los atenienses la Virgen del Pilar capitaneaba a las huestes mañas.

En la península ocurre otro tanto, casi todas las identidades tienen su Virgen: Covadonga para los asturianos, Montserrat para los catalanes, Begoña para los vascos, del Pilar para los aragoneses… Una comunidad que se precie con fuerte sentido de identidad tiene que tener su virgen, su Atenea Promacos, porque si no, no es nada.

Y todo en realidad no es más que un relato acaso tan cierto o tan insensato como el de Fray Servando Teresa de Mier. Porque si Santiago no estuvo en Hispania ni hay Pilar en Zaragoza ni desembarco en Cartagena ni sepulcro en Compostela; porque que el Apóstol Tomás estuviese en centroamérica es tan probable como que Jesucristo hubiese visitado América tras su resurrección como dice el Libro del Mormón.

Sin embargo no desprecies los relatos por ser falsos; lo importante de un relato no es que sea cierto sino que mueva el espíritu y el obrar de los seres humanos y hay que reconocer que, ciertos o no, los relatos de la Virgen de Guadalupe, del Pilar o de cualquiera de las demás advocaciones marianas han sido extraordinariamente exitosas en ese campo.

Como en mi patria, Cartagena, donde hoy, mientras yo escribo esto sentado en el juzgado de guardia, la población se congrega alrededor de una advocación mariana (La Virgen de la Caridad) a la que atribuye una voluntad de permanencia en esta ciudad que, por ser hoy el día que es, no dicutiré.

Al fin, sea verdadero o no, para los cartageneros la Virgen de la Caridad (y curiosamente no su Hijo al que, a pesar de llevar en su regazo muerto todos olvidan) es «la que va delante», la «abogada nuestra». La «promacos» de la ciudad.

El alma humana es muy difícil de entender.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

Sólo cambian diosas, templos y ritos, el alma humana persevera. Per severa. Per se vera.

En el pequeño espacio que se ve en la fotografía los cartageneros han dado culto a tres diosas desde hace más de dos mil años. A ustedes puede parecerles algo de poca importancia, a mí me impresiona y me sume en cavilaciones.

En primer término pueden ver el templo de Isis, una deidad egipcia cuyo culto fue mayoritario en el siglo I de nuestra era. Diosa madre, grande en magia, estrella de los mares y protectora de los marineros no cuesta imaginar cómo su culto llegó hasta aquí desde el oriente en los barcos que llegaban desde allá.

A la izquierda, tras una especie de escalinata, se ve la única columna que queda del templo de Atargatis, otra diosa relacionada con el agua, de hecho Atargatis fue una diosa sirena, mitad mujer mitad pez. Fue otra diosa que llegó en barco.

A la derecha se ve la cúpula de la iglesia de la Virgen de la Caridad, la actual patrona de la ciudad, otra figura sacral que también llegó en barco.

Muchas oraciones de muchas personas de muchas fes y credos distintos aún vibran en este pequeño espacio de mi ciudad. ¿Hay algo especial en él que atrae a las diosas?

Esta es una de las muchas partes de que está hecha mi ciudad.

Calle de la Serreta

Calle de la Serreta

Cuando yo era niño la calle en que vivo era una calle importante donde vivía gente de posibles, en mi calle «vivía» también la patrona de nuestra ciudad, la Virgen de la Caridad, que tiene su templo a unos cincuenta metros del portón de mi casa.

Yo me vine a vivir aquí en 1991, cuando la calle y los barrios adyacentes ya empezaban a sentir los efectos de las mala gestión de los sucesivos gobiernos que habían venido ocupando la alcaldía. La droga golpeaba fuerte por entonces y mi barrio no era inmune a ello, pero lo que pasó con él no tiene justificación.

Y es que ocurrió que alguien decidió que había que derribar el barrio que había sobre toda la superficie del Monte Sacro en beneficio de dios sabe qué progreso y el Ayuntamiento comenzó a derribar casas que «amenazaban ruina». Cada derribo, en un barrio donde las casas apoyaban unas en otras, provocaba la «amenaza de ruina» de la casa contigua y así, implacablemente, el ayuntamiento fue demoliendo una tras otra todas las casas del barrio.

Tengo recuerdos dolorosos grabados en la retina. La imagen de un anciano vecino mío de la calle Macarena al que se había lanzado de su casa para demolerla, llorando rodeado de unos pocos muebles y sentado en un colchón tirado en la calle mientras esperaba la llegada de los servicios sociales, aún me duele.

Derribaron todo el barrio y dejaron sin vivienda a cientos de personas para nada, hoy el Monte Sacro es un solar abandonado, un chancro doloroso en medio de una ciudad que parece gozar autodestruyéndose.

Hoy la Serreta es una calle ocupada mayoritariamente por comercios musulmanes y, quienes vivimos en ella, podemos disfrutar de un abigarrado paisaje urbano, visual y sonoro. Por la mañana oigo la campana del Parque de Artillería sonar mientras el muezzin llama a los fieles a la oración y la sirena del transatlántico nuestro de cada día me dice que hoy, otra vez, tendremos turistas por las calles.

La patrona, la Virgen de la Caridad sigue viviendo en mi calle pero su campana no se oye porque el reloj no funciona.

Yo vivo a gusto en esta calle y solo me alejo de ella el Viernes de Dolores, día de la festividad de la patrona, pues es entonces y solo entonces cuando los políticos de mi ciudad se dejan ver en mi calle y a mí, que no les veo por aquí el resto del año, se me apetece irme a otro lado.

Pero vivir en ella tiene sus cosas buenas, una de las cuales es que los musulmanes tienen asentada la costumbre de trabajar duro y, entre sus comercios y el chino de la plaza de la Serreta, siempre encuentro un lugar donde gobernarme una cena barata tras de que el tren que me trae de Barcelona aquí invierta nueve horas y media en el trayecto. (Sí, puedo confirmarles que el corredor mediterráneo, son los padres).

Y ahora voy a comerme este «duram» que me han gestionado los moros del Kebab «El Risueño» y vamos a ver si mañana el muezzin, la campana y los barcos se acompasan y molestan poco.

Necesito dormir.

Cicatrices

Cicatrices

Para las civilizaciones orientales las cicatrices son parte de la historia de las personas y los objetos y, antes que ocultarse, se embellecen; es una filosofía a la que llaman «kintsugi».

Lo que ocurre es que, a veces, las cicatrices supuran y nuestra ciudad, tras 2250 años de guerras, acumula tantas cicatrices que alguna, aún, no está del todo cerrada.

Cicatrices de la segunda guerra púnica podemos verlas todavía en la muralla carthaginesa que hay en San José; también se pueden ver aun cicatrices de la Guerra de Sucesión en la Puerta de la Serreta, de la Guerra del Cantón en la Plaza de Juan XXIII y de la Guerra Civil en multitud de lugares como el Parque de Artillería, el Ayuntamiento o los refugios de la Calle de Gisbert, un lugar que, además, nos enseña que no todas las cicatrices son visibles, que en Cartagena, las heridas, también son internas.

Pero, de entre todas las cicatrices de nuestra ciudad, hay una que supura especialmente.

Saqueada por unos y bombardeada por otros las ruinas de la Catedral de la Diócesis de Cartagena son una llaga abierta en la carne de la ciudad.

Y es que llama la atención que, aquellos que nos enseñaron el mandamiento de «no dirás falso testimonio ni mentirás», fueran los mismos que no dudaron en falsificar documentos para usurpar el título de sede primada a nuestra ciudad en favor de Toledo o trasladar el Obispado a una ciudad cercana. A pesar del tiempo transcurrido, estos de quienes les hablo, ni han hecho examen de conciencia, ni han mostrado el más mínimo dolor por sus acciones, no se adivina que tengan el más mínimo propósito de enmienda y aún estamos esperando que confiesen públicamente sus trapisondas.

Si ustedes no me entienden les aseguro que ellos me entienden perfectamente.

Hoy, 16 de enero, festividad de San Fulgencio, mientras en una ciudad cercana —que nunca conoció a Fulgencio— el clero come boniatos y toma vino de mistela celebrando al patron de la diócesis, en Cartagena, su capital, la cátedra de Fulgencio, la sede de Liciniano, el lugar de donde Leandro o Isidoro tuvieron que huir, sigue en ruinas tras 86 años de abandono debido a los bombardeos de unos y la incuria manifiesta de todos.

Y no, esto no es kintsugi ni honra de las cicatrices, esta es una llaga que supura.

En fin, feliz día de ese cartagenero que se llamó Fulgencio —San Fulgencio para los cristianos— y felicidades a todos los Fulgencios, Penchos y Penchicos de esta diócesis que, afortunadamente, aun son muchos.






Posta cartagenera

Posta cartagenera

Bonifacio Ávila era boxeador y de los buenos. Representó a su país —Colombia— en los juegos olímpicos de 1972 aunque la mala suerte le enfrentó en segunda ronda al monstruo alemán Dieter Kottysch que, a la postre, obtendría la medalla de oro.

Luego se dedicó al boxeo profesional con un palmarés de 17 victorias, 8 derrotas y tres combates nulos.

A mí su historia me recuerda a la de José Ruíz Calderón, más conocido como Pepe El Manteca, un hombre que iba para torero pero acabó emigrando a Alemania con una maleta de cartón para, finalmente, acabar abriendo en Cádiz, en la calle Corralón de los Carros la taberna más famosa de la tacita de plata.

A Bonifacio Ávila, El Bony, el púgil de Cartagena, le pasó casi lo mismo y cuando dejó el boxeo abrió un kiosco de comida en Bocagrande que es, a día de hoy, un lugar casi de culto. Mojarritas fritas (¿Notan el parecido con Cádiz) sancocho de pescado y Posta Cartagenera. Porque para defender Cartagena de ingleses, franceses y holandeses, no sólo es precisa posta lobera para repartir sino un buen condumio con que sostener el cuerpo y ese, en el Kiosco de El Bony, es la Posta Cartagenera; una fascinante preparación a base de carne glaseada con panela y especias y que se acompaña habitualmente con arroz de coco y ensalada.

El sabor es maravilloso, puedo jurarlo por las rapadas barbas del almirante Vernon, y ese glaseado dulce es pura sabrosura.

Sólo echo una cosa de menos: como estos cartageneros no usan del pan en sus comidas es imposible rebañar la salsa sobrante, una cosa que te deja con no poca desazón al ver marcharse el plato aún con salsa camino de la cocina.

Por 7€ (35.000$ colombianos) puede usted ponerse hasta arriba de posta cartagenera. Yo lo he hecho, ahora voy a dormir un ratico.

Deudas pendientes

Deudas pendientes

Déjenme confesarles que, en los últimos diez años de mi vida, he contraído una deuda que, hasta el día de hoy, no he podido siquiera empezar a pagar. Se trata de una deuda que, cada año que ha pasado, me ha ido pesando más aunque, en mi descargo, diré que, si no la he pagado, ha sido porque las más impensables peripecias vitales me han impedido empezar a saldarla siquiera fuera parcialmente.

Sin embargo, este año —por muchos motivos duro y complicado para mí— el cielo me ha dado la salud, el tiempo y la ocasión de poder empezar a devolverla.

Les cuento.

A principios del año 2013, poco más de dos años después de ser elegido decano por mis compañeros del Colegio de Abogados de Cartagena, tuve conocimiento del drama que estaban viviendo los abogados y abogadas de la República de Colombia. Víctimas de un genocidio profesional organizado, más de 600 abogados colombianos habían sido asesinados impunemente por razones incomprensibles para mí y la cuenta iba en rápido aumento.

Y si incomprensible era aquel horror de muertes sin sentido, más incomprensible aún me resultaba el hecho de que la mayor parte de esos crímenes apenas si mereciesen un simulacro de investigación por los juzgados y tribunales, con el añadido de que ni siquiera la prensa se hacía eco de ninguno de ellos. Era un genocidio profesional conocido por todos pero que se producía ante la indiferencia general.

Quedé horrorizado.

Investigando me enteré de que el gobierno de Colombia no permitía a los abogados y abogadas constituir colegios, que abogados canadienses y de otros países habían organizado caravanas de juristas a Colombia para denunciar la masacre y que ni la administración de justicia ni el gobierno de Colombia hacían nada eficaz por frenar la tragedia.

Y pensé que, quizá, mi colegio pudiese hacer algo ya que, si a los abogados de la Cartagena de Colombia no les dejaban tener un colegio, podrían usar del colegio de la Cartagena de Levante, mi colegio, para todo aquello que les fuese necesario o conveniente.

No recuerdo cómo logré ponerme en contacto con ellos pero lo cierto es que lo hice y decidimos que lo más útil sería preparar un convenio entre los abogados de las dos Cartagenas el cual planeamos que se firmase en las dos Cartagenas sucesivamente para darle visibilidad, primero en el Colegio de la Cartagena de Levante y después en el Consulado de España en la Cartagena de Indias.

Recuerdo vívidamente la mañana de la firma en mi colegio. Algo tenía que haber sucedido entre las autoridades colombianas pues, con la representación de los abogados y abogadas cartageneros ya en la sala, para mi sorpresa y estupor, se personaron tres militares uniformados de las fuerzas armadas colombianas al acto de la firma junto con un, creo que senador o cargo parecido, de la República de Colombia. Lejos de sentir que empezábamos a hacer ruido aquello me alarmó. ¿Qué hacían tres militares uniformados en un acto civil en mi colegio?

Afortunadamente su trato fue absolutamente exquisito y cordial y dieron un, para mí, inesperado lustre al acto.

Y firmamos.

Al acto de la firma en el Consulado de España en Cartagena de Indias no pude asistir; con todo preparado para viajar hasta allá tuve un accidente de salud del cual hube de ser intervenido de urgencia y hube de quedarme en España. Mi vicedecano asistió y firmó por mí.

A partir de ese momento y sin saber qué más podría hacer me dediqué a escribir necrológicas en mi blog de los abogados que iban siendo asesinandos con siniestra regularidad; mi percepción era que nada molesta más a un gobierno que el que alguien piense que está tolerando una situación tan inhumana y siniestra como la que padecía la abogacía colombiana, años en que la prensa ni siquiera informaba de los asesinatos y, si lo hacía, lo hacía a veces con sesgos nada deseables.

Finalmente la situación fue mejorando para la abogacía colombiana; los esfuerzos de los abogados de muchos otros países, las caravanas de juristas, y sobre todo la pelea de los propios abogados combianos fue dando sus frutos y a día de hoy la situación ha mejorado.

Y contado lo anterior les diré que, desde entonces, en estos diez años, no ha pasado ni uno solo en que, desde Colombia, no me llegue una invitación a viajar allá. Han venido a Cartagena a visitarme posteriormente, es raro que pase medio año sin que mis amigos de Colombia no me inviten a dar un curso o una conferencia vía internet y —debo decirlo— guardo con orgullo a los pies de mi cama un sombrero «vueltiao» que todas las noches me recuerda que tengo algo pendiente con la Cartagena del Caribe.

Ahora que miro todos estos diez años de relación con ellos no puedo evitar emocionarme.

Parece increíble pero, hasta el día de hoy, no he podido viajar a Colombia a pagar diez años de amistad y cariño y pueden creerme sin juramento si les digo que no ha sido por falta de voluntad mía, sino porque circunstancias personales y familiares me lo han impedido.

Tantos y tan inesperados han sido los obstáculos que he tenido en estos años que, hasta ahora que mi avión sobrevuela el Atlántico, no me he atrevido a escribir estas lineas porque, hasta el último momento, he temido que pasase algo que me impidiese ir.

Pero parece que esta vez sí que será, que ya estoy en un avión que me conduce de Cartagena a Cartagena y que, por fin, podré devolver un poco del cariño que ellos me han regalado.

Nunca podré devolverlo todo.