Para las civilizaciones orientales las cicatrices son parte de la historia de las personas y los objetos y, antes que ocultarse, se embellecen; es una filosofía a la que llaman «kintsugi».
Lo que ocurre es que, a veces, las cicatrices supuran y nuestra ciudad, tras 2250 años de guerras, acumula tantas cicatrices que alguna, aún, no está del todo cerrada.
Cicatrices de la segunda guerra púnica podemos verlas todavía en la muralla carthaginesa que hay en San José; también se pueden ver aun cicatrices de la Guerra de Sucesión en la Puerta de la Serreta, de la Guerra del Cantón en la Plaza de Juan XXIII y de la Guerra Civil en multitud de lugares como el Parque de Artillería, el Ayuntamiento o los refugios de la Calle de Gisbert, un lugar que, además, nos enseña que no todas las cicatrices son visibles, que en Cartagena, las heridas, también son internas.
Pero, de entre todas las cicatrices de nuestra ciudad, hay una que supura especialmente.
Saqueada por unos y bombardeada por otros las ruinas de la Catedral de la Diócesis de Cartagena son una llaga abierta en la carne de la ciudad.
Y es que llama la atención que, aquellos que nos enseñaron el mandamiento de «no dirás falso testimonio ni mentirás», fueran los mismos que no dudaron en falsificar documentos para usurpar el título de sede primada a nuestra ciudad en favor de Toledo o trasladar el Obispado a una ciudad cercana. A pesar del tiempo transcurrido, estos de quienes les hablo, ni han hecho examen de conciencia, ni han mostrado el más mínimo dolor por sus acciones, no se adivina que tengan el más mínimo propósito de enmienda y aún estamos esperando que confiesen públicamente sus trapisondas.
Si ustedes no me entienden les aseguro que ellos me entienden perfectamente.
Hoy, 16 de enero, festividad de San Fulgencio, mientras en una ciudad cercana —que nunca conoció a Fulgencio— el clero come boniatos y toma vino de mistela celebrando al patron de la diócesis, en Cartagena, su capital, la cátedra de Fulgencio, la sede de Liciniano, el lugar de donde Leandro o Isidoro tuvieron que huir, sigue en ruinas tras 86 años de abandono debido a los bombardeos de unos y la incuria manifiesta de todos.
Y no, esto no es kintsugi ni honra de las cicatrices, esta es una llaga que supura.
En fin, feliz día de ese cartagenero que se llamó Fulgencio —San Fulgencio para los cristianos— y felicidades a todos los Fulgencios, Penchos y Penchicos de esta diócesis que, afortunadamente, aun son muchos.