De escribanos, secretarios judiciales y letrados de la administración de justicia

Conociendo el origen de las cosas se entiende mejor su estado presente y esto es válido tanto para los seres humanos como para las instituciones jurídicas; sin embargo, hoy, no quiero escribir ni de lo uno ni de lo otro, sino de la oficina judicial y de los letrados de la administración de justicia (LAJ) pues, en su historia reciente, pueden encontrarse las claves de alguno de los debates más insidiosos que aquejan a nuestra administración de justicia.

Sepan todos aquellos que la presente vieren y entendieren que la oficina judicial, desde finales del siglo XIX, se organizaba «casi» de forma mimética a una notaría actual; de hecho, notarios y escribanos (así se llamaban los secretarios judiciales) habían formado parte del mismo cuerpo muchos años.

Pues bien, al igual que el notario, ganada su plaza, contrata ahora a sus oficiales, costea los gastos de infraestructura de la notaría y cobra de los usuarios de sus servicios conforme a un arancel aprobado por el estado; al igual que el notario, digo, la infraestructura de los juzgados españoles se mantenía desde antiguo con lo que el escribano (ahora LAJ) cobraba de los administrados también en forma de arancel. Del mismo arancel cobraban los empleados de la oficina judicial, contratados por el mismo escribano, de forma que, dependiendo de la productividad de estos, la oficina judicial ingresaba más o menos dinero.

Este panorama de juzgados arrendados y mantenidos de forma similar a como hoy se mantienen las notarías quizá te suene extraño, pero te aseguro que no está tan lejano en el tiempo.

Esta división de funciones hizo que los jueces —funcionarios a sueldo del estado— fuesen, en comparación con los oficiales de su juzgado, unos pobretones dignos de pena. Es verdad que eran ellos a quienes correspondía la teórica gloria de impartir justicia pero, fuera de tan honorable detalle —hasta cierto punto teórico— en lo demás eran el elemento más digno de pena del juzgado. La situación era tal que, el 15 de junio de 1924, en la Revista de Derecho Privado escribe Beceña:

«…la situación de los jueces se agrava en términos de injusticia verdaderamente extrema e incomprensible, porque en los litigios intervienen, con función que no implica el trabajo ni la responsabilidad de la del juez, personas cuya retribución no solo es muy superior a la de aquel, y esto es ya una desigualdad injusta, sino notoriamente desproporcionada también con la función que cumplen dentro del litigio. Estos funcionarios son los secretarios judiciales que humildemente renuncian a todas las prerrogativas, honores y preeminencias de la carrera judicial; de paso renuncian también al trabajo y responsabilidad que esta lleva consigo, ya que son los que proporcionan a aquella toda su gloria y se contentan con unos aranceles muy fáciles de manejar, por su claridad, cuya aplicación se efectua con tal moderación y equidad, que da por resultado que Secretarios de Madrid, Barcelona y otras muchas capitales y Juzgados ganen mucho más, no sólo que los jueces a quienes auxilian, sino incluso más que las más altas representaciones de la Magistratura»

Irónico pero implacable Beceña.

La «Ley provisional sobre Organización del Poder Judicial de 23 de junio de 1870», como toda ley «provisional» en España, fue la que dio carta de naturalezs a un sistema que se habría de prolongar más de un siglo.

Aunque, desde entonces, la supresión del arancel fue un objetivo largamente perseguido por los sucesivos gobiernos ningún cambio importante se produciría hasta 1947 en que los cuerpos de oficiales, auxiliares y agentes judiciales, fueron funcionarizados de manera que, todo el personal de la oficina judicial, pasó a cobrar teóricamente del estado.

Sin embargo, aunque se funcionarizó el personal de la oficina judicial y sus sueldos pasaron a depender del estado, NO se suprimió el arancel, de forma que los secretarios lo siguieron liquidando e ingresando y pagando con él no sólo las infraestructuras de la oficina sino también los gastos de los funcionarios en el desempeño de sus funciones. La oficina judicial, pues, era gobernada por el Secretario Judicial y el papel del juez en ella no pasaba de seguir siendo el de un triste secundario. Los juicios, mayoritariamente escritos, se realizaban sin la inmediación del juez y ni siquiera la del secretario pues, mayoritariamente, las actuaciones eran llevadas adelante por los demás funcionarios y requerir la presencia del secretario o el juez era considerado poco menos que como una desagradable extravagancia de la parte.

Entre jueces y secretarios que no estaban, letrados que dejaban en manos del procurador la presentación de los pliegos de posiciones e interrogatorios y procuradores que delegaban tal función en sus oficiales habilitados, un juicio civil era una ceremonia que, a ojos de un abogado de hoy día, parecería una misa negra.

Esta situación, por increíble que parezca, pervivió hasta la aprobación de la ley 1/1985, de 1 de julio, Orgánica del Poder Judicial, ley que proclamó el principio de gratuidad de la justicia. Cinco meses antes el llamado «Decreto del Autobús» (RD 210/85) había restringido las «indemnizaciones» que, con cargo al arancel, cobraban los funcionarios, erigiéndose el estado en único «indemnizador» de los funcionarios y sólo dentro de los económicos márgenes del transporte público.

Como pueden imaginarse lo que hasta ese momento era una arcadia feliz —la oficina judicial— sufrió un cataclismo de proporciones bíblicas. La puntilla a todo este decimonónico sistema la dio la Ley 25/1986 de 24 de diciembre, que suprimió definitivamente las tasas judiciales consideradas entonces y con justicia como intolerables por todos los partidos de la Cámara, siendo el Sr. Ruíz Gallardón (padre de ese ministro de execrable recuerdo) uno de los valedores de esta eliminación.

Quienes tengan años suficientes recordarán sin duda las llamadas «astillas» (Plaza «de la Astilla», se llamaba entonces a esa plaza donde se concentran bastantes juzgados en Madrid), es decir, aquellas exacciones ilegales que bajo la protección de la llamada «Ley de Mahoma» se producían en los juzgados; sin duda, conociendo los antecedentes de funcionamiento de la oficina judicial, esas astillas fueron el menor de los males esperables y la eficaz labor del estado —cuando todavía la justicia parecía importarle algo— finalmente acabó con ellas.

En todo este proceso de transformación de la oficina judicial, la figura del escribano-secretario judicial-letrado de la administración de justicia, como vemos, es capital; con los cambios experimentados con las últimas reformas citadas su papel quedó desdibujado lo cual, de la década de los 90 en adelante, trataría de ser aprovechado por los sucesivos gobiernos en una pugna que aún dura y es una de las claves para entender las estrategias de control de la administración de justicia por parte de determinados partidos.

Pero bueno, en este punto es recto que nos entramos en honduras y, de eso, ya hablaré otro día que tenga más tiempo y ganas.

PD. Si te interesa este tema hay una obra cuya lectura te recomiendo encarecidamente; se trata del libro «Justicia o burocracia» del profesor Marco de Benito Llopis-Llombart, editada por Thompson-Reuters, Cuadernos Civitas, y que es, por otra parte, la base de este post. Si hay errores en él son míos, no del autor del libro.

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