La reciprocidad y la cooperación

Que un ser unicelular, como conté en el post de ayer, pueda ayudar a sus congéneres a metabolizar sacarosa no le hace ni más listo ni más tonto —a fin de cuentas ni siquiera tiene sistema nervioso— solo le hace diferente; pero la naturaleza tiene estas cosas, de vez en cuando, en medio de la uniformidad general, hace aparecer un mutante, una levadura loca, como en este caso.

¿Qué puede ganar una entidad cooperante en medio de una comunidad que no coopera?

Ya se lo anticipo yo: nada.

Entonces ¿cuándo y bajo qué circunstancias puede la cooperación convertirse en una estrategia exitosa?

Esta pregunta atormentó a los científicos durante mucho tiempo, pero fue con la llegada de los ordenadores cuando pudieron empezar a realizarse simulaciones y experimentos que ofrecieron inspiradores resultados. Los más conocidos —al menos para mí— quizá sean los del científico norteamericano Robert Axelrod y que se recogen en su libro «The evolution of cooperation».

Robert Axelrod pidió a la comunidad científica internacional que remitiese programas de ordenador en los que se diseñasen estrategias de cooperación. Con todos los programas se organizaría una competición a fin de determinar cuál de todas las estrategias cooperativas era la más eficaz. Obviamente, en medio de todos aquellos programas, los había que cooperaban siempre y que no cooperaban nunca y —entre ambos extremos— todo tipo de estrategias intermedias.

Parte de los científicos que presentaron programas así como la longitud de los mismos los tienen en la fotografía de abajo.

Para sorpresa de muchos el programa ganador fue el más corto y más sencillo; presentado por el científico ruso afincado en Canadá Anatol Rappoport, el programa fue bautizado como «tit for tat» y su estrategia era sencilla. En su relación con otros programas «tit for tat» cooperaba siempre en la primera ronda y en las siguientes replicaba la conducta de su antagonista.

Así, si «tit for tat» se enfrentaba a un programa que sistemáticamente no cooperaba, «tit for tat» se convertía en un no cooperador tan duro como su antagonista; si, por el contrario, se enfrentaba a un programa que cooperaba siempre «tit for tat» se tornaba tan cooperador como él y, en medio de ambas estrategias, «tit for tat» se reveló como el competidor más exitoso.

Si Confucio lo hubiese podido ver se habría sentido orgulloso, la informática confirmaba su teoría de la reciprocidad.

En años sucesivos se trató de mejorar «tit for tat» implementando estrategias de perdón pues, si su antagonista tenía programado no cooperar en la primera ronda, «tit for tat» ya no daba oportunidad alguna a la posibilidad de cooperar.

En todo caso la reciprocidad se reveló durante estos experimentos como la estrategia más sólida y estable para generar un entorno cooperativo. Y esto fue solo el principio: se estudió cómo la cooperación «invadía» y triunfaba en diversos ecosistemas con variables diversas y, en fin, se alcanzaron iluminadoras conclusiones que, como pueden imaginar, no caben en un post.

Lo que sí me parece importante señalar es que tanto el «do ut des», como la equivalencia de las prestaciones «sinalagmaticidad» ya funcionan a niver de cooperación unicelular, que no son propios ni exclusivos de la especie humana y que antes obedecen a leyes naturales que humanas. Naturalmente, esas estrategias incorporadas a los genes de organismos simples se reproducen, bien que con mayor complejidad, en organismos superiores.

Pero acabemos por hoy con «The Evolution of Cooperation» de Robert Axelrod. Dentro de estas estrategias que hacen de la cooperación una conducta exitosa se señalaron algunas otras que, de alguna forma, podían complementarla, como por ejemplo:

Las etiquetas: los indivíduos se comportan en relación con otros en función de características externas observables de estos (tamaño, atributos) por lo que la mera contemplación de estas condiciona su conducta. A nivel humano puede usted pensar en un policía uniformado, la conducta de usted se verá modificada por una característica externa observable (el uniforme) que actúa a modo de etiqueta. El funeral de la Reina Isabel II de estos días no está dejando una buena colección de etiquetas que observar.

Reputación: los individuos se comportan en relación con otros en función de su conducta esperable. Entre los humanos babrá observado usted esto con frecuencia; los seres humanos suelen alardear de «no perdonar nunca», de «no olvidar jamás una traición», de que «quien se la hace se la paga»… Esto en realidad no es más que una estrategia de construcción de reputación que a mí, en un bar y en medio de un grupo con algo de alcohol en las venas, me resulta divertidísimo observar. Puedo predecir desde aquí que alguien hará un comentatio a este punto si es qje más de cinco personas leen este post.

Territorialidad: los cooperantes no quieren no cooperantes en sus grupos, esto determina espacios de cooperación.

Y muchos otros, especialmente nos detendremos en otro post en un asunto apasionante al estudiar el dilema del prisionero iterado, las estrategias para «alargar la sombra del futuro», unas estrategias que podrían estar en el fondo de la aparición de fenómenos como el religioso.

Pero por hoy dejémoslo y quedémonos con lo que importa: la reciprocidad es la estrategia gracias a la cual la cooperación triunfa. Millones de años antes de que el primer dinosaurio apareciese o Paulo, Gayo, Ulpiano, Papiniano y Modestino vistiesen la toga todo el algoritmo del «do ut des» y lo «sinalagmático» llevaba millones de años funcionando en la naturaleza, a veces en seres tan simples y ajenos a la realidad de su propia existencia como unas levaduras.

Confucio y la cooperación

Cuando le pidieron a Confucio que manifestase el término que mejor caracterizaba una saludable vida en sociedad, dicen que Confucio contestó:

—Reciprocidad.

Lo que quizá no supiese Confucio es que ese término representa la base de la convivencia no sólo humana sino animal y vegetal, macroscópica y microscópica.

La cooperación no es una estrategia que exija un acuerdo previo entre seres conscientes; la cooperación es una estratgia biológica que se impone en entornos que reúnen unas determinadas caracteríaticas. Déjenme que les ponga un ejemplo.

Hace unos años el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Si esta conducta «cooperadora» o «altruista» entre seres unicelulares no le impresiona déjeme que le hable de usted mismo y de su cuerpo: usted es la mejor prueba de que la historia de la vida no es una historia de garras, colmillos y sangre, sino de cooperación y reciprocidad.

Todas y cada una de las células que componen su cuerpo son células de las llamadas «eucariotas», células que, además del ADN de su núcleo contienen otro ADN —por cierto muy utilizado en los juzgados y tribunales— que es el llamado ADN mitocondrial. ¿Cómo es que hay dos ADN distintos en una misma célula aparente? Pues porque esa célula no es más que el producto del trabajo en equipo de dos células que antes vivían separadas: la célula principal y la mitocondria. El proceso por el cual esas dos células se pusieron a trabajar juntas suele llamarse «endosimbiosis seriada», pero, independientemente de los nombres, sepa usted que todo su cuerpo se lo debe usted a la cooperación y a la reciprocidad. Anote usted que saber esto se lo debemos a una mujer, Lynn Margulis, a quien quizá usted no conozca a pesar de su capital importancia aunque, seguramente, sí conoce a su televisivo marido: Carl Sagan.

Es por eso que me habrá oído usted decir tantas veces que el pacto social es un camelo, que lo de Rousseau, Hobbes y Rawls es algo tan acientífico como la entrega en el Sinaí de los diez mandamientos o el episodio del arca de Noé. Para vivir en sociedad no es preciso ningún acuerdo previo, la cooperación es una estrategia que se impone en la naturaleza siempre que en un determinado entorno se den una serie de condiciones. Si quieren puedo ofrecerles aquí las ecuaciones pero no creo que sea necesario, creo que tal como lo he contado se entiende.

Así pues el ser humano no vivió nunca solo, no se reunió un día o una noche a firmar ningún pacto social, no cedió parte de su autonomía al grupo… El ser humano, lo mismo que las bacterias unicelulares de que les hablé al principio, lo mismo que los trillones de células eucariotas que lo componen, es un «zoon politikon» que siempre, desde antes de ser incluso humano ya vivía en sociedad para lo cual, la naturaleza, había fijado en sus genes los principios de esta estrategia de cooperación que también había fijado en los genes de esos seres unicelulares o esa células procariotas de que les he hablado.

Del mismo modo que, a partir de seres primitivos (LUCA —Last Universal Common Ancestor—) evolucionaron el resto de los seres que conocemos, los animales sociales no sólo evolucionaron físicamente, sino que con su cuerpo también evolucionaron complejas estrategias de cooperación que, a poco que mires la naturaleza, puedes distinguir.

En el mundo del derecho nadie estudia esto y prefieren sustituir la verdad científica por la especulación filosófica y así los juristas hemos llegado al siglo XXI sin entender la moral humana y sin conocer los fundamentos biológicos se la justicia. No es de extrañar que hagamos leyes y las hagamos mal.

Sé que a muchos juristas les molestará esto que digo; pero es lo que creo y la primera misión de alguien que ama su trabajo es decir exactamente aquello que cree.

La moral y el amor por uno mismo

Hace un par de días escribí en una red social (Facebook) unos parrafitos a propósito de ciertas prácticas de eso que llaman «coaching» y que decían, más o menos, lo que sigue:

«Veo en youtube a unos «coachers» de autoayuda con un grupo de personas gritando «yo me quiero mucho».

Y yo veo bien eso de autoayudarse y quererse y decírselo a uno mismo, pero…

A mí me criaron en una moral donde pensar en uno mismo antes que en los demás estaba prohibido. Si enumerabas los asistentes a un suceso no podías citarte en primer lugar, tu madre te enseñaba que era norma de educación citarte tú a ti mismo en último lugar. Si alardeabas de algo tu madre volvía a enseñarte que eran los demás quienes tenían que hablar bien de ti, no tú de ti mismo.

El caso es que yo no aprendí a gritar eso de «yo me quiero mucho» porque lo que me enseñaron es que yo a quien debía querer es a los demás.

Ahora no sé si necesito a «coachers» de autoayuda porque quizá, todos esos que no hemos aprendido a querernos a nosotros, no encontraremos a quien nos quiera entre todos esos que se quieren a sí mismos.

En fin, yo creo que en lo que me enseñó mi madre hay más verdad que lo en que enseñan los coachers; o igual es que, al menos, estoy más acostumbrado.»

El parrafito despertó el interés de muchos seguidores que, en general, lo aprobaron; sin embargo no faltaron lo que, con toda delicadeza, hicieron notar su desacuerdo. Algunos señalaron que eso de «quererse a uno mismo» era mucho más profundo de lo que yo sostenía al tiempo que incluso un viejo seguidor, aclarando previamente que él no era cristiano, citó la famosa perícopa del evangelio de Marcos en que Jesús es preguntado acerca de los dos principales mandamientos y el responde, como bueno judío, con el «Shemá Israel» (amarás a Dios sobre todas las cosas) para añadir a continuación lo de «y al prójimo como a ti mismo».

Mi interlocutor señalaba que malamente se podrá querer bien al prójimo «como a uno mismo» si uno mismo no se quiere y que, por tanto, tan importante como querer bien al prójimo era quererse uno. Todo el razonamiento es impecable dentro del relativismo de la llamada «regla de oro» (¿Qué pasaría si nos queremos a latigazos porque somos masoquistas? ¿Querer al prójimo como a nosotros mismos nos autorizaría a flagelarlo?) y fue condensado por Confucio cuando fue preguntado sobre cuál consideraba él la regla primera y resumen de toda la moral.

«Reciprocidad», dicen que respondió Confucio resumiendo en esta palabra la esencia del comportamiento moral humano.

Sin embargo, a poco que leamos los tratados morales o las doctrinas religiosas de las más diversas escuelas veremos que, en sus enseñanzas morales, más que centrarse en el amor a uno mismo donde insisten especialmente es en el amor a los demás y esto se comprende fácilmente a poco que se atienda al carácter esencialmente práctico de las enseñanzas morales de las religiones.

Si nos fijamos, en el pasaje del evangelio de Marcos que citó mi muy ateo amigo, Jesucristo da por supuesto que no ha de enseñar a nadie a quererse a sí mismo, que eso ya ocurre naturalmente sin que nadie lo enseñe y que —si Jesucristo hubiese sabido lo que son los genes— podría haber afirmado que estaba escrito en ellos; y es verdad.

Todos los seres vivos tienen un instinto básico y esencial que les lleva a defender su vida antes que la ajena y a buscar su reproducción antes que la ajena. No es preciso ser Darwin para entender que, si un ser no defiende su vida y su reproducción con preferencia a otros, se extingue y es por eso que el primer instinto de que la naturaleza dota a cualquier entidad viviente es el instinto de conservación.

Esto es así en todos los seres vivos pero hay una clase especial de ellos, los animales que cooperan, que viven en grupos, que a ese instinto de conservación básico han de añadir un complejo equipamiento de instintos que les permita vivir en grupo. Vivir en grupo no es tarea sencilla, cooperar no es tampoco tarea sencilla y, para que sea posible, la naturaleza dota a este tipo de especies de instintos que permitan esta compleja forma de vida; entre ellos y sin ánimo de ser exahustivos podemos citar:

—La empatía
—La gratitud
—La reciprocidad
—La venganza
—El perdón
—El orgullo… Etc.

No tomen esta lista como una clasificación científica, es solo una enumeración descuidada y pueden considerarse la venganza o el orgullo como facetas de la reciprocidad, etc. De momento mi único interés es señalar que la naturaleza nos dota de instintos que nos permiten vivir eficazmente en sociedad.

Es obvio que en las sociedades humanas la complejidad de estos instintos es infinitamente superior a la que se da en una colonia de bacterias pero, si observamos a especies más cercanas a nosotros como chimpancés o bonobos observaremos en ellos instintos que, muy a menudo, nosotros consideramos exclusivamente humanos.

Por no hacer largo el post déjenme que les hable de la venganza y el perdón.

Con la venganza y el perdón ocurre en las religiones algo muy parecido a lo que ocurre con el amor a uno mismo y el amor al prójimo.

Del mismo modo que ninguna religión predica el amor a uno mismo ninguna religión predica la venganza; del mismo modo que todas las religiones predican el amor al prójimo todas las religiones predican el perdón.

¿Por qué?

Porque, simplemente, al igual que le ocurre a Jesucristo en la perícopa de los mandamientos de Marcos, el amor a uno mismo y el deseo de venganza se dan por supuestos. Que los seres humanos se quieren a sí mismos es para ellas obvio y que si tratas de maltratar a un ser humano este procurará defenderse del mal devolviéndote el mismo mal o aún mayor, es también evidente.

A las religiones y sistemas morales, a primera vista les parece innecesario predicar el amor propio y la venganza, si acaso te darán normas para quererte en la forma que ellos estiman correcta y si acaso limitarán tus deseos de venganza como máximo a devolver el mismo mal que se te ha inferido.

Donde las religiones y sistemas morales ponen toda la carne en el asador es en el amor al prójimo y en el perdón.

El perdón es tan natural como el deseo de venganza; cuando después de la ofensa comienza a pasar el tiempo el perdón comienza a hacer su aparición. Si pasa el tiempo suficiente el individuo agraviado pensará que no tiene sentido vengarse, que si ahora va a sacar el ojo que perdió a su agresor esto puede traerle nuevos problemas y el deseo de venganza en el ser humano se va extinguiendo de forma proporcional al transcurso del tiempo. Es verdad que hay seres humanos que dicen no perdonar «nunca» pero eso, en la mayoría de los casos, no es más que una estrategia conocida en el entorno de la teoría de juegos de Axelrod como una estrategia de «etiquetas» o si, tal estrategia es sincera y el individuo es incapaz de personal, podremos concluir que nos hallamos ante una personalidad patológica.

Así pues, lo que hacen las religiones no es fomentar el perdón contraintuitivamente, sino favorecer, catalizar un instinto que acabará apareciendo para que lo haga lo antes posible. Esto es bueno para los dos individuos, para la sociedad y para la vida en común. No hay nada milagroso en perdonar o querer al enemigo, ese mandamiento ya aparece en el 3000 AEC en sumeria y puede encontrarse en casi cualquier religión. El mandamiento «nuevo», pues, no es tan nuevo sino tan viejo como la regla de oro que Jesús cita al responder a la pregunta de cuáles son los principales mandamientos.

Así pues nuestras madres, desde que comienzan a educar a sus hijos, saben de sobra que no necesitan enseñarles a querer quedarse con el juguete o a anteponer su propio interés al de su hermano, esto ya lo hacen ellos espontáneamente y bastante trabajo han tenido las madres de la historia repartiendo a sus hijos estopa educativa para que aprendan a compartir los juguetes con su hermana o a no quitarle el postre a su hermano.

Que los seres humanos, como cualquier otro animal, se quieren —o al menos tratan de ser los primeros en satisfacer sus necesidades básicas— es algo que no es preciso enseñar pero, claro, al margen de esta satisfacción de las necesidades primarias ¿Hay alguna forma mejor que otra de querernos a nosotros mismos?

Epicúreos, estóicos, budistas, musulmanes, hindúes, cristianos, judíos, zoroastristas… Todos tienen sus reglas al respecto (sorprendentemente parecidas en muchos casos) pero de eso creo que me ocuparé en otro post, esta ya viene siendo un ladrillo de bastante grosor.

El arma secreta de la humanidad

El arma secreta de la humanidad

La ropa que se ve en la fotografía tiene 2000 años de antigüedad y perteneció a una mujer que vivió ennla península de Jutlandia (actual Dinamarca) en torno al siglo primero de nuestra era. Su cuerpo fue encontrado en una turbera en buen estado de conservación y sus ropas hoy se exponen en el Museo Nacional de Dinamarca.

Una falda y un manteo de lana junto con una capa hecha de cuadrados de piel cosidos componían su indumentaria el día que murió. Alguna pequeña peineta completaba su equipación.

Los análisis nos muestran que, antes del accidente, la mujer había sufrido una fractura de fémur de la cual había curado y todo esto nos retrotrae a esos lejanos momentos en que el ser humano era todavía un animal indefenso frente a la naturaleza pero en los que, gracias a su mejor arma, podía sobreponerse a ella.

Y esta arma secreta que hizo grande al género humano fue la cooperación. En la naturaleza un animal con el fémur roto muere indefectiblemente, pero un ser humano no, porque sus compañeros le cuidan hasta que el hueso vuelve a soldar. Los vestidos de esta mujer y esta mujer misma nos hablan de una sociedad que coopera, que busca lana y la teje para abrigar a sus miembros, que caza, curte y cose pieles con la calidad necesaria para que duren dos mil años, una sociedad, en fin, que no deja que mueran sus miembros enfermos y los arrastra con ella si es preciso persiguiendo a sus presas pero no los abandona a su suerte.

Muchos líderes nos hablan de competencia y de lucha como claves de éxito pero, en mi sentir, deberían mirar antes las ropas y los huesos de esta mujer de Huldremose porque en ellas está escrita la clave del éxito humano, la herramienta que nos ayudó a abandonar los árboles y nos llevó a poblar el mundo y a soñar con habitar planetas cercanos: la cooperación.

Trato de estudiar las claves de esa estrategia evolutivamente estable llamada cooperación porque, en el fondo, esas son las reglas que, torpemente y sin entenderlas del todo, los juristas tratamos de actuar en la realidad.

Es otra forma de ver nuestro trabajo.

Unos perfectos ignorantes

Unos perfectos ignorantes

La mente humana es, al mismo tiempo, brillante y patética. Hemos descubierto la energía nuclear, hemos curado la viruela y muchas otras enfermedades, hemos mandado naves a otros planetas e incluso fuera del sistema solar, pero, en el fondo, individualmente, somos unos perfectos ignorantes cuya supervivencia depende principalmente de los demás.

Un indio apache sabía procurarse alimento, confeccionarse ropa, construir su vivienda, domesticar caballos y pastorear pequeños animales; además tenía sus rudimentarios conocimientos de medicina, de la climatología, botánica y fauna de su entorno así como de determinados recursos minerales e hidrológicos y, en fin, era mucho más autosuficiente que cualquiera de nosotros.

Nosotros usamos un iPhone y nos sentimos sabios cuando desconocemos absolutamente cómo funciona ese cachivache.

Steven Sloman y Philip Fernbach en «The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone» nos cuentan cómo en un experimento se preguntó a un grupo de personas cuánto sabían de una cremallera. Todos respondieron que las usaban a diario pero casi ninguno mostró el menor conocimiento sobre los procesos que una cremallera llevaba a acabo para abrirse o cerrarse.

El ser humano, individualmente, es de una ignorancia supina y sólo cuando produce ideas en equipo alcanza los rasgos de genialidad que han llevado a nuestra especie a los confines de la galaxia —por arriba— y a conocer las más mágicas reglas de la física cuántica por abajo.

Por eso, ver a esos líderes —que no saben cómo funciona una cremallera— o a esas presidencias que mantienen en secreto todo cuanto hacen para reservarse para sí las parcelas de su miserable poder, me produce repugnancia.

La grandeza de una nación o de un colectivo jamás está en sus ignorantes líderes, sino en el conocimiento brillante y profundo de una sociedad que coopera.

Observa cuánto poder trata de acumular un individuo para sí y eso te dará la exacta medida de su estupidez.

Contra Hobbes

Contra Hobbes

Tiendo a creer que la gente común es mucho mejor de lo que se le supone o, al menos, que nunca ni en nada es peor que esa otra gente que la gobierna. Hay quien cree que soy un iluso por eso pero, al menos para mí, no es esa la cuestión.

Las visiones del ser humano como un ser egoísta o que busca principalmente su interés personal han sido siempre el fundamento teórico de los sistemas autoritarios: son necesarios estados y normas fuertes que controlen las tendencias innatamente egoístas del ser humano. Sin normas y sin estados, afirman, la convivencia y la cooperación serán imposibles y la sociedad se convertirá —profetizan— en la ley del más fuerte.

Nunca me gustaron tal tipo de visiones y siempre me pregunté si, quienes gobernaban o hacían las normas, se creían hechos de un material distinto del que ellos pensaban que estaban hechos los gobernados.

Lo llevo viviendo toda mi vida: el gobernante elegido —en muchas ocasiones un tonto con credenciales— cree que él puede decidir mejor que esa masa inconsciente a la que llama «la gente». Unas veces porque cree que él está más capacitado para decidir (como si los votos aumentasen el cociente intelectual) otras porque piensa que dispone de más información (información que, por supuesto, obtiene de su cargo, no de su capacidad y que no comparte porque esa posesión exclusiva de la información aumenta su poder y su ridícula sensación de “saber más”) y, otras más, porque piensa que él es el encargado de decidir, como si eso excluyese la participación de alguien en el proceso de toma de decisiones.

Gracias a esta forma de pensar una abigarrada cantidad de tontos con certificación ISO 9001 nos gobiernan desde la noche de los tiempos. Y lo peor es que no son tontos cualesquiera: son tontos que piensan ser más listos que los demás; lo cual es la peor especie de tontuna que puede padecerse, pues, a la estulticia propia de la tontera añade la semilla de la maldad.

El poder de las redes distribuidas

El poder de las redes distribuidas

Algunos intelectuales han señalado que el éxito de las democracias frente a los totalitarismos en el siglo XX se debió, principalmente, a la mayor capacidad de procesamiento de las democracias. Aunque se pueden formular reparos a tal afirmación, la misma tiene la virtud de poner el foco sobre un aspecto en el que pocas veces se repara: la naturaleza computacional de las sociedades. Antes de dejar de leer déjenme que les ponga un ejemplo.

Tradicionalmente las sociedades se han articulado como una red radial en cuyo centro se encontraba la unidad central de procesamiento: el Rey, el Caudillo, el Jefe, el Dictador, el Presidente…

Así quiere la ley que se organicen nuestras asociaciones y así se organizan instituciones y corporaciones. Tal forma de organizarse es, en la mayoría e los casos, un grave error, pues la capacidad de proceso de cada una de esas comunidades se ve limitada por la capacidad de proceso de su único líder. Líderes absolutos como reyes, dictadores y tiranos, hacen recaer sobre sí la mayor parte de las capacidades decisorias de las comunidades que gobiernan y, por esto, el desempeño de dichas comunidades suele ser pobre. La «inteligencia» del grupo se ve limitada por la inteligencia y capacidad del líder absoluto para procesar datos y alcanzar soluciones. El desempeño de sistemas políticos totalitarios como el nazismo, el fascismo o el comunismo estalinista resultó ser, al fin y a la postre, bastante más pobre que el de las democracias occidentales, donde un poder más distribuído les otorgaba una mayor capacidad de procesamiento.

Las democracias occidentales, no obstante, no estaban tan lejos, en cuanto a capacidad de proceso, de los sistemas totalitarios, porque, en realidad, la democracia en occidente era más una forma de gobierno que una forma de cooperación. Permítanme ponerles otro ejemplo.

El Consejo General de la Abogacía Española elige a su presidenta democráticamente mediante el voto de los 83 decanos de España, a su vez democráticamente elegidos. Inmediatamente después la presidenta, libérrimamente, nombra hasta 9 vicepresidentes que presiden comisiones en las que la presidenta establece subcomisiones en las que nombra, también libérrimamente, a sus presidentes. Y nombra adjuntos a la presidencia, y propone patronos de fundaciones… En fin, que, cuando vuelven a celebrarse elecciones, hay una red clientelar tan firmemente establecida que cualquier renovación también está programada.

Pues bien, la presidencia, así de democráticamente elegida, no tiene mayor capacidad de proceso que la de su presidenta, lo que quiere decir que las capacidades de 140.000 letrados y letradas, iguales a ella en conocimientos y capacidades, son sistemáticamente desaprovechados. La ineficiencia está servida.

Es por eso por lo que más arriba escribí que la democracia, en occidente, era más una forma de gobierno que una forma de cooperación, porque la participación en la toma de decisiones apenas si se circunscribía a la elección del líder. Es verdad que la economía de mercado ampliaba el círculo de agentes decisores a poderes económicos o de comunicación, pero la realidad es que el círculo seguía siendo verdaderamente reducido y nunca se extendió más allá de una exigua —y a menudo odiosa— oligarquía; no obstante, esa pequeña diferencia, fue suficiente según todos los indicios para inclinar la balanza a favor de las democracias occidentales. En unos casos por la fuerza de las armas, frente a fascismos y nazismo, y en otros por la pura fuerza de los hechos: caída del telón de acero.

Las democracias occidentales han triunfado, a veces agónicamente, frente a los totalitarismos pero no han sido capaces de triunfar frente a sí mismas y, a punto de iniciarse la tercera década del siglo XXI, siguen usando de conatos y trampantojos democráticos como una forma de legitimación del poder y siguen considerando la democracia como una forma de gobierno y no de cooperación; una creencia que es, además, compartida acríticamente por la mayor parte de los ciudadanos.

Las asociaciones, por designio legal, han de ser constituidas siguiendo ese patrón de red centralizada, jerárquica, y siguen perpetuando ineficiencias que las redes descentralizadas o distribuidas que nacieron con internet cada vez ponen más de manifiesto. El trabajo del poder es, en estas primeras décadas del siglo XXI, balcanizar la red para mantener su poder (véanse los ejemplos de Rusia y China), sembrar de fake-news las redes para torpedear la capacidad de proceso de las sociedades y, en general, abrir sus horizontes a nuevos modelos de guerra jamás antes imaginados.

De esas estrategias de guerra hablaremos otro día, ahora lo que quiero transmitirles es que la sociedad está en trance de abandonar el esquema de red jerarquizada que arrastramos desde el nacimiento de los primeros imperios mesopotámicos para sustituirlo por un esquema de red distribuida o descentralizada que nos convierta a todos en ciudadanos y ciudadanas verdaderamente iguales y que saque el máximo provecho de las capacidades de cooperación de los seres humanos.

No se trata de anarquía, como sin duda querrán hacerle creer quienes se aprovechan del actual status quo, se trata de un orden distinto, tan reglado como el anterior, pero más respetuoso con la esencial dignidad humana y, sobre todo, mucho más eficaz que este sistema que arrastramos ya casi 10.000 años.

No se hagan ilusiones, no será fácil, hay demasiada gente y demasiado poderosa tratando de impedirlo.

El lobo ¿compite o coopera con el venado?

El lobo ¿compite o coopera con el venado?

El último lobo del parque nacional de Yellowstone fue cazado en 1925, momento a partir del cual venados y búfalos pudieron pastar a sus anchas, y lo hicieron.

Las poblaciones de alces, cabras, bisontes, venados y otros hervíboros crecieron sin control, secaron las praderas, erosionaron la tierra, acabaron con bosques e incluso con ríos. Muchas especies ya no pudieron vivir en ese ecosistema y desaparecieron de Yellowstone.

En 1995 se reintrodujeron en el parque 32 lobos canadienses en un experimento que no se sabía bien cómo terminaría, pero, para sorpresa de los científicos, la presencia del lobo alejó a los venados de determinadas zonas del parque dando así tiempo a la hierba a crecer en la pradera y a los árboles a crecer en los bosques; la erosión se frenó y volvieron a aparecer arroyos susceptibles de permitir construir sus diques a los castores o pescar a los osos. La presencia del lobo devolvió la vida al parque sin que las poblaciones de hervíboros sufriesen por ello más de lo que la naturaleza desea.

¿Es, entonces, el lobo un «amigo» o un «enemigo» de alces, venados y bisontes?

Conceptos como los de «amigo», «enemigo», «antagonista» o «cooperador» deben de ser revisados posiblemente. ¿El lobo es amigo de hierbas y bosques y enemigo de las cabras?. Si el lobo protege las hierbas de las que se alimenta el venado, cabe preguntarse entonces: el lobo ¿coopera o compite con el venado?.

En Yellowstone todos los recursos de la naturaleza son comunes, no existe ningún texto legal que diga como deben repartirse entre los animales que lo pueblan, pero la naturaleza ha encontrado la forma de distribuir y proteger esos bienes en beneficio de todos.

En el caso de la especie humana, ya sin competidores sobre la faz de la tierra, hemos sido incapaces de encontrar una forma racional de explotar y preservar los bienes comunes. La atmósfera, los mares o el agua de los ríos son testigos de nuestra ignorancia y nuestro fracaso. Muchos economistas han estudiado este fenómeno al que han llamado «La tragedia de los comunes» (les animo a googlear la expresión), entre ellos la premio nobel Ellinor Ostrom que estudió en profundidad y puso como ejemplos de buena gestión los tribunales de las aguas de Murcia y Valencia (ciudades en las que Ellinor es una absoluta desconocida). Pero, a salvo de ejemplos puntuales, el ser humano, a diferencia de la naturaleza y a pesar de contar con leyes y tribunales de justicia, se ha mostrado absolutamente incapaz hasta la fecha de salvar a los bienes comunes de la tragedia. La teoría económica explica perfectamente por qué los bienes comunales no pueden sobrevivir, lo que no ha explicado hasta ahora es cómo pueden conservarse. Ya conocen aquel dicho atribuido infantilmente a los indios Creek: cuando haya desaparecido el último animal y el último árbol os daréis cuenta de que el dinero no se come.

En fin, en la naturaleza, en general, todos los seres vivos compiten y al mismo tiempo todos cooperan, lo decisivo es mantener la homeostasis del sistema, mantener el equilibrio.

Y ahora planteémonos el papel del ser humano, el mayor depredador de la naturaleza: ¿Contribuimos al equilibrio o hemos inventado un equilibrio mejor?. Quizá, como los venados, cuando nos hayamos comido la última hierba de la pradera echemos de menos la cooperación del lobo.

Naturaleza, altruismo y banderas

Naturaleza, altruismo y banderas

Konrad Lorenz nos enseñó que, dentro del modelo biológico de reciprocidad natural, es posible practicar la cooperación en diversos niveles de intensidad y complejidad y señaló específicamente cuatro niveles en la naturaleza a los que llamó «multitud anónima», «sociedad sin amor», «sociedades endogámicas» y «grupo» propiamente dicho. De los cuatro citados niveles me interesa detenerme en los dos últimos.

En el nivel llamado de las «sociedades endogámicas», como las superfamilias que agrupan a varias generaciones de ratas, lobos, insectos sociales, etc., se da un reconocimiento individualizado pero una cohesión de tipo clánico: el individuo es uno más en el clan, que viene delimitado por marcadores colectivos como son las feromonas u otros rasgos diferenciadores del linaje. En estas sociedades endogámicas la cohesión inclusiva se refuerza a través de comportamientos beligerantes hacia los outsiders. Aquí sí se producen comportamientos de cooperación y altruismo, si bien se trata de un altruismo hacia un marcador, sea quien sea el individuo que lo porta.

El concepto de «altruismo hacia un marcador» es demasiado evocador de determinadas conductas humanas como para pasarlo por alto. ¿Son las patrias, razas, religiones o banderas marcadores a los que rendimos respeto y dan lugar a un tipo de cooperación tan primitiva como eficaz?

Instrumentos válidos para llevarnos al conflicto e incluso a la guerra como si fuésemos insectos (la abeja era el arquetipo de soldado para los antiguos egipcios) ratas o lobos (iconos muy usados en ejércitos del siglo XX) este «altruismo hacia un marcador» es un concepto inquietante que nos perturba en la medida que pudiera revelar ancestrales instintos humanos.

Porque, lo que Lorenz llama «grupo» propiamente dicho, está caracterizado por ser un agregado de vínculos individualizados (no colectivizados, como en el caso anterior de las superfamilias), propio de algunas especies de aves y de primates cognitivamente avanzados, como los humanos: La formación de un grupo verdadero presupone que los individuos son capaces de reaccionar selectivamente a la individualidad de sus vecinos o compañeros (…) es condición sine qua non para la formación de un grupo la identificación personal del compañero (…) identificación que se realiza, claro está, individualmente. (Lorenz 1978[1963]).

Enfrentado a estos dos niveles de cooperación pienso en los sucesos recientes de rescates de inmigrantes en el mar. El «altruismo a los marcadores» (cultura, religión, patria, raza, creencias) nos hace rechazar su entrada en Europa y, sin embargo, creo que ninguno de quienes se adhieren al «altruismo a los marcadores» sería capaz de dejar en el mar o impedir la entrada a una persona si operase en el nivel de «grupo propiamente dicho» y viese a la otra persona individualizada e identificada como ser humano como ellos.

La moral y las reglas de cooperación humanas no son reflexivas sino que tienen naturaleza evolutiva: nuestras estrategias se desarrollaron en el marco de un entorno natural y son adecuadas y útiles para él. Por ejemplo: un ser humano no soportará el dolor en sus cercanías y llegará a poner su vida en juego para salvar a una anciana en peligro de ahogarse aunque le queden pocos días de vida. Sin embargo, cuando el dolor queda más lejos, el ser humano no siente esa perturbación y puede soportar perfectamente que miles de niños mueran de hambre a condición de que estén lejos. Incluso no sentirá mayor estrés al rechazar una petición económica de UNICEF o Cruz Roja. Para provocar sus instintos y su empatía estas organizaciones traerán el drama cerca de él y le motivarán exhibiéndole fotografías o documentales.

Las acciones humanas dependen de motivaciones no siempre racionales y a menudo contradictorias y pienso si los juristas no haríamos bien en estudiar científicamente todas estas reglas que determinan la forma en la que el ser humano interactúa con sus semejantes y coopera o se enfrenta con ellos.

Quizá esté pendiente de escribir un tratado sobre moral o derecho evolutivos.

Vive y deja vivir: cuando la cooperación entre enemigos emerge

Vive y deja vivir: cuando la cooperación entre enemigos emerge

La cooperación es una estrategia que se impone de forma natural cuando se dan determinadas condiciones independientemente de si los agentes llamados a cooperar son seres racionales o irracionales o de si son amigos o enemigos.

En algún otro post he tratado la cooperación entre seres irracionales —(bacterias)— hoy, mirando viejas fotos de la Primera Guerra Mundial, me ha venido a la cabeza el hablarles de la cooperación entre enemigos.

Quizá hayan visto alguna película de la Primera Guerra Mundial donde se presenta a enemigos irreconciliables —alemanes e ingleses por ejemplo— saliendo de las trincheras y jugando un partido de fútbol en la tierra de nadie durante una efímera tregua; quizá sea bueno que sepan que tales treguas no fueron tan efímeras como las películas pretenden y que la estrategia de «vive y deja vivir» fue un comportamiento tan extendido durante la Gran Guerra que preocupó seriamente a los mandos de los ejércitos en conflicto por si daba lugar a deserciones masivas o negativas generalizadas a combatir. La
correspondencia de los soldados británicos, estudiada en profundidad, revela que, de un modo u otro, la mayoría de sus batallones se vieron envueltos en este tipo de estrategias de «vive y deja vivir». La correspondencia de sus adversarios, aunque menos analizada en este punto, confirma el dato.

¿Por qué este tipo de estrategias se produjeron con frecuencia durante la Primera Guerra Mundial y no en otros conflictos? Bueno, la respuesta rápida es que la guerra de trincheras daba lugar a que el enemigo que estaba al otro lado de la tierra de nadie no cambiase con
frecuencia (esto exige considerar al «batallón» como una unidad con
características especiales) y los contendientes se encontrasen en un
escenario óptimo para llevar adelante un juego del tipo del dilema del prisionero
iterado
.

La cooperación emergía inicialmente de forma espontánea por pequeños actos coincidentes (los soldados observaron que, a la puesta del sol, se producían espontáneos periodos de calma cuando se servía la cena en las trincheras) o por días señalados (la cena de Navidad, por ejemplo, solía dar lugar a espontáneas suspensiones de hostilidades), estas situaciones se extendían y generalizaban posteriormente.

Para los soldados las ventajas de combatir eran mucho menos obvias que las de no disparar, sin embargo cualquier acuerdo verbal con el enemigo podía conducirles ante el pelotón de fusilamiento, de forma que aparecieron espontáneamente comportamientos que, salvando ante los mandos la apariencia de combate, mantenían frente al enemigo un tácito
pacto de no agresión. Los testimonios de comportamientos de esta especie están perfectamente documentados: desde la artillería inglesa que disparaba siempre a los mismos lugares y a las mismas horas, a los tiradores alemanes que demostraban su puntería sobre determinadas marcas pero nunca disparaban al hombre. El reemplazo de los batallones cada ocho días no cambiaba el statu quo, bastaba con un rápido cambio de impresiones entre los soldados que se marchaban y los que llegaban para mantener la entente

—¿Qué tal son aquí los boches?

—Buena gente

Este tipo de comportamientos se extendió tanto que supuso un inmenso dolor de cabeza para los altos mandos, especialmente el aliado, pues en su criterio aquella era una guerra de desgaste: ellos podían reponer las bajas, los alemanes no y por ello un empate a muertos era una victoria, un punto de vista que, claro es, no compartían los soldados.

La estrategia de «vive y deja vivir» finalizó cuando los aliados impusieron la política de «raids». Cada cierto tiempo y de forma
aleatoria una sección del batallón debía tratar de infiltrarse en las trincheras enemigas y hacer prisioneros… o morir en el intento. Con tal estrategia la reciprocidad, base de la cooperación, era imposible y los soldados no podían simular ataques: o traían prisioneros o sus cadáveres acreditarían que el ataque no era fingido. Hubo fusilamientos a millares y —finalmente— los altos mandos salieron triunfantes y obligaron a los soldados a matarse, aún hoy día, no se sabe muy bien por qué.