Hubo un tiempo ya lejano en que dediqué unos pocos años de mi vida a la política. Cuando la dejé solo tenía de ella buenos recuerdos y no volví a ella porque no quería estropear el recuerdo de aquella buena experiencia. La prensa, la tele y la radio me trataron con cariño y aún hoy día, cuando recuerdo lo joven e ingénuo que yo era, me admira no haberme encontrado con ninguno de esos furibundos ataques maniqueos que hoy tanto se estilan. Eran otros tiempos, la política en España se hacía de otra forma.
Y el caso es que yo era un pipiolo.
Yo jamás había dado un mitin y recuerdo que, cuando me dirigía a alguno y para cargarme emocionalmente, mi fuente de inspiración era una casette de Carlos Cano que yo llevaba en el coche.
En aquella cinta se hablaba de emigración:
«Hasta un pueblo de Alemania
ha llegado el Salustiano,
con más de cuarenta años
y de profesión el campo».
También se hablaba, claro, de esa migración cíclica que era la marcha a la vendimia:
«Los jornaleros se van
a la vendimia francesa
sola queda una mujer
con el pecho lleno pena…»
Y, cómo no, de los pescadores que, por entonces, eran perseguidos y apresados en aguas pretendidamente marroquís.
«Ya se van los marineros
cantando por altamar
y ni la Virgen del Carmen
sabe cuándo volverán…»
Pero con la canción que siempre terminaba antes de bajar del coche era con «La Morralla», una cancioncilla en compás de Tango de Cádiz (tango de carnaval) que a mí me parecía un himno y que me recordaba exactamente lo que yo era: morrallita.
«Pues la misma morralla
esa que nunca ni pa Dios calla,
la del punto y la raya
que hasta los pelos está cuando estalla;
la que da la batalla
y no recibe ni una medalla,
la que hace que el pobre
pise alacrán y salte la valla.
La que el pan elabora
saca el aceite y nunca me falla.
De esa misma morralla,
morrallita soy yo».
Cuando me bajaba del coche y con esa canción aún en los oídos yo me sentía capaz de hablar en cualquier plaza. Y lo hacía, de Algezares a El Palmar y del Cabezo a Corvera, pues Murcia era por entonces mi entorno.
Ahora sé que yo era un pipiolo pero todas aquellas experiencias me fueron forjando, lo que nunca se me olvidó —supongo que aquella canción me marcó— es que yo era morralla y que mis acciones, entonces y después en el mundo de la abogacía, tenían siempre unos destinatarios concretos.
Este tipo de pensamiento mío es criticable pero no seré yo quien lo haga, aunque solo sea por seguir la advertencia de aquella escritora que nos enseñó a no hablar demasiado mal de nosotros mismos, no fuera que todos terminaran por creerlo. Son los peligros de la autocrítica.
Y me dirá usted: ¿Y a mí qué me importa su pasado y sus rancios gustos musicales? ¿por qué me cuenta usted esto?
Y yo le responderé que por nada, que ha sido sólo porque esta tarde en una de esas aplicaciones de música que llevo en el teléfono me han salido como en cadena desde «Las murgas de Emilio el Moro» a «La Morralla» y un recuerdo cálido de hace 40 años ha vuelto a mí mente.