Me ocurrió anteayer y, tal y como el lector avisado puede ver en la imagen siguiente, estaba a punto de producirse un hecho terrible.

Llegada la hora de la colación meridiana (fíjense qué finústicamente les he dicho que era la hora de la comida) me bajé a una bodega cercana y el camarero, conociendo mis gustos, junto con las imprescindibles patatas al ajo cabañil me convidó a probar el plato de sangre que están ustedes viendo.

Tal no hiciera.

Yo sé que a alguno de ustedes, incluso sin ser vegano o vegetariano, la costumbre de comer sangre les parecerá un hábito bárbaro pero no fue eso lo que me detuvo antes de meter mano al plato sino el recuerdo de que nada parecía molestar más a Yahweh, el dios del Antiguo Testamento, que esa inclinación de los humanos a comer sangre y fue por ello que lo prohibió inequívocamente y con anuncio de terribles castigos.

Les transcribo lo que ordena Yahweh dios en el Levítico (uno de los libros que se leen en misa como «palabrq de dios») capítulo 17, versículos del 10 al 14.

«10 Si cualquier varón de la casa de Israel, o de los extranjeros que moran entre ellos, comiere alguna sangre, yo pondré mi rostro contra la persona que comiere sangre, y la cortaré de entre su pueblo. 11 Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona. 12 Por tanto, he dicho a los hijos de Israel: Ninguna persona de vosotros comerá sangre, ni el extranjero que mora entre vosotros comerá sangre. 13 Y cualquier varón de los hijos de Israel, o de los extranjeros que moran entre ellos, que cazare animal o ave que sea de comer, derramará su sangre y la cubrirá con tierra.

14 Porque la vida de toda carne es su sangre; por tanto, he dicho a los hijos de Israel: No comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne es su sangre; cualquiera que la comiere será cortado.»

La cosa, pues está clara: de sangre nada y es de esta prohibición de la que surge la controvertida práctica de los Testigos de Jehová de no aceptar transfusiones de sangre que reputan un acto similar a comerla.

Pero entonces, si la cosa está tan clara ¿por qué los católicos romanos y ortodoxos junto con otros grupos cristianos sí comen sangre?

La explicación, larga para escribirla a la hora de la siesta y atenazado por los sopores de la torrija postprandial no fui capaz de escribirla pero, advertí, de que si  a alguien le interesaba la expmicación se lo contaría al día siguiente y como fueron varios los que demandaron la explicsción pues…

(Dos días después)

Anteayer les dejé con la intriga de por qué siendo clara y explícita la prohibición de comer sangre que se contiene tanto en el Levítico como en el Deuteronomio los católicos y otras confesiones cristianas —a diferencia de los Testigos de Jehová— sí comen sangre y no la consideran un alimento prohibido.

Para explicarles el porqué de esta diferencia no me queda más remedio que sumergirme en episodios tan escabrosos como bíblicos contenidos en el Génesis y espero que ustedes me sabrán disculpar pues, necesariamente, creo que hoy vamos a tener que hablar de —con perdón— prepucios.

Y si espero que me sepan disculpar es porque no encuentro mejor manera para explicarles el porqué de determinadas prohibiciones y costumbres judías que el empezar por el principio y para ello nada mejor que remontarme hasta su primer patriarca, Abraham.

Supongo que, como conocen ustedes, Yahweh Dios alcanzó un pacto con el patriarca Abraham en virtud del cual el propio Yahweh le haría, entre otras cosas, padre de una descendencia numerosa «como las arenas de la playa y como las estrellas del cielo».

Lo malo es que, para cuando Yahweh alcanzó el pacto con Abraham, este ya había cumplido los 99 años y su mujer andaba también cerca de los 100 con lo cual, la posibilidad de tener descendencia se le aparecía al bueno de Abraham como muy dificultosa.

Sin embargo, Yahweh insistió y, finalmente, alcanzó un pacto con Abraham que, para no relatárselo yo, mejor se lo copio del libro del Génesis capítulo 17. Como verán este pacto no tiene desperdicio… O sí, pero mejor no entremos en honduras y copiemos el texto de Génesis capítulo 17 versículos 9-14.

«Dios también dijo a Abraham:

—Cumple con mi pacto, tú y toda tu descendencia, por todas las generaciones. 10 Y este es el pacto que establezco contigo y con tu descendencia, el cual todos deberán cumplir: Todos los varones entre ustedes deberán ser circuncidados. 11 Circuncidarán la carne de su prepucio; esa será la señal del pacto entre nosotros. 12 Todos los varones de cada generación deberán ser circuncidados a los ocho días de nacidos, tanto los niños nacidos en casa como los que hayan sido comprados por dinero a un extranjero y que, por lo tanto, no sean de la estirpe de ustedes. 13 Todos sin excepción, tanto el nacido en casa como el que haya sido comprado por dinero, deberán ser circuncidados. De esta manera mi pacto quedará como una marca indeleble en la carne de ustedes, como un pacto eterno. 14 Pero el varón incircunciso, al que no se le haya cortado la carne del prepucio, será eliminado de su pueblo por quebrantar mi pacto.»

Ni que decir tiene que Abraham cumplió el pacto y a sus 99 años, sin hospital, ni bisturí, ni desinfectante ni nada de nada fue circuncidado. No sé a ustedes lo que les parece el asunto, a mí me horripila, imaginar a un pobre viejo tajando su carne y sangrando a campo abierto a los 99 años me da escalofríos.

A esta obligación de circuncidarse se fueron añadiendo posteriormente otras muchas obligaciones como la prohibición de comer cerdo o la prohibición de mezclar carne con leche, lo que hace que, aún hoy día, para un judío practicante pedirse un cheeseburger constituya un pecado nefando.

Es pertinente señalar que, para cuando Jesús de Nazaret predicó su doctrina, toda una serie de normas relacionadas con la circuncisión, la comida y otros aspectos de la vida, gobernaban las conductas de los judíos practicantes y ahí surgió el problema.

El problema nos llegó con Pablo de Tarso, un judío que había estudiado con el rabino Gamaliel y conocía bien las escrituras. Para Pablo había una promesa en el Antiguo Testamento que Yahweh había hecho a Abraham y que era necesario que se cumpliese con carácter previo a la anunciada venida del reino de los cielos y esta promesa no era otra que aquella de que «lo haría padre de muchas naciones», cosa que no parecía haberse cumplido en tiempos de Jesús pues Abraham, patriarca, parecía serlo solo del pueblo judío.

El problema era que, para hacer a Abraham padre de muchas naciones, sería preciso que gente de otras naciones se convirtiese al cristianismo que era, para la época en que Pablo predicaba, no más que una secta del judaísmo.

¿Y cuál era el problema para quienes querían convertirse al judaísmo? Pues era exactamente el mismo que para Abraham, puesto que, conforme al precepto que les he transcrito, cualquier varón que quisiera convertirse al judaísmo tendría que circuncidarse, y no todo el mundo tenía para la época de Pablo el mismo valor que demostró Abraham al circuncidarse con 99 años.

Para la época de Pablo circuncidarse a los 30 a los 40 o a los 50 suponía un riesgo evidente para la vida del que lo hiciera y por tanto dificultaba sobremanera el que nuevas naciones pudiesen incorporarse a la religión judía y creo que esto es sencillo de comprender.

Es bueno señalar que el propio Jesús de Nazaret nunca fue cristiano pues la religión cristiana (hasta en el nombre), es posterior a su muerte. Jesús de Nazaret solo trató de ser un buen judío pero, en la tarea de Pablo de Tarso de convertir a quienes no lo eran, este problema de la circuncisión, de la comida, de las costumbres y prohibiciones que afectaban al pueblo judío, era un problema verdaderamente serio porque dificultaba sobremanera su labor predicadora, así que Pablo tiró por la calle de en medio y comenzó a dejar de lado todas aquellas normas judías sobre circuncisiones y comidas.

Esto, naturalmente, provocó un cabreo monumental entre los cristianos de Jerusalén que, a diferencia de Pablo que no conoció a Jesús, en muchos casos sí le habían conocido, eran familia suya (Santiago) o incluso habían sido elegidos apóstoles por el propio Jesús, como en el caso de Pedro.

La bronca entre Pablo y Pedro, por ejemplo, fue monumental y se conoce como «el incidente de Antioquía».

En síntesis la pelotera se formó porque Pedro, residente a la sazón junto con Pablo en Antioquía, mientras estuvieron solos y sin compañía de ningún judío de Jerusalén, no tenía problemas en comer con los gentiles pero, tal y como cuenta Pablo en su epístola a los Gálatas:

«Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar. Pues antes que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión. Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal manera que aun Bernabé fue también arrastrado por la hipocresía de ellos».

Seamos claros, para cuando nació Jesús Judea, Galilea y todo Canaán eran territorios fuertemente helenizados, una cultura para la cual las prácticas judías eran consideradas, sobre todo la circuncisión, repulsivas. Como pueden imaginar la expansión del cristianismo en un mundo helenizado, de no renunciar a este tipo de prácticas, era virtualmente imposible.

Fue por eso que Pablo, empeñado en propagar el cristianismo (¿o quizá mejor el judaísmo?) entre las gentes no judías, acabó dirigiéndose a Jerusalén tras reunir una sustanciosa donación para discutir el tema con los cristianos patanegra que allí estaban y a cuyo frente figuraba Santiago (Jacobo) «el hermano de Jesús».

Les ahorro el follón que se montó, el resultado de las disputas concluyó con la decisión de Santiago (Jacobo) de no exigir la circuncisión de los gentiles convertidos.

Este mismo debate, probablemente de manera independiente, apareció por la misma época entre los rabinos según consta en el Talmud. Esto dio lugar a la «doctrina de las Siete Leyes de Noé» (previas a Moisés, a Abraham y al resto de regulaciones), para ser seguidas por los gentiles y fue así como se llegó a la determinación de que «los gentiles no pueden ser enseñados en la Torá». En el siglo XVIII el rabino Jacob Emden era de la opinión que el objetivo original de Jesús, y especialmente Pablo, solamente fue convertir a los gentiles a las Siete Leyes de Noé, mientras que permitían a los judíos seguir la completa Ley Mosaica.

Pablo, pues, con su posición de que los gentiles no necesitaban ser circuncidados ni observar las leyes dietéticas, nos abrió la puerta al consumo de sangre encebollada y todo tipo de morcillas, acción esta que, por desconocimiento e ignorancia supina de la caterva de herejes que forman nuestra sociedad, no somos capaces de agradecerle como se merece.

El tema da para mucho más pero creo que, con esto que les he contado, ya pueden ustedes gobernarse con toda tranquilidad unas buenas ristras de morcillas de esta tierra o, si quieren probar algo más exótico, algunas de esas descomunales («magnum») que produce la casa Ríos en las Merindades de Burgos.

Y supongo que, tras todo esto, entenderán que esta mañana haya buscado un lugar donde, además de la sempiterna media tostada de aceite, me sirviesen una morcilla para desayunar.

Todo sea por honrar a Pablo y sus trajines.

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