Españoles que nacen donde les da la gana

Españoles que nacen donde les da la gana

Afirma la gente de Cádiz que los gaditanos nacen donde les da la gana y otro tanto he oído afirmar también a los de Bilbao, pero, si de mí dependiese, creo que este nacer donde a cada uno le da la gana debiera ser la norma general para todo el estado español. Este asunto de dónde nacen los españoles está cobrando actualidad a propósito de las preguntas y respuestas que la prensa hace sobre su «españolidad» a figuras deportivas como el boxeador Emmanuel Reyes o los futbolistas Williams y Yamal.

Si repasa usted la historia de España constatará que muchos de sus personajes más conspicuos no han nacido dentro de los límites de nuestra estrecha piel de toro y no se contarían, para un numeroso grupo de «españoles de cuna», entre los españoles «de verdad».

Colón por ejemplo quizá sea el personaje que mayores servicios prestó a la corona hispana y, sin embargo, no sabemos dónde nació. Y no, no se se fíe usted de la tesis genovesa ni de ninguna otra tesis, Don Cristóbal Colón ocultó muy bien su origen a pesar de que jamás usó en su correspondencia (incluso con su hermano y su hijo) otra lengua que el castellano.

Tampoco el hombre que inició la primera vuelta al mundo había nacido dentro de los límites de lo que hoy conocemos como España sino que, bien al contrario, Don Fernando de Magallanes había nacido en el vecino Portugal.

Y, si a soldados y guerreros atendemos, podemos pasearnos por el Museo del Prado y veremos que el quizá más famoso de los generales de los tercios, Don Ambrosio de Spínola, tampoco había nacido en la península ibérica. Y, si nos retraemos a la Región de Murcia, por hablar de algo más cercano, veremos también que el principal escultor de ella, Francisco Salzillo, era hijo de otro Salzillo pero este napolitano, como Lamine Yamal pero all’italiana.

Ambrosio de Spinola Doria (Génova 1569, Castelnuovo 1630). Cristóbal Colón (¿? Circa 1451, Valladolid 1506). Fernando de Magallanes (Sabrosa 1480, Mactán 1521).
Américo Vespucio (Florencia 1454, Sevilla 1512). Carlos de Habsburgo (Gante 1500, Yuste 1558). Alejandro Farnesio (Roma 1545, Arrás 1592). Antonio Malet, Marqués de Coupigny (Arrás, Artois ¿?, Madrid 1825)
Arturo O’Neill y O’Kelly (Irlanda 1749-Madrid 1814) Teodoro Reding von Biberegg (Schwyz 1755-Tarragona 1809) Nicolás Salzillo, (Santa Maria Capua Vetere 1672, Murcia 1727) Cristóbal de Roda Antonelli. (Gatteo 1560, Cartagena de Indias 1631). Juan Bautista Antonelli (Gatteo 1527, Toledo 1588). Bautista Antonelli. (Gatteo 1547, Madrid 1616). Mateo Vodopich. (Dubrovnik 1716, Cartagena 1787).  Doménikos Theotokópoulos (Candia 1541, Toledo 1614)… etc., etc., etc.

Podría alargar esta lista hasta el infinito pero me basta con estos ejemplos para ilustrar el hecho de que nacer en España es una cosa y ser español y prestar servicios a España puede ser otra muy distinta.

Que tu madre sea o no española y que te dé a luz en Cádiz o en Bilbao es una pura cuestión de suerte y es por esto que no alcanza uno a entender que esta sea razón suficiente para otorgar más derechos a un ser humano que a otro.

Si bien se piensa, este hecho de que sea el puro nacimiento en un determinado lugar o de unos determinados padres el que otorgue derechos que a otros seres humanos les son negados (ius sanguinis, derecho de sangre), no es nada distinto de lo que sucedía en aquel viejo sistema social del Antiguo Régimen que prescribía que, quien fuese hijo de un noble, heredase el título nobiliario y los privilegios a él anexos. Para muchos todavía, sin embargo, el hecho de haber nacido (obviamente de casualidad) de padres españoles les hace sentirse tan superiores a otros seres humanos como superior se sentía un conde o un duque hace dos siglos ante sus semejantes. Creo que quienes así se sienten están en un profundo error lógico y moral, tanto mayor cuanto más extremado: si gozan de esos derechos por puro azar la humildad debiera ser su primera norma de conducta para con aquellos que no tuvieron su misma suerte.

Los ciudadanos romanos, refractarios a todos estos asuntos de naciones y nacionalidades, lo solventaron afirmando aquello de que «Ubi bene ibi patria» o, como escribió Cicerón «Patria est ubicumque est bene», lo que no traduciré porque creo que se entiende.

A veces me pregunto qué pasaría si la condición de español o española no viniese regalada y hubiese que ganársela o si se pudiese perder con todos los derechos que lleva aparejada por un mal uso ¿Cuántos de los muchos «patriotas» que ahora se ven lo serían en ese caso? ¿Cuántos de esos «antiespañoles» que ahora disfrutan de los derechos que otorga la nacionalidad por el mero hecho de nacer se abrazarían a la bandera?

Nada hay más fatuo ni pueril que enorgullecerse de algo que no nos hemos ganado, que nos ha venido regalado por casualidad. Dejo que ustedes me digan qué creen que pasaría si los españoles y españolas pudiesen nacer en verdad donde a cada uno le diese la gana.

Extranjero

Extranjero

Si me lo hubieran dicho cuando yo tenía sólo diez años no lo hubiera podido creer.

A esa edad yo ya había tenido dos primos emigrados, uno trabajando en Bélgica y otro en Alemania. También había tenido un tío que había estado en Francia y en casa oía hablar de familiares que habían marchado a la Argentina y de los que hacía años no sabíamos nada.

Todos sabíamos que, en la generación de nuestros padres, muchos no emigraron por trabajo sino por salvar la vida y acabaron de las más distintas formas que pueda imaginarse; algunos en sudamérica, muchos en México, acogidos por un gobierno comprensivo y otros peleando una nueva guerra como soldados bajo banderas francesas, no tanto por defender a esa República como por escapar de los nuevos amos de Francia, unos hombres que pensaban que su sangre era mejor que la de los demás.

Sí, si me hubieran contado lo que pasa ahora cuando yo tenía diez años no les hubiera creído.

Cuando estalló la crisis del petróleo a principios de los 70 las radios y las televisiones españolas tronaron: los alemanes pretendían expulsar a los inmigrantes turcos y españoles. Aquello, en las voces de los locutores de entonces sonaba a agravio, ¿cómo podían los alemanes siquiera plantearse expulsar a españoles?

Y claro yo pensaba en mis primos, o en mi tío, o en los muchos españoles que andaban por el mundo buscando un nuevo cielo bajo el que vivir en paz y no entendía aquello. En España recibíamos con alborozo a los turistas alemanes ¿cómo podrían ellos hacernos eso?

Tardé tiempo en entender que en la vida real sólo hay dos naciones, la de los que tienen y la de los que no tienen, y que a España llegaban los turistas a gastar dinero y que, quien tiene dinero, nunca es extranjero en ningún lugar.

Yo entonces no podía imaginar que nadie pudiese discriminar a los seres humanos sólo por el idioma en que su madres les contaron los cuentos, ni pensé nunca tampoco que hubiese una hambre española o una hambre argentina. El hambre es siempre la misma, me habían enseñado, sólo va cambiando de sitio: entonces nosotros emigrábamos a Argentina y hoy los argentinos emigran a España.

Pero claro, estas cosas las pensaba yo con diez años, ahora me dedico a leer historias de sumeria. Historias de ese tiempo en que el ser humano dejó de ser cazador-recolector y se hizo agricultor y empezó a adueñarse de una tierra por la que antes todos habían podido pasar. Un tiempo en el que los hombres trazaron rayas en el suelo que no se podían traspasar, un tiempo en que los agricultores se unieron en estados que también trazaron rayas en el suelo e inventaron conceptos hasta entonces inexistentes: estado, imperio, frontera, inmigrante, extranjero, peregrino, ciudadano…

Y no, no me malinterpreten: sé que hay unas leyes y que estas leyes se dictaron por algo y hay que cumplirlas. Sé que no es posible —al menos por ahora— un mundo sin fronteras y sin una ordenación del fenómeno de las migraciones. Pero como hijo de una generación emigrante me sorprende ver a muchos hijos de ese pueblo de emigrantes reclamando que no se dé a otros lo esos otros sí dieron a sus padres.

Todos los pueblos, en un momento u otro, se han creído el pueblo elegido, desde unos alemanes locos que un día sostuvieron que su sangre era mejor que la de los demás a unos estadounidenses que creyeron que los dioses habían fijado para ellos un destino manifiesto que no era otra cosa sino la creencia de que los Estados Unidos de América era una nación elegida y destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico.

¿Y por qué les cuento esto?

Pues no lo sé muy bien, quizá porque hoy, navegando por la red, me he encontrado con esta tablilla sumeria en que se plantea a los escolares el problema de dividir con una recta un trapecio de lados irregulares a fin de que resulten dos fincas iguales.

Y porque mientras pensaba en cuán novedoso debió resultar a los hombres del neolítico que otros hombres, agricultores, se apropiasen de la tierra y trazasen lineas en ellas, no he podido evitar pensar que, entre las muchas cosas que inventaron los sumerios, también están algunas tan desagradables como la palabra «extranjero».