Los tópicos y el creciente fértil

Los tópicos y el creciente fértil

«Ubi sunt» y «carpe diem» son dos tópicos literarios que instintivamente, probablemente por su nombre latino, asociamos inmediatamente a autores latinos. El primero (ubi sunt) procede de la expresión latina «Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?» («¿Dónde están quienes vivieron antes que nosotros?») y ha sido utilizadísimo en todas las literaturas del mundo aunque, probablemente, si eres un lector hispanohablante tu ejemplo más cercano sea ese fragmento de las «Coplas a la muerte de su padre», escrito por Jorge Manrique, y que dice:

¿Que se fizo el rey don Juan?
los infantes de Aragón
¿que se fizieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿que fue de tanta invencion
como truxieron?

Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras,
y çimeras,
¿fueron syno devaneos?
¿que fueron sino verduras
de las eras?

Este tópico literario del ubi sunt suele aparecer vinculado al del «tempus fugit» (traducido como «el tiempo huye», «el tiempo se fuga», «el tiempo vuela», o «tiempo fugaz») y este, por pura lógica, unido al del «carpe diem», una locución latina concebida por el poeta romano Horacio(65-8 a. C.) en su libro  «Odas» (I, 11), cuya traducción literal es «aprovecha el día» o «cosecha el día», en el sentido de aprovechar el tiempo y no malgastarlo.

Pues bien, estos tópicos que vinculamos sistemáticamente con autores latinos («carpe diem» con Horacio, «tempus fugit» con Virgilio) son tan humanos que resultaría inexplicable que no fuesen ya populares en civilizaciones anteriores a la romana y la griega. Ocurre, sin embargo, que, como hasta hace apenas poco más de cien años no sabíamos leer ni la escritura egipcia ni la sumeria-acadia-babilónica, hemos asimilado dichos tópicos a la cultura grecolatina.

Es por eso que hoy, releyendo el poema egipcio titulado «El canto del arpista», he vuelto a pensar en todo eso que hemos perdido por no disponer a tiempo de los conocimientos precisos para conocerla. Les copio una traducción de la «Canción del arpista»:

«Una generación pasa y otra perdura
Desde el tiempo de los antepasados.
Los dioses que se han manifestado en otros tiempos
Descansan en sus pirámides.
Los nobles espíritus, igualmente,
Están sepultados en sus tumbas.
Los que han construido edificios
Cuyos emplazamientos ya no existen,
¿Qué ha sido de ellos?
[…]
¿Dónde están sus tumbas?
Sus muros han caído,
Ya no existen sus tumbas.
Es como si nunca hubieran existido.
No hay difuntos que vuelvan del más allá
Y que cuenten su estado
Y que cuenten sus cuitas
Y que aplaquen nuestro corazón
Hasta que nosotros lleguemos
Al lugar donde ellos han ido.
[…]
¡Alegra, pues, tu corazón!
[…]
Pon mirra sobre tu cabeza,
Vístete de finos ropajes
Perfúmate con perfúmenes exóticos, propios de un dios.
Multiplica tus placeres.
[…]
Transcurre feliz el día y no desfallezcas.
Mira, nadie se ha llevado sus cosas consigo;

Mira, nadie ha regresado jamás».

Creo que a nadie le pasará despaercibido el tópico «ubi sunt» a partir del verso que dice «¿Qué ha sido de ellos? ¿dónde están sus tumbas?», del mismo modo que tampoco a nadie le pasará despaercibido en este poema el tópico del «carpe diem» a partir del verso que dice «¡Alegra, pues, tu corazón!».

Quizá si hubiésemos desentrañado antes los secretos de la lengua egipcia hoy estos tópicos se conocerían como los tópicos del arpista egipcio.

Han pasado unos 5000 años desde que egipcios y sumerios comenzaron a escribir la historia, hasta hace apenas cien no sabíamos leer con excatitud —aún hoy día no sabemos del todo— y nos perdimos una parte fundamental de la historia de la humanidad.

Por eso hoy releyendo el «Canto del arpista» he vuelto a pensar en esto y en la eterna reflexión de los seres humanos sobre el inexplicable fenómeno de la vida.

Pacto de lectura

Pacto de lectura

Casi todos los días, cuando me siento a comer, a falta de alguien con quien conversar, converso conmigo mismo y es lo que luego ustedes leen encima de la foto del plato que acabo de comerme.

Conversar, a veces discutir, con uno mismo es algo absolutamente genial pues, pase lo que pase, siempre acabo teniendo razón yo; lo que no resulta tan fácil es tratar de explicarme luego ante ustedes pues hasta yo tengo complicado decidir a veces si lo que cuento lo hago como ejercicio literario, como fábula, como ensayo o como simple broma o divertimento y eso es importante saberlo.

De todos los acuerdos que se pueden finalizar entre un redactor y sus lectores el más importante es, sin duda, el llamado «pacto de lectura».

Los «pactos de lectura» suelen firmarse casi desde las primeras lineas de texto; convendrán conmigo en que no es lo mismo que un autor comience un texto escribiendo que «Cervantes nació en Alcalá de Henares» a que lo comience diciendo que «En un lugar de La Mancha…»; en el primer caso tácitamente entendemos que estamos ante una biografía, en el segundo que estamos ante algo bastante más raro, probablemente una novela.

Los pactos de lectura entre autor y lector son frecuentemente aformales pero hay géneros donde la formalidad adquiere tintes de rito y las primeras líneas adoptan una forma invariable. Si yo comienzo un texto escribiendo «érase una vez…» usted, sin duda ninguna, sabrá que todo lo que voy a contar después es un cuento.

Esta forma de ritualizar el pacto de lectura para que no pueda haber equívocos entre autor y lector es tan antigua como la propia escritura y se da en todas las lenguas. El bíblico «Libro de Job», por ejemplo, en su original hebreo comienza así («Érase una vez…») y por eso cualquier judío sabe que ese libro es un cuento, que no cuenta hechos reales, cosa que los lectores occidentales, por ese temor sacral que infunde la Biblia, olvidan fácilmente de forma que lo toman literalmente, lo que es muy comprensible sobre todo si tenemos en cuenta que, tras su lectura en el templo, se añade después la frase «Palabra de Dios», por lo que no es extraño que el feligrés acabe hecho un lío ante un dios que se juega la vida de los hijos de Job en una apuesta con Satán.

Hoy nos basta con leer un «érase una vez» o un «once upon a time…» para firmar con el autor un inequívoco pacto de lectura, pero en otras épocas, cuando la escritura era un recurso casi taumatúrgico de registrar palabras, no es extraño que la ritualización de estos pactos de lectura fuese algo más larga.

Veamos cómo empieza uno de los cuentos de la epopeya de Gilgamesh (Mesopotamia, año 2500 AEC) que nos narra la bajada al inframundo de su amigo Enkidu:

«…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal como un regalo;
cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo, cuando Enki zarpó hacia el inframundo,
contra el señor se levantó una tormenta de pequeños granizos,
contra Enki se levantó una tormenta de grandes granizos.
Los pequeños eran martillos livianos,
los grandes eran como piedras de catapultas.
La quilla del pequeño bote de Enki temblaba como si estuviera siendo embestida por tortugas, las olas en la proa del bote se elevaban para devorar al señor como lobos y las olas en la popa del bote atacaban a Enki como un león.

En ese momento, había un solo árbol…»

Y es a partir de aquí que se nos cuenta la historia del árbol «Halub» y todas sus peripecias hasta acabar convertido en silla y cama para la diosa Innanna.

Con la misma o parecida fórmula («…en aquellos días en que se determinó el destino,
cuando la abundancia se desbordó en la Tierra,
cuando An tomó los cielos para sí,
cuando Enlil tomó la tierra para sí,
cuando el mundo inferior le fue dado a Ereshkigal…») comienzan otros varios episodios del poema de Gilgamesh, lo que lleva a pensar que fuesen ese exhordio inamovible con que escritor y oyentes firmaban aquel antiguo pacto de lectura. Personalmente debo confesar que me gusta la mención a «aquellos tiempos en que se determinó el destino» pues encaja perfectamente con los mitos sumerio-acadio-babilónicos sobre las peripecias de la redacción (e incluso robo) del libro del destino.

Es verdad que es difícil entender y disfrutar estos textos con sus reiteraciones si no reparamos en que están escritos en verso y que, al igual que hoy, cuando escribimos en verso repetimos estrofas por razones musicales o poéticas

«El lagarto está llorando
la lagarta está llorando
el lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos»

O incluso incluímos en nuestras composiciones palabras incomprensibles…

«Achilipú, apú, apú…»
«Aserejé, ja, de jé…»

pues ellos también lo hacían

«…cuando zarpó, cuando zarpó,
cuando el padre zarpó hacia el inframundo,»

Es una pena que al traducir se pierda la musicalidad del lenguaje original pero no se puede tener todo. A veces pienso que sería bonito escuchar el poema de Gilgamesh recitado en acadio, un idioma semítico con semejanzas evidentes al actual árabe o al propio hebreo, quizá algún día alguien lo haga y podamos escuchar un sonido de cinco mil años contando cómo Gilgamesh, buscando la inmortalidad, fatigó el mundo conocido para volver a su tierra sabio y mortal.

Pareciera que, aunque yo no lo creo, no hubiese nada nuevo bajo el sol… Y, ahora que digo esto, caigo en que esto también está dicho al menos desde que el profeta redactó el bíblico Eclesiastés:

«Generación va, y generación viene: mas la tierra siempre permanece.
5 Y sale el sol, y pónese el sol, y con deseo vuelve á su lugar donde torna á nacer.
6 El viento tira hacia el mediodía, y rodea al norte; va girando de continuo, y á sus giros torna el viento de nuevo.
7 Los ríos todos van á la mar, y la mar no se hinche; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo.
8 Todas las cosas andan en trabajo mas que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchen de oir.
9 ¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol.»

Café con leche y barroco

Café con leche y barroco

Suelo ilustrar las cosas que escribo con alguna fotografía de lo que estoy comiendo o voy a comerme y es por eso que, muchos amigos que me leen, piensan que escribo de comida, pero no es así. Si escribiese de comida se me habría agotado hace tiempo el combustible literario (vivo solo, tengo poco tiempo para cocinar y mi repertorio es escaso) pero yo, en realidad, lo que sucede es que escribo de otra cosa para la cual la comida sólo me sirve de pretexto; pre-texto en el sentido literal de la palabra, pues la comida no es más que la puerta para escaparme hacia otros territorios.

Daría igual la comida, que la música, que la pintura o que la entomología; en realidad todas las cosas del universo están contenidas en cada una de las cosas que lo componen de forma que, uno, puede mirar lo que tenga más mano y escribir acto seguido, por ejemplo, de los sumerios… Sí, creo que eso me pasa bastante.

Sin embargo esta mañana es distinto; he encontrado la ocasión de quedarme solo un ratito y me he venido, como cualquier turista japonés de medio pelo, a desayunar a la Plaza Mayor y a pagar el impuesto revolucionario turístico que los aborígenes vetones tienen instituído para cuantos extranjeros quieren disfrutar del entorno.

Y merece la pena, a qué negarlo.

Porque esta mañana no necesito de las tostadas el café o el aceite como excusa para sumergirme en mi particular universo cultural; esta mañana el entorno de la Plaza ya te sumerge por sí mismo en una burbuja cultural de la cual, tristemente, habré de salir en unos minutos.

Volveré, claro que sí, probablemente en septiembre.

Deseos inconfesables

Deseos inconfesables

Mi amigo Pedro de Paz es poeta, y de los buenos. El tío escribe bien y lo mismo te urde una novela que te hilvana un serventesio y el jodío todo lo hace con arte. Pero yo no quería hablarles de eso.

Yo de lo que quería hablarles es de que, cada vez que lo veo, me acuerdo de uno de mis más inconfesables deseos: a mí me hubiese gustado ser guapo y estar muy bueno.

Pero no guapo de eso de decir, oye qué guapo, no, guapo de esos que cuando entran en el bar las mujeres se mandan whatsapps diciendo ¿has visto a ese cordero de dios que siembra el pecado en el mundo?

Guapo no de arreglarse o ponerse guapo, no, sino guapo como esos artistas de Hollywood que, hasta cuando se les descompone el vientre por la noche y van al retrete, están guapos los jodíos. Miren, hasta cuando Paul Newman se iba de vareta, estaba guapo el cabrón.

Pero no pudo ser, las hechuras no salieron buenas y, en vez de dedicarme a estar bueno, hube de dedicarme a la literatura. Ya saben, metáforas, sinécdoques, sinestesias… (abre los ojos, María, que quiero escuchar el mar…) Esas cosas con las que, los que vamos al retrete con muy mala cara, nos vamos apañando y nos sirven para ir tirando.

Yo tengo condición de poeta, pero no por facultades, inteligencia o vocación, sino porque no me queda otro remedio; y, como sé que ir al gimnasio tampoco va a cambiar mucho las cosas, pues estudio historia sumeria, termodinámica o blockchain, que, aunque no me van a mejorar los abdominales, me entretienen mucho más. Los abdominales, si eso, ya luego los cuido con algún potajico con su vino tinto acompañante.

Por eso, cada vez que veo las fotos de mi amigo Pedro de Paz me pregunto: ¿Qué necesidad tendría este hombre de hacerse poeta y encima de los buenos?

Hay gente que lo quiere todo, que son unos gomias y que, esto es lo peor, encima son mis amigos, los aprecio, los valoro, y no puedo cantarles las verdades del barquero.

Maldita sea.

Del mismo Reus

Del mismo Reus

En mi libro de lectura de 4⁰ de primaria descubrí muchas cosas. Descubrí, por ejemplo, que un texto no era solo un conjunto de palabras que memorizar o estudiar —como hacía con «El Parvulito» o la «Primera Enciclopedia» de Álvarez— sino que podía ser algo divertido, algo que me hiciera reir a carcajadas o emocionarme. En ese libro de lecturas («Selección» se llamaba) aprendí a describir interiores con Blasco Ibáñez, exteriores con Pereda, situaciones con Armando Palacio Valdés o caracteres con Ramón Pérez de Ayala. Trozos de La Barraca, Peñas Arriba, La Hermana San Sulpicio o Trigre Juan formaban parte del libro junto con muchas más.

Cierta tarde que leí en clase, por primera vez, un diálogo entre una señora, su marido y el dependiente de una camisería me dí cuenta de lo divertido que era y volví a casa contando los minutos para leerles a mis padres ese mismo fragmento esperando verles desternillarse de risa al leérselo yo.

En ese libro también aprendí que hay idiomas que no son el castellano y en los que las palabras no se pronuncian como se escriben, sino de forma distinta. La acción de aquel fragmento transcurría en un tren donde un viajero catalán, un tal Puig, se encontraba con un paisano de Reus («del mismo Reus», decía Puig) con quien compartía butifarra y ojén.

Ese día me tocaba a mí leer en voz alta y, con todo mi vozarrón de nieto de un torpedista sordo, al llegar al nombre del viajero leí con toda claridad y decisión «Puig», así como suena.

La señorita Ursulina (así se llamaba la pobre mujer que nos desasnaba) me detuvo y me corrigió: «ese nombre se lee «Puch», es catalán». Memoricé el asunto y seguí leyendo pero, desde entonces, en mi subconsciente el colmo de la catalanidad es llamarse Puig y ser vecino de Reus. A mí, en aquella época, Reus me parecía un lugar situado casi en los Pirineros, al norte, muy al norte, y lleno de butifarras y embutidos… Hasta que, para mi fortuna, supe que Reus está al sur de Cataluña y que de lo que está lleno es de vermú y avellanas.

Hoy, mientras se cuece la coliflor y la lavadora acaba de centrifugar, me acuerdo de los muchos amigos y amigas que tengo en Reus y, naturalmente, me estoy apretando un vermú del mismo Reus.

Como el señor Puig.

Discurso del Jefe de Protocolo del Círculo Cultural Faroni en el Gremio Literario de Lisboa

Por su indudable importancia reproduzco el discurso que el Jefe de Protocolo del Círculo Cultural Faroni pronunció, bajo los auspicios del Instituto Cervantes, en el Gremio Literario de Lisboa el 28 de septiembre pasado con ocasión del vigésimo aniversario del Círculo Cultural Faroni. Siendo la impostura uno de los pilares del Círculo no es de extrañar que me mencionase como presente en el acto y que me transplantase de Cartagena a Murcia. Tómenlo como una licencia literaria más. Este es el discurso bilingüe que nuestro Jefe de Protocolo pronunció:

«Caros amigos, sejam todos muito bem-vindos:

Antes de mais, gostaria de agradecer ao Instituto Cervantes e ao Grémio Literário os entusiastas apoios que têm permitido hoje nos juntar para esta sessão comemorativa de dois vigésimos aniversários.

O primeiro é o da publicação de um dos romances mais marcantes do panorama literário finissecular em Espanha, “Jogos da Idade Tardia”, de autoria do Luís Landero, aqui presente, quem fará uso da palavra dentro de breves instantes.

O segundo aniversário é o do Circulo Cultural Faroni, alguns de cujos mais distintos membros hoje estão também connosco.

Temos a Maria Tena, autora de muitos e excelentes romances, quem como sem dúvida nenhuma recordarão os consócios do Grémio, nos falou recentemente sobre os aspectos da sua literatura. Temos também o José Muelas, distinto bastonário dos advogados da região de Múrcia; o Jesús Alonso, conhecido produtor da televisão espanhola; a Iraida González, advogada e escritora; e a Marta Sanuy, directora de uma das mais conhecidas escolas de literatura criativa na Espanha.

Permítanme que ahora prosiga en castellano.

Esta tarde hablaremos de un tema eminentemente landerista: la interacción entre ficción y realidad. Lo haremos glosando el pensamiento de Augusto Faroni, espejo ideal en el que quieren reflejarse los personajes centrales de la novela “Juegos de la Edad tardía”.

Qué duda cabe que Augusto Faroni no existe, ni siquiera en el mundo de la ficción. Es más, no sabemos casi nada sobre el contenido de su pensamiento o sobre los pretendidos méritos de sus obras. El lector de Landero poco descubre sobre Faroni, más allá de su figura elegante y de su decidida apuesta por la aventura permanente. Sabrá, eso sí, que se trata de un dandi, tal vez del último dandi del siglo XX, aunque el dandismo faroniano no sea tanto el de Brummel como el de Eugenio de Aviraneta, descrito con total maestría por ese novelista anti-dandi por antonomasia que fue don Pío Baroja.

El dandismo de Faroni es también el de uno de nuestros más ilustres consocios del Grémio. En efecto, Eça de Queirós comparte con Faroni algo más que una simple travesura literaria. Recordemos que el gran Eça, junto con su cómplice y co-autor Ramalho Ortigão, descubre lo divertido que es transformar la ficción en realidad. La figura de Augusto Faroni tiene también muchos rasgos de la de Fradique Mendes, heterónimo compartido con Batalha Reis, y al que el propio Eça definiria como “verdadeiro grande homem, pensador original, alma requintada e sensível». Palabras con las que igualmente podríamos describir a Augusto Faroni.

Aquel grupo formado por Eça, Ramalho, Oliveria Martins o Arnoso, se entregó en su día a esos mismos juegos de la edad tardía que dieron sentido a la figura de Faroni. Formaron, no lo olvidemos, un círculo cerrado, con afanes secretistas en el que cada uno podía representar el papel que más le apeteciera.

Aquel grupo, que ellos mismos bautizaron como “Os vencidos da Vida”, se reunía precisamente en estos mismos salones. Al igual que ocurrirá un siglo después con el Círculo Cultural Faroni, en un primer momento se limitaron a fabular, diseñando la ficción. Luego entraron con paso firme en un proceso mucho más interesante que pretendía, además, transformar la realidad. De esta manera, pasaron de ser meros fabuladores a convertirse en auténticos con-fabuladores. No olvidemos que el dandismo y la conspiración, como demostró en su día el bueno de don Pío, suelen ir de la mano.

El lector de la obra de Landero también sabe que son sus propios personajes los que crean el Círculo Cultural Faroni. Su intención es difundir el pensamiento y las obras de ese ideal hacia el que ellos mismos aspiran. Recordemos que, en palabras de Landero, “Faroni es la brisa mágica de un ideal de oro”.

A partir de ahí es cuando la ficción comienza a actuar sobre la realidad. Con esos dos únicos elementos que se desprenden de la lectura, – el dandismo y una descabellada apuesta anarco-institucional –, un grupo de entusiastas lectores, tal vez los primeros que podríamos calificar como landeristas, no sólo fundan el Círculo Cultural Faroni sino que des-velan – esto es, re-descubren – el contenido de su obra, analizan, glosan y difunden el hasta entonces inexistente pensamiento de Augusto Faroni, concediéndole, de alguna manera, carta de naturaleza.

De esta manera, qué duda cabe que la realidad se hace ficción. Nos encontramos con una serie de sujetos, serios, formales, algunos incluso respetables, rozando ya aquellas edades en las que rara vez uno se permite el lujo de perder el tiempo, que se aventuran por la senda de lo desconocido. Se convierten en exploradores de la ficción. Impostan sus vidas y se entregan con fervor a esos juegos que, según sostiene Landero, son propios de la edad tardía.

Porque la impostura, es cierto, es parte esencial de las reglas de ese juego recién descubierto por Faroni. Idéntico planteamiento es el que también sostiene Pereira, aquel gran personaje del llorado Tabucchi, cuando entre limonada y limonada alecciona a su joven aprendiz en los no siempre fáciles menesteres para llevar a cabo sus impostadas tareas, que no son otras que redactar esquelas de personajes todavía vivos pero que algún día fallecerán.

Las reglas del juego faroniano se completan con la persecución del afán, o mejor dicho, de los afanes, que son esa otra parte esencial del pensamiento faroniano. La impostura es única, mientras que los afanes, y esto es importante, son muchos y variados.

Si lo que uno pretende es descubrir la esencia faroniana, resulta imprescindible remontarse a los orígenes fundacionales del Círculo Cultural Faroni.

Sabido es que cuando se crea un país lo primero que hay que hacer es diseñar una bandera y componer un himno. Faroni no tiene himno, pero sí un manifiesto que tiene parentescos con el de André Breton y, sobre todo, con el Ultimátum Futurista a la juventud portuguesa de Almada Negreiros.

De igual manera, en lugar de bandera, Faroni enarbola la letra “F”, a modo de orgulloso emblema. Por eso, cuando Luis Landero se digne por fin aceptar el puesto que le tenemos reservado en la Real Academia Española, no podrá sino ocupar el sillón F mayúscula.

De esta manera, la ficción se hará definitivamente realidad. De hecho tal ha ocurrido cuando hemos visto en estos tristes días, por motivos que nada tienen que ver con Faroni, cómo las calles de Lisboa se han llenado de carteles en los que podían leerse, al igual que en el manifiesto del Círculo Cultural Faroni: “Basta; es el fin; se acabó”.

20 años de Círculo Cultural Faroni

El pasado Viernes se celebraron los 20 años del Círculo Cultural Faroni en los salones del Gremio Literario de Lisboa, bajo los auspicios del Instituto Cervantes de esa ciudad.

No pude asistir.

Aunque soy miembro de su cátedra y fundador de este delirante Círculo, en la vida real soy abogado y no siempre puedo estar donde deseo.

Hoy he recibido un correo electrónico de nuestro ujier, Don Luís Landero, escritor. El autor de «Juegos de la Edad Tardía» me dice:

«Querido Pepe, cuánto te hemos echado de menos en Lisboa. Ay, con lo bien que lo hemos pasado y con lo mucho que tú hubieras lucido. ¡Y ese bacalhao, y esos tranvías, y esa tristeza tan dulce para compartir! Y aún más triste sin vosotros, sin ti, sin Jesús, sin Marcelo, sin Luis, sin nuestro president, sin… Pero creo que hemos estado a la altura y os hemos representado con la alta dignidad e impostada excelencia que todos vosotros merecéis. Un gran abrazo,

Luís»

Y me ha emocionado. Y lo pongo aquí. Para que no se me olvide lo que somos y lo que fuimos.