Hará una semana que les dejé un post titulado «Las dos hispanidades (I)» en el que les hablé de esa cierta idea de España que trataban de inculcarnos en las escuelas a los niños de los años 60. Recuerdo que lo concluí cuando me cansé de escribir, pero también recuerdo que les prometí contarles en un post posterior cómo se había forjado esa peculiar visión de la nación española que trataban de inculcarnos y que es, por otro lado, la visión que aún hoy día comparten mayoritariamente todos esos españoles que se tienen por buenos patriotas. Y no, no se confundan, por más que yo les conté mi experiencia en los años 60 durante el régimen de Franco, la visión de España —de la nación española— que recoge está versión «oficial» no es producto del franquismo sino de un largo proceso anterior que ocupa todo el siglo XIX.
Dicen que una nación es una comunidad unida por un error sobre sus orígenes por lo que hoy me van a permitir que me vaya al origen de la nación —de lo que usted y yo entendemos hoy por nación— un retroceso en el tiempo de escasos doscientos años pues ha de saber usted que naciones, tal y como usted y yo las conocemos, no empezaron a existir sino hasta el siglo XIX.
El pasado es un lugar poblado por gentes que pensaban distinto de nosotros y que, incluso aunque usasen las mismas palabras, les daban un sentido distinto al nuestro y esto es lo que pasa con la palabra «nación», una palabra que podrá usted encontrar en castellano desde la antigüedad remota pero que en modo alguno significaba lo que hoy entendemos comúnmente que significa y, para comprobarlo, nada mejor que acudir al libro capital de las letras castellanas: El Quijote.
Si se toma usted la molestia de buscar las veces que en el Quijote se usa la palabra «nación» (yo me he tomado la molestia por usted) podrá comprobar que, con esta palabra, nunca se designa a esa comunidad humana que ejerce o aspira a ejercer la soberanía sobre un territorio. Para Don Alonso Quijano —y para el resto de los castellanoparlantes europeos y americanos contemporáneos suyos— el concepto «nación» significaba otra cosa.
Por ejemplo, la palabra nación podía usarse para señalar un origen normalmente geográfico (aunque no siempre) como por ejemplo en el capítulo IX del Quijote:
«Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos».
O en el capítulo XL
«Era calabrés de nación, y moralmente fue un hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil,»
O incluso con un sentido más étnico o religioso que geográfico, como en el capítulo XLI
«…así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones…»
O incluso más para designar a una minoría como en el caso de los moriscos expulsados del reino:
Don Quijote de La Mancha. Segunda parte. Capítulo LIV)
— «Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos.
No existe en el Quijote, pues, ninguna referencia a una «nación política» como hoy la entendemos aunque, curiosamente, tal expresión sí aparece una vez en el texto, si bien el adjetivo «político» tampoco significa lo que hoy podríamos entender que significa y, si tienes dudas, repasa el sentido del adjetivo «político» en el poema de Calderón de la Barca que empieza con
«Este ejército que ves
vago al hielo y al calor
la república mejor
y más política es…»
Y si «nación» no significaba hasta el siglo XIX lo mismo que significa ahora lo mismo pasaba con la palabra «patria».
Recuerdo cuando de niños, enfrentados al conocido soneto de Francisco de Quevedo que comienza con un «Miré los muros de la patria mía…», el profesor nos advertía severamente que cuando Quevedo hablaba de patria no se refería a España —que es lo que en principio todos pensábamos— sino a Madrid. El pasado, como dije, es un país distinto donde hasta las palabras significan cosas distintas y esto, muy a menudo, se olvida; unas veces por imprudencia, otras deliberadamente para apuntalar posiciones políticas propias.
«Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.»
El propio Don Quijote, se nos cuenta en la primera parte, que tenía, como Amadís, una particular idea de «patria» (Capítulo I):
«Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della».
Créanme que si Quevedo o Cervantes se parasen hoy día frente a un establecimiento militar y leyesen el eslogan de «Todo por la patria» experimentarían severos problemas para determinar por qué o quien debían dar ese «todo».
Y esto que les cuento para España es válido para el resto del mundo en esos años y en especial para los lugares que luego serían las repúblicas americanas que nacieron de la implosión de la monarquía católica.
Pero, por hoy, las búsquedas en el Quijote me han cansado y me temo que voy a tener que volver a dejar el tema. Si esto le interesa a alguien ya me lo dicen y hago la tercera entrega.
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Sputnik-I
Con cada avance tecnológico nuestra percepción de lo justo y de lo injusto se modifica, a veces drásticamente. Pongamos un ejemplo: el concepto de propiedad.
Para los hombres que vivieron desde la noche de los tiempos hasta 1903 la propiedad de un hombre sobre la tierra se extendía por debajo de ella hasta los infiernos (el centro de la tierra) y por encima «hasta los confines del universo». Sin embargo, dos mecánicos de bicicletas hicieron cambiar ese concepto en 1903, cuando hicieron volar un frágil artilugio con alas y motor en las colinas de Kitty Hawk. Ese 17 de diciembre de 1903 Wilbur y Orville Wright hicieron que los juristas hubiesen de replantearse definitivamente su viejo concepto de propiedad. Finalmente, el asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando dos granjeros decidieron que, con arreglo al concepto tradicional de propiedad de la tierra, los aviones no podían sobrevolar sus tierras. El Tribunal Supremo USA, tras reconocer que, aunque efectivamente toda la jurisprudencia avalaba la tesis de los granjeros, su pretensión «atentaba al sentido común». La propiedad de la tierra tal y como se concebía desde la noche de los tiempos había muerto.
Los estados, en cambio, siguieron manteniendo su «soberanía» bajo su territorio hasta los infiernos y sobre él hasta los cielos: la defensa de la soberanía en los «espacios aéreos» se convirtió en un dogma estratégico.
Sin embargo, hoy hace 60 años, la URSS (para mis lectores jóvenes, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) acabó con el concepto de «soberanía nacional» al hacer volar sobre las cabezas de la humanidad un objeto que no podía ser derribado por ningún medio técnico conocido en la época. El satélite artificial «Sputnik-I» (Satélite-I) demostró a la humanidad con toda evidencia que no hay un cielo americano y un cielo soviético, que no hay cielos catalanes ni españoles ni franceses.
El Sputnik-I cambió la historia de la humanidad y dio un golpe mortal al concepto de soberanía, las leyes que hacen funcionar el mundo y orbitar los satélites son universales; Newton no legisló solo para Inglaterra. La soberanía no existe más que en ese espacio que protege la ignorancia humana.
La segunda mitad del siglo XX comenzó cambiando nuestra visión jurídica y geográfica del mundo; y término enseñándonos que la «soberanía», tal y como la conocíamos, no existía en absoluto: en la navidad de 1968 Apolo-8 mandó la primera foto de nuestro planeta visto desde la luna y todos descubrimos un increíble planeta azul que era, en verdad, nuestra casa. Desde aquella foto el movimiento ecologista tenía una imagen muy exacta de aquello por lo que luchaba y aprendimos que la soberanía tampoco puede ejercerse sobre la Tierra si lo que deseamos es que nuestros nietos puedan vivir en ella. A la Tierra se la cuida, sus leyes ecológicas no distinguen a los Coreanos de los habitantes de Islandia.
La segunda mitad del siglo XX ha sido quizá la más brillante de la historia de la humanidad y aquella que más ha puesto de manifiesto tanto las increíbles capacidades de esta como la enorme estulticia de sus gobernantes.
Hoy, mientras pienso en esta cosas de futuro y del siglo XX, las radios atruenan con debates del siglo XIX sobre soberanías e identidades… y todo eso mientras uso esta herramienta que nos permite expresarnos y comunicar nuestras ideas a todos los lugares del mundo.
Soberanías… hachas de sílex.
Hoy hace 60 años empezaron a morir las naciones: Sputnik-I
