Carthago Spartaria

Carthago Spartaria

Los cartageneros solemos atribuir la fundación de nuestra ciudad al magnífico instinto marinero de los carthagineses, unos fenicios que habían hecho de la navegación y el comercio su modo de vida. La visión del puerto perfectamente «cerrado a todos vientos y encubierto» (como escribió Cervantes) suele opacar todas las demás circunstancias y nos hace olvidar una que tuvo tanta importancia como las propias características naturales del puerto: la abundancia de esparto en la zona.

Sí, a nuestra ciudad, allá por los siglos V y VI se la conoció como «Carthago Spartaria» y les aseguro que la presencia del esparto en su nombre no fue en absoluto casual.

La importancia del esparto en Carthago Spartaria, nuestra actual Cartagena, fue crucial durante siglos, especialmente por su uso en la fabricación de cabos y estachas con que equipar las jarcias de los barcos que se construían o se reparaban en su puerto. No sólo, pues, era cuestión de que el puerto fuese magnífico sino que, además, se contaba con una materia prima importante para poder aparejar las embarcaciones.

La industria del esparto en nuestro entorno se mantuvo vital hasta mediados del siglo XX, cuando comenzó su declive debido a la introducción de fibras sintéticas más baratas y versátiles. Estas nuevas fibras, como el nylon, ofrecían una mayor resistencia y durabilidad, además de ser más económicas de producir. Esto llevó a un declive en la demanda de esparto y a la eventual desaparición de esta industria no sólo en nuestra ciudad sino también en todo el levante español, con especial virulencia en Valencia.

Quizá esta historia sirva para ilustrar con tintes locales algo tan evidente como que el futuro de las comunidades humanas está indisolublemente unido a la generación y desarrollo de tecnologías que abran nuevas vías de desarrollo en antiguos lugares. La riqueza de nuestra ciudad —y de cualquier otra ciudad— no está, pues, en los recursos naturales con que pueda contar, sino con la capacidad de generar conocimiento y tecnología por parte de sus habitantes. Dicho de otro modo, importa poco tener o no tener esparto si tenemos la creatividad precisa para inventar y producir otro tipo de fibras.

Es por eso que resulta lamentable que a nuestro país y a nuestra ciudad se les escapen entre los dedos la mayor de sus riquezas: la de sus estudiantes y científicos que, no bien acaban sus estudios, ponen rumbo a países extranjeros en busca de las oportunidades que no encuentran en su tierra.

La era del capitalismo industrial o financiero hace décadas que se acabó y en un mundo gobernado por el capitalismo cognitivo/informacional perder de este modo a nuestra mayor riqueza es, simplemente, suicida.

Sueño con ver crecer alrededor de la UPCT un universo de oportunidades para los estudiantes que en ella se forman, lo que no sé es si eso también lo sueñan nuestros gobernantes locales, regionales o nacionales. Es o eso o quedarnos para siempre en el mundo del esparto.

Deberíamos tomar nuestro futuro en nuestras manos, no deberíamos dejar las cosas importantes en manos ajenas.

Privacidad e intervención de las comunicaciones

Privacidad e intervención de las comunicaciones

Pavel Durov, el fundador de Telegram, ha sido detenido por orden de un juez francés y esta acción vuelve a traer al primer plano un debate fundamental para el futuro de nuestra sociedad.

Tratemos de poner las cosas en contexto.

El derecho al secreto en las comunicaciones y el derecho de los estados (en exclusiva el poder judicial) a intervenir las mismas son dos derechos en pugna. Sabemos que el derecho al secreto en las comunicaciones puede ser una herramienta útil para que determinadas organizaciones criminales consigan sus fines, del mismo modo que, sin secreto en las comunicaciones, la causa de la libertad quedaría inerme en países dictatoriales, al igual que muchos periodistas verían en peligro sus vidas así como cualquier disidente de la clase que sea.

Poder vulnerar el secreto de las comunicaciones es la aspiración legítima del poder judicial pero es también el sueño húmedo de la mayoría de los estados, desde los desvergonzadamente dictatoriales hasta los aparentes campeones de la democracia y la libertad ¿O es preciso recordar cómo Estados Unidos —por ejemplo— ha visto desvelados sus no muy limpios manejos en casos como el de Wikileaks, Prism o Echelon?

Pero esto no es solo una cuestión de estados y organizaciones criminales (que a veces son la misma cosa) sino de una particular forma de economía a la que se ha dado en llamar «capitalismo de vigilancia» (surveillance capitalism), un modelo de negocio fundado en la vigilancia, recopilación y uso de nuestros datos. Esto es válido no sólo para los datos que exponemos libremente en nuestras redes sociales, sino incluso para aquellos que compartimos por un correo electrónico que debería ser siempre secreto y que en la generalidad de los casos no lo es. Hoy nuestros datos alimentan inteligencias artificiales, algoritmos de mercadotecnia y publicidad e incluso forman parte de campañas de alteración de opciones políticas.

Si mira usted el listado de las cinco primeras empresas estadounidenses verá que estás son

Apple, Microsoft, Alphabet (Google), Amazon y NVIDIA, todas ellas empresas de nuevas tecnologías y en su inmensa mayoría proveedoras de servicios de correo, almacenamiento, mensajería y similares.

Puede usted imaginar que estas empresas, como los estados, tampoco desean que las comunicaciones de usted sean absolutamente privadas, es más le ofrecen gratis sus servicios a los consumidores y creo que usted puede imaginar fácilmente por qué.

Si la sociedad manifiesta sus temores al respecto de la privacidad siempre hay un oportuno caso de pedofilia o tráfico de drogas que hace que esa misma sociedad reconsidere sus demandas y es por eso que —fuera de las demandas de algún activista (que acaba exiliado o en prisión generalmente) o de algún minoritario partido pirata— este asunto no parece interesar a nadie. Para cuando interese me temo que el problema no tendrá remedio; de hecho es posible que ya no lo tenga.

Hoy sin embargo me he encontrado con la atractiva personalidad de Meredith Wittaker (la chica de la foto que ilustra el post), cara visible de una empresa de mensajería (Signal) comprometida con el secreto de las comunicaciones, el cifrado y la privacidad.

Leo su entrevista en Wired y veo que afirma que «todos tenemos un análisis claro del capitalismo de vigilancia y de lo que está en juego con la vigilancia masiva en manos de los poderosos» y pienso que esa claridad de visión será en su empresa, en Signal, porque en la sociedad todos los días nos dejamos ganar mansamente esta batalla y ya la mayoría piensa que está sociedad de la vigilancia es la forma natural en que ocurren las cosas.

Y, mientras, el debate entre la justa intervención  y el imprescindible derecho al secreto en las comunicaciones se sigue cerrando una y otra vez siempre en el mismo sentido en medio de la indiferencia de todos.

Las éticas protestante y católica y las Américas

Las éticas protestante y católica y las Américas

Es un lugar común afirmar que los países anglosajones experimentaron un mayor desarrollo industrial durante el siglo XIX debido a la nueva ética protestante desarrollada en ellos a partir de la Reforma de Lutero y que les hacía superiores al resto de los países anclados en la ética propia del catolicismo.

Seguramente fue el sociólogo, economista, jurista, historiador y politólogo alemán, Max Weber quien en su obra «La ética protestante y el espíritu del capitalismo» (en alemán: Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus) dio carta de naturaleza a esta forma de pensar. En este libro Max Weber explica el surgimiento de la ética protestante en la incomodidad psicológica que la Reforma de Lutero producía en sus seguidores. La Iglesia católica aseguraba la salvación a las personas que aceptasen los sacramentos de la Iglesia y se sometiesen a la autoridad eclesiástica. La Reforma, en cambio, había eliminado efectivamente tales garantías. Desde un punto de vista psicológico la persona protestante promedio tuvo dificultades para «ajustarse» a esta nueva cosmovisión.

Según Weber, en ausencia de tales garantías por parte de la autoridad religiosa, los protestantes comenzaron a buscar otras «señales» de que eran salvos. Calvino y sus seguidores, además, enseñaron una doctrina de doble predestinación en la que, desde el principio, Dios escogió a algunas personas para salvación y a otras para condenación. Como pueden imaginar esta doctrina de la predestinación y la incapacidad del ser humano de influir en la propia salvación presentó un problema muy difícil para los seguidores de Calvino. Incluso dudar de que uno mismo fuese uno de los elegidos para la salvación era en sí misma un indicio de no ser salvo, por lo que se convirtió en un deber absoluto creer que uno era uno de los elegidos para la salvación: la falta de confianza en uno mismo era evidencia de una fe insuficiente y un signo de condenación. Así pues, la confianza en uno mismo reemplazó a la seguridad sacerdotal de la salvación que ofrecía la Iglesia Católica y se generaron éticas diferenciables entre los seguidores de ambas doctrinas.

Para los protestantes el éxito mundano se convirtió en una medida de esa confianza en uno mismo que era indicio de encontrarse entre los elegidos y esto tuvo efectos muy importantes.

Según esta nueva ética surgida de las docgrinas protestantes, un individuo estaba obligado religiosamente a seguir una vocación secular con tanto celo como le fuera posible y esto, claro, facilitaba —junto con una determinada forma ascética de vida— la acumulación de capital. Por otro lado, la doctrina luterana de la salvación por la fe sin necesidad de obras, hizo que la donación de dinero a los pobres o caridad fuese generalmente mal vista, ya que se consideraba que fomentaba la mendicidad, condición social esta de mendigo que se percibía como pereza, una carga para el prójimo y una afrenta a Dios porque, al no trabajar, uno dejaba de glorificar a ese mismo Dios.

Con estas claves puede usted comprender el ambiente social de las novelas de Charles Diciens o la actitud de los colonos ingleses en Norteamérica hacia los indígenas. Si el éxito profesional es indicio de salvación no es difícil concluir que la virtud está del lado de quienes tienen éxito profesional y que los pobres lo son precisamente por su falta de fe o de virtud; ni que decir tiene que los indígenas «salvajes» no estaban llamados de ningún modo a la salvación.

Y fue según Max Weber esta ética la que propulsó el mayor desarrollo de las naciones donde el protestantismo había calado, una idea que, como dije al principio, muy a menudo se acepta sin discusión.

A mí me gusta pensar en que, de otro lado, la «inferior» ética católica, adherida a la interpretación tradicional emanada de la jerarquía eclesiástica, seguía operando en el resto de América con sus principios de que la fe sin buenas obras no era suficiente para la salvación, de que la caridad (dar de comer al hambriento, dar de comer al sediento…) era una virtud y no una práctica innecesaria y sobre todo de que la salvación o condenación no estaba escrita sino que dependía de nuestras acciones. Esa «inferior» ética católica seguramente no facilitó la acumulación de capitales pero tampoco deshumanizó al pobre o al indígena y el resultado fueron dos Américas: una América segregada, de razas y clases sociales separadas (protestante) y una América mestiza, de razas entremezcladas mayoritariamente católica.

A veces pienso en esto y no lo hago tanto por averiguar si la ética protestante o católica fueron decisivas en el desarrollo del capitalismo sino porque me preguntó cuál de ambas éticas permitiría la convivencia y la vida feliz de los seres humanos en un mundo futuro.

Yo lo veo claro aunque igual es por mi sustrato cultural hispano: prefiero un mundo mestizo a un mundo segregado, prefiero un mundo donde todos se reconozcan dignidad («divinitas») a un mundo donde esa dignidad sólo se encuentre al alcance de una raza o de una clase social. No creo que ningún supremacismo pueda asegurar la vida en el planeta por más que ofrezca algún beneficio económico a corto plazo.

Y, dicho sea de paso, eso de que la ética protestante está en el origen del nacimiento del capitalismo pues… francamente, a estas alturas es más que discutible. Pero esa es otra historia.

Adam Smith y los límites del ser humano

Adam Smith y los límites del ser humano

Ayer me entretuve en remendar el primer párrafo de la obra «El Capital» de Marx desde mi punto de vista esencialmente informacional de la realidad, hoy me parece de justicia hacer lo mismo con el primer párrafo de la obra fundamental del economista y filósofo escocés Adam Smith (Kirkcaldy 1723), «La Riqueza de las Naciones» (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations) en la que dejó sentadas las bases de la economía clásica con sus trabajos y a la qué la cultura popular identifica con la biblia del capitalismo.

Pues bien, el primer párrafo del primer capítulo del primer libro de la obra fundamental de Adam Smith «La riqueza de las naciones» comienza afirmando…

«El mayor progreso de la capacidad productiva del trabajo, y la mayor parte de la habilidad, destreza y juicio con que ha sido dirigido o aplicado, parecen haber sido los efectos de la división del trabajo».

Y, al igual que me sucede con el primer párrafo de la obra «El Capital» de Marx, desde mi punto de vista, tal afirmación tampoco puede ser aceptada así como así. Veámoslo.

La división del trabajo no es una mejora organizativa que los seres humanos escojan simplemente para producir más, la división del trabajo es una realidad que impone la cada vez mayor complejidad de las tareas que desarrollan los seres humanos y la limitada capacidad que tienen estos para almacenar información (conocimientos). Analicémoslo despacio.

Creo que ya les conté una vez —uno siempre predica su fe ya sea de forma directa o indirecta— que el problema del pulpo (sí, el pulpo), como el de muchos prebostillos nacionales, es que es un inculto.

Un pulpo, a lo largo de su vida, puede aprender muchas cosas pero todo lo que aprende muere con él. El pulpo (o la pulpa) ponen sus huevos y los abandonan a su suerte, los pulpillos que eclosionan no tienen madre que, zapatilla en mano, les oriente y les haga entrar en la mollera todo lo que deben aprender de forma que, cada uno de los recien nacidos pulpillos, como Sísifo, debe empujar de nuevo su piedra hacia la cumbre.

El secreto del ser humano como especie es que, a los conocimientos instintivos de que les dota la naturaleza, añaden los que les transmiten sus progenitores, seres con quienes conviven durante toda su infancia. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la cultura es una de las más eficaces estrategias evolutivas de que dispone la especie humana; ahora bien, cuando la cultura (el conocimiento, la información) alcanza un volumen tan enorme como el que ha alcanzado el saber humano en los tiempos modernos, es obvio que ya no puede ser almacenada en un solo indivíduo, de hecho, hace milenios que dejó de poder ser almacenada en un solo indivíduo.

Medimos la capacidad de almacenamiento de información en cualquier soporte con toda naturalidad y así, decimos: «ese disco tiene 18 Terabytes» o «ese USB puede almacenar 500 Gigabytes»… Esta forma de expresarnos es para nosotros, desde hace unos 20 años, perfectamente natural y, sin embargo raramente la aplicamos a las personas y decimos «fulano es un crack, tiene tantos Petabytes de almacenamiento libre…»

La capacidad humana de almacenar conocimientos es finita y es por eso que todos no sabemos hacer todas las cosas.

Los seres vivos vienen al mundo con muchísima información preprogramada. En su «read only memory» (ROM) almacenan todas las instrucciones precisas para mantenerse vivos, respirar, hacer la digestión, realizar la fotosíntesis si son plantas… Todas estas acciones usted (y todos los seres vivos) «saben» llevarlas a cabo aunque no sepan por qué. Luego, cada especie, en mayor o menor medida tiene una memoria «ram» donde almacena conocimientos útiles para ella.

En el paleolítico los conocimientos que el ser humano almacenaba en esa memoria «ram» estaban mayoritariamente dirigidos a procurarse su supervivencia y la de los suyos, aunque la construcción de herramientas de sílex o la confección de pigmentos para «almacenar» información en forma de dibujos y pinturas en sus cavernas, fueron cada vez ocupando una mayor parte de esa «random access memory» (RAM).

Si entendemos que la capacidad humana para acumular información es finita entenderemos sin problema por qué, espontáneamente, aparece la división del trabajo que en lugar tan prominente situa Adam Smith y comprenderemos por qué la fabricación de alfileres de que nos habla Adam Smith o la de sartenes de que nos habla Marx exigen de división del trabajo.

Ninguna persona puede dominar al mismo tiempo las habilidades precisas para distinguir los filones de los distintos minerales, detectarlos, picar en una mina, entibar galerías y extraer mineral; mucho menos saber eso y dominar el arte del fundido, aleación y forja de metales, confección de esmaltes y otros elementos necesarios para la terminación del producto… Y aunque alguien tuviera todo el conocimiento necesario para ello lo sería en un grado muy básico. Hoy hay carreras enteras dedicadas a la ingeniería de minas, por ejemplo y a todo lo anterior habrís que añadir el transporte y comercialización del producto.

Si llamamos «personbyte» (como indica C. Hidalgo) a la cantidad de información que es capaz de almacenar un ser humano, se entenderá por qué son necesarias muchísimas personas para fabricar, por ejemplo, un avión o un submarino. No porque lo exija la «división del trabajo» como método organizativo, sino porque son necesarios muchos conocimientos (personbytes) para transformar la materia en una navío submarino o en un aparato volador.

Así pues, desde nuestro punto de vista informacional, tampoco el primer párrafo de «La riqueza de las naciones» de Adam Smith resulta particularmente impactante sino más bien naif.

Entenderán que si, desde el primer párrafo, ambos textos capitales me resultan sospechosos de no entender el mecanismo profundo que determina el funcionamiento de la realidad y las sociedades, el debate comunismo-capitalismo me parezca periclitado. Déjenme tener mi propio criterio y no me embarquen en un antiacuado juego de pares o nones.

Supongo que a estas alturas ya habré hartado a mis lectores, entenderán por eso que un día escriba sobre el Nitrato de Chile y la riqueza, otro sobre el «Personbyte» y la construcción de submarinos y otro sobre la evolución y los Reyes Magos. Sé que si trato de explicarme soy aburrido y por eso es mejor recurrir a la vieja herramientas de las historias y los relatos, porque con ellos siento que siembro poco a poco mi punto de vista, mi forma de entender las cosas.

Los post diarios son práctica, lo demás es teoría.

¿Pares o nones?

¿Pares o nones?

Recuerdo que, de chavales, los de mi generación nos vimos obligados a hacer una elección muy delicada: ¿eramos capitalistas o comunistas?

Hasta 1975 no había demasiado problema, uno podía permanecer callado y nadie lo atribuiría a falta de criterio político sino a prudencia, porque no estaba el horno político para bollos; pero, a partir de 1977, la obligación de definirse políticamente se hizo cada vez más perentoria, mucho más para unos adolescentes —como éramos nosotros— que andaban a la busca de forjarse una identidad.

En esos años mis compañeros de clase fueron tomando cada uno su camino con la natural extremadura en que se desenvuelve la adolescencia. Hubo quienes acabaron en Fuerza Nueva o en los Guerrilleros de Cristo Rey y hubo también quienes acabaron en grupos a la izquierda de la ORT, el PTE o partidos afines. Fueron los menos, los más no teníamos ni idea de por qué habríamos de elegir ser capitalistas o comunistas y pronto aprendimos que, para saberlo, no teníamos más remedio que leer «El Capital» de Karl Marx, biblia del pensamiento comunista o «La riqueza de las naciones» de Adam Smith, catecismo del pensamiento capitalista, según se nos hizo entender por aquel entonces.

Lo malo es que esos libros, para unos adolescentes, eran unos ladrillos insufribles, unos tostones para los cuales nuestras entendederas no estaban preparadas.

—Tú dices que eres comunista pero no te has leído «El Capital».
—Sí me lo he leído.
—Pues explícame el rollo ese de la plusvalía.
—Bueno es que eso es un poco liado y yo, la verdad…

La verdad era que lo único que sabíamos muchos de «El Capital» es que nadie entendía «lo de la plusvalía».

Además, los adolescentes de aquella época andábamos muy ocupados, además de luchando con las fiebres tercianas que nos producían las chicas, tratando de leer y entender el «Así hablaba Zaratustra» de Nietzsche o paseando el Ulises de Joyce a fin de impresionar a alguna muchacha. Pero como, a esa edad, las muchachas a los hombres nos sacan dos o tres años de edad mental, no solo no impresionamos a ninguna de nuestras compañeras con el nunca leído Ulises sino que, con Nietzsche y Zaratustra, agarramos una dispepsia mental notable, de la que, invariablemente, nos sacaba una buena partida de futbolín.

Entre unas cosas y otras, formarnos un criterio político fue una tarea que a muchos se nos había quedado pendiente cuando llegamos a la facultad.

Por mi parte debo decir que la Facultad no contribuyó mucho a aclarar mis ideas y este trabajo que creí tener resuelto para 1988 se prolongaría en verdad diez años más, hasta 1998, año en que internet cambiaría mi forma de ver las cosas pues me permitió leer a todos esos autores que me gustaban pero de los que nunca tuve noticia antes de la existencia de la red. Y así, entre 1998 y 2008, fui formando mi criterio político, un criterio que, obviamente, no se puede encontrar ni en «El Capital» ni en «La riqueza de las naciones», aquel juego de pares y nones al que parecía reducirse todo el juego de la política en 1977.

¿Y por qué cuento todo esto?

Porque hoy, de la misma forma que hizo Guy Debord al comienzo de su obra «La sociedad del espectáculo», me he propuesto parodiar «El Capital» y la «La riqueza de las naciones» cambiando sus conceptos por los míos y sus silogismos por los míos, pero manteniendo su estructura formal. Quería, para abrir boca, empezar con el primer párrafo de El Capital (Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie; 1867-1883) aunque ahora, tras escribir este largo «introito», ya no me queda tiempo para hacerlo y sospecho que tampoco a ustedes ganas de leerlo.

No sé por qué me pierdo en tantos prefacios, facios y postfacios en lugar de ir al turrón directamente; debo estudiarlo también.

La crisis 2008: Privatizar los beneficios, socializar las pérdidas.

     Esta semana en Estados Unidos se han aprobado los planes que conducirán a la que será, probablemente, la mayor nacionalización de su historia. El país más poderoso del mundo, el paradigma del capitalismo, trata de dar carpetazo a la crisis hipotecaria nacionalizando las empresas en pérdidas mediante una operación que puede costar a cada norteamericano (hombres, mujeres, niños e inmigrantes incluidos) más de 3.000 dólares.

La medida ha sido celebrada por los mercados de capitales con una euforia bursátil sin precedentes y los propietarios de las empresas que cotizan en bolsa han visto con alegría como, gracias a esos más de 3.000 dólares que va a pagar cada norteamericano, sus acciones suben de nuevo en la bolsa y cómo recuperan gran parte de lo perdido durante esta crisis.

Sin embargo, según fuentes bien informadas, parece ser que ninguno estos accionistas tiene la más mínima intención de compartir sus ganancias con los ciudadanos que van a pagar la cuenta de sus pasados desmanes. Seguir leyendo «La crisis 2008: Privatizar los beneficios, socializar las pérdidas.»