Dios y el método científico

Dios y el método científico

Leo en una red social una definición de lo que sea el «derecho natural» y veo que dice:


El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.


La presencia de Dios en la definición me perturba ¿cómo puede aparecer el concepto «dios» en una definición? ¿elimina esta presencia todo carácter científico de la misma?

Para tratar de entender el carácter científico o acientífico del concepto «dios» creo que es importante conocer algunas características del llamado método científico.

A día de hoy, para que una hipótesis se considere científica, estareunir una serie de características (consistente, parsimoniosa, pertinente, reproducible, corregible, provisional…) pero, sobre todo, esa hipótesis debe ser susceptible de refutación empírica.

Para que podamos admitir como científica una afirmación es imprescindible que se puede diseñar un experimento dirigido a demostrar que esa afirmación es falsa.

Si afirmamos, por ejemplo, que un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado (principio de Arquímedes) podemos diseñar experimentos tendentes a demostrar que el peso del fluido desalojado es mayor o menor que el empuje o que el empuje no es hacia arriba sino hacia cualquier otro lado.

Según vayamos fracasando con nuestros experimentos destinados a demostrar la falsedad del principio de Arquímedes iremos apuntalando nuestra confianza en él, confianza que siempre será provisional pues, como toda afirmación científica, siempre estará sujeta a la posibilidad de demostrar su falsedad.

Con dios la situación es muy distinta.

Afirmar tanto que dios existe como que no existe son acciones acientíficas, pues no puede diseñarse ningún experimento científico encaminado a demostrar la falsedad de ninguna de las dos: las características que atribuimos al concepto «dios» lo hacen imposible. La existencia o inexistencia de dios, pues, es un debate acientífico, que escapa al mundo de la ciencia y que pertenece a otros ámbitos como la teología.

Dado que mi intención al hablar del derecho natural es hacerlo de forma científica de la definición que ofrece mi compañero debo extraer el concepto de dios por acientífico y dedicarme al resto.

Y, aclarado esto, ya puedo ponerme a la tarea.

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Intuitivamente entendemos la cooperación como ese «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» con que la define la Real Academia Española de la Lengua (RAE) y no es mal punto de partida.

Conviene subrayar que, conforme a la definición ofrecida, la cooperación —como el derecho— exige siempre la existencia previa de una pluralidad de individuos; sin embargo, la definición de la RAE no aclara algunos puntos esenciales del fenómeno cooperativo siendo el primero de ellos cómo aparecen en la naturaleza los fenómenos cooperativos y, en especial, si este «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» exige un acuerdo previo por parte de individuos que luego cooperarán o si, por el contrario, la cooperación emerge de forma natural en la naturaleza cuando se dan determinadas condiciones en el entorno.

Los seres humanos, instintivamente, tendemos a pensar que, para que diversos individuos obren de forma conjunta, es preciso —primero que nada— que estos se pongan de acuerdo, lo que exige que los individuos estén dotados de un cierto nivel de racionalidad. Tal forma de pensar es errónea y está en la base de muchas teorías equivocadas de lo que pueda ser el derecho natural. Digámoslo claro desde el principio: la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece espontáneamente en la naturaleza dadas ciertas condiciones en el entorno. Pongamos un ejemplo.

El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó en 2009 los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Además, no importa las proporciones de un tipo u otro de levaduras en la población inicial. Al final siempre se llega a un equilibrio estable en el que tanto cooperantes como tramposas están presentes en una proporción dada.

Como vemos la aparición de la cooperación es independiente de la racionalidad o irracionalidad de los individuos que cooperan lo cual, por otra parte, es obvio pues basta contemplar la naturaleza para tomar conciencia de que la cooperación es un fenómeno que aparece por doquier, desde las colonias de microbios más simples a la más sofisticadas sociedades de simios superiores pasando por todas las especies de seres vivos, animales o vegetales. Las hormigas, créame, jamás se reunieron a escribir una constitución que determinase el rol de las abejas obreras, los soldados, los zánganos o las reinas; su papel dentro de la sociedad mirmecológica está escrito en sus genes sin que haya mediado acuerdo ni pacto social previo.

Y verificado el hecho de que la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece dadas determinadas condiciones en el entorno, lo que procede ahora es que tratemos de averiguar cuales son esas condiciones y por qué la cooperación es una estrategia tan exitosa que podemos observarla por doquier en la naturaleza.

Ensayo sobre el derecho natural (I): introducción

Ensayo sobre el derecho natural (I): introducción

Leí hace unos días en la red social «X» (antes tuíter) un micropost de un compañero abogado que decía textualmente:

El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.

El micro post volvió a traerme a la mente uno de esos demonios que llevo a cuestas desde los tiempos de la universidad: el de la existencia o inexistencia de un conjunto de derechos universales —anteriores, superiores e independientes al derecho escrito, al derecho positivo y al derecho consuetudinario—, que llega a dar el fundamento a la obligatoriedad de la norma y que sirve de criterio para determinar la justicia o injusticia de una acción.

El micro post de mi compañero a la existencia de esas leyes no escritas les añadía un origen perturbador, al menos para mí, y es que estas leyes estarían dictadas por «la recta razón o por Dios».

Yo le respondí de forma más o menos velada que no estaba de acuerdo con tal origen y desde entonces me ronda la cabeza la idea de explicar en detalle cuál es mi visión de este asunto de forma que, ahora que dispongo de un rato libre, comenzaré y ya veremos luego cómo, cuándo y si termino.

Vamos al tajo.

Ni que decir tiene que, en un trabajo con pretensiones científicas, la hipótesis de un origen divino de estas normas debe ser descartada y la de que estas normas sean producto de la «recta razón» y no de procesos naturales es una hipótesis que, permítanme adelantárselo ya, por más que se encuentre extendida, carece a mi juicio de todo fundamento científico.

Y dicho lo anterior permítanme explicarme y justificar por qué entiendo que estas normas a las que llamamos «derecho natural» son un producto de procesos naturales que han determinado muchos de nuestros instintos y han conformado el criterio que permite a los seres humanos distinguir un hecho justo o moral de uno injusto o inmoral sin necesidad de haber cursado estudios jurídicos o de ética.

Y una vez dicho esto comencemos por el principio.

El Antiguo Testamento, el trigo y la teoría de la evolución

El Antiguo Testamento, el trigo y la teoría de la evolución

Creo que uno de los mejores instrumentos para entender en profundidad la teoría de la evolución es el Antiguo Testamento.

—Oiga ¿Está usted loco?
—Bien pudiera ser, pero mi locura no afecta a este asunto.

A ver cómo les explico yo esto.

Olviden todos sus prejuicios sobre la evolución y atiendan a lo que les digo: allá donde hay copia y mutación hay evolución.

—Oiga pero eso de la evolución ¿no era una historia que iba de animales más fuertes que se meriendan a los más débiles y de la supervivencia de los más aptos?

No sea usted bruto y ustedes háganme caso: hay evolución allá donde hay copia y mutación y si no me creen «fijarse» en lo que os voy a decir que «se váis» a quedar pasmados.

Todos entendemos con facilidad que cada ser, por ley natural, engendra su semejante (esto está escrito hasta en el prólogo de El Quijote) y que la cría hereda caracteres de su progenitor o progenitores. A estas entidades (animales, plantas) que son capaces de autorreplicarse y de elaborar copias más o menos fidedignas de ellos mismos, les llamamos «seres vivos» por lo que, si un día, tal y como imaginara John Von Neumann, somos capaces de construir máquinas autorreplicantes no nos quedará más remedio que reconocer que hemos creado una nueva forma de vida.

Pero no son la vida ni las máquinas autorreplicantes las que me interesan hoy; lo que me interesa hoy es la evolución cuando existe copia y mutación al margen de entidades autorreplicantes (seres vivos) y para ello voy a usar el Antiguo Testamento aunque podría utilizar cualquier otra obra literaria o musical.

Empecemos, pues, por el principio; es decir, por el creciente fértil.

La invención de la agricultura supuso la domesticación por el hombre de determinadas especies vegetales. El proceso de selección natural fue sustituido por el de selección humana en el caso de determinados vegetales y esta acción humana ha ido dejando huellas que la arqueología y el estudio del ADN pueden ahora descifrar. Veamos un ejemplo.

Hace unos ocho mil años los seres humanos domesticaron el trigo. El trigo silvestre tenía sus propias estrategias reproductivas, sus pequeñas semillas eran transportadas por el viento favoreciendo su difusión, la naturaleza favorecía esto pero esto no es lo que convenía al ser humano que prefería semillas más grandes aunque hubiese de ser él el encargado de hacer que el trigo se reprodujese. Fue hace unos ocho mil años que, por mutación o hibridación, aparecieron variedades de trigo con semillas tetraploides, mucho más gruesas, peores para la reproducción del trigo en la vida silvestre pero que encantaban a los seres humanos quienes desde entonces se preocuparon de que esta variedad del trigo se reprodujese. Si el hombre domesticó al trigo o el trigo domesticó al hombre haciéndole trabajar para cuidarlo y que se multiplicarse es una cuestión que aún se debate.

Los seres humanos que cultivaban ese trigo al igual que el trigo mismo tenían su propia firma genética y, gracias a la arqueología y a la genética, hoy podemos saber cómo los genes de ese trigo y esos seres humanos se han ido extendiendo por el mundo. Observar un mapa con los gradientes de esta expansión ha permitido incluso calcular a qué velocidad se fue extendiendo la agricultura por el mundo: un kilómetro al año.

Cuando el trigo mutó y aparecieron las semillas tetraploides su cultivo se fue extendiendo por el mundo y su rastro permitió que los historiadores pudiesen seguir su difusión por el mundo para así comprobar, con sorpresa, cómo su extensión corría pareja al avance de los genes de los seres humanos que habían aprendido a domesticar el propio trigo. Es decir que los marcadores genéticos de quienes habían aprendido a domesticar el trigo se extendían por el mundo a la par que los del trigo por ellos domesticado dibujando un gradiente en los mapas que sugería que la técnica se desplazaba con los técnicos, lo que no es de extrañar en unas civilizaciones mayoritariamente prehistóricas.

Pero este fenómeno no es exclusivo de seres vivos como el trigo o los humanos; copia y mutación las hay también en el mundo de las ideas y por ende —y ese va a ser nuestro ejemplo— en el de la literatura.

Del mismo modo que en el caso del trigo a partir de una mutación puede seguirse su descendencia, pues esta hereda esa mutación, en el caso de la literatura ocurre lo mismo, cuando se produce una mutación en el texto las copias de la copia mutada heredan está variación. Es por eso que el caso del Antiguo Testamento es particularmente atractivo porque en su labor de replicación pugnan, de un lado, el interés de copiar o traducir fiel y exactamente la palabra de dios y de otro lado dificultades de la traducción o la copia y a veces hasta la agenda ideológica del copista/traductor.

Creo que todos podemos citar ejemplos de cómo las canciones o los poemas van mutando hasta alcanzar la forma que les garantiza un mayor éxito replicativo. En mi caso, por ejemplo, jamás he olvidado el primer poema que había en mi libro de lectura de 4⁰, recuerdo que,textualmente, decía:

«Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.»

Casi cincuenta años más tarde descubrí que el poema no era así y que en la versión original de José Martí la ortiga no figuraba por ningún lado sino que lo que decía el penúltimo verso era

«cardo ni oruga cultivo»

como ven en el poema se había producido una mutación y hoy, si buscan este poema en internet, se encontrarán con que la versión mutada se encuentra con más frecuencia que la versión original. Alguien, seguramente ajeno a la cultura cubana, en algún momento pensó que la palabra oruga no encajaba en el poema sin caer en la cuenta que «oruga» no solo es un animal sino también una planta y por eso la usó el autor. Pero como el pueblo es soberano y

Hasta que las canta el pueblo
las coplas, coplas no son,
y cuando el pueblo las canta
ya nadie sabe su autor.

el pueblo decidió que ortiga sonaba mejor que oruga y así verá escrito usted el poema en multitud de sitios, incluido mi libro de lectura con el texto aprobado por el entonces Ministerio de Educación y Descanso.

Sin embargo, como digo, siendo el Antiguo Testamento un tipo especial de literatura inspirada por Dios, es razonable pensar que los copistas pusiesen un especialísimo celo en que las copias permaneciesen idénticas a los originales para no alterar las expresiones de la inspiración divina. Como pueden imaginar tal deseo no tuvo éxito y hoy tenemos multitud de versiones del Antiguo Testamento o Biblia Hebrea cada una conteniendo pasajes y libros enteros distintos.

Vamos a analizar por ejemplo el misterioso caso de los cuernos de Moisés.

Si ustedes hacen memoria (y si no miren la fotografía de abajo) recordarán que Miguel Ángel, cuando esculpió la magistral imagen de Moisés que hoy puede verse en Roma en la iglesia de «San Pietro in vincoli», le colocó en la testuz dos visibles cuernos que producen no pocos comentarios entre quienes lo observan. ¿Por qué hizo esto Miguel Ángel? ¿Es que acaso sufrió Moisés una mutación y le salieron cuernos?

No, Miguel Ángel sabía lo que hacía, créanme, la que sufrió una mutación —ya se lo adelanto yo— es la Biblia y todo a cuenta de la traducción de la palabra hebrea «QRM» (qaram o karam).

Si usted consulta hoy una cualquiera de las múltiples y todas distintas traducciones de la Biblia encontrará que estas nos dicen algo como esto (Biblia de la Conferencia Episcopal Española. Éxodo 34,29):

«Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor.»

Nada muy diferente encontrará si busca en una Biblia protestante como la Reina-Valera que en Éxodo 34,29 nos cuenta:

«Y aconteció, que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, mientras descendía del monte, no sabía él que la tez de su rostro resplandecía, después que hubo con El hablado.»

Pero, si las Biblias dicen esto… ¿Por qué demonios tiene cuernos Moisés?

Creo que en este punto necesitaremos un poco de contexto.

En general, la iglesia católica, en sus primeros años había venido utilizando como versión más o menos oficial del Antiguo Testamento la llamada «Septuaginta»; es decir, la traducción que de este se había realizado al griego en 285-246 AEC por orden del Faraón Ptolomeo II Filadelfo y en la cual, en el texto que se ocupa de los problemas córneos de Moisés, el verbo que utiliza es «dodicastai», que en griego significa algo así como «glorificado» y que, obviamente, no tiene nada que ver con cuernos.

Sin embargo, cuando a finales del siglo IV Jerónimo de Estridón, por orden del papa Dámaso I, tradujo el Antiguo Testamento al latín, lejos de hablar de glorificaciones, brillos ni resplandores de la cara, lo que dice con toda claridad es que a Moisés le estaban saliendo cuernos. Un par y sin anestesia.

Veamos que nos dice Jerónimo (San Jerónimo) de Estridón:

«Cumque descenderet Moyses de monte Sinai, tenebat duas tabulas testimonii, et ignorabat quod cornuta esset facies sua ex consortio sermonis Domini.»

¿Se había vuelto loco Jerónimo?

Vayamos por partes. Lo primero que deben saber ustedes es que Jerónimo, además de ser un sujeto cultísimo, era un tipo que los tenía bien puestos, cuadrados y cristalizados según el sistema tetragonal. Cuando a Jerónimo se le ordenó traducir el Antiguo Testamento al latín tenía una opción fácil que era simplemente agarrar la Septuaginta y traducirla del griego al latín. Jerónimo era un experto en griego (de hecho acababa de traducir el Nuevo Testamento al latín) pero decidió que no, que él quería traducir el Antiguo Testamento desde los originales hebreos y a tal fin decidió marchar a vivir a Belén hasta que dominase el hebreo como si fuese su lengua nativa.

La machada de Jerónimo no le sentó nada bien a Agustín (San Agustín) de Hipona, el máximo pensador del cristianismo del primer milenio, quién, notando que los evangelios al citar el Antiguo Testamento lo hacían citando aparentemente textos de la Septuaginta (la traducción griega), apercibió a Jerónimo de que su traducción no debería contradecir la versión griega. Agustín le ordenó a Jerónimo que respetase la «auctoritas graeca» a lo que Jerónimo respondió que a él la «auctoritas graeca» se la traía al pairo, que a él lo que le importaba era la «veritas hebraica».

Y se puso a la tarea.

Fue por eso que, cuando Jerónimo llegó al pasaje que les he transcrito antes, tradujo el verbo QRN (qaram o karam) con su significado natural (encornar, echar cuernos) y se quedó tan fresco. Si la Biblia hebrea decía que a Moisés le estaban saliendo cuernos sería por algo y si ponía eso ponía eso.

La traducción de Jerónimo al latín la conocemos hoy como «La Vulgata» y fue el texto oficial de la iglesia durante muchos siglos, de ahí que Miguel Ángel y muchos artistas del renacimiento representen a Moisés con una cuerna que no tiene nada que envidiar a algunos ejemplares de Albaserrada.

Pero entonces ¿Moisés tenía cuernos? ¿Y si los tenía por qué los perdió?

Sí, según los textos hebreos Moisés bajó del Sinaí con cuernos y así se dice explícitamente, lo que ocurre es que, como la «oruga» en el poema de José Martí de que les hablé, a muchos no parece gustarles la cosa de los cuernos y han decidido que es mejor una traducción distinta. Piensen que los cuernos son el atributo del demonio y además ¿qué narices tienen que ver los cuernos con Moisés ni con el monte Sinaí?

Y es verdad que para un lector actual el de los cuernos es un episodio oscuro, que no se entiende y esto es así porque ellos no saben lo que cualquiera de mis lectores sí sabe y es que el episodio de Moisés recibiendo de Yahweh las tablas de la ley en el Sinaí no es más que el trasunto de la entrega de las leyes a Hammurabbi por el dios Shamash y de toda una tradición legitimadora de las leyes en virtud de un pretendido origen divino.

La simbología de los cuernos ha cambiado mucho del mil antes de Cristo hasta nuestros días. En Mesopotamia y Oriente Próximo los cuernos son los atributos de los dioses y por eso se les representa coronados por una abundante colección de cuernos (pueden verlo en la segunda fotografía). Los cuernos en Moisés tras su contacto con Yahweh eran una prueba de su contacto con Dios, era el signo visible de la glorificación de que hablaba la Septuaginta.


Algo parecido a lo que le ha ocurrido a los cuernos le ha pasado a la palabra «cerveza», por alguna razón a los traductores de la Biblia les molesta la palabra «cerveza» y cada vez que aparece está palabra en hebreo la cambian por eufemismos del tipo «bebidas fuertes».

Como ven ni la pretendida palabra de Dios soporta el asedio de los traductores traidores que la van mutando y construyendo versiones que ellos entienden más digeribles o atractivas para el hombre moderno.

Bueno, creo que por hoy esta bien, este post es un ladrillo de consideración y si sigo me veo hablando de los Cerros de Úbeda. Lo importante, créanme, es que no olviden que la información, en todas sus manifestaciones, ADN, literatura, pintura, ideas, memes en general… Muta exactamente igual que la vida y, mientras no falte la energía, mutará siempre hasta alcanzar su mayor nivel replicativo.

Eso quería yo decirles, lo que pasa es que a veces me descarrilo.

Los cuernos como distintivo divino.
Moisés de Miguel Ángel (San Pietro in vincoli. Roma).

La constitución de las hormigas

Supongo que es legítimo preguntarse al ver a una colonia de hormigas o de termitas dónde están escritas las leyes que determinan que los soldados hayan de salir a enfrentar a los enemigos, que las obreras hayan de trabajar para nutrir a la reina y a las crías o que la reina haya de pasar su vida poniendo huevos. ¿Dónde está escrita la Constitución de esa colonia de hormigas?

Y si es legítimo preguntarse dónde están escritas las normas que regulan la vida y funcionamiento de las sociedades de hormigas, del mismo modo es lícito preguntarse por el lugar donde están inscritas las leyes que determinan que en la sociedad de los chimpancés los miembros de una misma tribu se apoyen mutuamente o en la de los bonobos (el simio más parecido al ser humano) que siempre sea elegido líder el hijo de la hembra líder y que si está pierde el favor del resto de las hembras su hijo sea depuesto inmediatamente.

Asumimos que, por complejas que sean las sociedades animales, las normas inscritas en sus genes son suficientes para regularlas y permitir la vida en sociedad; sin embargo, cuando de humanos se trata, parece que nos cuesta trabajo admitir que la primera fuente de regulación de las conductas humanas y las sociedades que los humanos forman son también esas normas que todos los animales llevamos inscritas en nuestros genes.

Vivir en sociedad es una tarea compleja y para formar sociedades es preciso que los individuos llamados a formarlas dispongan de una serie de capacidades con las que cuentan desde los seres vivos más primitivos (bacterias) a los más evolucionados (seres humanos). Sin embargo, los juristas, quizá llevados de la complejidad y sofisticación aparentes de las normas que regulan la vida de las sociedades, hemos dedicado poco tiempo y aún menos interés a entender las normas que, inscritas en nuestros genes, hicieron del hombre ya no sólo un animal social, un zoon politikon que dijo Aristóteles, sino un animal moral, un animal justo y con sentido de la justicia.

Antes de que ninguna constitución o ningún libro sagrado nos dijese cómo habíamos de vivir y organizarnos, antes de que mitológicas leyes nos señalasen los mandamientos a que habíamos de ajustar nuestra conducta, todos los seres humanos en todos los confines del mundo ya sabían distinguir el bien del mal, al leal del traidor, al generoso del individualista, al agradecido del ingrato, al ladrón del despojado y a la víctima del victimario.

El bíblico «no matarás» ya era un mandamiento para todas las sociedades humanas antes de que Moisés lo bajase del Sinaí grabado en unas tablas de piedra y, al igual que para los judíos que atacaron a Amalec en tiempos del rey Saúl o que hoy bombardean la franja de Gaza, era un mandamiento relativo que alcanzaba solo a una determinada fracción del género humano. No, antes de que los hombres escribiesen las primeras leyes, antes de que Urukagina de Lagash grabase en tablas de arcilla sus primeras y revolucionarias leyes, las sociedades humanas ya se regían por leyes y formas de conducta comunes en su núcleo esencial a todas ellas.

Los seres humanos nacemos equipados de un complejo arsenal de instintos que son los que nos proporcionan las habilidades básicas para la vida en sociedad. ¿Cree usted que los sentimientos de gratitud, piedad, venganza, perdón y otros muchos son adquiridos? ¿O cree usted que ya vienen incorporados como instintos en nuestro equipamiento genético?

Si usted alberga dudas a la hora de responder a esta pregunta le propongo que hagamos una cosa, que comprobemos si esos mismos sentimientos e instintos existen en otros animales distintos del ser humanos, de los menos a los más evolucionados, pues, si los encontramos en animales menos evolucionados que el hombre, tendremos que admitir que, con alta probabilidad, ocurrirá lo mismo en los seres humanos.

Empecemos por ejemplo por un sentimiento muy de moda —la empatía— y un tipo de animales especialmente despreciados: las ratas.

¿Cree usted que las ratas son empáticas? Veámoslo.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, la que accionaba la palanca y la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

Y una vez que sabemos esto ¿crees que podemos mantener que los seres humanos no son empáticos por naturaleza? ¿Admitiremos que hay normas de conducta con las que los seres humanos nacemos y que desde hace millones de años están escritas en nuestro ADN?

Pero ¿por qué habría de escribir la naturaleza en nuestros genes y en los de otros animales sociales instintos tales como la empatía, el orgullo, la venganza, la gratitud…?

La pregunta, debo admitirlo, está mal hecha pues la naturaleza nunca hace nada intencionalmente, opera de otra forma (si quiere esto podemos verlo otro día) pero mi hipótesis es que, siendo la cooperación una estrategia evolutivamente estable (los experimentos de Robert Axelrod en este punto son muy interesantes) la empatía, la gratitud, el orgullo, la venganza y hasta el sentimiento de justicia/injusticia forman parte de nuestro equipamiento genético.

¿No crees que los animales tengan sentido de la justicia tanto más evolucionada cuanto más evolucionada sea la especie a qué pertenecen? Creo que en este punto puedo sorprenderte.

¿Y esto qué nos importa?

No sé si has reparado en el recurrente debate justicia/ley que suelen plantearnos habitualmente a los juristas ¿Qué es justo y qué es injusto si no es aquello que está escrito en los textos positivos? ¿Dónde está escrito ese código que nos dice qué es justo y qué no?

Hay quien lo ha buscado en textos filosóficos o sagrados y así me lo «enseñaron» en la facultad cuando estudié derecho natural o filosofía del derecho, yo, desde hace años decidí buscarlo en la naturaleza y en la forma en que está funciona.

Y creo que es el mejor camino.

Avenida de «La Raza»

Avenida de «La Raza»

Debo confesar que no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas, que estaba equivocado, en suma.

Déjenme que les explique.

Verán, yo siento una especial aversión hacia la palabra «raza» aplicada a la especie humana. Es una aversión liminal, casi apriorística, si aparece la palabra «raza» en algún discurso mi ánimo cambia inmediatamente y me pongo en guardia frente a quien esgrime tal concepto. Es casi irracional pero, en general, no suele fallar: quienes manejan el concepto de «raza» (sea esto lo que sea) en sus reflexiones sobre los asuntos humanos, suelen acabar derivando siempre hacia las tenebrosas costas de un cierto tipo de pensamiento sustentado por un oscuro cabo austríaco de la primera guerra mundial.

Con lo dicho no se extrañarán de que, de todas las calles y avenidas de Sevilla, ninguna me resultara tan desagradable y tan impropia de una ciudad tan humana como esa vía llamada «Avenida de la Raza».

Recuerdo ir conduciendo y preguntarme ¿Qué coño me estarán queriendo decir con ese nombrecito? ¿Avenida de la Raza? ¿De qué raza? ¿Pero es que en España no sabemos todos que somos como los perros callejeros, unos mil leches producto de los cien pueblos y pueblas que han pasado por la península ibérica a lo largo de la historia?

La raza… ¡menuda raza! desde que neandertales y cro magnones habitaban la península hace más de 30.000 años por aquí han pasado todos: los de los campos de urnas, los indoeuropeos, los iberos, los celtas, los fenicios, los griegos, los carthagineses, los romanos, los suevos, los vándalos, los visigodos, los árabes, los gitanos, los judíos, los alemanes de Mallorca, los ingleses de Magaluf y hasta magyares como Kubala y Puskas.

¿Raza dice usted? ¿Avenida de «La Raza»? Deje que me descojone, caballero.

No podía evitarlo, créame, si viajaba con algún amigo que no conocía Sevilla procuraba evitar por todos los medios que reparase en tan odioso nombre de forma que, si era preciso, daba un rodeo para evitar meterle por esa avenida.

A mi lo de «Avenida de La Raza» me traía a la memoria lo del «Día de La Raza», nombre que en mi infancia algún «falangista valeroso» aplicaba al la festividad del 12 de octubre, día que, por aquellos tiempos, se conocía como el «Día de la Hispanidad», un nombre que a mí me caía bien y que no entendía que nadie quisiera sustituir por el, a mi juicio repulsivo, nombre de «Día de la Raza».

Pero ya se lo dije al principio, me equivoqué, porque soy un ignorante, porque desconozco muchas cosas y porque a menudo juzgo demasiado rápidamente.

No digo que quienes utilizaban entonces e incluso ahora la expresión de «La Raza» no lo hiciesen con una intencionalidad ideológica digna de un cráneo fraguado con hormigón de búnker berlinés, lo que digo es que, cuando le pusieron el nombre a esa avenida, por la mente de quienes lo hicieron no pululaba ninguna de las ideas que yo, prejuiciosa mente, les atribuía.

La existencia en Sevilla, junto al Parque de María Luísa, de un «Monumento a La Raza» inaugurado en 1929 debió hacerme sospechar. El monumento, una especie de mural, luce unos versos del poeta nicaragüense Rubén Darío que dicen textualmente:

«Ínclitas razas ubérrimas,
sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos,
luminosas almas, ¡salve!»

Total ná, «razas ubérrimas», «Hispania fecunda», «espíritus fraternos», «luminosas almas»… Rubén Darío no podemos decir que se quedase corto, no… Pero ¿qué significa todo esté galimatías?

Mi desconcierto alcanzó niveles máximos cuando descubrí que, en países americanos como Honduras, aún se celebra el «Día de la Raza» así, con este nombre. Al conocer ese dato me quedé petrificado de piedra basáltica del volcán Popocatéptl.

Y fue bueno que me quedase de piedra de este volcán mexicano porque de México llega la explicación más plausible de todo esté galimatías de la mano —o mejor dicho de la pluma— del principal intelectual de la Revolución Mexicana, es decir, de Don José Vasconcelos y Calderón.

Resulta que esté prolífico autor, verdadero apóstol de la educación de su estado, hombre que había ocupado relevantes puestos públicos en el gobierno mexicano y que fue incluso aspirante a la presidencia de la república, es el principal responsable de este asunto de «La Raza» que, como verán, es justamente todo lo contrario de lo que parece.

En el pensamiento de Vasconcelos los conceptos exclusivos de raza y nacionalidad debían ser trascendidos en nombre del destino común de la humanidad. Este pensamiento tuvo su origen en un movimiento de intelectuales mexicanos de la década de 1920, que apuntaron que los latinoamericanos tienen sangre de las cuatro razas primigenias del mundo: roja (amerindios), blanca (europeos), negra (africanos) y amarilla (asiáticos): la mezcla entre todas ellas da como resultado la aparición de una quinta y última, la más perfecta y sublime. Resulta, pues, que «La Raza» a la que se refería el cartelito de la calle y el poema de Rubén Darío es justo a la nuestra, a la de los perros callejeros, a la de los «mil leches». La Raza de la que habla Vasconcelos es la raza de los antirracistas, de la de los mestizos, de la de todos en realidad porque, en el fondo, todos los seres humanos somos eso, mestizos (¡Coño, si hasta tenemos un 2% neandertal!).

Según Vasconcelos la América hispana es la suma de toda la humanidad, el punto culminante de su historia: América es donde se combina la hispanidad europea (síntesis de celtas, iberos, romanos, germanos) con «el espíritu contemplativo» del indio americano, «la sensualidad» del africano y «el sentido de unidad colectiva» del asiático. ¡Toma candela, Manuela!

Y a esta raza que no es raza, a esta raza antirracista, Vasconcelos (a quien ciertamente no le faltaban palabras) la bautizó nada menos que como «La Raza Cósmica» y se tiró el folio de publicar en Madrid, en 1925, un ensayo titulado así: «La Raza Cósmica».

Es así como se entiende que Rubén Darío, en el monumento a la raza de Sevilla, hablase de «Ínclitas razas ubérrimas» (en plural) y de «espíritus fraternos». Mientras que cualquier filósofo centroeuropeo con cráneo de hormigón y acero hubiese hablado del «Volkgeist» y de otras ideas de bigotito recortado, aquí, el Darío y el Vasconcelos, se tiraron un pegote verdaderamente cósmico:

—¿A nosotros nos váis a hablar de razas? ¡Tirad pal búnker, esjraciaos!

No creo necesario aclarar que este post no pretende ser del todo científico y que algo de ironía hay en él, tampoco pretendo saberlo todo sobre el pensamiento del recién descubierto por mí Vasconcelos y sobre su delirante idea de la «Raza Cósmica», de hecho, ya lo dije al principio, debo confesar que todo esto hace poco no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas y que quizá también lo esté haciendo ahora.

Quiero decirles que siempre puedo estar equivocado, en suma.

En la foto del post Don José Vasconcelos, un tipo tan «racial» que consiguió en su tiempo que todos los ingresos del petróleo obtenidos por México se dedicasen a educación y creó escuelas en aquel país a un ritmo de mil al año. Eso sí es raza de la buena.

Cómo empezó todo

Cómo empezó todo

La mayoría de las civilizaciones de la tierra han tratado de explicar cómo comenzó este mundo que habitamos y, para ello y a falta de conocimientos científicos, han dado en usar de intuiciones, a veces geniales, que han plasmado en mitos.

De los inventores de la historia —los sumerios— nos llega a través de los acadios y los babilonios una de las primeras historias que nos explican cómo el mundo y el hombre fueron creados. A esa historia la conocemos con el nombre de sus primeras palabras «Enuma elish» («Cuando en lo alto».  𒂊𒉡𒈠𒂊𒇺) y nos cuenta cómo el mundo fue creado «Cuando en lo alto el cielo no existía ni abajo existía la tierra firme».

La vieja historia sumeria, en síntesis, nos cuenta uno de los mitos más ampliamente repetidos en todas las civilizaciones del mundo: la lucha entre el caos y el orden; el caos, en el caso del Enuma Elish, representado por la monstruosa diosa Tianmat y el orden por el luminoso dios Marduk. Tras la victoria de Marduk sobre Tianmat, del orden sobre el caos, comienza la labor creadora, ordenadora, de aquel hasta lograr el cosmos y armonía natural que admiran al ser humano.

No muy distinta es la historia que se relata en la creación contenida en nuestro Antiguo Testamento, pues, en el primero de sus libros —conocido como «Génesis» por la mayoría pero que, como en el caso del Enuma Elish, es conocido por su primera palabra por los judíos «Bereshit» («En el principio…»)— también un dios ordenador informa el caos primigenio hasta producir el cosmos armónico que conocemos.

Esta misma lucha caos-orden se produce también en las mitologías mesoamericanas y al lector curioso le sorprenderá comprobar cómo leyendas e imágenes se repiten, por ejemplo:

En el mito de la creación azteca los dioses Tezcatlipoca y Quetzalcóatl logran acabar con el monstruo del caos cuyas lágrimas se convierten en los ríos, justo igual que en el caso de Tianmat, cuyos ojos son las fuentes de los ríos Tigris y Eúfrates para los mesopotámicos. Igualmente sorprendente es el relato contenido en uno de los mitos incas sobre la creación donde el dios Viracocha, tras un primer intento de crear al hombre, al ver que la obra le ha quedado mal, ordena un diluvio para acabar con ellos.

Sí han leído el Antiguo Testamento o tienen nociones de historia sagrada estoy seguro que todos estos relatos que les cuento les suenan.

No digo que todos los mitos de creación de todas las civilizaciones sea iguales, sólo señalo que este de la lucha orden-caos es uno de los más frecuentes (Mesopotamia, Egipto, Mesoamérica…) y resulta, en mi criterio, una ilustración brillante, la expresión poética de una intuición verdaderamente notable sobre la forma en que el mundo funciona y sobre el mecanismo esencial de la «creación».

Porque, si lo analizamos bien, la forma en la que el mundo funciona es esta que nos cuentan los viejos textos, la de una eterna lucha entre una fuerza caótica y un impulso informador que dote de orden al caos. Seguramente este proceso de creación, de cómo puede emerger el orden del caos, es necesario que yo se lo explique aquí pues, de no hacerlo, pueden ustedes pensar que todo esto que les cuento no es más que otro mito como el Enuma Elish o el Bereshit y no la forma en que la naturaleza se comporta.

Para explicar todo este asunto de forma que se entienda bien recurriré a la estructura Sumeria del mito y, si su paciencia lo sufre, les presentaré a la diosa del caos (Tianmat) a la que llamaremos «entropía», al dios informador (Marduk) al que llamaremos energía y el resultado final de esta tensión, la materia informada, será el cosmos y la vida que conocemos.

Veamos cómo Marduk (la energía) pelea con Tianmat (la entropía) y produce orden donde antes sólo había caos.

Quizá para entender esto lo mejor es que empiecen por llenar su lavabo de agua y coloquen firmemente el tapón en su fondo, con esto habremos creado en su cuarto de baño ese océano primigenio de donde brotaron el mundo y la vida. Y ahora prepárense, van a ser espectadores del maravilloso proceso de la creación, ese proceso mediante el cual el caos se informa, se ordena, hasta dar lugar a fenómenos tan complejos y maravilloso como la vida. Vamos allá.

Una vez tenemos lleno nuestro lavabo de agua en nuestro miniocéano primigenio reina el caos, el sistema está en ese aburrido estado de máxima entropía del que parece imposible salir y malamente nadie nos sacará de aquí salvo que se nos aparezca algún dios Marduk que ordene un poco este aburrido charco de agua.

Nosotros invocaremos a Marduk (la energía) quitando el tapón del lavabo y dejaremos que la energía (Marduk) en forma de ley de la gravedad actúe sobre nuestro miniocéano primigenio a ver qué pasa.

Y ahora atentos porque la lucha entre Marduk (la energía) y Tianmat (el caos,la entropía) comienza a desarrollarse ante nuestros ojos, el sistema, la materia,entra en desequilibrio, se mueve y,de pronto, como por milagro, el orden aparece en el sistema. Donde antes las moléculas de agua flotaban a su libre albedrío, ahora, por efecto del desequilibrio introducido por Marduk y su generoso derroche de energía, las moléculas de agua se ordenan y forman espirales, esas espirales que usted conoce bien desde niño pero que, hasta ahora, no sabía que eran un ejemplo a escala de cómo Marduk gracias la energía puede ordenar un sistema que, de otro modo, tiende a la entropía, a Tianmat.

Marduk (la energía) ordena el mundo de muchas formas, no sólo en su lavabo. Si usted coloca su pequeño océano primigenio en una olla y la coloca sobre una fuente de energía (Marduk, el fuego) verá como ese miniocéano de agua que hay en la olla se ordena en forma de corrientes de convección (el agua borbollonea) reduciendo de este modo su entropía, ordenándolo, informándolo.

Este proceso de aparición de estructuras coherentes, autoorganizadas en sistemas alejados del equilibrio se trata de un concepto del científico ruso nacionalizado belga Ilya Prigogine, el cual recibió en 1977 el Premio Nobel de Química «por su gran contribución a la acertada extensión de la teoría termodinámica a sistemas alejados del equilibrio, que sólo pueden existir en conjunción con su entorno».

No les pido que entiendan en profundidad esas estructuras coherentes, autoorganizadas en sistemas alejados del equilibrio (estructuras disipativas) sólo les pido que entiendan ese proceso por el cual la información puede ordenar la materia a costa de un generoso derroche de energía, ganando de este modo la batalla, aunque sea local y temporalmente, a la entropía.

La imagen de un dios amasando barro, harina de maíz o cualquier otra sustancia para crear al hombre es una imagen muy ilustrativa de lo que acabo de contarles, la energía, aplicada a la materia, la informa y da lugar a una realidad nueva que es creada. Sí lo piensa bien quizá ni el Enuma Elish, ni el Génesis, ni el mito de Tezcatlipoca y Quetzalcóatl estaban tan lejos de la verdad y representaban bastante bien ese proceso por el cual se puede informar el caos a través de la aportación de energía.

Si quiere saber cómo empezó la vida en la Tierra puede usted pensar en las diversas fuentes de energía (sol, volcanes, vientos, impactos de meteoritos) que introdujeron en nuestro planeta los desequilibrios necesarios para informar nuevas realidades, aunque solo fuese burbujas en el agua que operasen como protocélulas o cualquiera otra forma que usted imagine.

Sí lo piensa tan solo hay tres realidades en nuestro universo: materia, energía e información y, de las tres, es esta última la que hace interesante al universo.

Esta imagen de Dios como una impresora 3D estoy seguro que le hará mirar de otra forma a quienes sustentamos criterios un tanto piratas/informacionales de la realidad.

Como un juego de niños

Como un juego de niños

Cualquier animal social, para vivir en grupo, necesita respetar las normas que regulan el funcionamiento del grupo y esto es válido para una colonia de simples bacterias como para la más evolucionada horda de chimpancés u homo sapiens.

Estas habilidades para la vida en grupo no se adquieren culturalmente mediante el aprendizaje sino que están inscritas, al menos en su nivel más básico, en los genes de los miembros del grupo dando lugar a conductas que se heredan. En el caso de los humanos a ese conjunto de conductas heredadas (el «derecho natural» genuino) se añade otro conjunto de normas fruto de la evolución cultural de cada comunidad.

¿Se ha planteado usted si la empatía, el orgullo o la venganza son rasgos heredados o aprendidos?

Las ideas que ha ido teniendo el ser humano sobre sí mismo han tenido a menudo consecuencias dramáticas. No es lo mismo pensar que el niño, cuando nace, es una hoja en blanco que la sociedad escribe a través de la educación a pensar que el niño, cuando nace, ya trae un equipamiento genético que determina muchas de sus características; no es lo mismo pensar que el hombre es un ser bondadoso por naturaleza que la sociedad estropea a que el hombre es, en sí mismo, un ser malvado que si no expresa toda su maldad es gracias a que, de alguna forma, firmó un contrato social que hace que la sociedad le salve de sí mismo.

Es muy peligroso creer que sabemos cómo es el hombre porque ello nos llevará a dictar leyes que pueden ir contra su naturaleza y hacerlo profundamente infeliz.

En la naturaleza existe la empatía, existe el orgullo y existe el altruismo y no sólo en la especie humana sino también, en mayor o menor medida, en cualquier animal social. Pero también existen en el hombre multitud de aspectos que no comprendemos y que no sabemos si se deben a la cultura o a su equipamiento genético. Hoy el País publica una serie de estudios científicos que yo conocía desde hace tiempo a través de los estudios del primatólogo Frans de Waal pero sobre los que no me había atrevido a escribir en redes sociales por temor a ir contra el «mainstream» del pensamiento actual: ¿los juegos de los niños y niñas humanos son diferentes por educación o existe algún tipo de condicionamiento genético?

El tema, que debiera ser estrictamente científico, sé que puede segmentar a los lectores rápidos en función de algunos apriorismos políticos y no me gustaría que ese fuese el caso, sólo quisiera compartir el «state of the art» de la ciencia en este punto y, para ello, nada mejor que transcribir las apreciaciones del propio Frans de Waal, primatólogo al que, como sabrán los lectores más antiguos y recalcitrantes de estos post, he dedicado numerosos artículos:

Una mañana, a través de mis binoculares, vi a Amber encaminarse hacia la isla en una extraña postura encorvada, renqueando sobre una mano y dos piernas. Con la otra mano abrazaba la cabeza de un cepillo de crin contra su vientre, exactamente igual que una madre chimpancé sostiene a un neonato que es demasiado pequeño y débil para agarrarse por sí solo. Amber era una hembra adolescente de la colonia de chimpancés del zoo de Burgers. Uno de los cuidadores debió de dejarse el cepillo, y Amber le había quitado el mango. Ocasionalmente, lo acicalaba y deambulaba con el cepillo colocado en la grupa, como una madre cargando con un retoño más crecido”.

En los infantes humanos encontramos un patrón similar al de los chimpancés: las niñas juegan mucho más con muñecas que los niños, en todas las culturas. Sin duda, desde pequeños aprendemos que algunas actividades son socialmente más aprobadas para un género u otro, y con frecuencia se estigmatiza a los niños que juegan con muñecas. Sin embargo, las observaciones con primates indican que también podría existir una base biológica.

Para comprobarlo, en 2008 se llevó a cabo un experimento en el Centro de Investigación de Yerkes con macacos (Macaca mulatta). A 39 infantes les dieron distintos objetos para que se divirtieran. Unos eran juguetes comúnmente asociados a chicos, como pelotas, tractores y otros objetos con ruedas, y otros eran peluches similares a muñecas, que solemos asociar a las chicas. El resultado fue que, al igual que ocurre con los humanos, los machos prefirieron los juguetes con ruedas a los peluches, mientras que las hembras no mostraron preferencias

Este resultado llama la atención, sobre todo si tenemos en cuenta que los macacos no tienen este tipo de objetos en su hábitat natural. En un gran número de especies de mamíferos, cada sexo juega de manera diferente: los machos suelen tener un juego más dinámico y brusco que las hembras. Por tanto, es posible que los juguetes con ruedas permitieran a los macacos desarrollar este tipo de juego mejor que los peluches.

Si dos machos jóvenes de macaco o chimpancé se ponen a jugar con una muñeca, lo más probable es que esta termine destrozada. Cada uno agarrará un extremo y tirarán de él en una lucha por hacerse con el objeto, demostrando así quién es el más fuerte. Por el contrario, las hembras lo arroparán y le inspeccionarán la zona de los genitales. Son más propensas a los cuidados.

Estas diferencias en el tipo de juego también se ha observado en los humanos. Los niños son más enérgicos y las niñas utilizan más los juegos narrativos. Por lo tanto, es posible que niños y niñas tengan juguetes distintos porque escogen aquellos que les permiten desarrollar mejor su tipo de juego. En 1982, un estudio estadounidense hizo una encuesta para averiguar los motivos por los que estos escogían los juguetes. El 55% habló de lo que podía hacer con esos juguetes, frente al 1% que hizo referencia a su género.

Por supuesto, esto no quiere decir que su entorno cultural no afecte. Uno de los juguetes preferidos de los macacos del experimento era un carrito de la compra en miniatura, pero este no es un juguete popular entre los niños humanos, probablemente por el imaginario asociado a él.

Es importante aclarar que hablamos en términos generales, siempre hay excepciones. Por ejemplo, la exposición en el útero a hormonas sexuales influye en las preferencias por los juguetes. Las niñas con hiperplasia suprarrenal congénita, que secretan más andrógenos de lo normal, presentan un juego más parecido al de los chicos y también eligen juguetes típicamente masculinos con más frecuencia. Esto es así, aunque desde pequeñas se les anime a utilizar juguetes supuestamente femeninos.

Y sin embargo, a pesar de lo expuesto, yo no tomaría decisiones definitivas sobre resultados científicos que, como todos los resultados cuentíficos, son siempre más o menos provisionales, jugar a ser Dios con otros seres humanos legislando sobre aspectos que no podemos estar seguros de conocer es siempre peligroso.

No hay nada que me inquiete tanto como un legislador absolutamente seguro y convencido de lo que hace y, en ese sentido, todos los credos me inquietan sean religiosos o políticos.

Desde 2008 he tratado de penetrar en los fundamentos genéticos —y por tanto evolutivos— de los comportamientos sociales —y por ende jurídicos— humanos para tratar de entender el verdadero derecho natural que se esconde tras las conductas humanas y que está escrito en su ADN y es por ello que me he dedicado a buscar los antecedentes de estos comportamientos en otros animales que podrían mostrar estadios evolutivos anteriores al de la especie humana actual.

He aprendido mucho en este viaje de 25 años aunque, seguramente, mi convicción más asentada es la de que la única seguridad válida es la duda; esa y la de que este tipo de post no suelen interesar a nadie, mucho menos en verano y a la hora de la siesta.

Los comuneros y la identidad nacional española

Los comuneros y la identidad nacional española

Me recuerda mi amiga Marta Díaz a propósito de la entrada anterior que hoy se celebra en Castilla y León el aniversario de la derrota comunera en Villalar y reparo en que, tal hecho, lejos de ser uno de los ladrillos fundamentales con los que se ha construido la identidad castellanoleonesa, fue durante todo el siglo XIX uno de los pilares sobre los que se construyó la identidad española. Quizá usted no me crea pero déjeme que me explique.

Desde la noche de los tiempos las sociedades las han regido unos líderes a los que ha legitimado una casta sacerdotal. Los reyes eran reyes no por voluntad de nadie sino por elección divina, de ahí que en las monedas de todos los reinos del mundo pueda leerse lo de «Fulano de Tal, Rey, por la gracia de Dios». Si no me crees busca una moneda del actual rey de Inglaterra, Carlos III, y verás que en ella pone literalmente alrededor de su cara: «Charles III•D•G•Rex». Esas iniciales «D» y «G» significan exactamente «Deo Gratias» (por la Gracia de Dios) y son las que legitiman a la, por ello, «graciosa» majestad británica.

Sin embargo esa legitimación del poder cesó cuando los revolucionarios franceses guillotinaron a Luís XVI, muerto el monarca y su legitimación divina ¿quién o qué legitimaba al gobierno revolucionario?

La respuesta la hallaron los revolucionarios franceses en un nuevo sujeto político: la nación.

Para Francia el proceso resultó simple pues además de ser un estado bastante unitario los revolucionarios se preocuparon de uniformizarlo más, no siendo una de las medidas de menor importancia, la forma en la que dividieron el país atendiendo no a su pasado histórico sino a accidentes geográficos, por ejemplo, el País Vasco Francés (Iparralde) para Francia es simplemente el Departamento de los Pirineos Atlánticos.

En la monarquía hispánica el proceso fue parecido pero no igual. Secuestrados los reyes por Napoleón los diversos virreinatos de la Corona (americanos y peninsulares) se organizaron en juntas a la espera de la conclusión de la guerra y la vuelta de los reyes pero, en el interín, en Cádiz y sin rey se reunieron las Cortes integradas por representantes de todos los virreinatos tanto americanos como europeos de la monarquía hispánica de Manila a las Islas Baleares. Y así, sin rey, estas Cortes aprobaron una Constitución en la que, al igual que en Francia, se buscaba la legitimidad en «la Nación Española» (primera vez en la historia que aparece la nación española como sujeto político) aunque no se supiese muy bien qué era eso de «la nación española» al hablar de una monarquía que tenía territorios en medio mundo.

Sí, cuando Napoleón invade la península, la monarquía hispánica está en el cénit de su expansión territorial —esto se olvida a menudo— y es en ese momento el estado más extenso del planeta. Confundidos ante semejante magnitud los constituyentes de Cádiz deciden definir la nación española usando de una tautología: la nación española es la reunión de todos los españoles de los dos hemisferios ya fueran europeos, americanos, indios, tagalos o mestizos de cualquiera de los anteriores.

El problema es que el rey, el abyecto Fernando VII, volvió y durante todo el siglo XIX los españoles de este lado del Atlántico anduvimos enredados en guerras civiles que, en el fondo, no eran más que el debate de si el gobierno de la nación se fundaba en el derecho divino de los reyes («altar y trono» decían los carlistas, «Dios, patria y rey» cantan aún) o si la soberanía emanaba de la nación cual pretendían los liberales.

Resolver miles de años de legitimación divina monárquica en un país fuertemente católico como era el nuestro costó cien años, cuatro guerras civiles y centenares de miles de muertos; aún hoy día, si miras una moneda de Franco, verás que pone «Francisco Franco Caudillo de España por la G. de Dios»; no, créeme, no te estoy contando ningún cuento.

Si para los carlistas durante el siglo XIX no había nada que inventar (el Rey era Rey y punto) para los liberales sí había mucho que inventar. Al igual que todas las recien nacidas naciones americanas andaban a la busca de su identidad inventando relatos nacionales en muchos casos absolutamente delirantes, los territorios europeos de la monarquia hispánica comenzaron a buscar su identidad como nación y esa identidad quienes más la buscaron y la construyeron fueron precisamente los liberales pues era a ellos (y no a los carlistas absolutistas) a quienes les urgía tener un fuerte concepto de nación y es por eso que la identidad nacional española que se construyó es, en muchos modos, liberal. Repasemos algunos de los mitos fundacionales de la identidad española que se fue definiendo en el siglo XIX y, para ello, nada mejor que analizar las escenas que se recogen en los más famosos cuadros del momento, pagados generosamente por las autoridades de la época.

¿Quién no recuerda «El fusilamiento de Torrijos» de Antonio Gisbert?

Pues bien, de los mismos pinceles de Gisbert salió «La ejecución de los comuneros de Castilla».

Para el designio liberal de lo que había de ser la identidad española Castilla era una pieza fundamental. Rodrígo Díaz de Vivar, El Cid, representaba a esa nobleza baja que se sentía tan igual a su rey que se creía con derecho a apretarle las tuercas tomándole juramento. Para esta visión de la identidad española Isabel y Fernando representaban la unidad nacional pero no así el extranjero Carlos I; la pintura histórica se recrea en la reina Doña Juana y frente a los monarcas extranjeros se prefiere la rebeldía comunera, imprescindible para el ideario liberal y es por eso que, el propio Gisbert, dedica a su ejecución la tan conocida pintura.

Para estos liberales, ahora, la nación española tenía vocación imperial y es por ello que existen cuadros como el de «Los almogávares entrando en Constantinopla» que aún hoy adorna las paredes del Senado de España.

Pero volvamos a los comuneros. Esta visión liberal de la identidad española tuvo un éxito fulminante y fue adoptada por la generalidad de los libros de texto que se editaban para los escolares. Castilla fue reivindicada por esa visión y fue por eso y no por otra cosa que, cuando se proclamó la Segunda República Española una de las franjas rojas de la bandera fue sustituída por el color morado del teórico pendón morado de Castilla (que, por cierto, jamás fue morado) a fin de resaltar el protagonismo, real o inventado, de Castilla en la forja de la identidad nacional española.

Obsérvese, incidentalmente, que en el cuadro de la ejecución nada nos recuerda a Carlos I porque, quiérase o no, ese extranjero fue emperador y aunque la versión oficial era que los reyes posteriores a Isabel y Fernando dilapidaron la herencia que estos les dejaron, la realidad es que, hasta Carlos IV el imperio de la monarquía hispánica no había hecho sino crecer territorialmente.

Hoy, al recordar que es la efemérides de la derrota de Villalar, recuerdo cómo me sorprendió que el episodio de los comuneros fuese elegido como relato para la identidad regional de la recién inventada comunidad autónoma de Castilla y León (antes Castilla era Castilla y León era León) y recuerdo cómo, ese mismo relato identitario, fue mantenido por la II República e incluso por el mismo Franco en cuyos libros los niños de entonces volvimos a estudiar a los reyes godos (como si estos fueran españoles); a Indíbil y Mandonio y a Viriato; al Cid Campeador; a Isabel y Fernando… En fin, a toda la panoplia de hechos y héroes sobre los que en el siglo XIX se fue forjando la identidad nacional española.

Durante los años de la transición, quienes la vivimos, vivimos un espejismo pues, cuando el mundo esperaba que en la más genuina tradición hispánica nos acabásemos matando, demostramos que todo lo que se contaba de la leyenda negra, del cainismo español, de las dos Españas, era eso: solo historia.

Y sin embargo, ahora, en estos últimos tiempos vuelvo a escuchar la turra de quienes reviven la leyenda negra y de quienes resucitan a Viriato; los viejos relatos vuelven desde la izquierda y la derecha a repetir unas letanías tan manidas como gastadas pero que aún sirven para dar argumento a posiciones políticas que no son de futuro sino de pasado.

Y en fin, hoy, cuando Marta Díaz me ha recordado que hoy celebraban en Castilla el aniversario de la derrota de los Comuneros en Villalar, le he contestado que eso tenía un post.

Un post como este y que nadie se me enfade.

Feliz día de la Comunidad Autónoma de Castilla y León.

Las vírgenes y las identidades nacionales

Las vírgenes y las identidades nacionales

Mientras camino hacia el juzgado de guardia veo que toda la población con la que me cruzo camina en sentido contrario al mío. En un momento dado me cruzo con un fiscal que camina perfectamente enchaquetado también en sentido contrario, me sonríe, me hace un gesto con la mano y me dice: ¡a ver a la Virgen!

Cuando me lo dice dejo de pensar en el asunto que me conduce al juzgado y reparo en que hoy domingo la patrona de Cartagena, la Virgen de la Caridad, va a salir en procesión conmemorando no recuerdo qué centenario de su llegada a la ciudad. A la vista del gentío que camina hacía allá (muchos enchaquetados, muchos con escapularios, algunas mujeres con mantillas) me pongo a pensar en cuán importantes son las vírgenes en la formación de la identidad de las patrias y naciones católicas.

El de la mexicana Virgen de Guadalupe es quizá el ejemplo más paradigmático de esto. Antes de la independencia mexicana, durante el período virreinal, en la Nueva España ocurría como en la Vieja España y proliferaban las vírgenes en cada pueblo; sin embargo, en un curioso proceso histórico, la Virgen de Guadalupe se enfrentó a la de los Remedios en cuanto que la guadalupana se asociaba a los pobres y a las clases humildes en tanto la de los Remedios se asociaba a grupos sociales más acomodados. La Virgen de Guadalupe, al final de este proceso, extendió su culto y prácticamente opacó al resto de advocaciones marianas. Es más, la Virgen de Guadalupe se asoció indisolublemente a la nación mexicana; si observamos las representaciones que se hacen de Hidalgo (Miguel Hidalgo, padre de la nación mexicana) en todas ellas le veremos indisociablemente unido a la figura de la Virgen de Guadalupe.

La construcción de los relatos que definen la identidad de las naciones son siempre un cúmulo de contradicciones insoslayables que se resuelven por medio del más irracional de los recursos del alma humana: la fe.

La Virgen de Guadalupe no es de origen mexicano sino que encuentra su homónima en la Villa de Guadalupe donde esta Virgen negra recibe especial veneración y es patrona de la Extremadura española, la patria de Cortés y Pizarro. Incluso el nombre «Guadalupe» es evidentemente árabe pues proviene de وادي اللب Wad-al-Lubb, «río oculto», aunque también se considera وَادِي ال‎ (wādī l-, “valle del”) + Latin lupum (lobo), nombre con que se asigna el río Guadalupe, que surge en Sierra de las Villuercas en Extremadura en España, y que desemboca en el río Guadiana.

Si ves el prefijo «Guad» (Wad, wadi) delante de cualquier palabra ya puedes apostar a que estamos hablando de un río (Guadiana, Guadalquivir, Guadalete, Guadalcanal…) y no ocurre nada distinto con el nombre «Guadalupe».

Sin embargo para los mexicanos puedo asegurarte que su Virgen de Guadalupe nada tiene que ver con la nuestra; tan es así que, en un famoso sermón, Fray Servando Teresa de Mier aseguró que la Virgen ya se encontraba en México antes de la llegada de los españoles, de hecho sostenía que Santo Tomás, el dubitativo apóstol de Cristo, había ido a México antes de la llegada de los españoles a predicar a los indígenas

«La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás apóstol de este reino. Mil setecientos cincuenta años antes del presente, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe ya era muy célebre y adorada por los indios ya cristianos, en la cima de Tenayuca, donde le erigió templo y colocó Santo Tomás».

En América, como en Europa, las vírgenes son elementos fundamentales en la creación de la identidad nacional de los países católicos y no hablo ya de la polaca Virgen de Częstochowska sino que, desde la más remota antigüedad, en los países mediterráneos la imagen de una diosa es una seña de identidad.

España forja su identidad nacional al mismo tiempo que la forjan las naciones ibdroamericanas, invadida la península por Napoleón y secuestrados los reyes el vacío de poder creado da lugar a que los dominios de la monarquía hispánica formen juntas que serán los núcleos de las futuras independencias americanas y en la península el fenómeno no fue distinto.

Cuando Napoleón sitia Zaragoza se hace archifamosa la jota que dice

«La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa
que quiere ser capitana
de la tropa aragonesa».

El viejo mito mediterráneo de la Atenea Promacos reaparece ahora con aires baturros. Cuando la falange ateniense marchaba a la batalla lo hacía con la seguridad de que, en el momento del ataque, delante de ellos siempre marcharía Atenea, de ahí su advocación, «Atenea Promacos» (Atenea, la que va delante) y sus atributos pues, más allá de sus ojos de lechuza (el animal que ve en lo oscuro) Atenea es una mujer soldado que nace con casco, escudo y lanza.

Como Atenea para los atenienses la Virgen del Pilar capitaneaba a las huestes mañas.

En la península ocurre otro tanto, casi todas las identidades tienen su Virgen: Covadonga para los asturianos, Montserrat para los catalanes, Begoña para los vascos, del Pilar para los aragoneses… Una comunidad que se precie con fuerte sentido de identidad tiene que tener su virgen, su Atenea Promacos, porque si no, no es nada.

Y todo en realidad no es más que un relato acaso tan cierto o tan insensato como el de Fray Servando Teresa de Mier. Porque si Santiago no estuvo en Hispania ni hay Pilar en Zaragoza ni desembarco en Cartagena ni sepulcro en Compostela; porque que el Apóstol Tomás estuviese en centroamérica es tan probable como que Jesucristo hubiese visitado América tras su resurrección como dice el Libro del Mormón.

Sin embargo no desprecies los relatos por ser falsos; lo importante de un relato no es que sea cierto sino que mueva el espíritu y el obrar de los seres humanos y hay que reconocer que, ciertos o no, los relatos de la Virgen de Guadalupe, del Pilar o de cualquiera de las demás advocaciones marianas han sido extraordinariamente exitosas en ese campo.

Como en mi patria, Cartagena, donde hoy, mientras yo escribo esto sentado en el juzgado de guardia, la población se congrega alrededor de una advocación mariana (La Virgen de la Caridad) a la que atribuye una voluntad de permanencia en esta ciudad que, por ser hoy el día que es, no dicutiré.

Al fin, sea verdadero o no, para los cartageneros la Virgen de la Caridad (y curiosamente no su Hijo al que, a pesar de llevar en su regazo muerto todos olvidan) es «la que va delante», la «abogada nuestra». La «promacos» de la ciudad.

El alma humana es muy difícil de entender.