Memoria de monos y cultura humana

El otro día, hablando de la incultura del pulpo, les dije que los chimpancés eran superiores mentalmente a los humanos en muchos aspectos ybque, si alguien lo dudaba, que me lo dijera. Ninguno de mis seguidores lo puso en duda, lo que demuestra que, o bien tienen mucha fe en lo que les cuento, o bien no me hacen ni puñetero caso, o bien —como yo creo— mis lectores pertenecen al grupo de los «homo» (y mulieribus) bastante más «sapiens» que el resto.

Como, de todas formas, creo que alguno de ellos no quedó convencido de lo que le dije hoy, si me lo permiten, haremos un experimento y les pondré a competir contra un chimpancé. Si pierden no se acongojen, yo he perdido todas las partidas y mi moral no ha bajado lo más mínimo.

El juego es el siguiente: un ordenador les mostratrá en la pantalla números del 1 al 9, ustedes deben memorizarlos y luego ir tocando con el dedo los números del 1 al 9, pero cuidado, en cuanto toquen el 1 el resto de los números se convertiran en cuadrados blancos, de forma que deben ustedes memorizar su posición antes de comenzar el juego.

Ahora échense unas partiditas con este chimpancé y decidan quien es mejor a este juego y si, en este punto ellos o nosotros somos los más «sapiens».

Mañana volveremos a hablar de pulpos, chimpancés, inteligencia y cultura.

El último defensor de Masadá

El último defensor de Masadá

El jovencito que ven en la foto se llama Matusalén, tiene unos 2000 años de edad y pertenece a una especie de palmeras extinguida hace quinientos años: la palmera de Judea.

Como bien saben en Elche la palmera puede ser la base de todo un sistema económico y la palmera de Judea era fundamental para la subsistencia de los cananeos en la época de Cristo; fue precisamente por ello por lo que los romanos se dedicaron a exterminarla minuciosamente a fin de sofocar las innumerables revueltas judías.

El último bastión judío en ser aniquilado, como todos ustedes saben, fue Masadá (¿por qué no repondrán esa maginifica serie de TV?), una fortaleza situada en una altísima meseta virtualmente inexpugnable para cuya toma, el ejército romano, hubo de construir una rampa de 100 metros de longitud que salvase un desnivel de otros 100 metros (para Jorge Campanillas un paseito en bici) por donde asaltar la fortaleza.

Tras siete meses de asedio los defensores de Masadá se suicidaron y los romanos tomaron la fortaleza cuando nada vivo quedaba allí.

¿Nada? No. Como en los viejos comics de Asterix un ser vivo judío todavía resistía al invasor: dentro de una jarra algún defensor de Masadá había guardado para el futuro unas semillas de Palmera de Judea.

En 1963 un arqueólogo —Yigael Yadin— encontró la jarra y archivó las semillas (¿cómo iban a sobrevivir 2000 años unas semillas?) hasta que, en 2005, Elaine Solowei, una botánica con más fe en la vida que Yigael, decidió plantar unas cuantas. Y, para sorpresa de todos, aquellas semillas de 2000 años, las últimas resistentes del asedio de Masadá, germinaron y de ellas nació la palmera que ven en la foto: un jovencito —era una palmera macho— al que llamaron, claro está, Matusalén.

El problema fue que Matusalén no tenía compañera y, como todo el mundo sabe, en el asunto de la reproducción un hombre solo no es capaz de hacer nada a derechas; pero, sucesivas excavaciones en Qumrán y otros lugares, trajeron a la luz nuevas semillas, varias de las cuales resultaron ser de hembras y el milagro se hizo: hoy la palmera de Judea vuelve a vivir tras haber resistido el asedio de Masadá durante más de 2000 años.

Sabemos de formas de vida capaces de viajar en meteoritos soportando las terribles condiciones del espacio exterior, conocemos pequeñas formas de vida, como los tardígrados, capaces de resistir condiciones inimaginables, y por eso, a mí, la noticia de estas semillas resistiendo milenios a un designio destructor me resulta muy inspiradora.

Tengo la intuición de que la vida es un fenómeno común en el universo y que, aunque las tremendas distancias existentes nos impidan contactar con formas de vida complejas, algún día nos encontraremos con algún tipo de forma de vida —por primitiva y simple que sea— en un entorno más o menos cercano. La ley de la evolución es implacable y sospecho que ningún ser vivo se habría adaptado a resistir viajes espaciales si tal entorno no le hubiese sido común en algún momento. Estas semillas de palmera, la última resistente de Masadá, nos cuentan con su vuelta a la vida que esta es mucho más resistente de lo que podemos llegar a pensar y que, cuando los seres humanos ya no existan, igual todavía Matusalén y sus compañeras siguen dando dátiles.

Los pulpos mueren por incultos

Los pulpos mueren por incultos

El pulpo, señoras y señores, es uno de los animales más inteligentes de la biosfera y así lo acreditan infinidad de experimentos realizados por zoólogos de todo el mundo. El pulpo, por sí solo, es capaz de resolver problemas, abrir puertas, salir de laberintos, abandonar el agua y salir al exterior si es preciso… En fin, que el pulpo podría ocupar sin problemas un escaño en el Parlamento Español si ser diputado dependiese, en exclusiva, de la inteligencia.

Pero entonces —me preguntarán— ¿como es que siendo tan listo ese pulpo ha acabado aliñado en tu plato esta noche?

—Por inculto, debo responderles.

El problema del pulpo (como el de muchos prebostillos nacionales) es la incultura. Un pulpo a lo largo de su vida puede aprender muchas cosas pero todo lo que aprende muere con él. El pulpo (o la pulpa) ponen sus huevos y los abandonan a su suerte, los pulpillos que eclosionan no tienen madre que, zapatilla en mano, les oriente y les haga entrar en la mollera todo lo que deben aprender. Cada uno de los recien nacidos pulpos, como Sísifo, debe empujar de nuevo su piedra hacia la cumbre.

El secreto de los mamíferos en general y del ser humano en particular es que, a los conocimientos instintivos de que les dota la naturaleza, añaden los que les transmiten principaente sus madres, seres con quienes conviven durante toda su infancia. En el caso de los humanos una infancia larguísima ha favorecido la transmisión cultural de madres a crías.

El mono humano no es tan listo como creen, cualquier chimpancé nos gana en la tarea de memorizar números —si no me creen pónganme un comentario y les devolveré algún video que les dejará estupefactos— pero hemos evolucionado de tal forma que, más que homo sapiens, somos homo culturalis y hemos hecho de la cultura nuestra arma definitiva para evolucionar. Lo que un hombre aprende pronto lo aprende toda la humanidad y se aprovecha de ello aunque no lo entienda.

Antes esta herramienta evolutiva —la cultura— estaba en manos de las familias pero, poco a poco y según avanzaban las tecnologías de la información, la cultura familiar se amplió a la contenida en manuscritos, libros, soportes externos de información como discos y películas, programas de ordenador, videojuegos… Y ahora las familias comparten con Disney, Fornite, Marvel o Netflix el equipamiento cultural de nuestros hijos e hijas.

Y ¿Eso es bueno o malo?

Ni bueno ni malo, sólo es peligroso, porque abdicar de la función cultural de la familia es dejar la evolución de tus hijos en manos de entidades que no se mueven por el bien de ellos, sino única y exclusivamente por el ánimo de lucro y, lo que es peor, les dejarás a estas entidades definir el futuro en el que tus hijos e hijas vivirán.

No, no puedes abandonar, como los pulpos, el cuidado de la cultura de tus crías a su suerte porque, si así lo haces, algún día los niños así criados acabarán sirviendo de cena de algún plutócrata desaprensivo.

Por incultos. Como este pulpo.

El primer poema de amor

El primer poema de amor

Los sumerios inventaron la escritura y, por eso, la historia empieza en Sumeria. En sus tablillas de barro encontramos por primera vez escrita la palabra libertad o la palabra guerra, los primeros contratos y las primeras leyes.

Produce cierto vértigo leer textos escritos hace más de cuatro mil años y escuchar cercanas las voces de personas que dejaron de existir hace milenios pero cuya voz no se ha extinguido.

Hoy me he topado con este que pasa por ser el primer poema de amor de la historia y no me puedo resistir al deseo de compartirlo aquí. Otro día les daré el contexto de este poema, hoy solo me apetece compartirlo. Díganme qué les parece.


Novio de mi corazón, amado mío;
tu encanto es dulce, dulce como la miel.
Querido de mi corazón, amado mío;
tu encanto es dulce, dulce como la miel.

Tú me has cautivado, libremente iré hasta ti;
novio mío, quiero escapar contigo a la cama.
Tú me has cautivado, libremente iré hasta ti;
querido mío, quiero escapar contigo a la cama.

Novio mío, te haré cosas deliciosas;
dulce tesoro mío, miel te llevaré.
En la alcoba, empapada de miel,
gocemos de tu dulce encanto.
Querido mío, te haré cosas deliciosas;
dulce tesoro mío, miel te llevaré.

Novio mío, si me quieres,
habla con mi madre y a ti me entregaré;
habla con mi padre y me entregará a ti como regalo.

Darte placer… Yo sé cómo darte placer;
novio mío, duerme en mi casa hasta el alba.
Alegrar el corazón… Yo sé cómo alegrar tu corazón;
querido mío, duerme en mi casa hasta el alba.

Si me amas,
amado mío, hazme cosas deliciosas.

Mi señor, mi dios; mi señor y mi dios protector,
mi Shusin, que alegra el corazón de Enlil,
¡ojalá me hicieras cosas deliciosas!
Tu sitio, dulce como la miel… ¡Ojalá pusieras tu mano sobre él!

Pon tu mano sobre él como la tapa de una copa;
extiende tu mano sobre él como la tapa de una copa.»


¿Razonar o racionalizar?

Los seres humanos tendemos a pensar que actuamos con racionalidad, que nuestros actos obedecen a un razonamiento previo que determina lo que queremos y cómo lo queremos, pero créanme si les digo que nos engañamos y que, en el 99,99% de las ocasiones, los seres humanos nos comportamos de forma instintiva.

No se alarmen, comportarse de forma instintiva no significa necesariamente comportarse de forma irracional; hace tiempo que la ciencia asume que nuestros instintos forman parte de nuestra racionalidad, pues no son sino programas cognitivos adaptados y funcionales, aptos para resolver problemas de supervivencia.

¿Quién podía tildar de irracional el tropismo de las plantas que buscan el sol con sus hojas o el agua con sus raíces? ¿Cómo podríamos considerar irracionales nuestros instintos de conservación o reproducción? Sin esos programas (a los que algún amigo mío informático no le costaría trabajo llamar «daemones» o «demonios») el ser humano tal y como hoy lo conocemos no existiría, simplemente se habría extinguido hace milenios.

Steven Pinker, en su libro de 2005 «La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana», nos ilustra muy vívidamente este aspecto racional de los instintos:

Muchas especies calculan el tiempo que dedican a buscar alimento en distintos lugares, de modo que puedan optimizar su tasa de aporte de calorías por energía gastada en la búsqueda. Algunas aves aprenden la trayectoria del sol sobre el horizonte durante el día y a lo largo del año, información necesaria para navegar guiándose por el sol. La lechuza común utiliza discrepancias de un orden inferior a las milésimas de segundo entre los tiempos de llegada de un ruido a sus dos oídos para precipitarse sobre un ratón que se mueve en la hojarasca en plena oscuridad. Las especies que esconden alimentos colocan los frutos secos y las semillas en escondrijos que son impredecibles para así desbaratar los planes de los saqueadores, pero transcurridos varios meses tienen que recordar la posición de cada uno de los lugares y el cascanueces de Clark es capaz de recordar diez mil escondrijos. Los casos de manual que se aducen para ilustrar el aprendizaje por asociación, incluso los pavlovianos y los de condicionamiento operante, no resultan ser una retención de estímulos y respuestas coincidentes en el cerebro, sino algoritmos complejos para análisis de series temporales multivariantes y no estacionarias (que predicen que los sucesos ocurrirán, basándose en el historial de sucesos acaecidos).

¿Una hormiga puede realmente calcular, hacer cálculos aritméticos? Desde luego, lisa y llanamente, no; pero tampoco lo hacemos nosotros cuando ejercemos nuestra facultad de navegar a estima, nuestro “sentido de la dirección”. Los cálculos de la navegación por integración de trayectoria se hacen de forma inconsciente, y su resultado asoma en nuestra conciencia -y, en el caso de que la tuviera, en la hormiga- como una sensación abstracta de que el lugar adonde vamos se halla en la dirección que seguimos, allí a lo lejos.

Créanme, conforme al estado actual de la ciencia, la racionalidad no puede identificarse exclusivamente con la experiencia consciente y, dado que la especie humana comparte con los demás animales ciertos caracteres de la arquitectura y del diseño del cerebro y sus procesos, entonces, si la evolución «ha hecho bien su trabajo», cualquier ser vivo bien adaptado al medio ha de ser un sistema eficiente que «toma decisiones» adecuadas para su supervivencia[1].

Tal y como intuyó Darwin y han demostrado los modernos estudios genéticos, todos los seres vivos de este planeta descendemos de un único antepasado común al que se ha dado en llamar «LUCA» (Last Universal Common Ancestor); pues bien, desde esa primigenia forma de vida hasta la actualidad, todos los seres vivos, necesariamente, han tenido que estar adaptados para sobrevivir y multiplicarse (replicarse) por lo que no es de extrañar que un estudio experimental pionero de Edward Thorndike[2] concluyese, desde una perspectiva de psicología comparada, que los animales están provistos de inteligencia, y que su comportamiento es semejante al de los humanos ante elecciones e incentivos en situaciones decisorias comparables.

Voy a ahorrarles la cita de ejemplos de inteligencia animal, son numerosos y probablemente ustedes conozcan muchos; lo que sí debiera quedar claro desde este momento es que los seres vivos se comportan según procesos racionales de gestión de la supervivencia, si bien, dado su menor desarrollo cerebral en relación al animal humano, no disponen de un pensamiento «racional» en la forma que lo entendemos los seres humanos y, hasta donde sabemos, carecen de lenguaje simbólico, pensamiento consciente, formulación de proposiciones lógicas, capacidad de cálculo e inferencia, y otras muchas características que solemos asociar con «lo racional».

Bien, sentado que los instintos no deben contraponerse a la racionalidad cabría preguntarse ¿cuántas de las acciones humanas pueden recibir el adjetivo de racionales?

Si quieren llevarse una sorpresa les diré que se ha averiguado que el cuerpo humano procesa unos 11 millones de bits por segundo de información aferente procesada a través de los sentidos externos y que, de toda esa cantidad de información, sólo unos ridículos 50 bits por segundo son procesados conscientemente[3]. Es decir, y permítaseme la broma, con esos datos en la mano el ser humano sólo sería «racional» un despreciable 0.0005% del tiempo de su existencia.

Ahora que ya sabe esto, puede, si lo desea, revisar sus creencias respecto a la racionalidad humana. Pasemos, ahora, pues, a ver cómo operan los instintos en nuestro aparentemente «racional» proceso de toma de decisiones, porque le va a sorprender, se lo aseguro.

Lo primero que le sorprenderá saber es que, ante un estímulo externo que previsiblemente exija de una decisión, el cerebro comienza a trabajar mucho antes de usted tenga conciencia de la existencia de ese estímulo.

Cuando creemos que sabemos algo (es parte de nuestra experiencia consciente), el cerebro ya cumplió su tarea. Sin embargo, la noticia “nos” parece nueva. Casi ajenos a nuestra percepción consciente, los sistemas instalados en el cerebro trabajan por sí solos, automáticamente, y concluyen su trabajo medio segundo antes de que la información procesada alcance nuestra conciencia. En realidad, no es sorprendente que la mayor parte de la actividad cerebral ocurra fuera de la conciencia; esta gran zona de actividad -donde se elaboran planes para hablar, escribir, jugar al tenis o levantar un plato de la mesa- funciona sin que siquiera sospechemos cómo lo hace. No planificamos ni articulamos estos actos: sólo observamos su rendimiento. Esta característica de la organización cerebro-mente vale en las percepciones más sencillas y en funciones más elevadas como la conducta espacial, las matemáticas e incluso el lenguaje. El cerebro disimula esta singularidad funcional creando la ilusión de que los sucesos están sucediendo en tiempo real y no antes del concurso de nuestra capacidad decisoria consciente. Muchos procesos que nos guían son actividades mentales, pero se asemejan a reflejos básicos en tanto que son adaptaciones preinstaladas, fabricadas por el cerebro cuando se enfrenta a un desafío (…) Aunque nuestro sentido de propósito y la centralidad de la voluntad aparezcan en primer plano, subyace en nosotros una maquinaria altamente especializada (…) Las técnicas de imágenes cerebrales nos permiten ver dónde y cómo actúa el cerebro antes de que surja una conducta: el cerebro decide antes. El yo consciente declara tomar una decisión que ya se ha procesado.[4]

Tal y como ejemplifica brillantemente Herranz Guillén en la tesis doctoral de la que he extraído la abrumadora mayoría de los datos que se contienen en este post (los errores, eso sí, son míos) el tálamo sensorial tarda alrededor de 500 milisegundos en captar estímulos somatosensoriales aferentes de alta frecuencia, como por ejemplo la picadura de un mosquito, para la producción de una experiencia sensorial consciente; el tiempo, sin embargo, se reduce a 150 milisegundos para que la información comience a ser procesada inconscientemente.

Como ven, bastante antes de que seamos conscientes del dolor de la picadura del mosquito, en nuestro cuerpo ya se han disparado muchos «daemones» que están procesando la información. ¿Por qué, entonces, tenemos la sensación de que el manotazo que damos es un acto consciente?

La realidad es que 350 milisegundos antes de que sintamos la picadura, permítasenos decirlo así, nuestro cuerpo ya está preparando el manotazo y es evidente que todos esos procesos ya están condicionando nuestra respuesta motora. ¿hasta donde nuestro manotazo es decisión racional y hasta dónde instintiva? La ciencia lo discute.

Y si eso es así, como lo es, en el caso de un manotazo ¿qué podremos decir de una acción más compleja?

Los instintos, en cuanto que manifestaciones de un tipo de inteligencia pre-racional, son parte indispensable del proceso de toma de decisiones racionales. Como ejemplificó Daniel Dennet, un robot ultrainteligente, con capacidades cognitivas extraordinarias, y con una base de datos enciclopédica para relacionarse con el mundo, carecería de motivaciones para actuar, y por lo tanto se vería atrapado en un bucle cognitivo similar al del famoso asno de Buridan. Seleccionar objetivos y alternativas de elección ante una determinada tesitura requiere una previa valoración relativa de todo ello, y esa valoración se lleva a cabo mediante las emociones. La diferencia existente, pues, entre animales humanos y no humanos no es una cuestión de racionalidad versus instinto, sino de que el género humano dispone de una cantidad muy superior y más variada de instintos (todos ellos racionales) que permiten concebir una cantidad extraordinariamente superior de valoraciones emocionales y alternativas de elección (Pinker 2004: 244-245).

Siendo el comportamiento causado por procesos funcionales autónomos del cerebro y no por decretos decisorios de un supuesto agente interno, ¿por qué los individuos neurológicamente sanos tienen la impresión de que dirigen voluntariamente sus actos y toman decisiones acerca de su comportamiento?

La respuesta, dicha en corto, es porque nuestro cerebro racionaliza las emociones y las acciones y hace que, finalmente, parezca que las unas y las otras están dotadas de una determinada intención o sentido. Veámoslo.

Como nos cuenta Herranz Guillén, en casos de pacientes con enfermedades neurológicas que han sido terapéuticamente hemiseccionados, la información presentada a través de los sentidos de la vista o del tacto por los canales aferentes de cada hemisferio produce comportamientos a los que el módulo intérprete provee de narrativas racionalizadoras diferentes. Así, cuando a uno de estos pacientes se le proporciona una información a través de los canales aferentes del hemisferio derecho, y esta información activa procesos emocionales y ejecutivos que desembocan en acciones y estados de ánimo, el módulo intérprete, que no ha participado de la información originaria, urde la hebra que vincula los sucesos. Valga un ejemplo: se proyecta únicamente al hemisferio derecho la orden “camina”. La respuesta del paciente es levantarse de la silla y disponerse a caminar. Si se le pregunta que adónde va, o por qué se ha levantado, las contestaciones suelen ser pintorescas, como por ejemplo: «voy a coger una Coca Cola a mi casa», «me duele la espalda de estar tanto tiempo sentado», etc. En todos estos casos, Gazzaniga justifica que «el sistema cognitivo del cerebro izquierdo necesita una teoría, e instantáneamente crea una
que, dada la información que tiene sobre esa tarea concreta, tenga sentido»

La discrepancia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, es llamada «disonancia cognitiva» y, a lo que parece, nuestro cerebro es experto en resolverla racionalizando lo ocurrido más que razonando.

¿Y por qué les cuento yo todo esto? (se preguntarán ustedes).

Por dos razones: una largamente acariciada por mí desde hace muchos años y relativa a la forma en la que forman sus juicios morales, de equidad o justicia, los seres humanos; la otra, tristemente, este video que llegó a mi poder desde un grupo de whatsapp no hace muchos días y en que dos grupos de seres humanos se agreden señalizándose respectivamente con unas banderas.

La acción que se ve en las imágenes es absolutamente irrazonada e irrazonable y, sin embargo, de forma deliberada, dos grupos de seres humanos se buscan para agredirse.

Tengo la absoluta convicción de que ninguno de los integrantes de cualquiera de los grupos se avergonzará de lo que han llevado a cabo; todo lo contrario, lo racionalizarán y llegarán a la conclusión de que toda la culpa es del grupo contrario y de que el ejercicio de la violencia en ese caso estaba justificado. Todos sabemos que ninguno de los integrantes de esos grupos está ahí por un razonamiento digno de tal nombre, miles de instintos y procesos innatos empujan al conflicto a esos animales humanos que vemos en las imágenes: la sensación de pertenencia al grupo, la territorialidad, el altruismo hacia un marcador… El virus del COVID-19 no les ha alcanzado pero sí lo ha hecho el mucho más fatídico virus del odio.

Examínese usted. ¿está usted seguro de que evalúa las acciones del gobierno o la oposición separadamente de la identidad de quien las lleva a cabo? ¿valora usted negativa o positivamente casi de forma casi automática las acciones o iniciativas del partido que odia o al que se adhiere?

Mire, si usted coincide demasiadas veces con la opinión del partido del gobierno o de algún partido de la oposición, párese un momento y examínese porque, muy probablemente, usted no está pensando y, mucho antes de que sea consciente del problema sobre el que quiere reflexionar, sus innatismos ya habrán tomado una decisión por usted.

Los partidos saben (y los seres humanos saben también) que son las emociones las que determinan las acciones de las personas y, por eso, pasan la vida tratando de construir emociones que movilicen a la población. Ocurre, sin embargo, que ahora las cosas han cambiado y que, a la emoción partidista, se suma el catalizador de la crisis y, casi cualquier emoción, se va a ver potenciada en los próximos días, semanas y meses, y esto es una bomba cuya detonación puede tener consecuencias imprevisibles.

En esta sociedad —cuyo cerebro parece ahora más hemiseccionado que nunca— todos los partidos culpan al adversario, nadie asume la culpa propia, todos racionalizan las decisiones erróneas que tomaron pero ninguno razona lo más mínimo.

Los partidos son expertos en racionalizar (justificar) sus dislates y llegar en dicha tarea, si es preciso, hasta los más ridículos extremos y, la verdad, no es de extrañar, el ser humano, como ya hemos visto, más que un ser racional es un ser racionalizador. La situación pinta turbia, muy turbia y, si quieren que les venda —por lo que valga— un buen consejo, más vale que echemos mano en este momento de ese 0,0005% de racionalidad que hemos visto que teníamos los seres humanos y del que antes les hablaba; más vale que aprovechemos esos 50 bits de información que procesamos conscientemente en cada segundo de nuestras vidas, porque, si dejamos que la población y el país se gobiernen en exclusiva por las emociones que inyectan partidos políticos irresponsables, podemos estar viviendo las vísperas de una larga, larguísima, noche.

Quiero decir que podemos estar en la antesala de un drama social como hace tiempo no vivíamos. No sé si me explico.


[1]: DENNETT, Daniel (1971), “Intentional systems”, Journal of Philosophy, vol. LXVIII, no 4. pp. 87-106.
[2]: THORNDIKE, Edward L. (1911), Animal intelligence. Experimental studies, Macmillan, New York.
[3]: NØRRETRANDERS, Tor (1999), The user illusion. Cutting consciousness down to size, Penguin Books, New York.
[4]: GAZZANIGA, Michael S. (1999), El pasado de la mente, páginas 93-94 y 215.

El dilema del tranvía

Hoy he visto en redes una viñeta que ofrecía una versión simplificada del llamado «Dilema del Tranvía», un juego mental que el profesor de la Universidad de Harvard Marc Hauser usó hace unos años para explorar la naturaleza moral de los seres humanos.

La versión simplificada del dilema es que se observa en el dibujo: un tranvía circula por una vía en la que, de forma inevitable, atropellará a cinco personas y las matará. No obstante usted, accionando una palanca, puede desviar el tranvía hacia otra vía donde solo hay una persona.

¿Accionaría usted la palanca o no?

Si es usted de los que piensan que es evidente que hay que accionar la palanca no es malo que sepa que un importante porcentaje de la población no opina lo mismo. Como yo decidí sin dudar que había que accionar la palanca (cinco vidas valen más que una) pasé a la siguiente pregunta del dilema.

Ahora usted no está fuera del tranvía, sino dentro y es usted el conductor del tranvía. El tranvía va por la vía donde hay cinco personas pero, accionando usted un mecanismo de volante, puede desviar el tranvía hacia la vía donde hay una sola persona.

¿Accionaría usted el volante?

A muchos la pregunta les parecerá idéntica a la anterior y, sin embargo, muchas de las personas que respondieron que sí accionarían la palanca en el caso anterior ahora no accionarían el volante. ¿Por qué?. Otro día hablamos de ello pues la explicación es larga.

Yo, por las mismas razones que en el caso anterior (cinco vidas valen más que una) respondí que sí accionaría el volante, de forma que pasé a la siguiente pregunta.

En la siguiente fase del dilema el tranvía se dirige por la vía a atropellar a las cinco personas y usted y un desconocido presencian la escena desde un puente en lo alto de la vía. Si usted arroja a la vía al desconocido el mecanismo de colisión del tranvía se activará y salvará a las cinco personas. La pregunta es:

¿Empujaría usted al desconocido a la vía?

A estas alturas le informo que una amplia mayoría de la población afirma que no empujaría a la vía al desconocido aunque ello supusiera la muerte de las cinco personas.

Aquí la aritmética de cinco vidas contra una vida ya no le sirven a la inmensa mayoría de la población y no hay lógica que les convenza, simplemente no empujarán al desconocido a la vía.

Yo, atrapado por mis reflexiones anteriores (cinco contra uno) y deseando ver en qué acababa el experimento respondí que sí, que empujaría al desconocido aunque a esas alturas yo ya no tenía ganas de empujar a nadie.

Tras responder que sí pasé a la siguiente fase, pero ahora ya no había tranvía y el problema era otro.

Cinco jóvenes yacen en las camas de un hospital, todos son fuertes y vigorosos pero están condenados a muerte salvo que reciban un trasplante urgente. Uno precisa un corazón, otro un hígado, otro un riñón…

Y en ese momento aparece un hombre mayor sano a hacerse un chequeo. Cinco vidas contra una.

¿Y ahora qué piensa usted? ¿Matamos al señor sano porque salvamos cinco vidas y se pierde solo la suya?

Recuerde que todo esto es un juego mental, no vale escaparse respondiendo cosas del tipo «es que dudo que empujando al hombre el tranvía se pare» y cosas así. Todo sucederá como le he dicho.

Por qué cinco vidas valen más que una en un caso sí y en otro no para quien responde no nos resuelve el dilema pero sí nos permite profundizar en la naturaleza de la moral humana.

Ustedes me contestarán, yo, en este caso, juego con ventaja.

Los villancicos de Cartagena y Murcia y el Polo Venezolano

Los villancicos de Cartagena y Murcia y el Polo Venezolano

Si yo les contase a ustedes que «Guárdame las vacas» es una de las composiciones musicales más trascendentales en la historia de la música probablemente ustedes, con mucha razón, me dirán que estoy exagerando, que nadie o muy poca gente conoce esa canción y quizá tengan razón… O no.

La música, como cualquier sustancia hecha principalmente de información, muta como el ADN y siguiendo patrones muy similares a los de este. Créanme. Mientras no falte la energía la información mutará hasta alcanzar la forma que le proporcione el máximo éxito replicativo y esto pasa también con la música; una determinada pieza musical original irá mutando de forma que consiga éxito replicativo pues, de no hacerlo, caerá en el olvido, que es la muerte informacional. Otro día les explico todo esto en detalle, de momento créanme y tratemos de ver un ejemplo de esto que acabo de decirles, un ejemplo que nos llevará de España a Venezuela y que unirá los villancicos de la Región de Murcia con el Polo Margariteño venezolano y que nos ilustrará sobre los aspectos evolutivos de la información de que antes les he hablado.

Ahora empecemos por el principio y el principio es un romance «Guárdame las Vacas» cuyos primeros versos decían

«Guárdame las vacas,
Carrillejo, y besarte he;
si no, bésame tú a mí,
que yo te las guardaré.»

La historia de esta pastora procaz que moría por un beso de su amado Carrillejo debió ser muy popular en el siglo XVI porque fue musicada con arreglo a los cánones de la llamada «Romanesca» por muchos y variados autores.

La Romanesca era una fórmula melódico-armónica usada como una especie de aria para cantar poesía y como una base sobre la que trabajar variaciones instrumentales. La Romanesca fue usada por vihuelistas españoles como Luís de Narváez, Alonso Mudarra, Enríquez de Valderrábano y Diego Pisador.

La Romanesca se origina en España con el ya mencionado romance «Guárdame las Vacas» que, en versión del vihuelista Luís de Narváez se cantaba así:

Tan famosa fue la cancioncilla que se embarcó en la flota de indias y acabó tocando tierra en Venezuela donde el aristocrático punteo fue sustituido por el más plebeyo rasgueo al tiempo que se le fue incorporando percusión y la Romanesca «Guárdame las Vacas» fue evolucionando hasta dar lugar al actual Polo Margariteño, música extremadamente popular en Venezuela y que, si quieren saber cómo suena y cómo evolucionó desde el originario «Guárdame las Vacas», pueden disfrutarlo aquí.

La progresión armónica de «Guárdame las Vacas» la habrán escuchado ustedes y les sonará a antigua música de sabor céltico y no se lo discutiré, pues, la popular «Greensleeves», comparte todos los elementos de la españolísima Romanesca.

Demos un paso más; de las «diferencias» creadas sobre «Guárdame las Vacas», las de Alonso Mudarra se hicieron particularmente populares y, si algún auroro, cuadrillero, Parrandbolero o simplemente habitante de Cartagena o Murcia las oye, pronto captará algo muy conocido en ellas. Escuchen un ratito la forma en que sonaban las «diferencias» de Alonso Mudarra sobre «Guárdame las Vacas».

A poco que hayan oído villancicos de Murcia, Cartagena o de la parte de La Azohía, sin duda percibirán que los mismos no son sino variaciones de la Romanesca «Guárdame las Vacas», la misma de «Greensleeves» o la misma que fue madre del Polo Margariteño. Sí, los villancicos de Cartagena y Murcia son hermanos del venezolano Polo Margariteño, ya ven ustedes como las canciones, como el ADN, saben dispersarse por el mundo.

Había olvidado todo esto hasta que hace unos días, tratando de explicar a unos amigos de Córdoba cómo se cantaban los Villancicos en Cartagena (ayer fue la Romería de El Cañar), les mandé unos villancicos entre cartageneros, murcianos y caribeños de los Parrandboleros hechos —cómo no— sobre la base de la Romanesca «Guárdame las Vacas» y con «diferencias» (que diría Narváez) al final de los mismos hacia el mismísimo caribe.

La historia de cinco siglos de música se encierra en estos villancicos cartagenero-murciano-venezolano-caribeños de los Parrandboleros. Disfrútenlos y Feliz Navidad a todos.

El lobo ¿compite o coopera con el venado?

El lobo ¿compite o coopera con el venado?

El último lobo del parque nacional de Yellowstone fue cazado en 1925, momento a partir del cual venados y búfalos pudieron pastar a sus anchas, y lo hicieron.

Las poblaciones de alces, cabras, bisontes, venados y otros hervíboros crecieron sin control, secaron las praderas, erosionaron la tierra, acabaron con bosques e incluso con ríos. Muchas especies ya no pudieron vivir en ese ecosistema y desaparecieron de Yellowstone.

En 1995 se reintrodujeron en el parque 32 lobos canadienses en un experimento que no se sabía bien cómo terminaría, pero, para sorpresa de los científicos, la presencia del lobo alejó a los venados de determinadas zonas del parque dando así tiempo a la hierba a crecer en la pradera y a los árboles a crecer en los bosques; la erosión se frenó y volvieron a aparecer arroyos susceptibles de permitir construir sus diques a los castores o pescar a los osos. La presencia del lobo devolvió la vida al parque sin que las poblaciones de hervíboros sufriesen por ello más de lo que la naturaleza desea.

¿Es, entonces, el lobo un «amigo» o un «enemigo» de alces, venados y bisontes?

Conceptos como los de «amigo», «enemigo», «antagonista» o «cooperador» deben de ser revisados posiblemente. ¿El lobo es amigo de hierbas y bosques y enemigo de las cabras?. Si el lobo protege las hierbas de las que se alimenta el venado, cabe preguntarse entonces: el lobo ¿coopera o compite con el venado?.

En Yellowstone todos los recursos de la naturaleza son comunes, no existe ningún texto legal que diga como deben repartirse entre los animales que lo pueblan, pero la naturaleza ha encontrado la forma de distribuir y proteger esos bienes en beneficio de todos.

En el caso de la especie humana, ya sin competidores sobre la faz de la tierra, hemos sido incapaces de encontrar una forma racional de explotar y preservar los bienes comunes. La atmósfera, los mares o el agua de los ríos son testigos de nuestra ignorancia y nuestro fracaso. Muchos economistas han estudiado este fenómeno al que han llamado «La tragedia de los comunes» (les animo a googlear la expresión), entre ellos la premio nobel Ellinor Ostrom que estudió en profundidad y puso como ejemplos de buena gestión los tribunales de las aguas de Murcia y Valencia (ciudades en las que Ellinor es una absoluta desconocida). Pero, a salvo de ejemplos puntuales, el ser humano, a diferencia de la naturaleza y a pesar de contar con leyes y tribunales de justicia, se ha mostrado absolutamente incapaz hasta la fecha de salvar a los bienes comunes de la tragedia. La teoría económica explica perfectamente por qué los bienes comunales no pueden sobrevivir, lo que no ha explicado hasta ahora es cómo pueden conservarse. Ya conocen aquel dicho atribuido infantilmente a los indios Creek: cuando haya desaparecido el último animal y el último árbol os daréis cuenta de que el dinero no se come.

En fin, en la naturaleza, en general, todos los seres vivos compiten y al mismo tiempo todos cooperan, lo decisivo es mantener la homeostasis del sistema, mantener el equilibrio.

Y ahora planteémonos el papel del ser humano, el mayor depredador de la naturaleza: ¿Contribuimos al equilibrio o hemos inventado un equilibrio mejor?. Quizá, como los venados, cuando nos hayamos comido la última hierba de la pradera echemos de menos la cooperación del lobo.

Naturaleza, altruismo y banderas

Naturaleza, altruismo y banderas

Konrad Lorenz nos enseñó que, dentro del modelo biológico de reciprocidad natural, es posible practicar la cooperación en diversos niveles de intensidad y complejidad y señaló específicamente cuatro niveles en la naturaleza a los que llamó «multitud anónima», «sociedad sin amor», «sociedades endogámicas» y «grupo» propiamente dicho. De los cuatro citados niveles me interesa detenerme en los dos últimos.

En el nivel llamado de las «sociedades endogámicas», como las superfamilias que agrupan a varias generaciones de ratas, lobos, insectos sociales, etc., se da un reconocimiento individualizado pero una cohesión de tipo clánico: el individuo es uno más en el clan, que viene delimitado por marcadores colectivos como son las feromonas u otros rasgos diferenciadores del linaje. En estas sociedades endogámicas la cohesión inclusiva se refuerza a través de comportamientos beligerantes hacia los outsiders. Aquí sí se producen comportamientos de cooperación y altruismo, si bien se trata de un altruismo hacia un marcador, sea quien sea el individuo que lo porta.

El concepto de «altruismo hacia un marcador» es demasiado evocador de determinadas conductas humanas como para pasarlo por alto. ¿Son las patrias, razas, religiones o banderas marcadores a los que rendimos respeto y dan lugar a un tipo de cooperación tan primitiva como eficaz?

Instrumentos válidos para llevarnos al conflicto e incluso a la guerra como si fuésemos insectos (la abeja era el arquetipo de soldado para los antiguos egipcios) ratas o lobos (iconos muy usados en ejércitos del siglo XX) este «altruismo hacia un marcador» es un concepto inquietante que nos perturba en la medida que pudiera revelar ancestrales instintos humanos.

Porque, lo que Lorenz llama «grupo» propiamente dicho, está caracterizado por ser un agregado de vínculos individualizados (no colectivizados, como en el caso anterior de las superfamilias), propio de algunas especies de aves y de primates cognitivamente avanzados, como los humanos: La formación de un grupo verdadero presupone que los individuos son capaces de reaccionar selectivamente a la individualidad de sus vecinos o compañeros (…) es condición sine qua non para la formación de un grupo la identificación personal del compañero (…) identificación que se realiza, claro está, individualmente. (Lorenz 1978[1963]).

Enfrentado a estos dos niveles de cooperación pienso en los sucesos recientes de rescates de inmigrantes en el mar. El «altruismo a los marcadores» (cultura, religión, patria, raza, creencias) nos hace rechazar su entrada en Europa y, sin embargo, creo que ninguno de quienes se adhieren al «altruismo a los marcadores» sería capaz de dejar en el mar o impedir la entrada a una persona si operase en el nivel de «grupo propiamente dicho» y viese a la otra persona individualizada e identificada como ser humano como ellos.

La moral y las reglas de cooperación humanas no son reflexivas sino que tienen naturaleza evolutiva: nuestras estrategias se desarrollaron en el marco de un entorno natural y son adecuadas y útiles para él. Por ejemplo: un ser humano no soportará el dolor en sus cercanías y llegará a poner su vida en juego para salvar a una anciana en peligro de ahogarse aunque le queden pocos días de vida. Sin embargo, cuando el dolor queda más lejos, el ser humano no siente esa perturbación y puede soportar perfectamente que miles de niños mueran de hambre a condición de que estén lejos. Incluso no sentirá mayor estrés al rechazar una petición económica de UNICEF o Cruz Roja. Para provocar sus instintos y su empatía estas organizaciones traerán el drama cerca de él y le motivarán exhibiéndole fotografías o documentales.

Las acciones humanas dependen de motivaciones no siempre racionales y a menudo contradictorias y pienso si los juristas no haríamos bien en estudiar científicamente todas estas reglas que determinan la forma en la que el ser humano interactúa con sus semejantes y coopera o se enfrenta con ellos.

Quizá esté pendiente de escribir un tratado sobre moral o derecho evolutivos.

Los chimpancés, los humanos y el «efecto dotación»

Los chimpancés, los humanos y el «efecto dotación»

El ojo del chimpancé también engorda el caballo. El «efecto dotación» (endowment effect) es la hipótesis según la cual las personas atribuyen más valor a las cosas únicamente por el hecho de poseerlas. Sí, aunque usted no lo crea, su valoración de las cosas depende de su punto de vista: si es usted el propietario las cosas poseídas valen más. En un experimento famoso Daniel Kahneman, Jack Knetsch y Richard Thaler, tres reputados científicos en este campo, entregaron a los participantes una taza y luego les ofrecieron la oportunidad de venderla o cambiarla por una alternativa igualmente valorada (plumas). Descubrieron que la cantidad que los participantes necesitaban como compensación por la taza —una vez que se había establecido su propiedad de la taza («disposición a aceptar»)— era aproximadamente el doble de la cantidad que estaban dispuestos a pagar para adquirir la taza («disposición a pagar»).

Este «efecto dotación» parece estar relacionado con la llamada «aversión a la pérdida»; es decir, a la fuerte tendencia de la gente a preferir evitar pérdidas monetarias antes que conseguir ganancias monetarias equivalentes.

La aversión a la pérdida forma parte de la teoría prospectiva (o de las perspectivas), desarrollada en 1979 por los psicólogos Daniel Kahneman (premio Nobel de Economía en 2002) y Amos Tversky. Sus estudios sugieren que las pérdidas son valoradas psicológicamente entre 1,5 y 2,5 veces más intensamente que las ganancias.

Imagine que le propongo un juego de azar: lanzaré una moneda al aire, si sale cara usted ganará 1000€ pero, si sale cruz, usted deberá pagar 800€. Piense que haría usted.

Si su opción es no jugar y no arriesgarse a perder 800€ sepa que está usted del lado de la inmensa mayoría de los humanos y los estudios así lo demuestran porque es un instinto humano este de la aversión al riesgo… ¿humano he dicho?.

Somos lo que somos tras un largo proceso evolutivo en algún momento del cual han aparecido las emociones o instintos que nos gobiernan y, si eso es así, es posible que encontremos en el resto de los animales esos mismos instintos en mayor o menor medida.

Orgullo, empatía, reciprocidad, son pulsiones que los seres humanos equipamos de fábrica pero que también equipan a una buena cantidad de animales sociales y este «efecto dotación», como era esperable, también ha sido detectado recientemente en los chimpancés: ellos tampoco cambian lo que tienen por bienes de valor similar.

En fin, cuando usted se enfade frente a una situación injusta, piense que su enfado es consecuencia de millones de años de evolución que han dotado de tales pulsiones a la especie humana. Averiguar por qué la evolución nos dotó de tales pulsiones, cómo caracterizó sus detonantes y catalizadores, como moderó y moduló su intensidad y efectos y como —todo ello— nos confirió ventajas evolutivas, es un trabajo apasionante y que nos acerca más a un verdadero derecho natural que decenas de tratados filosóficos.