Y sin embargo aquí seguimos

Y sin embargo aquí seguimos

Les contaba el otro día que en Cartagena habíamos perdido todas las guerras, desde la segunda guerra púnica en el 209 AEC a la última guerra civil en el 1939 EC. Y sin, embargo…

Sin embargo, a pesar de la República Romana, de Suintila, de los moros y los cristianos, de los austrias y de los borbones, de los bombardeos de Martínez Campos y los de la Legión Condor, 2229 años después de que Asdrúbal diese nombre a nuestra ciudad aquí seguimos pese a esos casi tres mil años de derrotas.

Y hemos vivido no solo derrotas sino también traiciones, muchas traiciones, desde alcaldes (o alcaldesas) que venden el futuro de todos para pagar su personal futuro político, a obispos que abrazan la mentira para ellos y sus sucesores como forma de ejercer su cargo. Sin propósito de enmienda y sin el más mínimo dolor de los pecados.

No, no es fácil seguir aquí tras 2209 años de traiciones y derrotas, sólo la memoria de quienes fuimos, la seguridad de lo que somos y la conciencia de quiénes podemos llegar a ser, empuja desde hace dos milenios a las gentes de esta tierra a marchar hacia Roma, a zarpar hacia las Antillas a pelear guerras perdidas o a enfrentarse al mundo en un sueño federal que costó miles de muertos.

Sí, hemos perdido todas las guerras, pero quizá porque las hemos peleado todas seguimos aquí, va ya para 3000 años.

Y a lo mejor es también por eso por lo que, infames que desearían que sus iniquidades se olvidasen, tratan de convertir en mercancía paletizada los vestigios venerables y las pruebas palpables de su miserable inanidad.

No se trata solo de una catedral.

Tres mil años de derrotas

Tres mil años de derrotas

En Cartagena hemos perdido todas las guerras… O casi.

Ya durante la segunda púnica nuestra ciudad fue punto de partida de la ofensiva carthaginesa y principal centro logístico de las tropas de Anibal hasta el punto de que la estrategia romana, tras perder una interminable lista de batallas en la península itálica, fue marchar a la península ibérica y contraatacar sobre nuestra ciudad en el 209 AEC. La suerte de la civilización se jugó a los pies de nuestras murallas y… perdimos.

Tras varios siglos de dominio romano unos foederati germanos (los visigodos) fueron instaurados en el poder por un imperio de occidente moribundo aunque el emperador de Constantinopla mandó a nuestra ciudad a las fuerzas imperiales de Patricio Liberio que recuperaron para el imperio romano nuestra ciudad y una extensa franja de tierras en el sureste que constituyeron la «Provincia de Spania». Fueron los tiempos de buenos obispos como Liciniano y de santos trascendentales para la historia de la humanidad: Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro. Pero tras casi un siglo los visigodos volvieron y Suintila atacó nuestra ciudad. Y de nuevo perdimos.

Y fuimos visigodos contra los musulmanes… Y perdimos. Y fuimos musulmanes contra los cristianos… Y perdimos. Y fuimos españoles contra los franceses (aquí milagrosamente no perdimos) y fuimos liberales contra los Cien mil hijos de San Luís (y volvimos a perder) y fuimos republicanos federales contra el mundo en 1873 y volvimos a perder y fuimos el último enclave militar en ser tomado en nuestra guerra civil… Otra que perdimos y ahí tienen las ruinas de la vieja catedral de Santa María para comprobarlo.

Sí, hemos perdido todas las guerras (o casi) pero, desde el 209 AEC al 1939 EC nuestra ciudad ha estado en todas las guerras jugando un papel importante cuando no decisivo en ellas y es por eso que, aunque no hayamos ganado —casi— ninguna guerra, sí que nuestra ciudad se ha ganado un puesto preeminente en la historia de la península ibérica, de Aníbal a la Legión Cóndor, un puesto del que pocas ciudades de España pueden alardear.

A mí, de las muchas derrotas de mi ciudad, me gusta recordar las mantenidas en defensa de la libertad como en esos tiempos en que Torrijos (el General Torrijos) mandó esta plaza.

Obviamente cuando Torrijos y sus compañeros fueron fusilados como consecuencia de su intentona liberal en la playas de Málaga, también había cartageneros allí. Entre los fusilados, claro.

Los santos de mi ciudad

Los santos de mi ciudad

El santoral de mi ciudad no resiste el más mínimo examen de la autoridad eclesiástica.

En mi ciudad los santos del cielo no suelen ser bondadosos sujetos beatíficos ni dóciles monjitas rezadoras con aroma a claustro o a salón parroquial; en mi ciudad los santos y las santas empuñan con más frecuencia una pistola semiautomática o una navaja que un báculo episcopal o un rosario, porque en Cartagena los santos blandengues y relamidos gustan poco y es quizá por eso por lo que se le tiene tanta ley a santos como San Pedro, que además de espadachín y pendenciero es, en el iconostasio de los cartageneros, un santo obrero, rebelde, jaranero e indisciplinado.

Les cuento esto para advertirles de que los santos de que les voy a hablar en esta historia no pertenecen a esa estirpe que puebla los expedientes vaticanos de beatificación. Los santos de que voy a hablarles hoy no han realizado ningún milagro que los avale y ni siquiera es seguro que hayan entrado en el cielo del dios de los cristianos. Lo que sí puedo asegurarles es que los cartageneros les han elevado a sus particulares altares laicos y mis paisanos esperan antes encontrarse con ellos en la vida futura —si es que la hubiere— que con ninguno de esos santos de mitra o toca que miran beatíficamemte hacia los cielos en los camarines de las iglesias.

Y ahora vayamos al turrón.

Los santos de que yo quiero hablarles hoy se llamaban Miguel y Caridad. Miguel había nacido en La Unión en el año 1900 y Caridad, algo mayor que él, había nacido en Cartagena en el año 1879, de forma que, para el año 1936 que fue cuando sucedieron los hechos que voy a narrarles, Miguel contaba 36 años y Caridad ya era una mujer de 56.

Sus vidas, eso sí puedo adelantárselo, no habían sido de esas que su Santidad Pio XII, a la sazón papa de la Iglesia de Roma, habría puesto de ejemplo para nadie, pero no dejaban de tener su interés.

Miguel era hijo de una familia minera de La Unión. A los 9 años y por necesidad comenzó a trabajar en una imprenta m primero sindicalista de la UGT, luego militante del PSOE y, tras diversos avatares, afiliado del Partido Comunista de España. Llegó a ser alcalde de Cartagena pero para el día 25 de julio de 1936 el cargo que ocupaba Miguel era el de simple concejal del Ayuntamiento de Cartagena.

La vida de Caridad había sido mucho más miserable que la de Miguel. Hija de una mujer con fama de vivir en el mundo de la prostitución, Caridad desde muy niña fue prostituida por su propia madre en un barrio enclavado en el centro mismo de Cartagena: el barrio del Molinete. La pequeña Caridad, para su desgracia, fue entregada desde casi niña a hombres mucho mayores que ella.

Es preciso aclarar a quienes no sean de Cartagena que el Molinete, a finales del siglo XIX y principios del XX, era meca de toreros, artistas y cantaores flamencos, pero también ¡ay! era un bullicioso barrio prostibulario alimentado por las súbitas fortunas amasadas con la minería de la plata y el plomo o la llegada de barcos de la Armada repletos de marinería. Y fue en ese barrio y en ese ambiente donde nació y creció Caridad.

Pero, por inverosímil que parezca, Caridad no fue una chica normal. Desde muy joven fue amante de políticos y ricos propietarios mineros y por su cama pasaron regularmente alcaldes de Cartagena y Ministros del gobierno de Alfonso XIII que la hicieron su amante.

Para 1936, Caridad ya contaba 56 años pero había amasado una discreta fortuna y era la dueña del burdel de más fama del Molinete; su red de contactos e influencias, además, era tan amplia como la persona más ambiciosa pudiese desear.

Y fue en ese situación cuando ocurrieron los hechos que quiero narrarles.

Los generales Franco, Goded y Mola se habían sublevado en Marruecos, Barcelona y Navarra, hacía apenas una semana. Las Brigadas de Navarra avanzaban hacia Madrid y el ejército de África trataba de pasar a la península para acabar con el gobierno de la República.

Por su parte en Cartagena, que permaneció leal a la República con toda su flota, se desató una frenética búsqueda y captura de miembros, reales o imaginarios, de la llamada «quinta columna», lo que convirtió de inmediato en sospechoso a cualquier individuo de derechas.

Y en medio de toda aquella locura el 25 de julio de 1936 turbas incontroladas decidieron asaltar iglesias y templos y destruir cuanto de valor hubiese en ellos.

Para Miguel, el militante del Partido Comunista y concejal del Ayuntamiento de Cartagena protagonista de nuestra historia, aquella forma de proceder era inaceptable y la jornada resultó particularmente dura para él.

En un primer momento, Miguel se presentó en la iglesia de Santa María de Gracia pues allí se acumulaban numerosísimos pasos de Francisco Salzillo de extraordinario valor artístico. Junto a personas como la poetisa Carmen Conde (primera mujer miembro de la Real Academia Española de la Lengua), trató de evitar la quema de las esculturas pero sin éxito, viéndose obligado a huir del lugar al ver peligrar su propia vida.

Miguel se encontró posteriormente con idénticas escenas de destrucción en otras iglesias y fue entonces cuando decidió dirigirse a la Basílica de la Caridad, templo de la patrona de nuestra ciudad, la Virgen de la Caridad, donde el destino le llevaría a cruzarse con la otra Caridad de nuestra historia, no la virgen, obviamente, sino la otra santa de nuestro relato.

Porque en la puerta del templo de la Caridad, como en el resto de las iglesias de la ciudad, se había agolpado una masa descontrolada dispuesta a destruir cuanto hubiese en el interior del templo. Lo que no esperaba aquella masa furiosa es que, por el vecino barrio prostibulario del Molinete, pronto corriese la voz de que iban a destruir la imagen de la Patrona de la ciudad, lo que dio lugar a una reacción inesperada.

Enteradas de que la masa se dirigía al templo de la Patrona las chicas del burdel de Caridad decidieron atajar el paso a la turba y provistas de armas blancas se colocaron en la puerta principal de la basílica determinadas a bloquear el paso a la turba.

No está claro cuántas chicas formaron el cuadro ese día frente a la iglesia, tampoco está claro si era la propia Caridad quien las capitaneaba, en lo que sí coinciden todos los testigos es que en el momento de máxima tensión, cuando las chicas y la turba se aprestaban al enfrentamiento a cara de perro, apareció desde dentro de la iglesia el concejal Miguel.

Miguel había llegado a la iglesia de la Caridad por su parte posterior, la que colindaba con el Molinete y, entrando en la iglesia por la puerta trasera, se dirigió hasta la puerta principal a donde llegó cuando el enfrentamiento entre las chicas de Caridad y la masa que venía a asaltar la iglesia parecía inevitable.

La masa increpó al comunista Miguel y Miguel increpó a su vez a la masa. Las chicas cerraron filas en torno a Miguel y este, se cuenta, que amartilló su pistola.

Lo que pasó en ese momento varía según las versiones de los diversos testigos que refieren esta historia.

«Si vais a subir esos escalones acerrojad los fusiles porque os aseguro que no os va a ser fácil» dicen algunos que dijo… Eso o algo parecido. Quién sabe, lo que estaba ocurriendo allí estaba transitando en ese momento por la delgada línea que delimita los márgenes del campo de la historia de los límites de la leyenda.

Sea como fuere lo cierto es que quienes venían con la masa se achantaron y que quienes les dirigían se achantaron también, de forma que comenzaron a disolverse ante la determinación del concejal y las chicas de Caridad que no tardaron en quedar dueñas del campo.

Muchas iglesias e imágenes ardieron ese día pero eso no pasó en el templo de la Patrona de Cartagena salvado por un inesperado pelotón de voluntarias. En todos los años que quedaban de guerra el templo ya nunca más volvió a ser amenazado y Caridad y sus chicas subieron así al olimpo cartagenero de las leyendas.

Tras la guerra Caridad Norberta Pacheco (alias Caridad «La Negra» en el submundo prostibulario pero ya también Caridad La Negra para todos los cartageneros) disfrutó de un reconocimiento social, incluso entre las clases altas, que nunca pudo imaginar. Los Viernes de Dolores, día de la fiesta grande de nuestra ciudad, un lugar preeminente para ella en la basílica de la Caridad y en los corazones de los cartageneros estaba asegurado. Hoy, todavía, todos los Viernes de Dolores, una agrupación cofrade hace llegar al templo un ramo de rosas negras en recuerdo de Caridad La Negra, la santa de nuestra historia.

Es verdad que aún se pueden ver en los bares de la ciudad fotografías de los años mozos de Caridad donde esta, supuestamente, aparece desnuda, pero, salvo para la mirada ignorante del turista, no hay en ello falta de consideración alguna hacia Caridad. En Cartagena a los santos también se les recuerda así, aunque…

Aunque en el caso de Caridad La Negra no solo fue elevada a los altares tras los mostradores de las tabernas y, si vas a la Basílica de la Caridad y a la derecha del altar te inclinas, verás en lugar bien visible el cuadro de una María Magdalena del pintor Manuel Wsell de Guimbarda, que nos recuerda poderosamente a una niña de 15 años, una tal Caridad Norberta, que fue de niña modelo del pintor y que está para siempre a la derecha de la otra Caridad, la que ella y sus muchachas defendieron aquel lejano 25 de julio de hace muchos, muchos, años.

Para nuestro otro santo, Miguel, el final de la guerra no fue tan dulce como para Caridad. Miembro del Partido Comunista y concejal de izquierdas en el Ayuntamiento de Cartagena durante la guerra, Miguel Céspedes fue juzgado en un procedimiento sumarísimo en el que fue acusado de «adhesión a la rebelión» e investigado en referencia a su posible participación en varios asesinatos y en la redacción de la lista de presos a ejecutar en la «saca» de la cárcel de San Antón del 18 de octubre de 1936, en la que 49 personas fueron fusiladas.

En su favor declararon numerosos testigos y en 1943 fue condenado «exclusivamente» por «adhesión a la rebelión» a 30 años de prisión, si bien fue excarcelado ese mismo año y pudo acogerse a indulto en 1945. Desde entonces abandonó cualquier actividad política, y permaneció hasta su fallecimiento en 1971 al frente de su imprenta.

Como pueden imaginar los sucesos del 25 de julio pesaron mucho en todo esto, al igual que la sombra de las dos Caridades de esta historia.

Hoy, la vieja imprenta del tipógrafo Manuel Céspedes se arruina en el lateral sur de la Plaza de San Francisco, pero aún nos permite ver el nombre con que Miguel decidió bautizar a su negocio.

Adivinen ustedes por qué o por quién.

Barro fraguado con memoria

Silencios cobardes

Silencios cobardes

Supongo que a ustedes les llamará la atención tanto como a mí el silencio cobarde que guardan la Confederación Comarcal de Organizaciones Empresariales de Cartagena (COEC) o la Cámara de Comercio de Cartagena en el tema CAETRA.

Resulta incomprensible, a primera vista, que una decisión que perjudica al empresariado cartagenero como es la de llevarse la dirección de CAETRA a Murcia no sea reprobada inmediatamente por los representantes de COEC o Cámara y, sin embargo, todo tiene su explicación; una explicación que, como casi siempre, se encuentra en asuntos de dinero, ese «stercore diaboli» (estiércol del diablo, Papa Francisco dixit) con que el infierno abona los malos instintos de quienes dicen representatnos.

COEC y Cámara desde hace años atraviesan una situación económicamente lamentable y, escasas de numerario, dependen de las subvenciones para poder sobrevivir. Sin subvenciones COEC y Cámara habrían de cerrar y, ante el riesgo de que el gobierno de turno les cierre el grifo, prefieren cerrar la boca y dimitir —como la alcaldesa— de su función legítima, cohonestando con su presencia y su silencio la infamia cometida en el asunto de la dirección de CAETRA.

Y el problema no es que su silencio sea un silencio mercenario y cobarde, el problema es que, callando ante la injusticia, pierden toda razón de ser como asociaciones destinadas a representar y defender al empresariado cartagenero. Y, dado que ellas no cumplen su función de defensa, pronto —y esto puede ser muy pronto— el empresariado cartagenero sentirá que son absolutamente innecesarias por inútiles y así aparecerán otras organizaciones que sí representen al empresariado, les quiten toda su legitimidad a las dimitidas y las manden al desguace.

Yo, por mi parte, voy a seguir redactando unos estatutos que me han encargado, porque están tardando.

La silente sociedad civil

El asunto de CAETRA no sólo está poniendo de manifiesto cómo, quiénes nos gobiernan, anteponen su interés personal y partidista a sus obligaciones de representación y defensa del interés de la ciudad sino que revela también el sinnúmero de voces subvencionadas que componen el ruido mediático habitual de esta ciudad.

Ante el ignominioso caso CAETRA, en el que nuestra alcaldesa se opone a que venga a nuestra ciudad la dirección de un programa regional de 26 millones de euros y prefiera que se lo lleven a Murcia, uno esperaría que organizaciones como COEC o como Cámara de Comercio desarrollaran una actividad algo más que testimonial, pero este martes pasado ya pudimos comprobar que no.

Entidades locuaces y ubícuas cuando se trata de estar al lado del poder político en congresos, saraos, ruedas de prensa y otros eventos de moqueta y canapé, COEC y Cámara se muestran increíblemente cautas y renuentes a asistir a actos donde cabe poca alabanza al gobierno y a actitudes caciquiles. El martes pasado, por ejemplo, se les echó muy en falta en el acto organizado por la asociación «Origen» a propósito de CAETRA, acto al que sí acudieron representantes, diputados regionales y concejales del resto de los partidos a excepción, claro, del de la alcaldesa.

Todo esto le lleva a uno a preguntarse por el estado de salud de la sociedad civil cartagenera. ¿Hasta dónde la subvención o la influencia condicionan el comportamiento de nuestra sociedad civil? ¿hasta dónde llega la colonización gubernamental de entidades teóricamente independientes?

En un estado donde la política pretende ocuparlo todo —hasta la justicia— la existencia de una sociedad civil sana e independiente es la única garantía democrática que queda y por eso, si esta sociedad civil se trufa de silencios subvencionados y de voces mercenarias, se habrá perdido toda esperanza.

Y ya no es sólo que representantes conspícuos de la sociedad civil guarden silencio, es que pronto aparecerán los habituales agentes blanqueantes, prontos a ganar relevancia y presencia social a costa de vender su alma al diablo.

Pronto saldrán a la luz. Ya lo verán ustedes.

Mañana toca podcast en la SER, buen momento para reflexionar sobre todo esto.

La ciudad doliente

Introducción

No me gusta ver a mi ciudad instalada en la queja perenne y en la frustración perpetua, repitiendo una y mil veces una lista de agravios tan larga como su propia historia y apelando exclusivamente a la protesta individual o colectiva como única herramienta de solución.

Digámoslo claramente aunque moleste: el mismo problema que sufre Cartagena lo sufren 43 de los 45 municipios de la región y, por lo que respecta al cuadragésimo cuarto, es un problema que también sufren la mayor parte de sus 55 pedanías.

Es más, el problema que padece Cartagena no es ni siquiera propio ni exclusivo de la región de Murcia sino que lo viven la mayor parte de los municipios de España y es un problema que nace de una insensata ordenación del territorio trabada a medias sobre un anticuado soporte ideológico nacionalista y una irracional red de administraciones construidas sobre el modelo de la administración centralista borbónica. Este modelo —que analizaremos— da lugar a un sistema que, de forma perpetua y constante, depreda a unos territorios tributarios (la inmensa mayoría de España) en favor de unos pocos lugares elegidos que, de este modo, generan a su favor un sistema incesante de ingresos que viene bombeando desde hace más de dos siglos recursos y riqueza desde los territorios tributarios hacia los territorios dominantes, empobreciendo a unos y enriqueciendo a otros.

Ese sistema, absurdo, irracional y periclitado, es sentido con especial intensidad en mi ciudad, Cartagena, pero no es un problema exclusivo de ella y ni siquiera es ella la ciudad o territorio más perjudicado por el mismo, sólo quizá lo vive con especial intensidad y esto hace que se contabilicen con especial atención (o al menos con más atención que en otros lugares) la cada vez más larga lista de agravios que el sistema produce. Ahora bien, que el problema no sea sentido en otros lugares no quiere decir que no estén tan o más afectados que mi ciudad por este sistema perverso de depredación interterritorial.

Describamos primero el mecanismo de depredación para articular más adelante una propuesta de solución.

El mecanismo de depredación

La designación de una ciudad como capital nacional, autonómica o provincial, le otorga una posición dominante que provoca un flujo inmediato tanto de naturaleza económica como de influencia política en su favor y en perjuicio del resto de ciudades tributarias. Desde el mismo momento de su nombramiento y salvo circunstancias excepcionales se instala un sistema generador de desequilibrios interterritoriales en favor de estas ciudades y en perjuicio de las demás.

Suelen señalarse como herramientas principales de depredación el hecho de que la instalación de la capital en una ciudad conlleva la instalación en su municipio de una administración y una clase funcionarial que, manteniendo sus infraestructuras y cobrando sus salarios de los impuestos que paga toda la región los gastan en un único y exclusivo lugar. Piensen en que la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia paga a más de 60.000 funcionarios de los cuales un porcentaje importante tienen su puesto de trabajo en instalaciones mantenidas en Murcia. Tal situación provoca un flujo constante de dinero de las ciudades tributarias a la ciudad capital sin que acabe de entenderse por qué, en pleno siglo XXI, la Consejería de Agricultura ha de estar en Murcia y no en Lorca, Totana o Torre-Pacheco. Particularmente inspirador —y permítanme la broma en temas tan serios— sería ver la Consejería de Ecología y Medio Ambiente instalada en San Pedro del Pinatar o Portmán, con su consejero y todos sus funcionarios contemplando diariamente el estado de los lugares que deben regenerar.

La concentración funcionarial y de poder político en una sola ciudad conlleva asimismo que las oligarquías económicas se instalen al lado de las administraciones públicas con quienes han de tratar, negociar o en las cuales han de tratar de influir, produciéndose de nuevo un injustificable trasvase interterritorial de influencia y poder económico.

Esto, obviamente, no es nada que yo acabe de inventarme, esto es algo que ha sido objeto de reiterado estudio académico.

Esta situación es, además, evidente para cualquier habitante de una zona tributaria y, como adelanté, no son pocos los estudios científicos que la confirman como, por ejemplo, Bel G., Heblich S. (2011). “Industrial Concentration and Public Infrastructure Investment: Spanish Evidence.” un estudio que muestra cómo las decisiones políticas sobre infraestructuras tienden a beneficiar a las capitales administrativas; De la Fuente, A. y Vives, X. (1995) “Infraestructuras y localización industrial: un panorama analítico y empírico.”un estudio que, aunque centrado en localización industrial, destaca cómo las infraestructuras públicas, muchas veces ubicadas en capitales, fomentan una mayor actividad económica; José Villaverde y Adolfo Maza (2009). “Regional economic disparities and decentralisation in Spain.” trabajo que argumenta que la descentralización política en España ha favorecido a las capitales autonómicas, que reciben más recursos y funciones que otras ciudades de la misma región; Luis Rubalcaba-Bermejo (1999). “Business services in European cities: demand, location and regional policy.” donde se analiza cómo las capitales regionales concentran servicios avanzados, muchas veces como resultado de su papel político y administrativo.

En fin, para los habitantes de cualquier ciudad no capital (2/3 de la población española) tales estudios aparecen como innecesarios ante las evidencias de una realidad discriminatoria perennemente vampirizadora de recursos de las ciudades tributarias hacia las capitales dominantes.

El que esta depredación sea y haya sido perpétua y constante en los últimos dos siglos ha dejado huellas indelebles en nuestros territorios en forma de desequilibrios territoriales siempre —y salvo excepcionales casos— en favor de las ciudades capitales y en perjuicio de las ciudades tributarias.

Si es usted un habitante de Lorca, Cieza, Yecla, Jumilla o cualquiera de los 44 municipios tributarios de esta Región debería usted preguntarse cuál es el futuro de su ciudad si este sistema se mantiene cincuenta años más. Con toda probabilidad sus nietos ya no serán más lorquinos, ciezanos, yeclanos o jumillanos, pues antes o después habrán emigrado hacia la ciudad capital en busca de mejores oportunidades de las que le ofrece su tierra. Pregúntese, de paso, también, por qué acepta usted ese destino como si se tratase de una cruel fatalidad y no pudiese ser cambiado.

Pero antes de pasar a la acción —aunque los motivos que le he dado debieran ser bastantes— quizá sea bueno conocer las trampas ideológicas que nos han traído aquí y por qué esas coartadas ideológicas no deben pervivir ni un lustro más si queremos que en España las fracturas interterritoriales y sociales no acaben destruyendo un estado cada día más frágil.

Fundamentos ideológicos del sistema depredatorio

Dije más arriba que la organización territorial española era heredera del centralismo borbónico de una parte, en especial en lo que se refiere a la administración provincial, y de los principios nacionalistas propios del siglo XIX, en especial en cuanto se refiere a la administración autonómica. Veamos cómo operan ambos.

La división provincial y el centralismo borbónico

En las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado propio de los siglos XVIII y XIX con frecuencia vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, es movida por el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.

Como escribió Timon Cormenin: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».

Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.

Este tipo de redes obedecen más a la necesidad de ejercer el poder sobre el territorio que a la voluntad de enfrentar problemas concretos de la población. Son redes decimonónicas tendentes a que la voluntad de los gobiernos centrales alcance a todos los territorios y responden a un tipo de sociedades en que las comunicaciones se realizaban en carruajes o como mucho ferrocarril y son precisamente las redes radiales de carreteras o ferrocarril en España una de sus mejores ilustraciones.

El nacionalismo estatal y los nacionalismos periféricos

Para quien todavía no lo sepa el nacionalismo, como forma de organizar los estados del mundo es una ideología con apenas doscientos años de historia, fundada sobre la creencia de que cada nación tiene un cierto espíritu e idiosincrasia (volkgeist) y que, aparte de haber dado lugar a la organización actual del mundo ha sido la causa de los mayores crímenes y guerras desatados por el ser humano.

Una aclaración inicial: abomino del nacionalismo

Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria, no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.

Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.

No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.

Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.

Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).

Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.

Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.

Si a usted esto le parece razonable le sugiero que revise su equilibrio mental: su equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.

Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.

Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.

Y sentado mi férreo antinacionalismo veamos ahora cómo el mismo contribuye a la depredación de unos territorios por otros y a la generación de tensiones inútilmente disgregadoras.

El nacionalismo como criterio organizador de las comunidades humanas

Tras la caída del Antiguo Régimen —y en el caso concreto de España tras la desaparición del rey de la vida del país secuestrado por Napoleón Bonaparte en 1808— se hubo de buscar un fundamento para la soberanía y el ejercicio del poder.

Mientras perduró el Antiguo Régimen la justificación del origen del poder fue siempre de naturaleza religiosa, los reyes eran reyes por designación divina («Deo gratias», «por la gracia de Dios») expresada a través de unos vínculos hereditarios. Sin embargo, la desaparición del rey de la vida pública en Francia debido a la revolución y en España debido al secuestro del tándem Carlos IV-Fernando VII por Napoleón, impulsó a buscar un fundamento para esa soberanía que antes ejercía el soberano por derecho divino. La solución muchos creyeron encontrarla en una reciente idea producto del romanticismo alemán: la nación.

En el caso concreto de España fue la Constitución de 1812 la primera en expresar esta idea en su artículo 3 al expresar: «La soberanía reside esencialmente en la Nación…» aunque, en el momento de redactar el texto nadie supiera con exactitud qué era eso de «la Nación» por lo que hubo de ser definida con carácter previo, concretamente en el artículo 1, como «…la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» un concepto sintéticamente coincidente con «el pueblo», pero esta identificación de la nación con el pueblo no duraría mucho.

La creencia de que la nación es un concepto previo al estado mismo y que viene definido por unos antecedentes culturales, históricos, lingüísticos o culturales donde encarna el «espíritu» (volkgeist) de un pueblo pronto sustituyó al simple y hasta tautológico concepto contenido en la Constitución de 1812. La creencia en tan irracional y fantasmagórica entidad dio lugar a procesos tanto de integración (Alemania, Italia) como de disgregación, singularmente de imperios como el Austro-Húngaro o el imperio hispánico cuyo nombre oficial era el de Monarquía Católica.

La historia del siglo XIX es la historia de la constitución (invención) de las diversas naciones que habrían de componer el mundo civilizado, especialmente en Europa y de modo exitosísimo en la antigua América Hispana.

Fue en ese siglo (no antes) cuando se construyó el relato nacional español con una selección de episodios históricos sobre los que construir una identidad nacional. Igual proceso se vivió en la América Hispana y en bastantes zonas de Europa. Este proceso fue tan exitoso que, culturalmente, pronto se identificó el concepto indefinible e indefinido de «nación» con el concepto de estado llegando a proclamarse el derecho de toda nación (sea esto lo que sea) a constituirse en estado.

Ocurre, sin embargo, que en monarquías compuestas como la española no era sola España la que reunía los vagos requisitos cuasi mágicos para ser considerada nación sino que partes de la misma comenzaron a reivindicar su status de nación.

Esta reivindicación no fue demasiado sólida hasta que la catástrofe de 1898 debilitó grandemente el relato nacionalista español, al tiempo que la pérdida del negocio ultramarino y antillano de algunas regiones (singularmente Cataluña) impulsó el conjunto de creencias que alientan a todo nacionalismo, pero no solo eso.

No olvidemos que el centralismo borbónico para 1898 llevaba casi un siglo dejando sentir sus efectos depredadores, efectos depredadores en favor de Madrid que fueron sentidos de forma especialmente acusada en Cataluña y otras regiones como las provincias vascas si bien, en este último caso, trufado de otras componentes ideológicas como el absolutismo carlista.

Con la llegada de la Constitución de 1978 se asumió que el criterio de organización de todo el estado debería ser ese abstracto e inasible concepto de nación que animaba no sólo a España sino a otras «nacionalidades» que formaban parte de la misma. La organización territorial española, desde entonces, en lugar de obedecer a criterios económicos, de resolución de problemas, de articulación del territorio o redistribución de riqueza, obedece a un vago conjunto de relatos históricos falsos o simplemente inventados en la abrumadora mayoría de los casos.

Fundada la articulación del país sobre estos criterios irracionales nacionalistas no sólo no se resolvió ninguno de los problemas que generaba la vieja administración centralista borbónica (que se mantuvo en forma de provincias, diputaciones, delegaciones y sub-delegaciones del gobierno) sino que añadió un problema más: la aparición de una serie de nuevas capitales, que si no eran corte si eran cortijo de una nueva clase política autonómica, y que dieron lugar a la aparición de una nueva máquina depredadora que superpuso a las capitales de provincia las nuevas capitales autonómicas. Madrid siguió conservando su capitalidad y determminando las redes jerárquicas españolas si bien, las nuevas nacionalidades más fuertemente nacionalistas, operaron de contrapoder exigiendo obvenciones y gabelas que compensasen los desequilibrios y los agravios sufridos desde la llegada de la administración borbónica.

La Constitución de 1978 como vemos, en lugar de contener a una ideología tan antigua y periclitada como el nacionalismo, lo que hizo fue fomentarlo convirtiendo a la visión nacionalista del mundo y de nuestro nuestro propio estado en prácticamente la visión natural y estándar para todos los ciudadanos.

Quedó así instaurado el doble sistema de depredación que hoy padecen los territorios tributarios que forman la inmensa mayoría de las tierras de España. Un sistema que es urgente desactivar y extirpar si tú, como yo, formas parte de cualquiera de esos territorios tributarios que sufren la depredación de cortes y cortijos, de élites y de concentraciones de poder económico o político.

Nos jugamos en ello el futuro de la inmensa mayoría de los territorios y habitantes de este lugar que el mundo conoce como España.

En post siguientes veremos el modo de hacerlo porque hoy, me parece, que mientras redactaba estas líneas alguien ha anunciado que «habemus papam».

La necesaria separación nación-estado

Sé que lo que voy a decir no será entendido por muchos pero creo que no tengo otra opción. Es lo que pienso y necesito contárselo.

Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.

Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.

No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.

Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.

Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).

Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.

Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.

Si a ti esto te parece razonable debes revisar tu equilibrio mental: tu equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.

Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.

Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.

Y sentado mi férreo antinacionalismo, creo que en los siguientes post ya puedo ir contándoles como veo el mundo y la sociedad, cómo creo que es y cómo debería ser y todo ello desde mi visión de la situación tanto en la ciudad en que nací (mi patria), como en la región y el estado en que vivo, la cultura en que me encuadro y la humanidad a la que pertenezco.

Pero eso será otro día.

Distribución contra centralización

Yo, en aquel entonces, estudiaba derecho y, para mi desgracia, mi profesor era uno de esos docentes «participativos» a quien no bastaba, como a los demás, vomitarnos el contenido de unos apuntes para que nosotros, llegada la fecha del examen, se los vomitásemos a él en un juego angustioso de arcadas académicas. Este profesor, aparte de los apuntes, usaba métodos pedagógicos participativos y no sé por qué le dio la petera de que yo fuese parte integrante de uno de ellos; en concreto pretendía que yo realizase y expusiese un trabajo sobre «la comarca» desde el punto de vista del derecho administrativo español.

El experimento pedagógico se completaría con un debate/controversia con otro alumno que habría de preparar otro trabajo sobre el mismo tema, tarea esta que recayó en una inolvidable compañera de facultad de nombre Consuelo.

Obviamente todos sabíamos de qué pie cojeaba el profesor: él quería que le hablásemos de descentralización, de coordinación consensual y de toda una serie de principios organizativos con que nos había venido fatigando desde principio de curso. Pero yo no era un buen estudiante y no me apetecía hacer eso.

Puesto a pensar en cómo enfocaría mi trabajo decidí apartarme lo más posible del concepto tradicional de comarca y traté de enfocar la comarca no desde el punto de vista cultural o historiográfico, sino desde un punto de vista utilitarista: ¿para qué queremos una entidad administrativa llamada comarca? ¿qué problemas queremos resolver con ella? Y dando vueltas al tema me fijé en un modelo de división administrativa absolutamente inesperado: las denominaciones de origen de los vinos.

El asunto me pareció sumamente interesante: la uva no sujeta su crecimiento a la provincia, municipio o región donde está ubicado el pago que la produce. La uva monastrell, propia de la denominación de origen «Jumilla», crece en este municipio, claro, pero no sólo en él sino también en otros pertenecientes a otras comunidades autónomas, a saber: La DOP Jumilla se encuentra situada en el extremo sureste de la provincia de Albacete, que incluye los municipios de Montealegre del Castillo, Fuente-Álamo, Ontur, Hellín, Albatana y Tobarra y el norte de la provincia de Murcia, con el municipio de Jumilla, que da nombre a esta Denominación de Origen Protegida. Lo mismo ocurre en La Rioja donde no solo forman parte de la DOP pagos situados en la Comunidad Autónoma de La Rioja sino también los situados en la provincia de Álava, en Euskadi, que forman parte de esas tierras llamadas de «la Rioja alavesa».

El ejemplo me pareció inspirador.

Cuando dividimos un territorio —algo por cierto antinatural y contrario a una realidad física interconectada y sin fronteras— podemos hacerlo con la vista puesta en servir y apuntalar el poder establecido favoreciendo así su ejercicio o podemos hacerlo para enfrentar los problemas que padecen los seres vivos que lo habitan. Ni que decir tiene que del primer punto de vista nacerán divisiones de un tipo mientras que del segundo nacerán una multitud de divisiones de otro tipo.

Las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado son un ejemplo del primer punto de vista, propio de los siglos XVIII y XIX, y en ellas vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, mueve el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.

Como escribió uno de los teóricos de este tipo de organizaciones: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».

Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.

Las «capitales» borbónicas así establecidas depredan a los territorios y localidades circundantes merced a impuestos dedicados a pagar funcionarios que trabajan y viven en la ciudad capital dando así origen a un trasvase de capitales desde las ciudades y territorios tributarios a la ciudad capital.

La acumulación de poder político en esas ciudades capital hace que las élites prefieran establecerse en ellas abandonando a las ciudades y territorios tributarios que, de este modo, aumentan su espiral de empobrecimiento. Las industrias, igualmente, son ubicadas preferentemente en el entorno de estas ciudades capital donde, además, las élites sociales prefieren ubicar los polos de riqueza para su mayor comodidad.

Todos estos fenómenos y muchos otros descritos por la doctrina científica son sentidos por la población de las ciudades y territorios tributarios como injustas ofensas y este sentimiento de agravio suele traducirse en movimientos de corte nacionalista —tatambién de origen decimonónico— que tratan de corregir el agravio mediante movimientos políticos (en el mejor de los casos) o de acciones violentas (en el peor).

En España llevamos ya más de dos siglos así, generando desigualdades, expropiando futuros e incubando odios que, no lo duden, antes o después estallan y solo pueden ser calmados mediante concesiones a los territorios más beligerantes que son inevitablemente entendidos por el resto de los territorios como un nuevo agravio.

Esta situación decimonónica, periclitada, caduca, generadora de ineficiencias y madre de desigualdades e injusticias no debiera permanecer ni una década más. Esta situación, centralizada, sólo beneficia a unas esclerotizadas élites económicas y políticas al tiempo que bloquea el desarrollo natural y orgánico de todos los territorios del estado, produce infelicidad e ira en una gran parte de sus habitantes y provoca movimientos migratorios que empobrecen económica, social y culturalmente a la mayor parte de las personas y territorios del país.

Esta situación de organización en red centralizada debe ser sustituida con urgencia por una organización de tipo distribuido acorde con las infraestructuras y principios que organizan las redes de los estados modernos. Si piensa usted en la administración centralista como una especie de engranaje de un reloj o como una rueda que toda ella gira alrededor de un centro, puede usted imaginar una organización distribuida como una red mallada del estilo de internet donde cada nodo (usted, su ciudad o territorio) es el centro del resto de la red.

Podemos seguir funcionando como un estado borbónico del XVIII o podemos funcionar como un estado moderno y capaz de marchar a la vanguardia de los estados del mundo.

Yo apuesto por lo segundo y creo que podemos conseguirlo si un puñado —nada más que un puñado— de personas convencidas lo intentamos. El trabajo más duro será el de difundir la idea, una vez puesta en marcha ella sola será imparable.

Yo prefiero un país de todos a un país gobernado por élites tan alejadas como ajenas a mí.

Hoy me pongo en marcha. Total, llevo 40 años defendiéndolo, al menos desde que debatí esta idea con mi amiga Consuelo.

¿Qué habrá sido de ella?

Cartagenamórate

Cartagenamórate

Hoy es Viernes de Dolores, la fiesta de mi ciudad por antonomasia y seguramente sea esta una buena fecha para hablarte de mi ciudad y su diócesis.

La ciudad de Cartagena con el étimo de este nombre (𐤇𐤃𐤔𐤕  𐤒𐤓𐤕, Qrt Hdst, Quart Hadast, Carthago) la fundó el púnico carthaginés Asdrubaal yerno de Amelkart Barca hace ahora 2252 años. Discúlpenme si en lugar de Asdrúbal o Amílcar escribo Asdrubaal o Amelkart pero es que no renuncio en los nombres teofóricos (nombres que incorporan el nombre de una deidad) a tratar de mantener en lo posible la grafía del dios a que hacen mención, Baal en el caso de Asdrúbaal y Melkart en el caso de Amelkart (𐤇𐤌𐤋𐤒𐤓𐤕) Barca.

A veces los nombres nos cuentan cosas.

Como ven Amelkart Barca y Carthago comparte en sus nombre el trilítero «krt», «qrt» o «crt» en grafías actuales (𐤒𐤓𐤕 en alfabeto fenicio) y es normal pues esa palabra significa «ciudad». Así el dios Melkart es el rey (Melek) de la ciudad (Quart) y mi ciudad Quart, más de dos mil años después aún conserva el trilítero CRT, QRT o KRT en grafías actuales que nos indica no solo su origen fenicio sino también su caracter de ciudad.

Y ya me he ido por las ramas.

Mi ciudad y mis vecinos mantienen una idiosincrasia propia que no siempre es entendida en esta región (en realidad casi nunca) a pesar de que desde el año 297 AEC todas las ciudades del sureste que se corresponden con la actual región han formado parte del «Distrito de Cartagena» (sí, «Diócesis» es palabra latina que en castellano significa «Distrito» y a cuyo frente suele haber un «episcopus», o sea, en castellano un «supervisor») y por tanto llevan viviendo juntas 2000 años. Lorca, Jumilla-Coimbra, Cehegín… etc. ya formaban parte con Cartagena del mismo distrito cuando, mil años después, los árabes fundaron Murcia.

Mirar el imafronte de la llamada Catedral de Murcia explica muchas cosas de esta región mejor de lo que lo hacen políticos interesados y webs institucionales.

Si miras el imafronte de la llamada Catedral de Murcia observarás que en ella no aparece ninguna referencia a la ciudad de Murcia. Los santos que aparecen en lugar más relevante son todos cartageneros (Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina). Incluso el nombre por antonomasia del huertano murciano (Pencho) es el nombre de un cartagenero (Fulgencio) y si tratamos de encontrar otros símbolos que no sean cartageneros lo que encontraremos es, por ejemplo, la Cruz de Caravaca, otra ciudad que no es Murcia. Y es normal, pues Murcia, fundada por árabes, carece de un pasado cristiano que contar y por tanto de nada relevante que colocar en el imafronte de un templo cristiano. Lo curioso es que si alguien le hubiese dicho a Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina que sus estatuas se colocarían en un lugar llamado Murcia quedarían muy sorprendidos pues, simplemente, cuando ellos vivieron, un lugar con ese nombre ni existía ni se le esperaba. Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina sí conocían la Diócesis de Cartagena pues habían nacido en ella, pero no Murcia ni una catedral de Murcia, pues las catedrales estaban (y están aunque bombardeadas) en la sede de los distritos (diócesis).

Igual ustedes ignoran de quiénes les estoy hablando pero les diré que son, con toda probabilidad los perdonajes históricos más importantes nacidos en esta tierra nuestra. Quizá Isidoro sea el más conocido (Isidoro, obispo luego, de Sevilla) pues, como a buen cartagenerico, se le ocurrió el disparate de meter todo el conocimiento del mundo en un solo libro creando así la primera enciclopedia de la historia, las «Etimologías», permitiendo que el conocimiento de la Roma clásica atravesase toda la Edad Media hasta que, muchos siglos después, Diderot y D’Alembert se lanzasen de nuevo a una hazaña de similares proporciones.

Seguramente Leandro les suene menos que Isidoro pero, para la historia de España y del mundo, es probable más trascendente que su hermano.

Leandro fue el responsable de la conversión al catolicismo del pueblo visigodo y es ese momento de la historia el considerado por muchos historiadores como el del «nacimiento de España». De hecho, si visitan ustedes el Palacio del Senado de España verán que en lugar prominente hay un cuadro de grandes dimensiones conmemorando ese episodio. Leandro también, en el tercer concilio de Toledo, fue en buena parte responsable de la modificación del Credo de Nicea añadiendo la cláusula «y del Hijo», modificación que, andando el tiempo, daría lugar a la separación de las iglesias católica, apostólica y romana de la católica, apostólica y ortodoxa. ¡Ah si Putin lo supiera!

Isidoro y Leandro pues son santos para toda la cristiandad, ya sea romana u ortodoxa, es decir de Moscú a la Tierra del Fuego.

Cosas de cartagenericos.

Por alguna razón, culturalmente, la idea de España ha ido asociada al catolicismo. Los visigodos eran «españoles» porque eran católicos (de ello se encargó Leandro) y las imágenes de sus reyes adornan la Plaza de Oriente y el Palacio Real de Madrid cual si de reyes de España se tratase. Curiosamente los árabes, a pesar de los ocho siglos de presencia en la península ibérica, no son considerados «españoles» por la historiografía tradicional, sino enemigos de los auténticos españoles que, herederos de los reinos godos del norte, eran cristianos desicados a «reconquistar» el viejo reino que perdió Don Rodrigo en el Guadalete. Como ven, a lo que parece, Leandro hizo un buen trabajo y esta caracterización de España es la que todavía mantiene una mayoría sociológica de los españoles.

No es de extrañar que cualquier intento de construir una «identidad regional» sobre un pasado árabe sea una tarea condenada al fracaso. La identidad regional no está vinculada al pasado árabe de Murcia, la identidad regional la tienen escrita en el imafronte de la llamada catedral de Murcia y está vinculada a un pasado cristiano, Cartagenero, Caravaqueño, Jumillano, Ceheginero… Pero no murciano.

Insisto, desde hace dos mil años todas las ciudades de esta zona formamos parte de la misma división administrativa y hemos vivido juntos, aunque 800 años después apareciese una ciudad nueva que, desde 1833, fue designada arbitrariamente capital de este viejo distrito.

Y esto no sentó bien.

Nuestra región, compuesta de dos provincias, Murcia y Albacete, se resquebrajó en la década de los 80 debido a un centralismo crónico que arranca del siglo XIX y que Albacete venía denunciando desde época tan temprana como 1838. Para que se hagan una idea: cuando en 1838 los carlistas aparecieron por Almansa la Audiencia Territorial de Albacete (órgano judicial supremo de las provincias de Murcia, Ciudad Real, Cuenca y Albacete) decidió huir de Albacete y establecerse en Cartagena. Cuando la Diputación de Murcia les ofreció instalarse en Murcia tanto la Audiencia como la Diputación de Albacete se negaron afirmando que si la Audiencia se instalaba en Murcia ya no volvería nunca a Albacete.

Por eso, en cuanto hubo la más mínima oportunidad, Albacete huyó de la Región de Murcia. Hoy tienen una universidad que el centralismo de Murcia les negaba y hoy son la primera ciudad en población de Castilla La Mancha en lugar de ser la tercera ciudad de la Región de Murcia.

Sí, el centralismo mal entendido ha destruido esta Región hasta seccionarla por la mitad y la seguirá destruyendo si persisten asuntos como CAETRA por solo poner un ejemplo.

La propia ciudad de Murcia padece ese centralismo de unos pocos. Pedanías fortísimamente pobladas como El Palmar han venido reclamando una entidad local menor que nunca acaba de llegar en la forma deseada y en general, 52 pedanías que reúnen a la abrumadora mayoría de los habitantes del municipio de Murcia ven como sólo el pequeño centro de Murcia (unos 140.000 habitantes frente a los más de 400.000 de la ciudad, se benefician de un reparto poco equitativo de gastos, impuestos e inversiones).

El centralismo percibido —subrayo «percibido»— ya ha fracturado esta región expulsando a Albacete y la fracturará aún más si, en lugar de una Región centralizada no diseñamos una Región distribuida que haga posible que esta historia de 2000 años que se inició con el distrito carthaginense pueda seguir adelante.

Quizá hoy, día de la fiesta mayor de mi ciudad, sea un buen día para recordar estas cosas.