El Antiguo Testamento, el trigo y la teoría de la evolución

El Antiguo Testamento, el trigo y la teoría de la evolución

Creo que uno de los mejores instrumentos para entender en profundidad la teoría de la evolución es el Antiguo Testamento.

—Oiga ¿Está usted loco?
—Bien pudiera ser, pero mi locura no afecta a este asunto.

A ver cómo les explico yo esto.

Olviden todos sus prejuicios sobre la evolución y atiendan a lo que les digo: allá donde hay copia y mutación hay evolución.

—Oiga pero eso de la evolución ¿no era una historia que iba de animales más fuertes que se meriendan a los más débiles y de la supervivencia de los más aptos?

No sea usted bruto y ustedes háganme caso: hay evolución allá donde hay copia y mutación y si no me creen «fijarse» en lo que os voy a decir que «se váis» a quedar pasmados.

Todos entendemos con facilidad que cada ser, por ley natural, engendra su semejante (esto está escrito hasta en el prólogo de El Quijote) y que la cría hereda caracteres de su progenitor o progenitores. A estas entidades (animales, plantas) que son capaces de autorreplicarse y de elaborar copias más o menos fidedignas de ellos mismos, les llamamos «seres vivos» por lo que, si un día, tal y como imaginara John Von Neumann, somos capaces de construir máquinas autorreplicantes no nos quedará más remedio que reconocer que hemos creado una nueva forma de vida.

Pero no son la vida ni las máquinas autorreplicantes las que me interesan hoy; lo que me interesa hoy es la evolución cuando existe copia y mutación al margen de entidades autorreplicantes (seres vivos) y para ello voy a usar el Antiguo Testamento aunque podría utilizar cualquier otra obra literaria o musical.

Empecemos, pues, por el principio; es decir, por el creciente fértil.

La invención de la agricultura supuso la domesticación por el hombre de determinadas especies vegetales. El proceso de selección natural fue sustituido por el de selección humana en el caso de determinados vegetales y esta acción humana ha ido dejando huellas que la arqueología y el estudio del ADN pueden ahora descifrar. Veamos un ejemplo.

Hace unos ocho mil años los seres humanos domesticaron el trigo. El trigo silvestre tenía sus propias estrategias reproductivas, sus pequeñas semillas eran transportadas por el viento favoreciendo su difusión, la naturaleza favorecía esto pero esto no es lo que convenía al ser humano que prefería semillas más grandes aunque hubiese de ser él el encargado de hacer que el trigo se reprodujese. Fue hace unos ocho mil años que, por mutación o hibridación, aparecieron variedades de trigo con semillas tetraploides, mucho más gruesas, peores para la reproducción del trigo en la vida silvestre pero que encantaban a los seres humanos quienes desde entonces se preocuparon de que esta variedad del trigo se reprodujese. Si el hombre domesticó al trigo o el trigo domesticó al hombre haciéndole trabajar para cuidarlo y que se multiplicarse es una cuestión que aún se debate.

Los seres humanos que cultivaban ese trigo al igual que el trigo mismo tenían su propia firma genética y, gracias a la arqueología y a la genética, hoy podemos saber cómo los genes de ese trigo y esos seres humanos se han ido extendiendo por el mundo. Observar un mapa con los gradientes de esta expansión ha permitido incluso calcular a qué velocidad se fue extendiendo la agricultura por el mundo: un kilómetro al año.

Cuando el trigo mutó y aparecieron las semillas tetraploides su cultivo se fue extendiendo por el mundo y su rastro permitió que los historiadores pudiesen seguir su difusión por el mundo para así comprobar, con sorpresa, cómo su extensión corría pareja al avance de los genes de los seres humanos que habían aprendido a domesticar el propio trigo. Es decir que los marcadores genéticos de quienes habían aprendido a domesticar el trigo se extendían por el mundo a la par que los del trigo por ellos domesticado dibujando un gradiente en los mapas que sugería que la técnica se desplazaba con los técnicos, lo que no es de extrañar en unas civilizaciones mayoritariamente prehistóricas.

Pero este fenómeno no es exclusivo de seres vivos como el trigo o los humanos; copia y mutación las hay también en el mundo de las ideas y por ende —y ese va a ser nuestro ejemplo— en el de la literatura.

Del mismo modo que en el caso del trigo a partir de una mutación puede seguirse su descendencia, pues esta hereda esa mutación, en el caso de la literatura ocurre lo mismo, cuando se produce una mutación en el texto las copias de la copia mutada heredan está variación. Es por eso que el caso del Antiguo Testamento es particularmente atractivo porque en su labor de replicación pugnan, de un lado, el interés de copiar o traducir fiel y exactamente la palabra de dios y de otro lado dificultades de la traducción o la copia y a veces hasta la agenda ideológica del copista/traductor.

Creo que todos podemos citar ejemplos de cómo las canciones o los poemas van mutando hasta alcanzar la forma que les garantiza un mayor éxito replicativo. En mi caso, por ejemplo, jamás he olvidado el primer poema que había en mi libro de lectura de 4⁰, recuerdo que,textualmente, decía:

«Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.»

Casi cincuenta años más tarde descubrí que el poema no era así y que en la versión original de José Martí la ortiga no figuraba por ningún lado sino que lo que decía el penúltimo verso era

«cardo ni oruga cultivo»

como ven en el poema se había producido una mutación y hoy, si buscan este poema en internet, se encontrarán con que la versión mutada se encuentra con más frecuencia que la versión original. Alguien, seguramente ajeno a la cultura cubana, en algún momento pensó que la palabra oruga no encajaba en el poema sin caer en la cuenta que «oruga» no solo es un animal sino también una planta y por eso la usó el autor. Pero como el pueblo es soberano y

Hasta que las canta el pueblo
las coplas, coplas no son,
y cuando el pueblo las canta
ya nadie sabe su autor.

el pueblo decidió que ortiga sonaba mejor que oruga y así verá escrito usted el poema en multitud de sitios, incluido mi libro de lectura con el texto aprobado por el entonces Ministerio de Educación y Descanso.

Sin embargo, como digo, siendo el Antiguo Testamento un tipo especial de literatura inspirada por Dios, es razonable pensar que los copistas pusiesen un especialísimo celo en que las copias permaneciesen idénticas a los originales para no alterar las expresiones de la inspiración divina. Como pueden imaginar tal deseo no tuvo éxito y hoy tenemos multitud de versiones del Antiguo Testamento o Biblia Hebrea cada una conteniendo pasajes y libros enteros distintos.

Vamos a analizar por ejemplo el misterioso caso de los cuernos de Moisés.

Si ustedes hacen memoria (y si no miren la fotografía de abajo) recordarán que Miguel Ángel, cuando esculpió la magistral imagen de Moisés que hoy puede verse en Roma en la iglesia de «San Pietro in vincoli», le colocó en la testuz dos visibles cuernos que producen no pocos comentarios entre quienes lo observan. ¿Por qué hizo esto Miguel Ángel? ¿Es que acaso sufrió Moisés una mutación y le salieron cuernos?

No, Miguel Ángel sabía lo que hacía, créanme, la que sufrió una mutación —ya se lo adelanto yo— es la Biblia y todo a cuenta de la traducción de la palabra hebrea «QRM» (qaram o karam).

Si usted consulta hoy una cualquiera de las múltiples y todas distintas traducciones de la Biblia encontrará que estas nos dicen algo como esto (Biblia de la Conferencia Episcopal Española. Éxodo 34,29):

«Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor.»

Nada muy diferente encontrará si busca en una Biblia protestante como la Reina-Valera que en Éxodo 34,29 nos cuenta:

«Y aconteció, que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, mientras descendía del monte, no sabía él que la tez de su rostro resplandecía, después que hubo con El hablado.»

Pero, si las Biblias dicen esto… ¿Por qué demonios tiene cuernos Moisés?

Creo que en este punto necesitaremos un poco de contexto.

En general, la iglesia católica, en sus primeros años había venido utilizando como versión más o menos oficial del Antiguo Testamento la llamada «Septuaginta»; es decir, la traducción que de este se había realizado al griego en 285-246 AEC por orden del Faraón Ptolomeo II Filadelfo y en la cual, en el texto que se ocupa de los problemas córneos de Moisés, el verbo que utiliza es «dodicastai», que en griego significa algo así como «glorificado» y que, obviamente, no tiene nada que ver con cuernos.

Sin embargo, cuando a finales del siglo IV Jerónimo de Estridón, por orden del papa Dámaso I, tradujo el Antiguo Testamento al latín, lejos de hablar de glorificaciones, brillos ni resplandores de la cara, lo que dice con toda claridad es que a Moisés le estaban saliendo cuernos. Un par y sin anestesia.

Veamos que nos dice Jerónimo (San Jerónimo) de Estridón:

«Cumque descenderet Moyses de monte Sinai, tenebat duas tabulas testimonii, et ignorabat quod cornuta esset facies sua ex consortio sermonis Domini.»

¿Se había vuelto loco Jerónimo?

Vayamos por partes. Lo primero que deben saber ustedes es que Jerónimo, además de ser un sujeto cultísimo, era un tipo que los tenía bien puestos, cuadrados y cristalizados según el sistema tetragonal. Cuando a Jerónimo se le ordenó traducir el Antiguo Testamento al latín tenía una opción fácil que era simplemente agarrar la Septuaginta y traducirla del griego al latín. Jerónimo era un experto en griego (de hecho acababa de traducir el Nuevo Testamento al latín) pero decidió que no, que él quería traducir el Antiguo Testamento desde los originales hebreos y a tal fin decidió marchar a vivir a Belén hasta que dominase el hebreo como si fuese su lengua nativa.

La machada de Jerónimo no le sentó nada bien a Agustín (San Agustín) de Hipona, el máximo pensador del cristianismo del primer milenio, quién, notando que los evangelios al citar el Antiguo Testamento lo hacían citando aparentemente textos de la Septuaginta (la traducción griega), apercibió a Jerónimo de que su traducción no debería contradecir la versión griega. Agustín le ordenó a Jerónimo que respetase la «auctoritas graeca» a lo que Jerónimo respondió que a él la «auctoritas graeca» se la traía al pairo, que a él lo que le importaba era la «veritas hebraica».

Y se puso a la tarea.

Fue por eso que, cuando Jerónimo llegó al pasaje que les he transcrito antes, tradujo el verbo QRN (qaram o karam) con su significado natural (encornar, echar cuernos) y se quedó tan fresco. Si la Biblia hebrea decía que a Moisés le estaban saliendo cuernos sería por algo y si ponía eso ponía eso.

La traducción de Jerónimo al latín la conocemos hoy como «La Vulgata» y fue el texto oficial de la iglesia durante muchos siglos, de ahí que Miguel Ángel y muchos artistas del renacimiento representen a Moisés con una cuerna que no tiene nada que envidiar a algunos ejemplares de Albaserrada.

Pero entonces ¿Moisés tenía cuernos? ¿Y si los tenía por qué los perdió?

Sí, según los textos hebreos Moisés bajó del Sinaí con cuernos y así se dice explícitamente, lo que ocurre es que, como la «oruga» en el poema de José Martí de que les hablé, a muchos no parece gustarles la cosa de los cuernos y han decidido que es mejor una traducción distinta. Piensen que los cuernos son el atributo del demonio y además ¿qué narices tienen que ver los cuernos con Moisés no con el monte Sinaí?

Y es verdad que para un lector actual el de los cuernos es un episodio oscuro, que no se entiende y esto es así porque ellos no saben lo que cualquiera de mis lectores sí sabe y es que el episodio de Moisés recibiendo de Yahweh las tablas de la ley en el Sinaí no es más que el trasunto de la entrega de las leyes a Hammurabbi por el dios Shamash y de toda una tradición legitimadora de las leyes en virtud de un pretendido origen divino.

La simbología de los cuernos ha cambiado mucho del mil antes de Cristo hasta nuestros días. En Mesopotamia y Oriente Próximo los cuernos son los atributos de los dioses y por eso se les representa coronados por una abundante colección de cuernos (pueden verlo en la segunda fotografía). Los cuernos en Moisés tras su contacto con Yahweh eran una prueba de su contacto con Dios, era el signo visible de la glorificación de que hablaba la Septuaginta.



Algo parecido a lo que le ha ocurrido a los cuernos le ha pasado a la palabra «cerveza», por alguna razón a los traductores de la Biblia les molesta la palabra «cerveza» y cada vez que aparece está palabra en hebreo la cambian por eufemismos del tipo «bebidas fuertes».

Como ven ni la pretendida palabra de Dios soporta el asedio de los traductores traidores que la van mutando y construyendo versiones que ellos entienden más digeribles o atractivas para el hombre moderno.

Bueno, creo que por hoy esta bien, este post es un ladrillo de consideración y si sigo me veo hablando de los Cerros de Úbeda. Lo importante, créanme, es que no olviden que la información, en todas sus manifestaciones, ADN, literatura, pintura, ideas, memes en general… Muta exactamente igual que la vida y, mientras no falte la energía, mutará siempre hasta alcanzar su mayor nivel replicativo.

Eso quería yo decirles, lo que pasa es que a veces me descarrilo.

Los cuernos como distintivo divino.
Moisés de Miguel Ángel (San Pietro in vincoli. Roma).

Mi navidad

Mi navidad

Saber lo que pasó en Belén el 25 de diciembre del año «cero» (¿pero hay un año «cero»?) es misión virtualmente imposible y, aunque seamos férreos creyentes en el contenido de los evangelios, son tantas las contradicciones que no hay forma de aclararse con lo que en ellos se cuenta.

Si atendemos al primer evangelio escrito (Marcos circa 70 EC) nada podemos saber del nacimiento de Jesús de Nazaret pues el susodicho evangelio comienza con Jesús ya crecido y siguiendo a su primo Juan el Bautista por las riberas del Jordán (Mc. Capítulo 1):

«1 Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.
2 Como está escrito en Isaías el profeta: He aquí yo envío á mi mensajero delante de tu faz, Que apareje tu camino delante de ti.
3 Voz del que clama en el desierto: Aparejad el camino del Señor; Enderezad sus veredas.
4 Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados».

Resulta curioso que Marcos, el evangelista más cercano en el tiempo a Jesús de Nazaret, omita toda referencia a su prodigioso nacimiento en Belén y la curiosidad quedaría en eso si no fuese porque el último de los evangelios, el de Juan, tampoco menciona para nada el aparentemente trascendental episodio.

Sólo dos evangelistas nos quedan que cuenten el nacimiento milagroso de Jesús de Nazaret, Mateo y Lucas, lo que ocurre es que ellos tampoco se ponen de acuerdo en lo ocurrido. Veámoslo.

El Evangelio de Mateo nada nos cuenta de que José y María tuviesen que marchar a Belén a empadronarse con lo que se ahorra todo el episodio de la posada, el pesebre y demás figuras tan queridas para nuestros belenistas. El evangelio de Mateo nos cuenta el nacimiento de Jesús así:

«1 Y cómo fué nacido Jesús en Bethlehem de Judea en días del rey Herodes, he aquí unos magos vinieron del oriente á Jerusalem,
2 Diciendo: ¿Dónde está el Rey de los Judíos, que ha nacido? porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos á adorarle.»

Ni censos, ni viajes, ni pesebres, ni gaitas, según Mateo Jesús nació «en días del Rey Herodes» y hasta eso, como veremos, tampoco parece cierto como luego veremos.

Para Lucas, sin embargo, las cosas ocurrieron de otro modo:

«1 Y aconteció en aquellos días que salió edicto de parte de Augusto César, que toda la tierra fuese empadronada.
2 Este empadronamiento primero fué hecho siendo Cirenio gobernador de la Siria.
3 E iban todos para ser empadronados, cada uno á su ciudad.
4 Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, á Judea, á la ciudad de David, que se llama Bethlehem, por cuanto era de la casa y familia de David;
5 Para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba en cinta.
6 Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días en que ella había de parir.
7 Y parió á su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y acostóle en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón».

Para Lucas, como vemos, no vienen reyes de oriente ni hay estrella por los cielos guiando a nadie y, al revés que para Mateo, José y María no están en Belén sino que viajan de Nazaret a Belén para «empadronarse» debido a un censo ordenado por Augusto y siendo Quirino gobernador de la provincia romana de Siria.

Todo esto presenta contradicciones virtualmente insalvables.

El censo de Quirino fue un censo de Judea realizado por Publio Sulpicio Quirinio, gobernador romano de Siria, tras la imposición del dominio romano directo sobre el reino de Judea (que no de Galilea, lugar donde estaba Nazaret) en el año 6 d. C. Según las burocráticas costumbres de la administración romana una vez que, tras la muerte de Herodes, Judea (a diferencia de Galilea) fue convertida en provincia romana, se ordenó el censo que realizó Quirino para saber de cuántos habitantes habría de hacerse cargo la administración romana y sobre todo cuántos nuevos contribuyentes aportarían sus impuestos a las arcas del imperio.

Ocurre que todo esto produce contradicciones insalvables.

El censo de Quirino se realizó después de muerto Herodes y seis años después del teórico nacimiento de Jesús lo que nos conduce o bien a que Jesús nació seis años antes del censo o seis años después de muerto Herodes, lo cual, como pueden imaginar, son dos relatos contradictorios entre sí también en este punto.

Y si los dos relatos son disímiles en cuanto a la fecha del nacimiento y sus pormenores, también son contradictorios en relación con los hechos ocurridos tras el mismo pues, mientras en el evangelio de Mateo, la sagrada familia, advertida por los reyes magos de las criminales intenciones de Herodes, huyó a Egipto, en el evangelio de Lucas la sagrada familia simplemente se volvió a Nazaret tras cumplir diversos ritos:

«20 Y se volvieron los pastores glorificando y alabando á Dios de todas las cosas que habían oído y visto, como les había sido dicho.
21 Y pasados los ocho días para circuncidar al niño, llamaron su nombre JESUS; el cual le fué puesto por el ángel antes que él fuese concebido en el vientre.
22 Y como se cumplieron los días de la purificación de ella, conforme á la ley de Moisés, le trajeron á Jerusalem para presentarle al Señor,
23 (Como está escrito en la ley del Señor: Todo varón que abriere la matriz, será llamado santo al Señor),
24 Y para dar la ofrenda, conforme á lo que está dicho en la ley del Señor: un par de tórtolas, ó dos palominos.
(…)
39 Mas como cumplieron todas las cosas según la ley del Señor, se volvieron á Galilea, á su ciudad de Nazaret».

Como ven los relatos contenidos en los evangelios de Mateo y Lucas sobre el nacimiento de Jesús de Nazaret son de todo punto incompatibles lo que unido a la absoluta falta de mención por Marcos y Juan de ninguno de estos sucesos, extiende un espeso velo de sospecha sobre estos relatos que más parecen responder a finalidades teológico-mitológicas que a ninguna aspiración de corrección histórica.

Los errores que cometen Mateo y Lucas cuando ofrecen detalles históricos contrastables son incluso más profundos pero no es el objetivo de este post penetrar en todos y cada uno de los detalles de los relatos sino sólamente señalar que la navidad que conocemos es más una fabricación de la tradición que ninguna efeméride histórica. A todo este follón sólo le faltaba la afirmación del Papa Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) de que en portal de Belén ni había buey ni había mula, lo que provocó las iracundas protestas de los belenistas italianos y españoles.

Para complicar más el asunto una caterva de aficionados al esoterismo se han dedicado a afirmar que el 25 de diciembre se celebraba el nacimiento de Mitra, algo que no consta en ningún documento histórico y que esta legión de pseudohistoriadores esotéricos han convertido en una especie de leyenda urbana. Y lo mismo que con Mitra las invenciones relativas a otros supuestos nacimientos de dioses pueblan estás fechas como el «nacimiento del Sol Invictus» aún cuando entre los fasti romanos esa fecha no es mencionada. Según Tácito (56-117), Sol tenía un «viejo» templo en el Circo Máximo. También existió un viejo santuario para Sol en el Quirinal, donde se ofrecía un sacrificio anual a Sol Indiges el 9 de agosto. Los calendarios rituales romanos o fasti mencionaban también una fiesta para Sol Indiges el 11 de diciembre y un sacrificio por Sol y Luna el 28 de agosto. «Invictus», además, en realidad no era el nombre de ningún dios sino un epíteto que se aplicaba a multitud de dioses, entre otros Júpiter, Marte, Hércules, Apolo o Silvano.

La realidad es que sabemos muy poco de la Navidad y menos ahora en que las viejas tradiciones se mezclan con invenciones del marketing, el cine y la música que han llenado la ya de por sí casi inexplicable navidad con figuras absolutamente ajenas a ella pero que ya son casi indistinguibles de ella.

Sabemos muy poco de la navidad genuina de forma que yo me atengo a la navidad de mi infancia, al cocido de pava con pelotas y a las peladillas de Alcoi con vino dulce o coñá Fundador. No me censuren, tenga la seguridad de que mis costumbres no son más bárbaras que las suyas.

Navidades ortodoxas

Navidades ortodoxas

El tipo que lleva el bar es un sujeto rubicundo, activo y trabajador lo que, en conjunción con su notorio acento extranjero, me hace colegir que su origen está en el este de Europa.

El tipo está perfectamente integrado en la ciudad y tras la barra de su bar multitud de agradecimientos de agrupaciones de semana santa así lo acreditan; miro con atención alguna del San Juan Californio que, los Martes Santos, hace de la calle de La Serreta la patria del orden, las flores y la música del alma cartagenera por antonomasia.

Miro los adornos del bar y al pagar le deseo al rubicundo eslavo feliz navidad al tiempo que le pregunto…

—Aunque vosotros estos lo celebráis el seis de enero ¿No?

A lo que él me responde

—No, lo celebramos el 25 porque aunque nosotros somos ortodoxos somos católicos como ustedes…

Yo le interrumpo viendo que el eslavo ha caído en la trampa…

—Católicos son todos, lo que pasa es que aquí son católicos apostólicos «romanos» y vosotros sois católicos, apostólicos, ortodoxos, pero todos son católicos, de hecho buena parte de la culpa de la separación entre católicos ortodoxos y católicos romanos la tuvo un tío de aquí, un cartagenero llamado Leandro que…

Yo he notado cómo se me agolpaban en la memoria pugnando por salir los datos teológicos a propósito del «filioque», el tercer Concilio de Toledo, el Credo de Nicea, los Cuatro Santos de Cartagena y hasta el milagro de San Apapucio y ya me disponía a largarle al eslavo un tostón de 25 minutos cuando he notado, por su rictus de terror y su mano crispada sobre la terminal de la tarjeta de crédito, que me ha visto venir y en hábil maniobra ha salido disparado hacia la cocina alegando algo que no he entendido…

No he tenido tiempo de reaccionar y me he quedado pensando en lo bien que me quedaría a mí una conferencia a la comunidad ortodoxa de Cartagena explicándoles que Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina (los cuatro santos de Cartagena) no son solo santos católicos romanos sino también católicos ortodoxos así como su intervención en la gestación de la cuestión del «filioque», causa última de la división entre ortodoxos y romanos…

Es verdad que en cuanto he comenzado a darme a mí mismo el discurso he entendido las razones de la despavorida huída del patrón de la taberna…

Lleno de empatía he tomado una foto a la barra del bar y me he ido a buscar peladillas de Alcoi para mañana que, por cierto, aún no he encontrado dónde comprarlas.

Felices pascuas

Cuando llegaba la navidad mi padre «cantaba» villancicos aunque, más propiamente y conforme corresponde a un intérprete musical aunque fuese de corneta, los «ejecutaba» y lo hacía con tal eficacia que no quedaba uno vivo.

Los villancicos que mi padre cantaba, obviamente, ni estaban en inglés ni en latín, eran villancicos del terreno, de los que se cantaban en esta tierra cuando él era niño y que, con ligeras variaciones, lo mismo se cantaban en Isla Plana, que en Murcia o en Cartagena. No es de extrañar que la mayoría de los villancicos que se cantaban en la Diócesis Cartaginense fuesen parecidos pues todos derivan de una misma composición musical que fue muy famosa en los dominios europeos de la monarquía católica en los siglos XV y XVI, la romanesca conocida como «Guárdame las vacas».

Está canción nos cuenta la historia de una pastora bastante desenvuelta que, decidida a disfrutar de las atenciones de un pastor, le propone el siguiente trato:

«Guárdame las vacas, carillejo,
y besarte he;
sino bésame tú a mí
y yo te las guardaré».

A quien le resulte extraña la expresión «carillejo» (a veces la he visto escrita con mayúsculas como si fuese el nombre del pastor) le diré que es un diminutivo de «carillo» (cariño) según nos aclara el diccionario de autoridades de la Real Academia con cita, precisamente, de esta misma canción.

La canción fue tan popular que se embarcó camino de América con los marineros que zarpaban de España y al llegar allí siguió evolucionando hasta dar lugar a piezas importantísimas del folclore americano como, por ejemplo, el Polo Margariteño en Venezuela. Si tienen dudas sobre cómo una romanesca del siglo XV llega a convertirse en un Polo venezolano busquen en YouTube que hay magníficas explicaciones al respecto. En nuestra península la canción de la pastora descarada al llegar al sureste se acabó convirtiendo en villancico y eso era lo que cantaba mi padre aunque él no lo supiera.

Hoy, como todos los lunes, me ha tocado grabar un podcast para la Cadena SER y considerando que ya era tiempo de desear felices pascuas a los oyentes, he buscado alguno de estos villancicos para poner música a la felicitación y, como casi todos los años, he acabado recayendo en esta versión grabada por los Parrandboleros y el cantaor flamenco Curro Piñana, una versión que a mí me suena a gloria bendita, a rollo de pascua y a caldo con pelotas de Pozo Estrecho.

No sé si Facebook me penalizará el vídeo por la cosa del copyright pero creo que merece la pena intentarlo, así que aquí les dejo mi felicitación de este año.

A mí me gusta Andalucía

A mí me gusta Andalucía.

Dicho así suena a poco pero, si me deja explicárselo, igual le puedo transmitir el sentido exacto de lo que quiero decirle.

Los pueblos y las naciones, tradicionalmente, para construir eso que llaman «sus identidades nacionales» han venido usando de una serie de cuentos y pamplinas que, increíblemente, sus ciudadanos se han tragado hasta extremos que rayan la estupidez.

Entiéndaseme bien, la estupidez de que les hablo no es esa que identificamos con la falta de luces o de inteligencia en las personas, no; la estupidez de que yo les hablo no es endógena sino exógena, es esa estupidez de que hablaba Dietrich Bonhoeffer (un personaje cuya biografía le estímulo a leer) aquella en la que cae el ser humano cuando dimite de su facultad de pensar y de tener criterio propio y abraza acríticamente los pensamientos de la masa. Bonhoeffer se preguntó por el origen de esta estupidez cuando vio como su pueblo —el alemán— se entregaba a las delirantes ideas de un cabo austriaco, contra quién Dietrich Bonhoeffer peleó activamente hasta morir fusilado en el campo de concentración de Flossenbürg el día 9 de abril de 1945, apenas tres semanas antes de que el infame austríaco de quien les hablo se suicidase en su búnker dejando tras de sí una Europa en ruinas.

Las pamplinas y cuentos con los que los inventores de mitos suelen tratar de forjar eso que se llama «identidad nacional» tienen todos una estructura parecida. Suelen empezar describiendo una edad de oro donde, en un tiempo pasado, la comunidad vivía feliz. Cada comunidad tiene su propia mitológica edad de oro, los franceses en esa Galia previa a la conquista romana que tan bien nos contaron los cómic de Astérix, los ingleses en esas épocas brumosas anteriores a la invasión normanda, para Alemania, un país joven, el cabo austríaco fijó su edad de oro en aquel Reich victorioso en Sedán al cual él prometía superar con su III Reich…

Los liberales españoles, llegado el momento de buscar una edad de oro de la nación española, lo hicieron remitiéndose a aquellas épocas medievales —mayoritariamente inventadas— en las que las cortes de los diversos reinos limitaban el poder real y, así, citaban con unción aquel supuesto juramento de los reyes de Aragón (supuesto, pues no hay prueba alguna de qué ningún rey de Aragón jurase así) que se supone decía:

«Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no».

Y si esto valía para Aragón los liberales eligieron para Castilla la figura de los comuneros, castellanos en defensa de sus fueros frente a un rey extranjero (Carlos V). No es casual que tres calles de Madrid (un pueblo donde las calles suelen llevar nombres de políticos del XIX) lleven el nombre de los tres cabecillas comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado.

Los liberales de Cádiz hicieron esto porque legitimar su acción constituyente a la luz de la racionalidad francesa habría podido ser malinterpretado por los «patriotas» que peleaban contra los franceses bajo su mando, de forma que se prefirió justificar el poder de las cortes frente al rey apelando a unas supuestas viejas costumbres de los reinos hispánicos. No es de extrañar que los héroes de la identidad española elegidos por los liberales siempre fuesen más bien rebeldes a la autoridad real, como los comuneros o como fue el caso de Rodrigo Díaz «El Cid», obviamente muy poco obediente a su rey y un perfecto representante de la imagen del buen pueblo frente al mal rey (¡dios qué buen vasallo si hubiese buen señor!).

Para la España falangista, más tarde, la edad de oro se situó en la época del imperio de la monarquía católica, una edad de oro que ahora parece vivir una nueva juventud en según qué sectores se la sociedad española.

Para Cataluña, la edad de oro, fue fijada también en aquella edad media previa a la guerra de sucesión que los mitógrafos del nacionalismo catalán han convertido en la expulsión del paraíso mientras que para los vascos… Los vascos han sido casi todo según sus mitógrafos, desde los genuinos descendientes de Tubal, nieto de Noé, a un pueblo especial con cláusula de hidalguía general. Los vizcaínos (así se decía en la época) que habían expulsado a los judíos apenas seis años antes que en el resto de la península, se las arreglaron para convencer a la corte de que, como ellos jamás habían sido musulmanes ni judíos, eran todos hidalgos, afirmación esta que, reinando Felipe II, se convirtió en una verdad oficial cuya puesta en tela de juicio estaba expresamente prohibida. La jugada fue perfecta para los vizcaínos, sobre todo si tenemos en cuenta que los hidalgos no pagaban impuestos. La mutación que produjo Sabino Arana y sus seguidores en esa concepción del pueblo vasco que pasa de ser hiperespañol a un pueblo no español es digna de todo un estudio.

Esta edad dorada de las «naciones» suele concluir con una «expulsión del paraíso», expulsión que puede fijarse, por ejemplo, en la derrota de Villalar para Castilla, en la ejecución del justicia mayor de Aragón por Felipe II, en el triunfo borbónico en la Guerra de Sucesión para Cataluña (en el caso de la península ibérica) o en la derrota de Hastings para los ingleses, Alesia para los franceses (todavía no sabemos dónde está Alesia) y así en cada «nación» que queramos imaginar.

No es ocioso hacer constar que toda la iconografía que rodea a las naciones participa no sólo del mito propio de las religiones (las religiones, como las naciones, no son mucho más que relatos míticos en el fondo) sino también de su carácter sagrado, un carácter sagrado que, además, permiten que dioses y naciones puedan tener un sistema moral distinto del de los meros seres humanos.

Ni que decir tiene que las banderas propias (no tanto las ajenas) adquieren carácter sagrado del mismo modo que los monumentos, tumbas y cenotafios que nos recuerdan esas glorias (reales o no) que alimentan el mito nacional. Hasta la moral se transmuta en el caso de dioses y patrias pues, donde todo ciudadano sabe cuáles son sus límites y su deber, los dioses y las patrias no encuentran límite. Si un vecino altera la linde de nuestras fincas todos sabemos que no por ello podemos matar al vecino pero, si un país modifica una frontera, entonces todos debemos acudir allá a matar y a morir por la linde. En el caso de los fanáticos religiosos pueden ustedes buscar los ejemplos que les cuadren mejor.

Y es quizá a causa de todo esto que les cuento que a mí me gusta Andalucía.

Porque cuando el mundo parece haber caído en la estupidez de asumir como ciertas, normales e indiscutibles todas estas cosas que les he contado, (que existió una edad de oro, que las naciones son entes reales y no inventados recientemente, que siempre han estado ahí a lo largo de la historia, que himnos y banderas son sagrados…) Andalucía, que parece no haberse dejado arrastrar por todo este torrente de pamplinas, pone su punto de criterio propio y de personalidad diferente a todas las demás comunidades.

A ver cómo les explico yo esto. Miren, el himno andaluz, al principio de la segunda estrofa dice «Andaluces levantaos» y al principio de la tercera «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos» (una referencia evidente a una pretérita «edad de oro») pero, llegado el caso, estos mismos andaluces que cantan con emoción su himno son capaces de no perder su capacidad crítica y componer un pasodoble como el que pueden escuchar en el vídeo que sigue a este post («Los Yesterday» 1999) y que a mí me parece impensable en ninguna otra comunidad autónoma de España que no sea Andalucía.

Su autor, el inolvidable Juan Carlos Aragón, no solo se lleva por delante toda la sacralidad del himno y del «andaluces levantaos» con el «perdón que no me levante, pero estoy mejor sentao» sino que, en una estrofa, se carga toda esa pamema de las edades de oro que yo he tardado un montón de párrafos en contarles:

«Los andaluces queremos
volver a ser lo que fuimos»

Añadiendo:

«Lo que fuimos antiguamente
pobrecitos y vasallos
siervos de terratenientes
y de chulos a caballo».

Es difícil encontrar una letra más filosóficamente destructora de todo un sistema irracional de pensamiento que esta.

Juan Carlos Aragón en esta letra, profundamente antinacionalista, sin embargo, no deja de ser andaluz, cultural y emocionalmente andaluz, y cierra con una denuncia del estereotipo lamentable que gentes sin cultura asignan a los andaluces y que entonces se ejemplificaba en un determinado programa de la tele.

Y dirán ustedes ¿Y a mí que me cuenta usted con que un autor escriba cosas que le gustan a usted?

Y yo le responderé que lo que me admira no es el autor ni la letra ni la música del pasodoble, le diré que a mí lo que me admira es la reacción del público que, lejos de sentir que está ante un acto blasfemo, es capaz de reaccionar con sabiduría y celebrar lo que se dice y la forma en que se dice. No me imagino a un teatro puesto en pie aplaudiendo este tipo de cosas en otras comunidades autónomas de España. ¡Ah! y una cosa más, el jurado que premiaba la mejor copla dedicada a Andalucía ¿adivinan qué copla premió? Exactamente, lo han adivinado, a esta.

Todo el pasodoble, la letra, la reacción del público, la decisión del jurado… Todo esto, cuando lo vi en 1999, me dejó anonadado porque me costaba creer que pudiese caber tanta cultura en un teatro y en apenas tres minutos.

«Hombres de luz que a los hombres
alma de hombres les dimos».

Yo no sé si he explicado bien por qué me gusta Andalucía.

La constitución de las hormigas

Supongo que es legítimo preguntarse al ver a una colonia de hormigas o de termitas dónde están escritas las leyes que determinan que los soldados hayan de salir a enfrentar a los enemigos, que las obreras hayan de trabajar para nutrir a la reina y a las crías o que la reina haya de pasar su vida poniendo huevos. ¿Dónde está escrita la Constitución de esa colonia de hormigas?

Y si es legítimo preguntarse dónde están escritas las normas que regulan la vida y funcionamiento de las sociedades de hormigas, del mismo modo es lícito preguntarse por el lugar donde están inscritas las leyes que determinan que en la sociedad de los chimpancés los miembros de una misma tribu se apoyen mutuamente o en la de los bonobos (el simio más parecido al ser humano) que siempre sea elegido líder el hijo de la hembra líder y que si está pierde el favor del resto de las hembras su hijo sea depuesto inmediatamente.

Asumimos que, por complejas que sean las sociedades animales, las normas inscritas en sus genes son suficientes para regularlas y permitir la vida en sociedad; sin embargo, cuando de humanos se trata, parece que nos cuesta trabajo admitir que la primera fuente de regulación de las conductas humanas y las sociedades que los humanos forman son también esas normas que todos los animales llevamos inscritas en nuestros genes.

Vivir en sociedad es una tarea compleja y para formar sociedades es preciso que los individuos llamados a formarlas dispongan de una serie de capacidades con las que cuentan desde los seres vivos más primitivos (bacterias) a los más evolucionados (seres humanos). Sin embargo, los juristas, quizá llevados de la complejidad y sofisticación aparentes de las normas que regulan la vida de las sociedades, hemos dedicado poco tiempo y aún menos interés a entender las normas que, inscritas en nuestros genes, hicieron del hombre ya no sólo un animal social, un zoon politikon que dijo Aristóteles, sino un animal moral, un animal justo y con sentido de la justicia.

Antes de que ninguna constitución o ningún libro sagrado nos dijese cómo habíamos de vivir y organizarnos, antes de que mitológicas leyes nos señalasen los mandamientos a que habíamos de ajustar nuestra conducta, todos los seres humanos en todos los confines del mundo ya sabían distinguir el bien del mal, al leal del traidor, al generoso del individualista, al agradecido del ingrato, al ladrón del despojado y a la víctima del victimario.

El bíblico «no matarás» ya era un mandamiento para todas las sociedades humanas antes de que Moisés lo bajase del Sinaí grabado en unas tablas de piedra y, al igual que para los judíos que atacaron a Amalec en tiempos del rey Saúl o que hoy bombardean la franja de Gaza, era un mandamiento relativo que alcanzaba solo a una determinada fracción del género humano. No, antes de que los hombres escribiesen las primeras leyes, antes de que Urukagina de Lagash grabase en tablas de arcilla sus primeras y revolucionarias leyes, las sociedades humanas ya se regían por leyes y formas de conducta comunes en su núcleo esencial a todas ellas.

Los seres humanos nacemos equipados de un complejo arsenal de instintos que son los que nos proporcionan las habilidades básicas para la vida en sociedad. ¿Cree usted que los sentimientos de gratitud, piedad, venganza, perdón y otros muchos son adquiridos? ¿O cree usted que ya vienen incorporados como instintos en nuestro equipamiento genético?

Si usted alberga dudas a la hora de responder a esta pregunta le propongo que hagamos una cosa, que comprobemos si esos mismos sentimientos e instintos existen en otros animales distintos del ser humanos, de los menos a los más evolucionados, pues, si los encontramos en animales menos evolucionados que el hombre, tendremos que admitir que, con alta probabilidad, ocurrirá lo mismo en los seres humanos.

Empecemos por ejemplo por un sentimiento muy de moda —la empatía— y un tipo de animales especialmente despreciados: las ratas.

¿Cree usted que las ratas son empáticas? Veámoslo.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, la que accionaba la palanca y la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

Y una vez que sabemos esto ¿crees que podemos mantener que los seres humanos no son empáticos por naturaleza? ¿Admitiremos que hay normas de conducta con las que los seres humanos nacemos y que desde hace millones de años están escritas en nuestro ADN?

Pero ¿por qué habría de escribir la naturaleza en nuestros genes y en los de otros animales sociales instintos tales como la empatía, el orgullo, la venganza, la gratitud…?

La pregunta, debo admitirlo, está mal hecha pues la naturaleza nunca hace nada intencionalmente, opera de otra forma (si quiere esto podemos verlo otro día) pero mi hipótesis es que, siendo la cooperación una estrategia evolutivamente estable (los experimentos de Robert Axelrod en este punto son muy interesantes) la empatía, la gratitud, el orgullo, la venganza y hasta el sentimiento de justicia/injusticia forman parte de nuestro equipamiento genético.

¿No crees que los animales tengan sentido de la justicia tanto más evolucionada cuanto más evolucionada sea la especie a qué pertenecen? Creo que en este punto puedo sorprenderte.

¿Y esto qué nos importa?

No sé si has reparado en el recurrente debate justicia/ley que suelen plantearnos habitualmente a los juristas ¿Qué es justo y qué es injusto si no es aquello que está escrito en los textos positivos? ¿Dónde está escrito ese código que nos dice qué es justo y qué no?

Hay quien lo ha buscado en textos filosóficos o sagrados y así me lo «enseñaron» en la facultad cuando estudié derecho natural o filosofía del derecho, yo, desde hace años decidí buscarlo en la naturaleza y en la forma en que está funciona.

Y creo que es el mejor camino.

Napoleón

Napoleón

El pasado es un país distinto donde las cosas se hacen de forma diferente. El pasado es un país en el que, incluso, cuando usan las mismas palabras que nosotros, están diciendo cosas distintas.

Recuerdo cuando de niños, enfrentados al conocido soneto de Francisco de Quevedo que comienza con un «Miré los muros de la patria mía…», el profesor nos advertía severamente que cuando Quevedo hablaba de patria no se refería a España —que es lo que en principio todos pensábamos— sino a Madrid. El pasado, como digo, es un país distinto donde hasta las palabras significan cosas distintas y esto, muy a menudo, se olvida; unas veces por imprudencia, otras deliberadamente para apuntalar posiciones políticas propias.

«Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.»

Hoy hemos convertido la «historia» en una herramienta de lucha política, sobre ella inventamos o negamos naciones para, a continuación, extraer de nuestra parcial visión de la historia toda una serie de consecuencias políticas que, como pueden imaginar, están escritas en el aire o edificadas sobre el barro, tanto como nuestra justificación «histórica» de nuestra postura.

Tratamos de decidir si los «culpables» de una determinada guerra son unos u otros escarbando en la historia y, casi siempre para apoyar nuestra preferencia, no dudamos en bucear al año 1000 AEC para remontarnos al Reino de David o al 1200 AEC para argüir a propósito del establecimiento de los filisteos en la franja de Gaza.

Estamos enfermos de historia. No entendemos nada, somos todos novelistas históricos sin ser historiadores. Incluso a veces dudo de si los historiadores son en la mayoría de los casos historiadores.

Del mismo modo que Quevedo hablaba de patria y se refería a su pueblo (a mí me gusta llamar a Cartagena «mi patria» sólo por provocar a que me pregunten y explicar luego que lo hago a la manera de Quevedo) también existía la palabra «nación» pero también quería decir algo muy distinto. Si tienes tiempo y ganas busca en los textos de Benito Jerónimo Feijoo, el paradigma de los ilustrados, cómo define las palabras «patria» y «nación», verás que no tienen sentido político alguno.

Sí, en el pasado también se hablaba de España, Cataluña, Castilla y Portugal, pero te aseguro que, aunque las palabras eran entonces las mismas que ahora, su significado era profundamente distinto.

Y, sin embargo, sobre una comprensión deficiente del pasado, sobre la incapacidad para entender cómo pensaban hombres y mujeres muy distintas de nosotros, fabricamos quimeras y patrañas con que enfrentar a los seres humanos y buscarles una identidad que, a lo que se ve, debido al cine americano, a las franquicias de ropa y comida y a la fluidez de la información de estos tiempos se ha disuelto como un azucarillo.

Y no crean que les cuento todo esto como consecuencia de mi aversión al nacionalismo político (el cultural me apasiona) sino porque gasté 160 minutos de mi vida soportando un truño infumable llamado «Napoleón». Hacía tiempo que no veía en la gran pantalla nada tan grosero, tan zafio, tan tosco y tan ajeno a la cultura como ese bodrio. Un personaje apasionante como Napoleón, a caballo entre la ilustración y el romanticismo, entre la República y el Imperio, entre la antigüedad y la modernidad, es presentado de forma tosca y sin profundidad psicológica alguna por un director que, además, dirige pésimamente la puesta en escena de todas las batallas que nos trata de contar.

Kubrick y su Barry Lyndon se revolverían en su tumba, Spielberg y Salvar al soldado Ryan tienen que estar descojonados de este torpón y, sin embargo, oigo a los espectadores que salen del cine conmigo y me preocupo porque muchos —que ni saben quién fue Napoleón— se llevarán de él y de su época una idea absolutamente falsa.

Y serán luego esos ciudadanos quienes sobre fabulaciones históricas querrán decirnos cómo debemos vivir.

No puedo con esto.

Construyendo recuerdos: «advocats fins a la mort».

No escribo por el gusto de escribir o de crear textos bellos -el cielo no me dio esa facultad- escribo para contar cosas y poco más. Creo que ya dije que nada me causa tanta satisfacción como saber que mis textos son leídos como si se tratase de piezas de la vieja literatura oral y es por eso que ayer. cerca de la media noche, me sentí inmensamente feliz al recibir el reenvío de la conversación de un chat de whatsapp en el que, una compañera abogada que había estado presenciando en las Cortes Valencianas el debate de la PNL para aprobar una pasarela al RETA de los mutualistas, contaba a sus compañeros que uno de los diputados que intervino en favor de la PNL, Jesús Plá, del grupo parlamentario Compromís, lo había hecho leyendo en su integridad y traducido al valenciano un post que yo escribí hace 7 años denunciando la situación en que se encontraba una mayoría de los mutualistas.

Es verdad que escribí ese post para denunciar una situación dramática, lo que no imaginé es que podría ser usado en el seno de un debate parlamentario para apoyar las justas reivindicaciones de mis compañeras y compañeros. Y para voy a engañarles, al reconocer mi post «Abogados hasta la muerte» leído en valenciano («Advocats fins a la mort») me emocioné porque no creo que pueda haber mejor premio para mí que ese: saber que he ayudado en algo.

Y ahora lo cuento aquí, claro, no tanto porque se sepa sino porque cada año, cada cinco años o cada diez años, desde facebook, instagram o cualquier otra red social, el algoritmo implacable me recordará mientras yo sea capaz de leerlo que una vez, una noche, me sentí feliz y emocionado.

Historias increíbles de un abogado de oficio

Historias increíbles de un abogado de oficio

Hace unos tres meses la editorial «Esfera» (El Mundo) me pidió que escribiese un libro que tratase de esas cosas que componen el oficio de abogado y, quizá irreflexivamente, acepté.

Supongo que, cuando alguien lleva más de treinta y cinco años dedicado a una labor, es legítimo echar la vista atrás y preguntarse si ha merecido la pena. La pregunta es legítima pero difícil, treinta y cinco años son casi una vida y sería amargo que resultase, como en el poema, que después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada —o después de todo— yo me he hecho la pregunta y no he encontrado en mí respuesta.

Apesadumbrado acudí a una buena amiga abogada a pedirle ayuda

—¿Tú crees que ha merecido la pena?
—No sé, Pepe, pregúntate a cuánta gente has ayudado, trata de recordarlo y quizá tengas la respuesta.

Y es por eso que hace tres meses comencé a recordar, no todos los casos, claro, sino sólo los de oficio.

Aquellos casos en que los clientes, bien o mal, pagaron mis servicios no me atrevo a computarlos como ayuda, pero aquellos casos en que mis servicios no fueron pagados o sólo recibieron del estado un precio vil, creo que legítimamente puedo contarlos como asuntos en los que, mejor o peor, he servido a un semejante y a la sociedad en la que vivo.

Y ahora que he estado tres meses recordando asuntos, permítanme que les cuente algunos de esos casos, les hable de algunas de esas cosas que nos interesan a los abogados de oficio y trate de ajustar cuentas con la vida.

El libro «Historias increíbles de un abogado de oficio» se encuentra ya en preventa y saldrá a la venta el próximo día 15. De momento la manera más sencilla de encontrarlo es en Amazon.

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