Mira el video y disfruta: ayer todo un parlamento, por unanimidad, aplaudió a un grupo de abogadas y abogados anónimos. Ayer todo un parlamento, los representantes de la soberanía popular, hablaron largo y por derecho de las miserias de la abogacía. Ayer en suma, la abogacía, esa que pertenece a todos los que la integran y no sólo a unos cuantos ególatras, recibió uno de esos homenajes que estos jamás soñarán nunca con recibir.

Pues bien, estos abogados y abogadas sin más liderazgo que una causa común a todos, estos a quienes ayer homenajeó la soberanía popular, son los mismos que hace una semana fueron ninguneados e incluso vejados por quienes dicen representarles.

La jornada fue emocionante, la prensa lo recoge, el ejemplo de unas instituciones democráticas escuchando y atendiendo a unos hombres y mujeres que acuden a ellas en demanda de ayuda devuelve la fe en el ser humano y en la democracia: la piedra que despreciaron los arquitectos ayer, en Sevilla, en el Parlamento Andaluz, se convirtió en la piedra angular.

Y hoy, reconciliado con el mundo, me levanto y reviso las cuentas oficiales de esas corporaciones que, pagadas por estos abogados anónimos, dicen representarles y veo que, como siempre, guardan el miserable silencio de quien no está capacitado para reconocer logros en nadie, de los que escupen a la luciérnaga solo porque brilla.

Dan pena y son dignos de conmiseración.

Incapacitados para la grandeza estos responsables del silencio miserable jamás gozarán de aquello de que ya gozan los abogados y abogadas J2: de un pasado que mirar con orgullo y un futuro que mirar con esperanza. De algo que contar a sus nietos con legítimo orgullo, sin dietas ni obvenciones que lo manchen: solo esfuerzo personal pagado de sus bolsillos, oficio de abogados, oficio de héroes.

Quienes hace apenas unos días despreciaron a estos abogados y abogadas, quienes les apearon la condición de compañeros, quienes tildaron su proceder de rayano en lo delictivo, quienes les negaron la presencia en su propia casa… Todos esos que olvidaron que en la abogacía nadie es más que nadie, hoy deberían recoger sus cosas y liberar a las instituciones de su presencia, de su política de ignorar cualquier cosa que no sea su obsesivo «yo-mi-me-conmigo». Esta actitud autócrata no se aguanta ni un minuto más pues es suicida; no para la abogacía —que es demasiado grande para el escaso calibre de los figurantes— sino para ellos mismos, porque jamás podrán dar ya a la abogacía otra cosa que pena.

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