Les hablaba el otro día de la canción del arpista como ejemplo de literatura en el antiguo Egipto y en la que aparecían ejemplos de los tópicos que hoy conocemos como «carpe diem» o «ubi sunt». Hoy quisiera traerles un poema mucho más inquietante conocido como el del «Diálogo de un hombre con su Ba» o también como «Diálogo del desesperado de la vida con su alma», un poema datado en el siglo XXI AEC, una fecha que hace que Jesucristo estuviese tan distante del poema como nosotros lo estamos del propio Jesucristo.
Pues bien, desde esa remota era nos llega la voz de un hombre que contempla la muerte (hay quien ha sugerido que podría tratarse de un suicida) y la v3 como… Bueno, mejor juzguen ustedes por sí mismos como contempló este hombre de hace casi 5000 años la muerte a través de su conversación con su «Ba» (para los antiguos egipcios una fuerza anímica, un componente de la parte espiritual del hombre, que supone la fuerza animada de cada ser fallecido, o la personalidad espiritual manifestada una vez acaecida la muerte).
Vayamos al poema:
«La muerte delante de mí hoy está
Como la salud para el inválido
Como superar la enfermedad.
La muerte delante de mí hoy está
Como el perfume de la mirra
Como sentarse bajo la tienda en día ventoso.
La muerte delante de mí hoy está
Como el final de la lluvia
Como el retorno de un hombre a casa tras una campaña de ultramar.
La muerte delante de mí hoy está
Como el aroma del loto
Como sentarse en los lindes de la embriaguez.
La muerte delante de mí hoy está
Como cuando el cielo se despeja
Como un buscador llevado a lo que ignoraba.
La muerte delante de mí hoy está
Como el afán de un hombre de ver su casa de nuevo
Tras innumerables años de cautividad».
No sé qué les parece a ustedes, ya me lo comentarán.
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Pilotos de las Malvinas
Gestionar las emociones para enfrentar una muerte posible no es un oficio sencillo y pienso en esto en medio de esta incierta madrugada en la que dormito y escucho en Youtube los testimonios de los veteranos pilotos argentinos que, en sus viejos aviones A4 «Skyhawk», combatieron a la flota británica en la guerra de las Malvinas.
Conste que no hago distingos en este punto entre los sufridos pilotos argentinos y los esforzados marineros británicos; el miedo (como los seres humanos) no es distinto por sufrirse bajo una determinada bandera ni en defensa de una patria, el miedo, la angustia, es patrimonio común y no hace distingos entre los seres humanos. Ocurre, sin embargo, que los pilotos argentinos se apellidan Barrionuevo, Gómez o Carballo y se expresan en castellano y esto hace que, al escucharles contar sus historias, les sienta especialmente cercanos.
La superioridad tecnológica británica en aquella guerra hacía que las posibilidades nominales de regresar salvos de una misión contra la flota inglesa fuese, para los viejos «Skyhawk» argentinos, de tan solo una de cada ocho. El perfeccionamiento de técnicas de vuelo rasante a escasos metros de las olas mejoraron las posibilidades de sobrevivir hasta un tercio, pero es la realidad que, salir en misión de ataque a la flota en aquella guerra, suponía para los pilotos argentinos el enfrentar una muy cierta posibilidad de morir. Y muchos murieron. Unos por los misiles de la flota, otros por la acción de los Harrier británicos, otros más incluso por fuego amigo de las propias fuerzas argentinas y aún otros más por fallas técnicas en los aparatos en que volaban.
Un Skyhawk es un artefacto construido con miles de piezas de metal que conspiran incesantemente para caer a tierra en cuanto algo deje de funcionar como debe. Los pilotos, pues, cuando suben a su avión, deben confiar en que todo aquel complejo mecanismo funcionará cuando sea requerido para ello y, llegado el caso, deberán ser capaces de lanzarlo hacia otro mecanismo que pugna por desintegrarlos a cañonazos o misilazos. Es una situación atroz.
Cuando los seres humanos enfrentan la muerte su percepción de la realidad y de lo que sea la vida cambia, todo cuanto antes parecía importante ahora es irrelevante, todo parece no tener sentido y la mente se focaliza en lo que, ahora, es lo único importante. Y toca subir al avión y confiar en que todo funcione bien y en que la fortuna esté de tu parte y puedas ser ese uno de cada tres que vuelve para contarlo.
Y es llamativo cómo, en cuanto cesa el riesgo y el aviador vuelve a la base, todo recupera sus antiguas dimensiones y volvemos a soñar ese sueño que llamamos vida.
Y a veces pienso que, enredados en esta especie de enajenación, perdemos la consciencia de que, cada mañana que dios amanece, todos, absolutamente todos, hemos de volver a subir en nuestro Skyhawk.
Como Barrionuevo, como Gómez, como Bustos, como Carrizo, como Arrarás…
En el fondo como todos nosotros.
La cera que arde
Vivir es ir eligiendo a cada instante una opción y renunciando a todas las demás, descartar miles de biografías posibles para escribir sólo una: la tuya.
Es por eso que cuando, avanzada la vida, tomas conciencia de lo que eres, muy a menudo añoras esa lejana edad de oro en que todo era posible, en que, como diría el maestro Landero, no había proyecto que excediera los límites de nuestro afán.
Pero esa edad de oro era solo un espejismo, podías vivir cualquier vida, sí, pero habías de elegir una y elegir siempre es renunciar.
Ahora que ya has elegido y sientes que ya no puedes ser lo que quieras, que eres lo que eres (lo que has ido eligiendo ser) y que esa es la cera que arde y se consume, seguramente añoras ese momento mágico en que la vida se mostraba ante ti para que tomases de ella lo que prefirieses.
Pero ya te lo dije, vivir es elegir una de entre todas las vidas posibles e ir escribiendo, elección a elección, una única biografía: la tuya.
Y nos convertiremos en historias
Es jodido encontrarle sentido a esta tragicomedia cuyo final conocemos de antemano y a la que llamamos vida.
Sabemos que no queremos morir pero al mismo tiempo sabemos con total certeza que moriremos y, de esa frustrante contradicción insoluble, nacen algunos de los más sofisticados (y sofísticos) razonamientos de los seres humanos sobre la vida y la muerte, así como algunas de las conductas más inequivocamente humanas de nuestra especie.
Creo que fue Aristóteles quien sugirió que el instinto reproductivo de los seres humanos obedecía a esa pulsión por la búsqueda de la inmortalidad; según él —si es que fue él quien lo dijo— de alguna forma nuestra vida se prolongaba en la de nuestros hijos, afirmación esta que habría satisfecho sin duda a Richard Dawkins quien vería de esta forma abonadas las tesis que mantiene en su libro de imprescindible lectura «El Gen Egoísta».
Yo en cambio veo toda esta cuestión de forma, digamos, más literaria.
En el fondo no somos más que memoria. Sabemos quien somos porque nos acordamos, sabemos quiénes son nuestros padres, cómo fue nuestra infancia y hasta nuestro propio nombre simplemente porque nos acordamos. Somos como los personajes de una novela no más que un conjunto de recuerdos que están presentes en el instante actual. Si pudiésemos retirar la memoria de un ser humano estoy convencido de que al mismo tiempo le retiraríamos su identidad.
Vivimos en nuestra memoria pero los demás también viven en ella. Sabemos que nuestros amigos viven porque los recordamos y porque los recordamos distinguimos a unos de otros. Mientras no nos digan que tal amigo ha muerto lo recordamos vivo y está para nosotros tan vivo como lo estuvo siempre. Todo es real para nosotros mientras habite en nuestra memoria y es por eso que, como planteaba Borges, Don Quijote y Cervantes pueden ser ambos personajes tan reales el uno como el otro a pesar de que Alonso Quijano fuese solo un personaje de ficción. La muerte igualó a Cervantes y a su personaje, hoy los dos viven de igual forma en esta memoria.
Seguramente por eso dijo Quevedo aquello de «no importa cuánto se vive sino de qué manera», porque aquel canalla tan bien dotado para la literatura, sabía que al final la única forma de inmortalidad es la que da la memoria de los hombres, que mientras vivamos en ella no nos extinguiremos aunque, como Cervantes y Don Quijote, vivamos ya sólamente en el mundo de la ficción.
Seguramente por eso autores sabios escribieron hace tiempo que la vida es el proceso mediante el cual los seres humanos nos convertimos en historias.
El último defensor de Masadá
El jovencito que ven en la foto se llama Matusalén, tiene unos 2000 años de edad y pertenece a una especie de palmeras extinguida hace quinientos años: la palmera de Judea.
Como bien saben en Elche la palmera puede ser la base de todo un sistema económico y la palmera de Judea era fundamental para la subsistencia de los cananeos en la época de Cristo; fue precisamente por ello por lo que los romanos se dedicaron a exterminarla minuciosamente a fin de sofocar las innumerables revueltas judías.
El último bastión judío en ser aniquilado, como todos ustedes saben, fue Masadá (¿por qué no repondrán esa maginifica serie de TV?), una fortaleza situada en una altísima meseta virtualmente inexpugnable para cuya toma, el ejército romano, hubo de construir una rampa de 100 metros de longitud que salvase un desnivel de otros 100 metros (para Jorge Campanillas un paseito en bici) por donde asaltar la fortaleza.
Tras siete meses de asedio los defensores de Masadá se suicidaron y los romanos tomaron la fortaleza cuando nada vivo quedaba allí.
¿Nada? No. Como en los viejos comics de Asterix un ser vivo judío todavía resistía al invasor: dentro de una jarra algún defensor de Masadá había guardado para el futuro unas semillas de Palmera de Judea.
En 1963 un arqueólogo —Yigael Yadin— encontró la jarra y archivó las semillas (¿cómo iban a sobrevivir 2000 años unas semillas?) hasta que, en 2005, Elaine Solowei, una botánica con más fe en la vida que Yigael, decidió plantar unas cuantas. Y, para sorpresa de todos, aquellas semillas de 2000 años, las últimas resistentes del asedio de Masadá, germinaron y de ellas nació la palmera que ven en la foto: un jovencito —era una palmera macho— al que llamaron, claro está, Matusalén.
El problema fue que Matusalén no tenía compañera y, como todo el mundo sabe, en el asunto de la reproducción un hombre solo no es capaz de hacer nada a derechas; pero, sucesivas excavaciones en Qumrán y otros lugares, trajeron a la luz nuevas semillas, varias de las cuales resultaron ser de hembras y el milagro se hizo: hoy la palmera de Judea vuelve a vivir tras haber resistido el asedio de Masadá durante más de 2000 años.
Sabemos de formas de vida capaces de viajar en meteoritos soportando las terribles condiciones del espacio exterior, conocemos pequeñas formas de vida, como los tardígrados, capaces de resistir condiciones inimaginables, y por eso, a mí, la noticia de estas semillas resistiendo milenios a un designio destructor me resulta muy inspiradora.
Tengo la intuición de que la vida es un fenómeno común en el universo y que, aunque las tremendas distancias existentes nos impidan contactar con formas de vida complejas, algún día nos encontraremos con algún tipo de forma de vida —por primitiva y simple que sea— en un entorno más o menos cercano. La ley de la evolución es implacable y sospecho que ningún ser vivo se habría adaptado a resistir viajes espaciales si tal entorno no le hubiese sido común en algún momento. Estas semillas de palmera, la última resistente de Masadá, nos cuentan con su vuelta a la vida que esta es mucho más resistente de lo que podemos llegar a pensar y que, cuando los seres humanos ya no existan, igual todavía Matusalén y sus compañeras siguen dando dátiles.
Patatas fritas
Últimamente se me está haciendo difícil subir fotos de mi comida; algunas de mis followers son tan observadoras que, si bautizo el plato como «pollo con champiñones» y no lleva champiñones, se apresuran a desenmascararme y a denunciar la superchería.
Hoy se ve el pollo (se ve), se ven los champiñones (bajo él) y se ven… Patatas fritas, sí, patatas fritas.
Mi doctora me ha aconsejado que me guarde de los hidratos de carbono de inmediata disposición y que sea cicatero en el consumo de harinas, pastas y tubérculos como las patatas, lo que desconoce mi doctora es que las patatas fritas son como la misma vida.
Cuando te enfrentas a un plato de patatas fritas sabiendo que es una ocasión extraordinaria, atacas el plato con ansia y comes sin tasa hasta que ves que, como sin sentirlo, te has comido medio plato y las patatas que quedan comienzan a menguar. Es entonces cuando las empiezas a comer despacio, morosamente, disfrutando cada patata, masticando lento y saboreando profundo.
Sí: no hay nada como un buen plato de patatas fritas.
Con la vida pasa algo parecido, cuando ya te has comido medio plato y te quedan menos años por vivir que los ya vividos, también empiezas a masticar despacio y a saborear profundo. Ya no estás para que nadie te quite patatas dándote la tabarra con cosas que tienen importancia para ellos pero que no son importantes para ti; ya no pierdes tu tiempo compartiendo las pocas patatas que te quedan con gentes sin fondo. No, no estás para desperdiciar patatas, cada año que te queda quieres disfrutarlo —aunque venga malo, como este 2020— y vivirlo profundamente, tan profunda e intensamente como sea posible. Y no quieres que te distraigan pues a estas alturas ya solo quieres vivir cosas que te atraigan.
La fortuna, por el momento, me es favorable y aún me quedan años y patatas en la despensa, así que, con su permiso, voy a concentrarme.
Va por ustedes.
¿Cuánto vale la vida de una persona?
Los estados son propensos a poner precio a la vida de las personas. De mis películas infantiles del Far-West recuerdo aquellas recompensas que se ofrecían por la vida de los forajidos («dead or alive») y de mis primeras lecturas recuerdo también la valoración que hacía Huerta de la vida de Emiliano Zapata: Dieciocho centavos, el precio de una soga para ahorcarlo.
Por eso, cuando inicié mis estudios de derecho, me sorprendió la coherencia del derecho romano que, considerando que el valor de la vida humana era inestimable, no concedía valor alguno en dinero a la misma en el caso de que el muerto fuese un hombre libre. Cuestión distinta era el caso de los esclavos que, por estar asimilados a la categoría de cosa, si tenían valor pecuniario y su muerte podía y debia ser indemnizada en buenos sestercios.
Avanzando el tiempo los ordenamientos jurídicos fueron admitiendo la indemnización en dinero de la vida humana y, al menos en España, hasta 1995 la tarea de fijar la indemnización para la vida humana se dejó en manos de los jueces que deberían atender de forma individualizada a cada caso concreto. Sin embargo en 1995 todo cambió por la influencia que el lobby de las compañías de seguros ejerció sobre el gobierno. Seguir leyendo «¿Cuánto vale la vida de una persona?»




