Los problemas de Salvador González

Los 83 decanos que componen el Consejo General de la Abogacía Española han elegido recientemente un nuevo presidente que sustituya a la, por muchas causas, digna de olvido Victoria Ortega y, cuando subrayo que han sido los 83 decanos que componen el Consejo General de la Abogacía Española los que han elegido a un nuevo presidente, lo hago porque es importante no perder de vista que a este presidente no le ha votado ningún abogado ni abogada de a pie.  La elección del nuevo presidente por 48 votos de 83 está más cerca de un puro juego palaciego que de un ejercicio democrático, máxime cuando los votos de cada uno de los 83 electores valen lo mismo, ya sea decano de un colegio con apenas 30 colegiados, ya sea decano de un colegio con decenas de miles como Madrid.

Dado que en estas orgánicas elecciones el colegio de electores se restringe en exclusiva a esas 83 personas, la campaña y el mensaje del nuevo presidente no se ha dirigido a la comunidad de abogados y abogadas a los que ahora pretenderá representar, sino casi en exclusiva a esos 83 electores que eran quienes debían darle la victoria.

Los abogados y abogadas de España, pues, poco o nada saben de cuáles son las intenciones de este nuevo presidente dado que el mensaje que les ha dirigido ha carecido de ningún tipo de detalle. Tampoco durante su ejecutoria como decano —dado el ominoso silencio y secretismo que encubre el funcionamiento del Consejo General de la Abogacía Española— nadie fuera de quienes ocupan el sótano de Recoletos ha podido escucharle alzar la voz (si es que lo ha hecho) en favor o en defensa de las aspiraciones de toda esa masa de abogadas y abogados de España que ya lleva en la calle bastante tiempo.

Por eso el nuevo presidente, Salvador, debería tentarse las ropas antes de tratar de asumir la representación de nadie y mucho menos la de aquellos que ni le han votado ni han recibido hasta ahora apoyo explícito alguno de su parte en sus reivindicaciones.

La paranoica gestión de Victoria Ortega ha logrado que, tras 8 años de soportar a un Consejo General de la Abogacía ciego, sordo y mudo a las reivindicaciones de los abogados, todos en España sepan que ciertamente las aspiraciones de los abogados y abogadas no son representadas por un órgano que no solo ha sido incapaz de recogerlas sino que, antes bien al contrario, las ha silenciado, escondido y hasta boicoteado durante los ocho años más tenebrosos de la historia reciente de la abogacía española. Y ha sido la Abogacía Española real la que, no encontrando altavoz para su reivindicaciones en el Consejo, se ha visto obligada a prescindir de él hasta transmitir a la sociedad una idea clarísima: la de que el Consejo General de la Abogacía Española en el año 2024 ya no representa más a los abogados y abogadas de España, pues estos establecen relaciones directas con los partidos políticos, los grupos parlamentarios, presentan proposiciones de ley y no de ley en los diversos parlamentos de España y, en suma, fijan su propio programa y agenda de reivindicaciones al margen del inútil Consejo, siendo esta abogacía real, ajena a la abogacía institucional, la única con capacidad para movilizar un número significativo de letrados.

Y esto, hoy que estamos casi al principio del parón veraniego, quiero pensar que Salvador lo sabe y desearía confiar en que Salvador debiera saber lo que ha de hacer para tratar de recuperar esa representatividad que, durante ocho interminables años, Victoria Ortega se ha empeñado en minar hasta destruir por completo, tarea a la que, por cierto, no han sido ajenos bastantes de quienes se han sentado a su lado en el sótano de Recoletos.

Y es por eso que ahora, con un nuevo presidente, quizá sea bueno recordar que la representatividad se recupera con respeto a aquellos a los que antes se ha abandonado, representando sus intereses y demandas de forma sincera, transmitiendo todo aquello que la inmensa mayoría de la Abogacía Española está reclamando en la calle y que es perfectamente conocido por todos los grupos políticos e incluso por el propio nuevo presidente.

Tratar de cambiar la reivindicación de una inmensa mayoría a la que no dejan votar por un punto de vista particular solo puede conducir a la prolongación del aislamiento y a que ningún tipo de llamada a la unidad vaya a acercar a nadie a sus puntos de vista.

Las unidades nunca se forjan en torno a instituciones o personas, las unidades se forjan en torno a ideales a intereses o a reivindicaciones y, si esto no es entendido, quien pretenda la unidad ya puede ir despidiéndose de ella.

Salvador, además, por su perfil profesional, no parece pertenecer a ese 85% de abogados que componen la Abogacía Española y que trabajan en pequeños despachos; Salvador ha sido hasta 2022 director legal en Grant Thornton Andalucía, lo que puede hacer dudar a muchos de su familiaridad con los problemas habituales que enfrenta esa abogacía española mayoritaria de despacho pequeño y turno de oficio y, aunque este es un aspecto que no debiera representar mayor óbice, tampoco es la mejor carta credencial frente a un colectivo ya muy hastiado por la abogacía del colorín, por lo que no sería malo que el nuevo presidente del Consejo se esforzase, primero que nada, por acreditar su sintonía con la abogacía mayoritaria.

Todos le deseamos suerte a Salvador, pues su buena ejecutoria redundará en beneficio de todos, pero no le haríamos ningún favor callando lo que pensamos y no advirtiéndole, ahora que es temprano todavía, de las dificultades que enfrenta.

Quizá ningún colectivo tanto como este de la abogacía real encarne tan bien aquella enseñanza que el poeta Frost señaló a Kennedy: que en una sociedad democrática la labor más importante del ciudadano, del escritor, del compositor o del artista  —y del jurista y todos en general— es ser honestos consigo mismos y expresar su opinión aunque moleste, dejando que la chispa caiga donde tenga que caer, porque estas voces, al servir a su visión de la verdad, sirven mejor a la colectividad. Y el nuevo presidente debiera interiorizar que los individuos y las colectividades que desdeñan la misión de estas voces libres invitan al destino también señalado por Robert Frost: el destino de no tener «nada en el pasado para enorgullecerse y nada en el futuro que anhelar con esperanza».

Esperemos que Salvador lo entienda.

La representación política en crisis

Elecciones en 1933
Elecciones en 1933

La representación política está en crisis, al menos esa forma de representación política que hemos conocido hasta el advenimiento de la revolución tecnológica que vivimos desde finales del siglo XX.

Hasta ahora nuestras constituciones han venido configurando la representación política como un acto mediante el cual un representante (sea este gobernante o legislador) actúa en nombre de un representado (elector en el caso de las democracias) para la satisfacción de sus intereses. Según este sistema el representado no puede controlar ni exigir que el gobernante cumpla con sus responsabilidades sino, exclusivamente, por medio de mecanismos electorales institucionalizados con los que podrá castigar a su representante o partido político en las siguientes elecciones. Este sistema de representación es el que ha dado lugar a las críticas del tipo «la democracia no puede ser votar una vez cada cuatro años» y a exigencias populares del tipo «democracia real ya». A lo que se ve, esta forma de representación política que supuso en el momento de su inicial aplicación un avance de dimensiones históricas y sobre la que se construyeron los sistemas políticos democráticos que hoy conocemos, parece en lo presente insuficiente a los ciudadanos; y puede que sea verdad que es insuficiente.

Muchas cosas han cambiado desde que la revolución tecnológica que se inició a finales del siglo pasado alcanza a capas cada vez más amplias de la población: si la presencia del elector era con anterioridad difícil o imposible, gracias a esas tecnologías de la información de que ahora disponemos esa presencia aparece no cómo posible sino cómo extremadamente sencilla. A los electores ya no les basta con votar cada cuatro años sino que quieren ser escuchados, ya no quieren representación, quieren presencia y cualquier acción que limite, olvide o restrinja esa presencia produce frustración y es juzgada negativamente.

Al asentamiento en España de tal forma de pensar han contribuido de forma más que principal nuestros actuales representantes: en un país carcomido por la corrupción política el discurso y la actuación de estos «representantes» más que referirse a los electores se movía en la pura y simple autorreferencialidad. De ahí a estigmatizarlos como «casta» sólo había un paso, aunque, dada la forma en que esta forma de representación se desarrolla, la autorreferencialidad es casi inevitable. Sea como fuere la demanda de más presencia de los ciudadanos en los asuntos políticos y las sospechas hacia el sistema de representación y a los propios representantes que de ella han surgido se palpa en la calle. En una época donde el botón «me gusta» ocupa gran parte de la vida social de las personas aparece como cada vez más difícil de justificar su exclusión cuatrienal de los asuntos públicos y comienzan a aparecer demandas de participación que hace apenas 15 años eran impensables. Surgen así preguntas como las que el filósofo Byung-Chul Han formula: «¿Para qué son necesarios hoy los partidos si cada uno es él mismo un partido, si las ideologías que en tiempo constituían un horizonte político se descomponen en innumerables opiniones y opciones particulares? ¿A quién representan los representantes políticos si cada uno ya se representa a sí mismo?»

Este proceso de debilitamiento del sistema de representación política que hasta ahora sostiene nuestros sistemas políticos democráticos no es más que una consecuencia natural de la difusión de las tecnologías de la información que hacen posible una presencia inmediata y directa en asuntos en los que hasta ahora era imposible. Si la representación política supone la enajenación por parte de los electores de su poder político durante cuatro años en favor de sus representantes, no es de extrañar que los electores sean cada vez más cicateros a la hora de enajenar ese poder político: la forma en que el mismo se ha empleado por sus representantes no parece aconsejarles otra cosa.

Los riesgos de que la crisis de la representación política se agrave están ahí y haríamos mal en desconocerlos pues este sistema de representación política es aún irremplazable y no existe alternativa a él. Es por eso por lo que nuestros representantes debieran actuar audazmente y en una forma tan antigua como lo hicieron los padres de la Constitución de los Estados Unidos.

En el momento de aprobarse la constitución de los Estados Unidos (1787) apenas un 60% de la población de ese país sabía leer y, sin embargo, apenas dos años después (1789), se aprobaba la primera enmienda a dicha constitución que, entre otras cosas, proclamaba:

«El Congreso no hará ley alguna (…) que coarte la libertad de expresión o de la prensa…»

Con un 60% de población analfabeta cuesta trabajo pensar que el derecho a la libertad de prensa fuese una aspiración fuertemente demandada por los estadounidenses; mucho más aún cuesta pensar que esa demanda se elevase a la categoría de derecho fundamental constitucionalmente protegido. Y, sin embargo, la consagración de ese derecho colocó a los USA a la cabeza del mundo, permitió la democracia tal y como hoy la conocemos y sirvió de ejemplo al resto de los países que en siglos sucesivos la fueron estableciendo también; y esto lo hicieron con un 60% de población analfabeta y cuando, del 40% restante, apenas una ínfima proporción leía la prensa. Los USA se adelantaron a su tiempo, fueron creativos y entendieron que esa nueva tecnología tenía enormes implicaciones políticas. La historia premió su audaz creatividad; en España la libertad de prensa no llegó de verdad sino en 1978; es decir 189 años después que en los USA, y este retraso en este y otros campos aún lo estamos pagando y lo pagaremos en el futuro.

Hoy que en España tenemos un sistema político en descomposición, ahora que se reclaman modificaciones de la Constitución y los estatutos de autonomía uno echa de menos esta creatividad y audacia de que hicieron gala los constituyentes norteamericanos hace 215 años. Nos empeñamos en mantener debates de hace 150 años: Discutimos cansinamente el “ser de España”, la “independencia” de viejos reinos de hace 500 años, el papel de los jefes de estado… Pero no hacemos el más mínimo esfuerzo para ser audaces y creativos y somos incapaces de detectar que hoy la tecnología tiene implicaciones mucho más importantes y acuciantes que en 1789.

Si en 1789 apenas una ínfima parte de la población leía la prensa y consideraron fundamental el derecho a la libertad de la misma ¿qué diremos en 2013 de la enorme trascendencia que tienen las tecnologías de la información?

Hoy esas tecnologías permiten opinar a casi cualquier ciudadano sobre las cuestiones que le incumben; hoy esas tecnologías permiten a casi cualquier ciudadano participar en la elaboración de las normas que le afectan; hoy esas tecnologías permiten que los representantes políticos contacten de forma inmediata y habitual con sus representados, y permiten la transparencia, y permiten que los datos públicos sean verdaderamente públicos, y permiten, en suma, aprovechar intensivamente la mayor riqueza que tiene un país, es decir, su capital humano, los hombres y mujeres que lo integran.

Hoy tenemos cosas que los constituyentes de 1789 ni se atreverían a soñar pero nos faltan justo esas calidades humanas que ellos sí tenían: Creatividad y audacia.

¿No puede España por una vez en la historia ir por delante del resto? ¿Es que siempre habremos de llegar 189 años tarde?