Yo, en aquel entonces, estudiaba derecho y, para mi desgracia, mi profesor era uno de esos docentes «participativos» a quien no bastaba, como a los demás, vomitarnos el contenido de unos apuntes para que nosotros, llegada la fecha del examen, se los vomitásemos a él en un juego angustioso de arcadas académicas. Este profesor, aparte de los apuntes, usaba métodos pedagógicos participativos y no sé por qué le dio la petera de que yo fuese parte integrante de uno de ellos; en concreto pretendía que yo realizase y expusiese un trabajo sobre «la comarca» desde el punto de vista del derecho administrativo español.
El experimento pedagógico se completaría con un debate/controversia con otro alumno que habría de preparar otro trabajo sobre el mismo tema, tarea esta que recayó en una inolvidable compañera de facultad de nombre Consuelo.
Obviamente todos sabíamos de qué pie cojeaba el profesor: él quería que le hablásemos de descentralización, de coordinación consensual y de toda una serie de principios organizativos con que nos había venido fatigando desde principio de curso. Pero yo no era un buen estudiante y no me apetecía hacer eso.
Puesto a pensar en cómo enfocaría mi trabajo decidí apartarme lo más posible del concepto tradicional de comarca y traté de enfocar la comarca no desde el punto de vista cultural o historiográfico, sino desde un punto de vista utilitarista: ¿para qué queremos una entidad administrativa llamada comarca? ¿qué problemas queremos resolver con ella? Y dando vueltas al tema me fijé en un modelo de división administrativa absolutamente inesperado: las denominaciones de origen de los vinos.
El asunto me pareció sumamente interesante: la uva no sujeta su crecimiento a la provincia, municipio o región donde está ubicado el pago que la produce. La uva monastrell, propia de la denominación de origen «Jumilla», crece en este municipio, claro, pero no sólo en él sino también en otros pertenecientes a otras comunidades autónomas, a saber: La DOP Jumilla se encuentra situada en el extremo sureste de la provincia de Albacete, que incluye los municipios de Montealegre del Castillo, Fuente-Álamo, Ontur, Hellín, Albatana y Tobarra y el norte de la provincia de Murcia, con el municipio de Jumilla, que da nombre a esta Denominación de Origen Protegida. Lo mismo ocurre en La Rioja donde no solo forman parte de la DOP pagos situados en la Comunidad Autónoma de La Rioja sino también los situados en la provincia de Álava, en Euskadi, que forman parte de esas tierras llamadas de «la Rioja alavesa».
El ejemplo me pareció inspirador.
Cuando dividimos un territorio —algo por cierto antinatural y contrario a una realidad física interconectada y sin fronteras— podemos hacerlo con la vista puesta en servir y apuntalar el poder establecido favoreciendo así su ejercicio o podemos hacerlo para enfrentar los problemas que padecen los seres vivos que lo habitan. Ni que decir tiene que del primer punto de vista nacerán divisiones de un tipo mientras que del segundo nacerán una multitud de divisiones de otro tipo.
Las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado son un ejemplo del primer punto de vista, propio de los siglos XVIII y XIX, y en ellas vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, mueve el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.
Como escribió uno de los teóricos de este tipo de organizaciones: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».
Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.
Las «capitales» borbónicas así establecidas depredan a los territorios y localidades circundantes merced a impuestos dedicados a pagar funcionarios que trabajan y viven en la ciudad capital dando así origen a un trasvase de capitales desde las ciudades y territorios tributarios a la ciudad capital.
La acumulación de poder político en esas ciudades capital hace que las élites prefieran establecerse en ellas abandonando a las ciudades y territorios tributarios que, de este modo, aumentan su espiral de empobrecimiento. Las industrias, igualmente, son ubicadas preferentemente en el entorno de estas ciudades capital donde, además, las élites sociales prefieren ubicar los polos de riqueza para su mayor comodidad.
Todos estos fenómenos y muchos otros descritos por la doctrina científica son sentidos por la población de las ciudades y territorios tributarios como injustas ofensas y este sentimiento de agravio suele traducirse en movimientos de corte nacionalista —tatambién de origen decimonónico— que tratan de corregir el agravio mediante movimientos políticos (en el mejor de los casos) o de acciones violentas (en el peor).
En España llevamos ya más de dos siglos así, generando desigualdades, expropiando futuros e incubando odios que, no lo duden, antes o después estallan y solo pueden ser calmados mediante concesiones a los territorios más beligerantes que son inevitablemente entendidos por el resto de los territorios como un nuevo agravio.
Esta situación decimonónica, periclitada, caduca, generadora de ineficiencias y madre de desigualdades e injusticias no debiera permanecer ni una década más. Esta situación, centralizada, sólo beneficia a unas esclerotizadas élites económicas y políticas al tiempo que bloquea el desarrollo natural y orgánico de todos los territorios del estado, produce infelicidad e ira en una gran parte de sus habitantes y provoca movimientos migratorios que empobrecen económica, social y culturalmente a la mayor parte de las personas y territorios del país.
Esta situación de organización en red centralizada debe ser sustituida con urgencia por una organización de tipo distribuido acorde con las infraestructuras y principios que organizan las redes de los estados modernos. Si piensa usted en la administración centralista como una especie de engranaje de un reloj o como una rueda que toda ella gira alrededor de un centro, puede usted imaginar una organización distribuida como una red mallada del estilo de internet donde cada nodo (usted, su ciudad o territorio) es el centro del resto de la red.
Podemos seguir funcionando como un estado borbónico del XVIII o podemos funcionar como un estado moderno y capaz de marchar a la vanguardia de los estados del mundo.
Yo apuesto por lo segundo y creo que podemos conseguirlo si un puñado —nada más que un puñado— de personas convencidas lo intentamos. El trabajo más duro será el de difundir la idea, una vez puesta en marcha ella sola será imparable.
Yo prefiero un país de todos a un país gobernado por élites tan alejadas como ajenas a mí.
Hoy me pongo en marcha. Total, llevo 40 años defendiéndolo, al menos desde que debatí esta idea con mi amiga Consuelo.
¿Qué habrá sido de ella?
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El poder de las redes distribuidas
Algunos intelectuales han señalado que el éxito de las democracias frente a los totalitarismos en el siglo XX se debió, principalmente, a la mayor capacidad de procesamiento de las democracias. Aunque se pueden formular reparos a tal afirmación, la misma tiene la virtud de poner el foco sobre un aspecto en el que pocas veces se repara: la naturaleza computacional de las sociedades. Antes de dejar de leer déjenme que les ponga un ejemplo.
Tradicionalmente las sociedades se han articulado como una red radial en cuyo centro se encontraba la unidad central de procesamiento: el Rey, el Caudillo, el Jefe, el Dictador, el Presidente…
Así quiere la ley que se organicen nuestras asociaciones y así se organizan instituciones y corporaciones. Tal forma de organizarse es, en la mayoría e los casos, un grave error, pues la capacidad de proceso de cada una de esas comunidades se ve limitada por la capacidad de proceso de su único líder. Líderes absolutos como reyes, dictadores y tiranos, hacen recaer sobre sí la mayor parte de las capacidades decisorias de las comunidades que gobiernan y, por esto, el desempeño de dichas comunidades suele ser pobre. La «inteligencia» del grupo se ve limitada por la inteligencia y capacidad del líder absoluto para procesar datos y alcanzar soluciones. El desempeño de sistemas políticos totalitarios como el nazismo, el fascismo o el comunismo estalinista resultó ser, al fin y a la postre, bastante más pobre que el de las democracias occidentales, donde un poder más distribuído les otorgaba una mayor capacidad de procesamiento.
Las democracias occidentales, no obstante, no estaban tan lejos, en cuanto a capacidad de proceso, de los sistemas totalitarios, porque, en realidad, la democracia en occidente era más una forma de gobierno que una forma de cooperación. Permítanme ponerles otro ejemplo.
El Consejo General de la Abogacía Española elige a su presidenta democráticamente mediante el voto de los 83 decanos de España, a su vez democráticamente elegidos. Inmediatamente después la presidenta, libérrimamente, nombra hasta 9 vicepresidentes que presiden comisiones en las que la presidenta establece subcomisiones en las que nombra, también libérrimamente, a sus presidentes. Y nombra adjuntos a la presidencia, y propone patronos de fundaciones… En fin, que, cuando vuelven a celebrarse elecciones, hay una red clientelar tan firmemente establecida que cualquier renovación también está programada.
Pues bien, la presidencia, así de democráticamente elegida, no tiene mayor capacidad de proceso que la de su presidenta, lo que quiere decir que las capacidades de 140.000 letrados y letradas, iguales a ella en conocimientos y capacidades, son sistemáticamente desaprovechados. La ineficiencia está servida.
Es por eso por lo que más arriba escribí que la democracia, en occidente, era más una forma de gobierno que una forma de cooperación, porque la participación en la toma de decisiones apenas si se circunscribía a la elección del líder. Es verdad que la economía de mercado ampliaba el círculo de agentes decisores a poderes económicos o de comunicación, pero la realidad es que el círculo seguía siendo verdaderamente reducido y nunca se extendió más allá de una exigua —y a menudo odiosa— oligarquía; no obstante, esa pequeña diferencia, fue suficiente según todos los indicios para inclinar la balanza a favor de las democracias occidentales. En unos casos por la fuerza de las armas, frente a fascismos y nazismo, y en otros por la pura fuerza de los hechos: caída del telón de acero.
Las democracias occidentales han triunfado, a veces agónicamente, frente a los totalitarismos pero no han sido capaces de triunfar frente a sí mismas y, a punto de iniciarse la tercera década del siglo XXI, siguen usando de conatos y trampantojos democráticos como una forma de legitimación del poder y siguen considerando la democracia como una forma de gobierno y no de cooperación; una creencia que es, además, compartida acríticamente por la mayor parte de los ciudadanos.

Las asociaciones, por designio legal, han de ser constituidas siguiendo ese patrón de red centralizada, jerárquica, y siguen perpetuando ineficiencias que las redes descentralizadas o distribuidas que nacieron con internet cada vez ponen más de manifiesto. El trabajo del poder es, en estas primeras décadas del siglo XXI, balcanizar la red para mantener su poder (véanse los ejemplos de Rusia y China), sembrar de fake-news las redes para torpedear la capacidad de proceso de las sociedades y, en general, abrir sus horizontes a nuevos modelos de guerra jamás antes imaginados.
De esas estrategias de guerra hablaremos otro día, ahora lo que quiero transmitirles es que la sociedad está en trance de abandonar el esquema de red jerarquizada que arrastramos desde el nacimiento de los primeros imperios mesopotámicos para sustituirlo por un esquema de red distribuida o descentralizada que nos convierta a todos en ciudadanos y ciudadanas verdaderamente iguales y que saque el máximo provecho de las capacidades de cooperación de los seres humanos.
No se trata de anarquía, como sin duda querrán hacerle creer quienes se aprovechan del actual status quo, se trata de un orden distinto, tan reglado como el anterior, pero más respetuoso con la esencial dignidad humana y, sobre todo, mucho más eficaz que este sistema que arrastramos ya casi 10.000 años.
No se hagan ilusiones, no será fácil, hay demasiada gente y demasiado poderosa tratando de impedirlo.
