La ciudad doliente

Introducción

No me gusta ver a mi ciudad instalada en la queja perenne y en la frustración perpetua, repitiendo una y mil veces una lista de agravios tan larga como su propia historia y apelando exclusivamente a la protesta individual o colectiva como única herramienta de solución.

Digámoslo claramente aunque moleste: el mismo problema que sufre Cartagena lo sufren 43 de los 45 municipios de la región y, por lo que respecta al cuadragésimo cuarto, es un problema que también sufren la mayor parte de sus 55 pedanías.

Es más, el problema que padece Cartagena no es ni siquiera propio ni exclusivo de la región de Murcia sino que lo viven la mayor parte de los municipios de España y es un problema que nace de una insensata ordenación del territorio trabada a medias sobre un anticuado soporte ideológico nacionalista y una irracional red de administraciones construidas sobre el modelo de la administración centralista borbónica. Este modelo —que analizaremos— da lugar a un sistema que, de forma perpetua y constante, depreda a unos territorios tributarios (la inmensa mayoría de España) en favor de unos pocos lugares elegidos que, de este modo, generan a su favor un sistema incesante de ingresos que viene bombeando desde hace más de dos siglos recursos y riqueza desde los territorios tributarios hacia los territorios dominantes, empobreciendo a unos y enriqueciendo a otros.

Ese sistema, absurdo, irracional y periclitado, es sentido con especial intensidad en mi ciudad, Cartagena, pero no es un problema exclusivo de ella y ni siquiera es ella la ciudad o territorio más perjudicado por el mismo, sólo quizá lo vive con especial intensidad y esto hace que se contabilicen con especial atención (o al menos con más atención que en otros lugares) la cada vez más larga lista de agravios que el sistema produce. Ahora bien, que el problema no sea sentido en otros lugares no quiere decir que no estén tan o más afectados que mi ciudad por este sistema perverso de depredación interterritorial.

Describamos primero el mecanismo de depredación para articular más adelante una propuesta de solución.

El mecanismo de depredación

La designación de una ciudad como capital nacional, autonómica o provincial, le otorga una posición dominante que provoca un flujo inmediato tanto de naturaleza económica como de influencia política en su favor y en perjuicio del resto de ciudades tributarias. Desde el mismo momento de su nombramiento y salvo circunstancias excepcionales se instala un sistema generador de desequilibrios interterritoriales en favor de estas ciudades y en perjuicio de las demás.

Suelen señalarse como herramientas principales de depredación el hecho de que la instalación de la capital en una ciudad conlleva la instalación en su municipio de una administración y una clase funcionarial que, manteniendo sus infraestructuras y cobrando sus salarios de los impuestos que paga toda la región los gastan en un único y exclusivo lugar. Piensen en que la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia paga a más de 60.000 funcionarios de los cuales un porcentaje importante tienen su puesto de trabajo en instalaciones mantenidas en Murcia. Tal situación provoca un flujo constante de dinero de las ciudades tributarias a la ciudad capital sin que acabe de entenderse por qué, en pleno siglo XXI, la Consejería de Agricultura ha de estar en Murcia y no en Lorca, Totana o Torre-Pacheco. Particularmente inspirador —y permítanme la broma en temas tan serios— sería ver la Consejería de Ecología y Medio Ambiente instalada en San Pedro del Pinatar o Portmán, con su consejero y todos sus funcionarios contemplando diariamente el estado de los lugares que deben regenerar.

La concentración funcionarial y de poder político en una sola ciudad conlleva asimismo que las oligarquías económicas se instalen al lado de las administraciones públicas con quienes han de tratar, negociar o en las cuales han de tratar de influir, produciéndose de nuevo un injustificable trasvase interterritorial de influencia y poder económico.

Esto, obviamente, no es nada que yo acabe de inventarme, esto es algo que ha sido objeto de reiterado estudio académico.

Esta situación es, además, evidente para cualquier habitante de una zona tributaria y, como adelanté, no son pocos los estudios científicos que la confirman como, por ejemplo, Bel G., Heblich S. (2011). “Industrial Concentration and Public Infrastructure Investment: Spanish Evidence.” un estudio que muestra cómo las decisiones políticas sobre infraestructuras tienden a beneficiar a las capitales administrativas; De la Fuente, A. y Vives, X. (1995) “Infraestructuras y localización industrial: un panorama analítico y empírico.”un estudio que, aunque centrado en localización industrial, destaca cómo las infraestructuras públicas, muchas veces ubicadas en capitales, fomentan una mayor actividad económica; José Villaverde y Adolfo Maza (2009). “Regional economic disparities and decentralisation in Spain.” trabajo que argumenta que la descentralización política en España ha favorecido a las capitales autonómicas, que reciben más recursos y funciones que otras ciudades de la misma región; Luis Rubalcaba-Bermejo (1999). “Business services in European cities: demand, location and regional policy.” donde se analiza cómo las capitales regionales concentran servicios avanzados, muchas veces como resultado de su papel político y administrativo.

En fin, para los habitantes de cualquier ciudad no capital (2/3 de la población española) tales estudios aparecen como innecesarios ante las evidencias de una realidad discriminatoria perennemente vampirizadora de recursos de las ciudades tributarias hacia las capitales dominantes.

El que esta depredación sea y haya sido perpétua y constante en los últimos dos siglos ha dejado huellas indelebles en nuestros territorios en forma de desequilibrios territoriales siempre —y salvo excepcionales casos— en favor de las ciudades capitales y en perjuicio de las ciudades tributarias.

Si es usted un habitante de Lorca, Cieza, Yecla, Jumilla o cualquiera de los 44 municipios tributarios de esta Región debería usted preguntarse cuál es el futuro de su ciudad si este sistema se mantiene cincuenta años más. Con toda probabilidad sus nietos ya no serán más lorquinos, ciezanos, yeclanos o jumillanos, pues antes o después habrán emigrado hacia la ciudad capital en busca de mejores oportunidades de las que le ofrece su tierra. Pregúntese, de paso, también, por qué acepta usted ese destino como si se tratase de una cruel fatalidad y no pudiese ser cambiado.

Pero antes de pasar a la acción —aunque los motivos que le he dado debieran ser bastantes— quizá sea bueno conocer las trampas ideológicas que nos han traído aquí y por qué esas coartadas ideológicas no deben pervivir ni un lustro más si queremos que en España las fracturas interterritoriales y sociales no acaben destruyendo un estado cada día más frágil.

Fundamentos ideológicos del sistema depredatorio

Dije más arriba que la organización territorial española era heredera del centralismo borbónico de una parte, en especial en lo que se refiere a la administración provincial, y de los principios nacionalistas propios del siglo XIX, en especial en cuanto se refiere a la administración autonómica. Veamos cómo operan ambos.

La división provincial y el centralismo borbónico

En las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado propio de los siglos XVIII y XIX con frecuencia vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, es movida por el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.

Como escribió Timon Cormenin: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».

Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.

Este tipo de redes obedecen más a la necesidad de ejercer el poder sobre el territorio que a la voluntad de enfrentar problemas concretos de la población. Son redes decimonónicas tendentes a que la voluntad de los gobiernos centrales alcance a todos los territorios y responden a un tipo de sociedades en que las comunicaciones se realizaban en carruajes o como mucho ferrocarril y son precisamente las redes radiales de carreteras o ferrocarril en España una de sus mejores ilustraciones.

El nacionalismo estatal y los nacionalismos periféricos

Para quien todavía no lo sepa el nacionalismo, como forma de organizar los estados del mundo es una ideología con apenas doscientos años de historia, fundada sobre la creencia de que cada nación tiene un cierto espíritu e idiosincrasia (volkgeist) y que, aparte de haber dado lugar a la organización actual del mundo ha sido la causa de los mayores crímenes y guerras desatados por el ser humano.

Una aclaración inicial: abomino del nacionalismo

Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria, no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.

Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.

No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.

Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.

Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).

Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.

Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.

Si a usted esto le parece razonable le sugiero que revise su equilibrio mental: su equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.

Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.

Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.

Y sentado mi férreo antinacionalismo veamos ahora cómo el mismo contribuye a la depredación de unos territorios por otros y a la generación de tensiones inútilmente disgregadoras.

El nacionalismo como criterio organizador de las comunidades humanas

Tras la caída del Antiguo Régimen —y en el caso concreto de España tras la desaparición del rey de la vida del país secuestrado por Napoleón Bonaparte en 1808— se hubo de buscar un fundamento para la soberanía y el ejercicio del poder.

Mientras perduró el Antiguo Régimen la justificación del origen del poder fue siempre de naturaleza religiosa, los reyes eran reyes por designación divina («Deo gratias», «por la gracia de Dios») expresada a través de unos vínculos hereditarios. Sin embargo, la desaparición del rey de la vida pública en Francia debido a la revolución y en España debido al secuestro del tándem Carlos IV-Fernando VII por Napoleón, impulsó a buscar un fundamento para esa soberanía que antes ejercía el soberano por derecho divino. La solución muchos creyeron encontrarla en una reciente idea producto del romanticismo alemán: la nación.

En el caso concreto de España fue la Constitución de 1812 la primera en expresar esta idea en su artículo 3 al expresar: «La soberanía reside esencialmente en la Nación…» aunque, en el momento de redactar el texto nadie supiera con exactitud qué era eso de «la Nación» por lo que hubo de ser definida con carácter previo, concretamente en el artículo 1, como «…la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» un concepto sintéticamente coincidente con «el pueblo», pero esta identificación de la nación con el pueblo no duraría mucho.

La creencia de que la nación es un concepto previo al estado mismo y que viene definido por unos antecedentes culturales, históricos, lingüísticos o culturales donde encarna el «espíritu» (volkgeist) de un pueblo pronto sustituyó al simple y hasta tautológico concepto contenido en la Constitución de 1812. La creencia en tan irracional y fantasmagórica entidad dio lugar a procesos tanto de integración (Alemania, Italia) como de disgregación, singularmente de imperios como el Austro-Húngaro o el imperio hispánico cuyo nombre oficial era el de Monarquía Católica.

La historia del siglo XIX es la historia de la constitución (invención) de las diversas naciones que habrían de componer el mundo civilizado, especialmente en Europa y de modo exitosísimo en la antigua América Hispana.

Fue en ese siglo (no antes) cuando se construyó el relato nacional español con una selección de episodios históricos sobre los que construir una identidad nacional. Igual proceso se vivió en la América Hispana y en bastantes zonas de Europa. Este proceso fue tan exitoso que, culturalmente, pronto se identificó el concepto indefinible e indefinido de «nación» con el concepto de estado llegando a proclamarse el derecho de toda nación (sea esto lo que sea) a constituirse en estado.

Ocurre, sin embargo, que en monarquías compuestas como la española no era sola España la que reunía los vagos requisitos cuasi mágicos para ser considerada nación sino que partes de la misma comenzaron a reivindicar su status de nación.

Esta reivindicación no fue demasiado sólida hasta que la catástrofe de 1898 debilitó grandemente el relato nacionalista español, al tiempo que la pérdida del negocio ultramarino y antillano de algunas regiones (singularmente Cataluña) impulsó el conjunto de creencias que alientan a todo nacionalismo, pero no solo eso.

No olvidemos que el centralismo borbónico para 1898 llevaba casi un siglo dejando sentir sus efectos depredadores, efectos depredadores en favor de Madrid que fueron sentidos de forma especialmente acusada en Cataluña y otras regiones como las provincias vascas si bien, en este último caso, trufado de otras componentes ideológicas como el absolutismo carlista.

Con la llegada de la Constitución de 1978 se asumió que el criterio de organización de todo el estado debería ser ese abstracto e inasible concepto de nación que animaba no sólo a España sino a otras «nacionalidades» que formaban parte de la misma. La organización territorial española, desde entonces, en lugar de obedecer a criterios económicos, de resolución de problemas, de articulación del territorio o redistribución de riqueza, obedece a un vago conjunto de relatos históricos falsos o simplemente inventados en la abrumadora mayoría de los casos.

Fundada la articulación del país sobre estos criterios irracionales nacionalistas no sólo no se resolvió ninguno de los problemas que generaba la vieja administración centralista borbónica (que se mantuvo en forma de provincias, diputaciones, delegaciones y sub-delegaciones del gobierno) sino que añadió un problema más: la aparición de una serie de nuevas capitales, que si no eran corte si eran cortijo de una nueva clase política autonómica, y que dieron lugar a la aparición de una nueva máquina depredadora que superpuso a las capitales de provincia las nuevas capitales autonómicas. Madrid siguió conservando su capitalidad y determminando las redes jerárquicas españolas si bien, las nuevas nacionalidades más fuertemente nacionalistas, operaron de contrapoder exigiendo obvenciones y gabelas que compensasen los desequilibrios y los agravios sufridos desde la llegada de la administración borbónica.

La Constitución de 1978 como vemos, en lugar de contener a una ideología tan antigua y periclitada como el nacionalismo, lo que hizo fue fomentarlo convirtiendo a la visión nacionalista del mundo y de nuestro nuestro propio estado en prácticamente la visión natural y estándar para todos los ciudadanos.

Quedó así instaurado el doble sistema de depredación que hoy padecen los territorios tributarios que forman la inmensa mayoría de las tierras de España. Un sistema que es urgente desactivar y extirpar si tú, como yo, formas parte de cualquiera de esos territorios tributarios que sufren la depredación de cortes y cortijos, de élites y de concentraciones de poder económico o político.

Nos jugamos en ello el futuro de la inmensa mayoría de los territorios y habitantes de este lugar que el mundo conoce como España.

En post siguientes veremos el modo de hacerlo porque hoy, me parece, que mientras redactaba estas líneas alguien ha anunciado que «habemus papam».

La necesaria separación nación-estado

Sé que lo que voy a decir no será entendido por muchos pero creo que no tengo otra opción. Es lo que pienso y necesito contárselo.

Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.

Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.

No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.

Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.

Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).

Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.

Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.

Si a ti esto te parece razonable debes revisar tu equilibrio mental: tu equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.

Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.

Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.

Y sentado mi férreo antinacionalismo, creo que en los siguientes post ya puedo ir contándoles como veo el mundo y la sociedad, cómo creo que es y cómo debería ser y todo ello desde mi visión de la situación tanto en la ciudad en que nací (mi patria), como en la región y el estado en que vivo, la cultura en que me encuadro y la humanidad a la que pertenezco.

Pero eso será otro día.

Tiempos de cooperación

Nos cuesta admitir que para el mundo no somos importantes, que nuestro destino es el olvido, que no somos muy distintos de los demás y que la vida es una ilusión a la que debemos dar sentido. Acostumbrados como estamos a ser el centro del mundo (todo lo contemplamos desde nuestra guarida corporal) nos resulta doloroso admitir que somos, en el fondo, iguales a cualquier otra persona.

Es por eso que la diferencia nos resulta tan agradable, porque nos selecciona, nos encuadra, nos distingue y nos hace sentir que somos «más alguien» proporcionándonos ese amable y cálido refugio al que llamamos «sensación de pertenencia», una sensación que, seres humanos más astutos o más malvados —según se mire— aprovechan para gobernar nuestras conductas.

Lo hicieron en el pasado aprovechando las evidentes diferencias cromáticas y morfológicas de las razas hasta conducir al mundo a dos guerras mundiales. Lo hicieron —y lo hacen— segmentando a los seres humanos por la lengua que hablan, o por sexo, o por el dios en que creen o por el sistema económico que defienden.

Para quienes tengan menos de 35 años la posibilidad de que el mundo quedase destruido por un holocausto nuclear en la segunda mitad del siglo XX es algo perteneciente al pasado remoto pero, para quienes como yo nacimos en medio de la crisis de los misiles de Cuba que estuvo al borde de provocar la destrucción del mundo civilizado, tal contingencia fue algo muy real y se mantuvo así durante casi medio siglo.

Que el ser humano pudiese autoexterminarse tan solo por la cuestión de si la economía debía gobernarla el mercado o el gobierno ilustra perfectamente la estupidez humana.

Y esa estupidez no parece ir a menos.

Hemos heredado las armas nucleares  que se construyeron al calor de una contienda ideológica ya pasada y ahora esas armas las esgrimimos en nombre de viejas querellas (yo soy ruso tú ucraniano, yo soy cristiano tú musulmán, yo soy palestino tú judío, yo estadounidense tú chino).

Hoy, agotado ya casi el primer cuarto del siglo XXI, parece que no hemos aprendido que las amenazas para la especie humana —incluida su propia estupidez— son de naturaleza global, que el cambio climático, la ecología, las migraciones humanas, son fenómenos que no entienden de nacionalidades ni dioses y que, si no los solucionamos entre todos, todos nos iremos antes temprano que tarde al carajo.

Y, en medio de esto, seres humanos que no han sido capaces de dar sentido a sus vidas buscan una identidad predicando que, si hablas gaélico o corso, tienes derecho a la soberanía exclusiva y excluyente sobre un trozo de tierra, que si en tu comunidad se corren toros por las calles o se baila la sardana o el pasodoble, tienes derecho a la soberanía exclusiva y excluyente sobre un trozo de tierra, que si tu dios se llama Alá, Yahweh, Cristo o Rama, tienes también derecho a la soberanía exclusiva y excluyente sobre un trozo de tierra.

Estamos locos.

Han pasado diez mil años desde que comenzaron a formarse las primeras grandes comunidades humanas y todavía la exaltación de la competencia en detrimento de la cooperación, la exacerbación de la diferencia por ridícula que está sea, la creación y promoción de ideologías destinadas a segregar y no a unir, ciegan la mente de los hombres y les hacen incapaces de apreciar que la historia de toda la naturaleza, desde la primera célula eucariota hasta el más complejo cerebro humano, es una gloriosa historia de cooperación.

No sé cuántas más guerras, muertes y violencia habremos de soportar antes de darnos cuenta de que la cooperación es la única salida.

Los últimos restos del bando realista

El surgimiento del nacionalismo dio lugar a la mayor oleada de mentiras y falsedades que imaginarse puedan sobre la historia y esta afirmación es válida no sólo para los «nacionalismos periféricos» de catalanes y vascos sino también para el propio nacionalismo español y para todos los nacionalismos en general.

Piense usted en el caso de eso que se llama las «guerras de independencia» hispanoamericanas. Usualmente la percepción que se tiene de dichas guerras es la de que pugnaban de un lado unos patriotas y de otro los soldados del ejército de España como potencia colonial.

Toda esa visión es falsa y si quieren entender bien este proceso les recomiendo que lean la obra del profesor Tomás Pérez Vejo que es quien, a mí juicio, mejor ha estudiado y enfocado el asunto de las independencias americanas (en especial México donde es profesor) hasta conceptuarlas como auténticas guerras civiles, que fue, por otra parte, la forma en que las entendieron sus contemporáneos.

Hoy no quisiera entrar en un tema tan largo y complejo como este de las independencias hispanoamericanas sino contarles otra experiencia personal que me llevó a considerar, siquiera sea a efectos meramente dialécticos, si es que aún existen en hispanoamérica restos del llamado «bando realista». Les cuento.

Correría el año 2014 y acababa de firmar yo como decano un convenio con los abogados de Cartagena de Indias cuando recibí una carta manuscrita de alguien que decía ser «representante del pueblo mapuche». En la carta denunciaba la opresión que sufría su raza por parte de los gobiernos de Chile y Argentina y me pedía que hiciese lo que estuviese a mi alcance por remediarlo.

Por qué llegó aquella carta a mi despacho desde la otra punta del mundo lo ignoro, sólo acierto a pensar que cerca de la localidad desde la que se me remitía había otra Cartagena más y que quizá eso influyese, pero a ciencia cierta no lo sé.

La carta me intrigó pues, de entrada, yo no tenía ni idea de quiénes eran los mapuches.

Una búsqueda en internet pronto aclaró mis dudas, los mapuches son ese pueblo autóctono de América del Sur al que los españoles conocemos como «araucanos».

Para quienes no lo sepan los araucanos son los protagonistas del principal poema épico castellano «La Araucana», de Alonso de Ercilla. Valientes y leales como ningunos la Corona Española nunca pudo dominarlos de forma que, finalmente, acabaron firmando una serie de acuerdos que principiaron por el llamado «Parlamento de Quillín» en 1641 en donde los araucanos vieron reconocido su autogobierno al tiempo que reconocían como enemigo de su pueblo a cualquier enemigo de la Corona Española. Sus tierras son las que pueden ver en el mapa y los tratados fijaron su límite sur en la frontera que marcaba el río Biobío.

Cuando Chile y Argentina llevaron a cabo sus procesos independentistas los mapuches, leales a sus pactos, defendieron a la Corona Española y, aunque en principio se les reconoció la soberanía sobre sus tierras, poco a poco los gobiernos de Chile y Argentina les fueron hostigando a través de las campañas militares conocidas, eufemísticamente, como «Pacificación de la Araucanía» y «Conquista del Desierto». Esto significó la muerte de miles de personas y la pérdida de territorios del pueblo araucano, pues fueron desplazados hacia terrenos de menor extensión denominados «reducciones» o «reservaciones», y el resto de las tierras se declaró fiscal y fue subastado. Un proceso, como ven, bastante parecido al de las reservas indias de los Estados Unidos.

En los siglos xx y xxi, los araucanos (mapuches) han vivido un proceso de aculturación y asimilación a las sociedades de ambos países y existen manifestaciones de resistencia cultural y conflictos por la propiedad de la tierra, el reconocimiento de sus organizaciones y el ejercicio de su cultura y es por eso que hoy, el pueblo mapuche, todavía esgrime con orgullo ante las organizaciones internacionales sus pactos con la Corona Española para defenderse de lo que consideran una política execrable de los gobiernos de los países que ahora ocupan sus territorios.

Como pueden imaginar puse el tema en conocimiento del Consejo General de la Abogacía el cual se negó a tomar acción alguna aduciendo que ello estropearía nuestras relaciones con Chile y Argentina y ahí quedó el tema.

Pero yo no les he olvidado y por eso, cuando alguien me pregunta sobre la forma en que la Corona Española trató a los indios en América, yo, en lugar de responderle, le cuento la historia de la carta que me mandaron los mapuches, una carta donde aún un pueblo autóctono pedía ayuda a España contra quienes les oprimían y dejo que quien me pregunta saque sus conclusiones.

La cuestión mapuche ha generado debates que se desarrollan en diversos ámbitos, desde la discusión jurídica pasando por la controversia historiográfica sobre su condición de pueblos originarios hasta el polémico uso del epíteto de terrorista. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado en diversas instancias al Estado de Chile por el uso inadecuado de la ley antiterrorista y a veces pienso que este conflicto civil ilustra bien las guerras que se produjeron en hispanoamérica entre los partidarios de nuevos estados y los defensores de la vieja legalidad monárquica (cada quien según sus convicciones y conveniencias).

Los siempre fieles y valientes araucanos (hoy llamados mapuches) serían, pues, desde este punto de vista los últimos rescoldos de la defensa de la vieja legalidad; serían, en suma, los últimos integrantes del bando «realista». Y no me tomen literalmente.

Y no, el territorio mapuche no era un enclave menor ni sin importancia, es el que ven en el mapa.

Memoria e historia

Todos tenemos una historia que recordamos y es bueno y necesario que así sea.

Sin memoria, sin una historia que seamos capaces de recordar, somos seres sin identidad. Sabemos quiénes somos porque recordamos cómo nos llamamos, sabemos que una vez fuimos el niño que jugaba en el patio porque lo hemos vivido, sabemos dónde vivimos y cuál es nuestra ciudad porque, aunque no veamos en dónde estamos, recordamos el lugar que hemos dejado atrás.

Pero una cosa es la memoria y otra es la historia. La memoria es siempre personal, la memoria es individual y se basa en recuerdos, es nuestra y es la que nos hace diferentes. La historia, por el contrario, es lo que nos han contado, es el relato que otros hacen de las cosas que dicen que han sucedido y eso es peligroso, porque estas historias, al igual que la memoria, forjan nuestra identidad y nos convierten en lo que somos.

Por eso hay que tener mucho cuidado con qué historias te crees y a quién le dejas contarte la historia, porque la historia no es inocua, la historia no es una sucesión de hechos que se te cuenten para saber qué pasó. Cuando alguien te habla de historia no te está hablando de pasado, te está hablando de presente y está tratando de condicionar su futuro y —tú lo sabes bien— la historia nunca es única: de cada hecho existen tantas historias como testigos o narradores y en un divorcio —por ejemplo— vas a tener siempre al menos dos versiones, si es que no tienes muchas más de otras personas periféricas que han sido testigos de la situación.

Es con esta forma de historia con la que juega el poder para forjar tu identidad, tus filias y tus fobias y es por eso que le importa tanto al poder decir qué historia es la que tienen que contar las escuelas a los niños, qué recuerdos hay que insuflar en la memoria de la gente y así construir una identidad adecuada a la ideología política de la clase que gobierna.

Guárdate de los que te cuentan historias. Busca la verdad y búscate a ti mismo. Recuerda: la memoria te da identidad, la historia que te cuentan probablemente lo que busca es manipularte. Es el secreto de los nacionalismos.

No lo olvides.

Fútbol, nacionalismo y narrativas

Fútbol, nacionalismo y narrativas


Mi primer recuerdo relacionado con el fútbol se remonta al Mundial de México de 1970. En él no jugaba España pues no clasificó y recuerdo que, en aquel entonces, los niños éramos fervientes admiradores de la selección de Brasil pues la canarinha era un equipo impresionante con una delantera de esas que se reúnen solo una vez en la historia y que, además, rimaba como riman los épicos versos de «Os Lusíadas»: Gerson, Jairzinho, Tostao, Pelé y Riveliño, jugadores que jugaban todos con el 10 en sus equipos pero que en la selección nacional habían de cederlo a una maravilla llamada Edson Arantes do Nascimento, «Pelé».

Brasil no era España pero ¡cómo jugaba!

Como dijo un politólogo cuyo nombre no quiero recordar es difícil explicar a la población qué es una nación en términos científicos, pero, en cambio, es muy fácil hacerlo entender viendo a 11 hombres jugando al fútbol con la misma camiseta.

Y, al igual que cada nacionalismo tiene su narrativa, la selección española de aquellos años también la tenía aún cuando databa de la Olimpiada de Amberes de 1920, cuando el famoso Belaustegui gritó a su compañero de filas aquello de «a mí el pelotón Sabino que los arrollo» y que dio lugar a la expresión «furia española» una expresión que inevitablemente habría de acompañar a la selección española hasta que la dirigió el inolvidable Luis Aragonés

Desde aquel año 1970, como digo, tuve por cierto, que la selección española no me daría ninguna alegría.

Su ejecutoria parecía ajustarse siempre al mismo patrón: una selección testicular y con superávit de testosterona cuyo principal argumento era la furia.

Y así fuimos fracasando de cuartos en cuartos pasando incluso por alguna ejecutoria vergonzosa como el Campeonato del Mundo que se celebró en España en 1982.

Sin embargo y aunque yo no esperaba que las selección española me diese ninguna alegría la narrativa pareció cambiar en la Eurocopa de 2008 cuando la selección dirigida por el sabio de Hortaleza Luis Aragonés comenzó a cambiar su discurso y a demostrar que al fútbol no se ganaba por cojones, no se ganaba por un plus de testosterona, sino que se ganaba con inteligencia y con la cabeza. La arenga dirigida por Luis Aragonés a sus jugadores hablando de aquel futbolista alemán que se calentaba en cuanto se le hacía alguna entrada fuerte fue muy ilustrativa. «Esto es un juego de listos», le dijo a los jugadores «y ese tío se calienta con nada, ya lo han expulsado una vez y lo expulsaran una vez más», así que cuando usted se cruce con él, ¿qué cree que le va a decir? Luís estaba mandando un mensaje distinto, creando un nueva narrativa: con la entrepierna que piensen ellos, nosotros pensamos con la cabeza.

Aquella expresión de que el fútbol es un juego de listos anulaba por completo aquel aquel relato glandular y testosterónico que había representado a la selección española desde 1920… y funcionó. Ahora España ya no jugaba con la entrepierna ahora España, jugaba con la cabeza y, de la misma forma que Brasil nos enamoró en 1970, España en 2008 enamoró, entusiasmó, a muchos chavales del mundo que decidieron colocarse la zamarra roja de nuestra selección. Incluso los más férreos independentistas periféricos soñaban con jugar con la selección española porque no querían quedarse fuera de aquella histórica fiesta.

Viva España («Visca Espanya» como tituló el poeta Joan Maragall su sensato artículo de 1908). Viva España, sí, pero el problema no es que viva España sino cómo queremos que viva España, el problema no es que gane España sino cómo queremos que juegue España. No me gustaría volver a ver a la selección española regresar a aquella narrativa de pensar con la entrepierna.

Por lo que al partido de esta tarde respecta faltan 5 horas para que comience y lo que más me interesa ya no es el resultado sino como esos poetas del nacionalismo futbolero van a construir el relato del éxito o del fracaso de nuestra selección.

Si volverán a cantar las virtudes de una selección que juega bien e inteligentemente al fútbol en el caso de que ganemos o si apelarán nuevamente a la desgracia y a la injusticia y a la mala fortuna propia de nuestra época de la furia en caso de que perdamos. Tengo la esperanza de que no, porque al fin, aunque el fútbol es una escuela de nacionalismo, espero y deseo que la gente entienda que, más importante que gritar viva España, es decidir cómo queremos que viva España y, sobre todo, que tengamos el convencimiento de que al final para que todos quieran jugar en el mismo equipo lo primero que tenemos que hacer es jugar bien y bonito.

No sé si nuestros políticos han entendido eso y que la mejor forma de hacer que todos estemos juntos es que todos queramos jugar en un equipo de esos que juegan maravillosamente bien, algo que sirve para el fútbol como para la política.

Esperemos ganar esta tarde. Ya veremos cuál es el resultado y sobre todo espero ver cuál es la narrativa.

Una cuestión de puntos de vista

Una cuestión de puntos de vista

A veces todo depende de cómo observemos las cosas y esto ya fatigó desde antiguo a pensadores y filósofos.

«Todos los caballos son iguales» es una frase que podemos juzgar verdadera si atendemos a que todos los caballos son animales cuadrúpedos, herbívoros y con unas determinadas formas comunes en su anatomía.

Pero también podemos afirmar que «todos los caballos son distintos» y no estaremos faltando a la verdad pues no hay dos caballos idénticos en el color de su pelo o en otras características incluso psicológicas y de temperamento.

La lógica nos dice que ambas frases («todos los caballos son iguales» y «todos los caballos son distintos») no pueden ser ciertas al mismo tiempo y el truco no es otro que el término o criterio de comparación que usa el que profiere la frase y es la verdad que el criterio que cada uno use tiene consecuencias notables.

Quienes afirman que «todos los caballos son iguales» atienden a las características comunes que hay en todos ellos, quienes afirman que «todos los caballos son distintos» fijan su atención en lo que los distingue a unos de otros y esta diferencia de criterio, atender a las características comunes o a las diferencias, tiene importantes consecuencias.

Quién centra su atención en lo que hace iguales a todos los caballos atiende a satisfacer antes que otra cosa estás necesidades comunes, quien valora la diferencia por encima de lo común centra su interés en preservar esas diferencias que a él le gustan, valora a los ejemplares que presentan esas características y minusvalora los que no las presentan.

Al final de todo esto la cuestión es de evaluación ¿qué características son más importantes? ¿las comunes o las diferenciales?

Esta cuestión que hemos formulado respecto de los caballos podemos formularla respecto de los seres humanos y, dependiendo de nuestro criterio como observadores, muchas consecuencias pueden derivarse, generalmente de carácter ideológico-político.

Si consideramos los aspectos comunes a todos los seres humanos (que viven, respiran, aman, mueren…) no alcanzaremos las mismas conclusiones que si atendemos a sus diferencias (lengua, religión, color de piel, sexo…). Si hemos de gobernar el mundo y atendemos a los elementos comunes habremos de cuidar que todos puedan vivir con seguridad, respirar, vivir o comer en suficiencia… etc.

Pero si hemos de gobernar el mundo atendiendo a sus diferencias nos resultará virtualmente imposible porque en función de su lengua, raza, religión, cultura o creencias políticas, cada grupo reclamará un autogobierno propio, el cielo, el aire, el mar o la tierra, se adscribirán a cada una de las comunidades que se hayan diferenciado en función de cada criterio y, en lugar de atender a que todos los seres humanos tengan oportunidades de vivir y ser felices, estaremos dispuestos a destruir la totalidad del mundo para mayor gloria de nuestro grupo diferenciado no importa por qué criterio.

Y al final todo es cuestión del punto de vista que sostengamos, de la forma en que observemos el mundo que nos rodea y de la forma en que ponderamos lo que de común o diferente tienen los seres vivos y en especial el género humano.

La diferencia es atractiva y encandila al ser humano ¿o no atrae más un caballito rampante en un coche que una S fabricada en Martorell? ¿o siendo iguales hombres y mujeres no suelen ser esas «pequeñas diferencias» que nos distinguen la fuente de una atracción irresistible?

Pero siendo atractiva la diferencia y siendo objeto de nuestra curiosidad y deleite la búsqueda de esas pequeñas diferencias (este grupo toca la gaita, aquel la guitarra, aquel otro la txalaparta y el de más allá el rabel…) elevar estas diferencias —por atractivas que sean— al nivel de importancia de lo que nos une es un error de evaluación trágico.

Las modas influyen en todo esto y así, al igual que la ilustración fijó su atención en lo común con relativo olvido del indivíduo, el romanticismo basculó hasta el extremo contrario ponderando antes que nada la individualidad con obsesiva atención en la diferencia y así aparecieron en política fenómenos como el nacionalismo y en arte movimientos que aún a día de hoy son, en su fondo ideológico, hegemónicos.

De 1800 acá la humanidad, gracias al método científico, ha avanzado a una velocidad tal que no tiene parangón en la historia. En 1700 una guerra no difería mucho de las que tenían lugar en el 2000 AEC; en 1955 EC, la humanidad ya podía autodestruirse a sí misma varias veces y, si no lo había hecho ya, fue por pura cuestión de suerte.

Así pues nuestras herramientas de gobierno en este mundo del siglo XXI siguen siendo las mismas que las que los románticos crearon en el siglo XIX, hace doscientos años y el desajuste entre nuestra tecnología, nuestras herramientas de gobierno y nuestras convicciones ideológicas son tales que han conducido a la humanidad varias veces al borde de la autodestrucción y en todo momento al filo del caos ecológico o climático.

Y todo por una cuestión de punto de vista, de no saber distinguir lo que tiene importancia de lo que es importante.

Tiene bemoles.

A mí me gusta Andalucía

A mí me gusta Andalucía.

Dicho así suena a poco pero, si me deja explicárselo, igual le puedo transmitir el sentido exacto de lo que quiero decirle.

Los pueblos y las naciones, tradicionalmente, para construir eso que llaman «sus identidades nacionales» han venido usando de una serie de cuentos y pamplinas que, increíblemente, sus ciudadanos se han tragado hasta extremos que rayan la estupidez.

Entiéndaseme bien, la estupidez de que les hablo no es esa que identificamos con la falta de luces o de inteligencia en las personas, no; la estupidez de que yo les hablo no es endógena sino exógena, es esa estupidez de que hablaba Dietrich Bonhoeffer (un personaje cuya biografía le estímulo a leer) aquella en la que cae el ser humano cuando dimite de su facultad de pensar y de tener criterio propio y abraza acríticamente los pensamientos de la masa. Bonhoeffer se preguntó por el origen de esta estupidez cuando vio como su pueblo —el alemán— se entregaba a las delirantes ideas de un cabo austriaco, contra quién Dietrich Bonhoeffer peleó activamente hasta morir fusilado en el campo de concentración de Flossenbürg el día 9 de abril de 1945, apenas tres semanas antes de que el infame austríaco de quien les hablo se suicidase en su búnker dejando tras de sí una Europa en ruinas.

Las pamplinas y cuentos con los que los inventores de mitos suelen tratar de forjar eso que se llama «identidad nacional» tienen todos una estructura parecida. Suelen empezar describiendo una edad de oro donde, en un tiempo pasado, la comunidad vivía feliz. Cada comunidad tiene su propia mitológica edad de oro, los franceses en esa Galia previa a la conquista romana que tan bien nos contaron los cómic de Astérix, los ingleses en esas épocas brumosas anteriores a la invasión normanda, para Alemania, un país joven, el cabo austríaco fijó su edad de oro en aquel Reich victorioso en Sedán al cual él prometía superar con su III Reich…

Los liberales españoles, llegado el momento de buscar una edad de oro de la nación española, lo hicieron remitiéndose a aquellas épocas medievales —mayoritariamente inventadas— en las que las cortes de los diversos reinos limitaban el poder real y, así, citaban con unción aquel supuesto juramento de los reyes de Aragón (supuesto, pues no hay prueba alguna de qué ningún rey de Aragón jurase así) que se supone decía:

«Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no».

Y si esto valía para Aragón los liberales eligieron para Castilla la figura de los comuneros, castellanos en defensa de sus fueros frente a un rey extranjero (Carlos V). No es casual que tres calles de Madrid (un pueblo donde las calles suelen llevar nombres de políticos del XIX) lleven el nombre de los tres cabecillas comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado.

Los liberales de Cádiz hicieron esto porque legitimar su acción constituyente a la luz de la racionalidad francesa habría podido ser malinterpretado por los «patriotas» que peleaban contra los franceses bajo su mando, de forma que se prefirió justificar el poder de las cortes frente al rey apelando a unas supuestas viejas costumbres de los reinos hispánicos. No es de extrañar que los héroes de la identidad española elegidos por los liberales siempre fuesen más bien rebeldes a la autoridad real, como los comuneros o como fue el caso de Rodrigo Díaz «El Cid», obviamente muy poco obediente a su rey y un perfecto representante de la imagen del buen pueblo frente al mal rey (¡dios qué buen vasallo si hubiese buen señor!).

Para la España falangista, más tarde, la edad de oro se situó en la época del imperio de la monarquía católica, una edad de oro que ahora parece vivir una nueva juventud en según qué sectores se la sociedad española.

Para Cataluña, la edad de oro, fue fijada también en aquella edad media previa a la guerra de sucesión que los mitógrafos del nacionalismo catalán han convertido en la expulsión del paraíso mientras que para los vascos… Los vascos han sido casi todo según sus mitógrafos, desde los genuinos descendientes de Tubal, nieto de Noé, a un pueblo especial con cláusula de hidalguía general. Los vizcaínos (así se decía en la época) que habían expulsado a los judíos apenas seis años antes que en el resto de la península, se las arreglaron para convencer a la corte de que, como ellos jamás habían sido musulmanes ni judíos, eran todos hidalgos, afirmación esta que, reinando Felipe II, se convirtió en una verdad oficial cuya puesta en tela de juicio estaba expresamente prohibida. La jugada fue perfecta para los vizcaínos, sobre todo si tenemos en cuenta que los hidalgos no pagaban impuestos. La mutación que produjo Sabino Arana y sus seguidores en esa concepción del pueblo vasco que pasa de ser hiperespañol a un pueblo no español es digna de todo un estudio.

Esta edad dorada de las «naciones» suele concluir con una «expulsión del paraíso», expulsión que puede fijarse, por ejemplo, en la derrota de Villalar para Castilla, en la ejecución del justicia mayor de Aragón por Felipe II, en el triunfo borbónico en la Guerra de Sucesión para Cataluña (en el caso de la península ibérica) o en la derrota de Hastings para los ingleses, Alesia para los franceses (todavía no sabemos dónde está Alesia) y así en cada «nación» que queramos imaginar.

No es ocioso hacer constar que toda la iconografía que rodea a las naciones participa no sólo del mito propio de las religiones (las religiones, como las naciones, no son mucho más que relatos míticos en el fondo) sino también de su carácter sagrado, un carácter sagrado que, además, permiten que dioses y naciones puedan tener un sistema moral distinto del de los meros seres humanos.

Ni que decir tiene que las banderas propias (no tanto las ajenas) adquieren carácter sagrado del mismo modo que los monumentos, tumbas y cenotafios que nos recuerdan esas glorias (reales o no) que alimentan el mito nacional. Hasta la moral se transmuta en el caso de dioses y patrias pues, donde todo ciudadano sabe cuáles son sus límites y su deber, los dioses y las patrias no encuentran límite. Si un vecino altera la linde de nuestras fincas todos sabemos que no por ello podemos matar al vecino pero, si un país modifica una frontera, entonces todos debemos acudir allá a matar y a morir por la linde. En el caso de los fanáticos religiosos pueden ustedes buscar los ejemplos que les cuadren mejor.

Y es quizá a causa de todo esto que les cuento que a mí me gusta Andalucía.

Porque cuando el mundo parece haber caído en la estupidez de asumir como ciertas, normales e indiscutibles todas estas cosas que les he contado, (que existió una edad de oro, que las naciones son entes reales y no inventados recientemente, que siempre han estado ahí a lo largo de la historia, que himnos y banderas son sagrados…) Andalucía, que parece no haberse dejado arrastrar por todo este torrente de pamplinas, pone su punto de criterio propio y de personalidad diferente a todas las demás comunidades.

A ver cómo les explico yo esto. Miren, el himno andaluz, al principio de la segunda estrofa dice «Andaluces levantaos» y al principio de la tercera «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos» (una referencia evidente a una pretérita «edad de oro») pero, llegado el caso, estos mismos andaluces que cantan con emoción su himno son capaces de no perder su capacidad crítica y componer un pasodoble como el que pueden escuchar en el vídeo que sigue a este post («Los Yesterday» 1999) y que a mí me parece impensable en ninguna otra comunidad autónoma de España que no sea Andalucía.

Su autor, el inolvidable Juan Carlos Aragón, no solo se lleva por delante toda la sacralidad del himno y del «andaluces levantaos» con el «perdón que no me levante, pero estoy mejor sentao» sino que, en una estrofa, se carga toda esa pamema de las edades de oro que yo he tardado un montón de párrafos en contarles:

«Los andaluces queremos
volver a ser lo que fuimos»

Añadiendo:

«Lo que fuimos antiguamente
pobrecitos y vasallos
siervos de terratenientes
y de chulos a caballo».

Es difícil encontrar una letra más filosóficamente destructora de todo un sistema irracional de pensamiento que esta.

Juan Carlos Aragón en esta letra, profundamente antinacionalista, sin embargo, no deja de ser andaluz, cultural y emocionalmente andaluz, y cierra con una denuncia del estereotipo lamentable que gentes sin cultura asignan a los andaluces y que entonces se ejemplificaba en un determinado programa de la tele.

Y dirán ustedes ¿Y a mí que me cuenta usted con que un autor escriba cosas que le gustan a usted?

Y yo le responderé que lo que me admira no es el autor ni la letra ni la música del pasodoble, le diré que a mí lo que me admira es la reacción del público que, lejos de sentir que está ante un acto blasfemo, es capaz de reaccionar con sabiduría y celebrar lo que se dice y la forma en que se dice. No me imagino a un teatro puesto en pie aplaudiendo este tipo de cosas en otras comunidades autónomas de España. ¡Ah! y una cosa más, el jurado que premiaba la mejor copla dedicada a Andalucía ¿adivinan qué copla premió? Exactamente, lo han adivinado, a esta.

Todo el pasodoble, la letra, la reacción del público, la decisión del jurado… Todo esto, cuando lo vi en 1999, me dejó anonadado porque me costaba creer que pudiese caber tanta cultura en un teatro y en apenas tres minutos.

«Hombres de luz que a los hombres
alma de hombres les dimos».

Yo no sé si he explicado bien por qué me gusta Andalucía.

Las causas de las guerras

Las causas de las guerras

Veo las imágenes de la inacabable guerra que asola las tierras del viejo Canaán y me pregunto sobre el por qué de todo esto.

Me pregunto, sobre todo, por qué los seres humanos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra y siento que si señalo estos motivos estaré señalando a los auténticos culpables de estas masacres.

Han sido muchos los sistemas políticos que han permitido la convivencia pacífica de pueblos distintos dentro de sus ámbitos de poder, desde el imperio romano, donde multitud de etnias y credos convivían dentro de una misma entidad política, hasta la época de la muy católica monarquía hispana donde multitud de etnias compartieron un mismo espacio político durante tres siglos mezclándose hasta generar un maravilloso mundo mestizo. Por supuesto que fenómenos como el imperio Austro-Húngaro —un mosaico de países como Chequia, Eslovaquia, Hungría y otros— también acreditan que distintos pueblos pueden convivir pacíficamente en un mismo estado y siendo esto así, como lo es, uno se pregunta por qué israelíes y palestinos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra.

Creo que todos tenemos la respuesta a la pregunta.

La imposibilidad de vivir juntos en una misma organización política no nace, por supuesto, de motivaciones raciales pues no ya es que el ADN de un judío y un palestino sean iguales, es que ambos, judíos y palestinos son pueblos semitas que hablan lenguas semitas. Cuando escucho a algún político acusar a quienes defienden las posturas palestinas de «antisemitas» me pregunto si no saben que el palestino es también un pueblo semita.

La imposibilidad de vivir juntos, pues, no nace de ninguna razón objetiva sino de la explosiva mezcla de dos razones de naturaleza ideológica que sólo existen dentro del cerebro de los contendientes y de quienes les jalean: la religión y el nacionalismo.

Antes de que el romanticismo introdujese dentro las cabezas de los seres humanos esa nefasta ideología llamada nacionalismo era la religión la primera causa de los enfrentamientos humanos. El poder tenía mayoritariamente una legitimación religiosa y esta era la coartada empleada habitualmente por los poderosos para que las pobres gentes se matasen. Cuando, con la revolución francesa y el romanticismo, el poder comenzó a apoyarse en esa entelequia a la que llamaron «nación», fue esta la excusa que sustituyó a la religión como coartada de ese salvajismo que llamamos guerra.

Y en el viejo Canaán se dan las dos causas: la religión, que anima a grupos integristas que creen legítimo morir y matar por un relato que les fue inculcado y el nacionalismo, esa teoría que dice que un «pueblo» (sea esto lo que sea) tiene derecho a tener su estado y su territorio con exclusión de otros.

Ambas causas son dos insensatas invenciones humanas que han costado a nuestra especie las mayores mortandades de la historia. Y lo perverso es que para evitar las muertes solo basta pensar un poco, una actividad que el ser humano realiza poco y mal.

Alemania y Francia mandaron a la muerte a millones de personas durante el siglo XX tan solo porque el honor de la patria les exigía controlar pequeños trozos de tierra como Alsacia o Lorena. Unos «pour la gloire» y otros porque Alemania estaba «über alles» mandaron a millones de jóvenes a dejar su sangre y pudrir su carne en lugares como Verdún, el Maine, el Somme, las Arenas y tantos otros.

Bastó que los gobernantes de Francia y Alemania dejasen de pensar en los criminales términos de las ideologías nacionalistas para que se reconociesen como aliados, para que cooperasen y acabasen con aquellos cíclicos baños de sangre. Así de sencillo, sólo necesitaron cambiar de idea, cambiar de actitud.

Pero cambiar de idea, de actitud, no fue fácil; si lo piensan para que tal cambio se produjese fueron necesarios todos los millones de muertos de que les he hablado antes y es que hacer cambiar de ideas a los seres humanos es una de las cosas más complicadas que existen: ¿hará usted cambiar de ideas a estas alturas a un integrista de Hamás? ¿convencerá usted a un judío ortodoxo de que no tiene derecho alguno sobre la «tierra prometida»?

Ahora aparecen una pléyade de políticos —la mayor parte analfabetos funcionales— a explicarnos la historia de esa tierra que unos llaman Palestina y otros Israel según el bando al que apoyan. Y ocurre que no sólo la explican mal, falseándola y arrimando el ascua a su sardina ideológica, sino que ese falseamiento lo llevan a cabo con intencionalidad política, tratando de aumentar el argumentario de quienes buscan alimentar el odio y la muerte.

Podrán ustedes decir que está posición mía de señalar a dos ideologías (el integrismo religioso y el nacionalismo) como responsables de esta y otras guerras es una postura ingenua pues, ambas, son inevitables.

Y yo le responderé que se equivoca, que el nacionalismo apenas si lleva doscientos años entre nosotros —antes no lo hubo— y que la diversidad de credos no tiene por qué llevar a ninguna situación de conflicto si no permitimos que integrismos supremacistas envenenen las mentes religiosas.

No todas las ideologías son respetables, hay ideologías criminales como hay ideas criminales y es imprescindible que no dejemos que estas se apoderen de las mentes de las generaciones futuras o, pronto, todo el mundo será Canaán si no lo es ya.

Es estúpido tener que esperar varios millones de muertes para descubrir, cómo hicieron Francia y Alemania, que era mejor cooperar que combatir.

Los símbolos y lo simbolizado

Los seres humanos somos una especie animal dotada con una capacidad única: la de crear y usar símbolos con la finalidad de representar conceptos abstractos, intangibles o complejos. Sin embargo, de esta capacidad simbólica no sólo se derivan grandes beneficios (simbolizamos cantidades con números que a su vez simbolizamos con guarismos, por ejemplo) sino también graves problemas pues, con determinados símbolos, también pretendemos representar creencias o sentimientos, lo que da lugar a que muchos símbolos representen, dependiendo de cada persona, realidades muy distintas aun a pesar de que el símbolo usado por ambos sea uno y el mismo. Esto ocurre especialmente con las banderas y los símbolos religiosos y esto ocurre especialmente en los días de celebración de fiestas religiosas o nacionales.

Qué simboliza para cada individuo un crucifijo, una bandera, un mantra o un himno es algo verdaderamente difícil de saber; de hecho, de lo que sí estoy casi seguro es de que lo simbolizado no es algo absolutamente igual para todos.

Todas las naciones, las aspirantes a naciones, los proyectos de naciones (sea lo que sea este cuasiteológico concepto de nación) tienen su día para gritar sus «vivas» y en estos días pasados le ha tocado a España.

—¡Viva España!

Y yo naturalmente pienso que sí, que naturalmente, que viva España, pero… ¿cómo queremos que viva España? ¿hasta qué punto quien grita viva España y yo queremos que España viva de la misma manera? Sí, viva España, pero ¿cómo quiere este señor o señora que viva España? ¿Es su modelo de vida el mismo que el mío?

Asociamos a los símbolos mensajes diversos y hacemos de esos iconos cuasi-sagrados herramientas con los que hacer aceptar a los demás las ideas de que los cargamos so pena de incurrir en sacrilegio.

No me gusta esa dinámica.

Miren, yo soy español y como español me entiendo, formo parte de una cultura construida durante siglos y a la que el mundo entero llama «española». Leí y vi de pequeño obras de Calderón o Lope de Vega en la única televisión de España, del mismo modo que hoy los zagales ven series americanas en Netflix; leí a Cervantes a Góngora y a Quevedo no por obligación sino por puro placer (uno de esos pocos placeres que siempre van contigo); vi a Grecia en Roma, a Roma en Cartagena y a Cartagena en cada fortificación del Caribe; yo me entiendo español pero ni mis referencias culturales son las mismas que las de usted ni, cuando ambos gritamos viva España, creo que coincidamos en la forma en que cada uno de nosotros queremos que España viva.

Una ideología perversa y jibarizadora coloniza el mundo desde hace un par de siglos, una ideología que atribuye consecuencias políticas al sentimiento de pertenencia a una nación del mismo modo que antes (y desgraciadamente también ahora) se atribuía a la pertenencia a las religiones consecuencias políticas. En nuestro estado y en las comunidades autónomas que lo componen creo que estamos perfectamente al tanto de a qué ideología me refiero.

Yo no creo que ser católico, musulmán o budista sea mejor que no serlo y mucho menos que el hecho de pertenecer a uno de esos credos pueda llevar aparejada ningún tipo de consecuencia jurídica relevante. Del mismo modo tampoco creo que ser o sentirse español, francés o tailandés, haga mejor a nadie en relación con quien no lo sea y, si me aprieta, le diré que tampoco de este hecho puramente casual (a uno le nacen siempre por casualidad) debiera derivarse ninguna ventaja jurídica para nadie.

Entiéndame, yo soy español como usted puede ser católico o musulmán, pero no voy a aceptar que me imponga ninguna regla de actuación derivada de su credo ni le voy a imponer ninguna exigencia derivada de todo ese bagaje cultural que a mí me hace sentirme español.

Tampoco voy a admitirle que, porque yo no quiera derivar ninguna consecuencia jurídica de mi «españolidad», yo sea menos español que usted. Tengo la sensación vehemente de que muchos de los que más gritan «Viva España» son quienes tienen una más pobre noción de España, una noción que no dista mucho de su adhesión a cuatro o cinco tópicos periclitados.

El nacionalismo ha envenenado nuestras mentes y nuestra cultura de tal manera que hoy entendemos el mundo como una realidad compuesta de «naciones» —sea esto lo que sea— y atribuimos a ese concepto abstracto y difuso (la nación) derechos cual si de una entidad real se tratase.

Esta forma de locura, de teología, a la que llamamos nacionalismo apenas si cuenta con doscientos años de edad pero ha envenenado al mundo de tal manera que sus víctimas, en estos doscientos años, son comparables a todas las víctimas habidas en los 4800 años anteriores de historia de la especie humana y lo peor es que, en este momento, es uno de los factores de riesgo más importantes para dar lugar a que la humanidad se extermine a sí misma.