De dioses y naciones

De dioses y naciones

Cuando oigo a alguien citar esa frase que dice «quienes olvidan su historia están condenados a repetirla» me invade la sensación vehemente de que está tratando de engañarme.

Creo que ya les dije que el más peligroso de los géneros literarios de ficción es el de la historia. Aristóteles lo percibió así y no es de extrañar pues los libros de historia han sido una de las más eficaces herramientas de control social que han existido.

Bastó con escribir en un libro que los patriarcas de una serie de tribus dispersas eran todos hijos de un mismo hombre (Jacob) y por tanto hermanos, para que estos clanes creyesen haber sido parte de un mismo reino y formasen una realidad política que perdura hasta nuestros días: Israel.

Por supuesto que ese conjunto de tribus que habitaban la actual Palestina —distinto según el fragmento del Antiguo Testamento que ustedes lean— nunca o casi nunca formaron un reino único y, desde luego, lejos de ser «hermanos» sus orígenes eran tan diversos como Egipto, Mesopotamia, Grecia o el propio interior de Canaán. La idea del «historiador» de hacerlos descender de un mismo patriarca y poner por escrito que Jacob (aka Israel) tuvo doce hijos (Rubén, Simeón, Leví, Judá, Gad, Aser, Dan, Neftalí, Isacar, Zabulón, José y Benjamín) hizo que los crédulos habitantes de Canaán se viesen a sí mismos como hermanos de la misma familia.

Al ideólogo de todo esto —vamos a llamarle Esdrás— le pareció adecuado también contarles a todos estos crédulos que un dios les había elegido como su pueblo y que por eso, cuando ellos obedecían las órdenes y deseos de ese dios, las cosas le iban bien mas, cuando desobedecían sus mandatos, caían sobre ellos terribles desgracias como la esclavitud de Babilonia de la que acababan de volver cuando estos textos se fueron compilando.

No me cuesta trabajo imaginar a Esdrás contando al pueblo estas historias y añadiendo a continuación: «no lo olvidéis porque el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla».

Para imponer entonces tu versión de la historia necesitabas de una élite cultural —generalmente sacerdotes y escribas— que fijase y difundirse tu «historia» del mismo modo que ahora precisas de unos medios de difusión públicos o privados que difundan la tuya.

La idea es maravillosa: convences a un grupo de hordas o tribus de que son el pueblo elegido de un dios y luego tú mismo, tú, les dices lo que Dios quiere, que, en el fondo, no es más que lo que tú quieres. ¿Que se te apetece degollar a diez mil amalecitas? Pues dices que Dios lo quiere. ¿Que te viene bien conquistar unos santos lugares? Pues dices que Dios lo quiere. ¿Que se te ha puesto en la nariz conquistar unas tierras que están trabajando tus vecinos? Pues ya sabes.

Obviamente esta idea de que las leyes no son más que la expresión de la voluntad de una divinidad no es exclusiva de los israelitas, la realidad es que así es como ha funcionado el género humano durante cinco mil años, desde que se inventó la escritura en Sumeria allá por el 3000 AEC, hasta 1789 en que a los franceses se les ocurrió la idea de guillotinar al elegido de Dios.

¿Cómo es posible que personas normales se traguen esas bolas de que alguien habla en nombre de un dios? (Se preguntarán ustedes) y yo les responderé que es algo sumamente fácil. Déjenme que les cuente una historia que quizá les sorprenda.

Estoy seguro que han oído ustedes hablar del Código de Hammurabi, un texto legal que fue derecho vigente en Babilonia y que pasa por ser la primera gran obra jurídica de la historia, pues bien, en él podemos aprender cómo funcionan estas cosas.

Sí observan la piedra donde este código está grabado (se encuentra en el museo del Louvre) verán que, arriba del todo, aparecen en lo que parece una montaña, dialogando, dos figuras: una, de pie, tapa su boca y reverencia a otra que se encuentra sentada. Esta figura que se encuentra de pie es el propio rey Hammurabi mientras que la figura que se encuentra sentada en un trono es el dios Shamash, que está entregando sus leyes a Hammurabi.

Shamash se sienta sobre un trono que se asienta en unos estrados de zafiro (el cielo azul como el zafiro es su casa) mientras que la escena se desarrolla en las alturas de una montaña fuera de la vista del pueblo.

Sí comparan esta escena con la de la recepción de los diez mandamientos por Moisés en lo alto del Monte Sinaí observarán que es idéntica. Yahweh entrega a Moisés unas tablas de piedra en las que él mismo Yahweh ha escrito sus leyes.

Bueno, me dirán ustedes, pero ¿Y lo del trono y el estrado de zafiro?

Buena pregunta pero espero que no se sorprendan si les digo que todo esto se aclara unos versículos después, concretamente en Éxodo capítulo 24 versículos 9-10:

«Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel;
y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno».

¿Curioso verdad?

Los humanos necesitamos justificar nuestras leyes, nuestro dominio sobre los demás y hacer de ese dominio esencialmente injusto una situación admisible para todos y hasta hace doscientos años no había mejor truco que hacer creer a nuestros semejantes que nuestros deseos no eran nuestros, sino de una entidad suprema a la que llamamos dios, una situación que cambió hace unos doscientos años. No les extrañará, pues, que cuando alguien me viene a hablar en nombre de Dios yo sujete fuertemente mi cartera. Si Dios quisiese hablar conmigo no dudo que él mismo lo haría y es por eso que, si alguien viene a hablarme en su nombre, mis sospechas y reticencias suban a niveles máximos.

No es por eso de extrañar que los humanos, una vez que esta forma de justificar el poder empezó a resquebrajarse en 1789 buscasen otra forma de seguir haciendo lo mismo y la encontraron en otra especie de Dios, no menos irreal y falso que el Shamash de Hammurabbi pero tan útil o más que él: la nación.

Fue un nazi redomado, el politólogo Carl Schmitt, quién nos reveló que toda la teoría actual del estado no es más que un trasunto de toda aquella teología política que había gobernado el 99% de la historia de la humanidad. Cuando los viejos dioses murieron nuevos dioses ocuparon su lugar y si los viejos dioses nos exigían dárselo todo a ellos y matar o morir por ellos los modernos nos exigían exactamente lo mismo. El poder, claro, siguieron ostentándolo los profetas, sacerdotes y escribas de los nuevos dioses que son quienes se sienten legitimados a hablar por ellos.

Es por eso que, cuando un nacionalista viene a explicarme qué es lo que quiere o exige de mí la patria, yo, como en el caso de los viejos sacerdotes, agarro fuertemente mi cartera porque sé que lo que pretende es imponerme su voluntad o enriquecerse a mi costa.

Pero las naciones, como los viejos dioses, como Shamash en la montaña, necesitan que el pueblo crea en historias inventadas y es por eso que los nacionalistas de todo signo escriben febrilmente de historia y nos cuentan «su» historia al tiempo que añaden la coletilla de que «quienes olvidan su historia están condenados a repetirla» para que no se te ocurra dejar de hacerles caso.

Yo en cambio creo que lo único que los humanos no debemos olvidar es que la figura más antigua del engaño y de la mentira es esa de venir a contarnos lo que otro dice esperando que le creamos. Quienes han hablado en nombre de Dios o las naciones lo han hecho siempre para imponer una voluntad que sólo era suya y eso sí es una lección histórica, quizá la única que no deberíamos olvidar jamás.

Es por eso que ahora, oyendo hablar a todos esos que dicen hablar en nombre de patrias diversas, me acuerdo de Yahweh, de Moisés, de Shamash y Hammurabbi y, claro, agarro fuertemente mi casi vacía cartera.

La Biblia y la Odisea, Moisés y Homero

La Biblia y la Odisea, Moisés y Homero

Si usted no conoce, siquiera sea superficialmente, las historias que se nos cuentan tanto en la Odisea y en La Ilíada como en el Viejo y Nuevo Testamento de La Biblia, usted, con toda probabilidad, no estará en condiciones de entender nuestra civilización occidental. Si usted entra, por ejemplo, al Museo del Prado o al Louvre sin conocer estas obras, usted no podrá comprender la mayoría de los cuadros y obras de arte que en ellos vea. Estas cuatro obras, el Viejo y Nuevo Testamento junto con La Odisea y la Iliada, son un elemento fundamental de nuestra cultura.

Y, sin embargo, siendo obras fundamentales, son muy pocas las cosas que sabemos de ellas; por ejemplo, en los dos casos ignoramos su autor.

Cualquier judío, preguntado por el autor de la Torá, responderá automáticamente que esta fue escrita por Moisés y, sin embargo (y que no se me enfade nadie) ni Moisés escribió la Torá (el Pentatéuco) ni sabemos siquiera si Moisés realmente existió.

La Biblia se nos ha enseñado desde antiguo en un formato lógico que nos hace pensar que los libros que la componen fueron escritos en el orden en que se nos presentan; que, primero, se escribió el Génesis (la creación del mundo, el diluvio, la Torre de Babel), luego en el Éxodo se nos narra cómo el pueblo de Israel se zafa de la esclavitud de Egipto y así hasta que, al final del Deuteronomio, el pueblo judío llega a las fronteras de Tierra Prometida y viéndola, pero sin poder entrar en ella por mandato de Yahweh, muere Moisés y, por tanto, deja de escribir.

Tras estos cinco libros que forman la Torá, llamados «El Pentatéuco» (los «Cinco Estuches») por los cristianos, vienen los «libros históricos», como el de Josué, Jueces, Samuel, Reyes o Crónicas, que, aunque situados en un tiempo histórico posterior al Pentatéuco (a Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), no fueron escritos tras él sino que, curiosamente, fueron escritos antes.

En realidad La Biblia (como «La Guerra de Las Galaxias») no fue escrita empezando por el primer capítulo, sino que la serie empieza en algún libro «in media res».

Otro tanto ocurre con el Nuevo Testamento, cuyo orden (Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos, Cartas de apóstoles —en especial Pablo— Apocalipsis…) no representa en absoluto el orden en el que fueron escritos los textos sino una ordenación hecha a posteriori por la autoridad eclesiástica atendiendo a motivos teológicos.

Pero ¿Qué pasa si leemos la Biblia no en el orden en que nos es presentada por motivos teológicos sino según la fecha en que los libros fueron escritos?

Los resultados pueden ser sorprendentes.

Los primeros libros de la Biblia en ser escritos (en torno al siglo VIII AEC) fueron, algunos salmos individuales, el de Amós, el llamado «Primer Isaías» (Isaías 1-39), Oseas, Miqueas y ya en el siglo VII, Nahum (basado en su supuesto de la caída de Tebas , algo que volveremos a ver a la hora de datar la obra de Homero) Sofonías, Habacuc, primera edición de los libros históricos de Josué, Jueces, Samuel, Reyes y el capital y por muchos modos decisivo Deuteronomio 5-26 en el reinado de Josías (649-609 AEC), si bien no completo y pendiente de revisión.

Pues bien, en ninguno de esos libros anteriores a los cuatro primeros del Pentatéuco, se menciona jamás a nadie llamado Moisés. ¿Acaso Moisés era desconocido para los primeros redactores de la Biblia? ¿No les resulta curioso?

No tan curioso, sobre todo si pensamos que los libros que componen el Pentatéuco (la Torá) se compusieron tras la vuelta del pueblo judío del exilio de Babilonia (538 AEC), unos tres siglos después de que los primeros textos de la Biblia comenzasen a ser escritos.

El pueblo judío, durante su cautiverio en Babilonia había aprendido muchas cosas. En primer lugar había aprendido un nuevo idioma, el idioma de la tierra a la que fueron llevados, Aram, de forma que olvidaron el hebreo y comenzaron a hablar en arameo, el idioma de Jesús. Es bueno que sepan que, aún a día de hoy, los habitantes de Siria llaman a su país «Aram», pues «Siria» no es más que el nombre que le dieron los griegos. Pasa como con Egipto —que es un nombre griego— pues el nombre que los egipcios daban a Egipto era «Kemet»; pero ya saben, la historia pertenece al que la cuenta.

Además del idioma el pueblo judío, en Babilonia, había aprendido una fantástica colección de historias y leyendas que, tras una generación en el exilio, pasaron, del mismo modo que la lengua aramea, a formar parte de su acervo cultural. Sin duda en Babilonia los judíos aprendieron la leyenda del nacimiento del gran rey Sargón de Akkad, el primer emperador de la historia. Esta leyenda podemos aún hoy día leerla en un texto asirio del siglo VII a.C., que se presenta como la autobiografía de Sargón, afirma que el gran rey era el hijo ilegítimo de una sacerdotisa. En el texto Sargón cuenta su nacimiento y, su primera infancia, se describe así:

«Mi madre suma sacerdotisa me concibió y en secreto me parió. Me dejó en una cesta de junco, con betún me selló la tapa. Me echó al río, que se alzó sobre mí. El río me cargó y me llevó a Akki el aguador. Akki el aguador me tomó como su hijo y me crió. Akki el aguador me nombró su jardinero. Aunque yo era un jardinero, Ishtar me concedió su amor, y durante cuatro y […] años he ejercido la monarquía.»

No me negarán que esta historia del niño recién nacido que es confiado por su madre a las aguas del río tras introducirlo en una cesta sellada con betún y que con el tiempo alcanza cargos de la máxima importancia no les suena…

Para cuando se escribió el Pentatéuco (la Torá) Moisés —si es que existió alguna vez alguien con ese nombre— llevaba muerto varios siglos, tantos como los que pueden mediar entre el hipotético episodio de la esclavitud de Egipto y el muy histórico episodio del cautiverio en Babilonia.

No, la Biblia no la escribió Moisés, ni siquiera una parte de ella, pero quizá eso no sea lo importante.

Por los mismos años que autores anónimos comenzaban a escribir la Biblia narrando cómo —en épocas remotas y que se pierden en la noche previa al siglo XIIAEC— el pueblo judío salió de la esclavitud de Egipto, en otro punto del Mediterráneo —en Grecia— alguien recogía por escrito viejos poemas que hablaban de una guerra sucedida más de cuatrocientos años antes: la Guerra de Troya.

Sí, por increíble que parezca, el Antiguo Testamento, la Biblia hebrea, la Odisea y la Iliada, son textos en cierto modo coetáneos, escritos entre los siglos VIII-VI AEC. Y quizá no sea de extrañar.

Entre los siglos XII (Guerra de Troya) y VIII (redacción probable de La Odisea y la Iliada) el Mediterráneo Oriental sufrió una convulsión brutal que borró imperios del mapa y produjo una inestabilidad tal que hizo desaparecer unas civilizaciones (como la micénica, la minóica o la hitita), casi acaba con otras (Egipto) y, en general, condujo a toda la zona a un período que la historia conoce con el expresivo nombre de los siglos oscuros.

Los responsables de tamaño caos fueron unos personajes misteriosos, los integrantes de los llamados «Pueblos del Mar».

Para las civilizaciones «griegas» la aparición de los Pueblos del Mar fue catastrófica, tanto que hasta dejaron de escribir, abandonaron su lenguaje, el «Lineal B», y no volvieron a escribir hasta el siglo VIII ya usando su adaptación del alfabeto fenicio.

Es ahora cuando, recuperada la escritura, alguien a quien la tradición llamó «Homero» puso por escrito sucesos acaecidos hacía cuatrocientos años: la Iliada y la Odisea. Pero ¿Existió de verdad Homero?

El estilo literario de la Odisea y el de la Iliada son tan diferentes que la mayoría de los estudiosos del tema aseguran que no han sido escritas por la misma persona, incluso lo poco que sabemos de Homero es tan tópico (un cantor ciego que vaga de ciudad en ciudad cantando versos) que antes parece responder a una leyenda que a una genuina realidad. Alguien sin duda escribió la Odisea y la Iliada pues no son meras recopilaciones de poemas, sino obras que obedecen a un plan literario diseñado por unas mentes preclaras, pero la identidad de sus autores, ciertamente nos es desconocida.

Moisés y Homero, la Biblia y La Odisea… pareciera que la civilización occidental nace en el mismo siglo (el siglo VIII) de la mano de dos absolutos desconocidos, dos personajes que ya poco importa si fueron reales o no pues, a estas alturas, son mucho más reales e influyentes que muchos personajes de carne y hueso.

Lo más curioso del caso es que ambos nos cuentan historias ocurridas más de cuatrocientos años antes y recibidas por tradición oral que resultan ser ciertas. La arqueología ha podido desenterrar Troya y certificar muchos de los hechos relatados en la Biblia.

¿Y por qué he escrito yo esto?

No sé, quizá para no olvidarlo o igual porque, por alguna razón, estas historias viejas me emocionan.

Una cesta en el río

Una cesta en el río

Sargón de Akkad fue el primer emperador de la historia y gobernó la tierra entre el Tigris y el Eúfrates hace unos cuarenta y tres siglos. Creemos saber cómo era su rostro pues, probablemente, es el que se ve en la fotografía pero, mucho más interesante, conocemos cómo fue su nacimiento porque, él mismo, se encargó de contárnoslo. Quizá la historia les suene porque —de otro líder— 18 siglos después, nos contaron una historia parecida.

Leamos cómo nos cuenta el emperador Sargón su nacimiento:

1. Sargón, el rey poderoso, rey de Akkad soy yo,

2. Mi madre era humilde; a mi padre no lo conocí;

3. El hermano de mi padre habitaba en la montaña.

4. Mi ciudad es Azupiranu, que está situada a orillas del Purattu [Éufrates],

5. Mi humilde madre me concibió y en secreto me dio a luz.

6. Me metió en una canasta de cañas, me cerró la entrada con betún,

7. Ella me arrojó sobre los ríos que no me desbordaron.

8. El río me llevó, me llevó a Akki, el regador.

9. Akki, el irrigador, en la bondad de su corazón me sacó,

10. Akki, el irrigador, como su propio hijo me crió;

11. Akki, el irrigador, como me designó su jardinero.

12. Cuando era jardinero, la diosa Ishtar me amaba,

13. Y durante cuatro años goberné el reino.

14. Los pueblos de cabeza negra que goberné, goberné;

15. Montañas poderosas con hachas de bronce destruí (?).

16. Subí a las montañas superiores;

17. Atravesé las montañas más bajas.

18. Asedié tres veces la tierra del mar;

19. Dilmun capturé (?).

20. Subí al gran Dur-ilu, yo. . . . . . . . .

21. . . . . . . . . .Me alteré. . . . . . . . . . . . . . .

22. Todo rey después de mí será exaltado,

23.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

24. Que gobierne, que gobierne a los pueblos de las cabezas negras;

25. Montañas poderosas con hachas de bronce destruya;

26. Que suba a las montañas superiores,

27. Que atraviese los montes inferiores;

28. La tierra del mar le dejó asediar tres veces;

29. Dilmun lo dejó capturar;

30. Al gran Dur-ilu, déjalo subir.

Aunque la tablilla de barro está incompleta y hay trozos ilegibles el parecido con alguna historia posterior es curioso ¿No les parece?