El informe oral y las complicidades culturales

El informe oral y las complicidades culturales

Debo confesar que el último post es particularmente espeso y en el se mezclan desde la geometría fractal a la teoría del caos pasando por las ecuaciones no lineales y los atractores extraños.

Mientras lo escribía, pensaba que el riesgo de resultar absolutamente incomprensible a mi audiencia era altísimo. No obstante, tengo en mucho la inteligencia de mis lectores y por eso me permití dar rienda suelta a mis demonios íntimos, algunos de los cuales tienen mucho que ver con la ciencia. Naturalmente mi amigo Chichu Lucas no desaprovechó la oportunidad de responder a aquel galimatías en redes sociales con la respuesta obvia; es decir, «la gallina» y de paso trató de pincharme manifestando que pagaría por escuchar un informe mío en sala en el que hablase de Laplace de Newton o de Mandelbrot.

Créanme que lo esperaba. Ese castellano, comunista irredento, suele siempre dispararme a la línea de flotación en sus comentarios y le prometí que contestaría a su maldad con un post y ese post es este.

Recuerdo que, cuando comencé a ejercer, yo daba por supuesto que el nivel cultural de cualquier juez magistrado o abogado era muy superior al mío y daba también por supuesto que, cualquier referencia que yo hiciese a un texto literario o a cualquier tipo de  teoría filosófica sería conocida incluso con más profundidad que yo por el magistrado o por el compañero que ocupaban el resto de los lugares del estrado, pero me equivocaba.

Recuerdo también que en una de mis primeras apelaciones civiles, que por entonces se hacían oralmente, se me ocurrió que ante un informe particularmente abstruso de la parte contraria vendría muy al pelo el que yo de alguna forma parodiase ese conocido texto del Quijote donde Cervantes cita los disparatados razonamientos de Feliciano De Silva en concreto aquel que dice (y cito de memoria) aquello de:

«La razón de la sinrazón que a mi razón se hace en tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de vuestra fermosura».

Añadiendo a continuación Cervantes

«y con este y otros razonamientos que no hubiese entendido el mismo Aristóteles, aunque naciese solo para ello…».

A mí esta cita me parecía muy a propósito para subrayar que el razonamiento intrincado de mi compañero resultaba incomprensible. La juventud es imprudente y yo lo era, los años te enseñan —a veces incluso a golpes—  a ser humilde.

Como la figura literaria era prácticamente una copia del texto cervantino yo daba por sentado que los magistrados conocerían de sobra tal pasaje. Mi sorpresa fue grande cuando me percaté de que ninguno de ellos pareció darse cuenta de que yo estaba citando precisamente el Quijote.

Y dicho esto de este caso debo decir que en otros la complicidad intelectual con el magistrado que ha juzgado algunos de los procedimientos en que he intervenido ha sido mayúscula. Recuerdo incluso un magistrado sevillano que, en su sentencia, me fue señalando exactamente dónde estaba yo realizando paráfrasis o citas literales de conocidas obras que él, por supuesto, tenía en la punta de los dedos.

Desde esos días aprendí que no se puede informar en sala sin al menos tener una cierta idea de cuáles son las complicidades intelectuales que pueden vincular al abogado que informa con la audiencia que escucha, lo cual es de capital importancia, por ejemplo, en los juicios con jurado.

Ten cuidado incluso con las palabras que usas, pues puede suceder que las que para ti sean habituales y fácilmente inteligibles no lo sean para tu audiencia. Recuerdo un caso divertido que me sucedió hace años cuando el compañero que llevaba la defensa de la parte contraria trató de introducir documentos nuevos en el proceso en momento inhábil. Me opuse y formulé un conato de razonamiento en el que dije

—Mi compañero, de forma sibilina…

No bien escuchó la palabra «sibilina» mi —por otra parte muy querido— compañero se irguió y protestó

—¡Señoría!

Traté de explicarme diciendo que «sibilina» no era ningún adjetivo peyorativo sino que hacía referencia a la Sibila y… No hubo caso, el juez ni me dejó comenzar

—Estoy seguro letrado que es usted capaz de decir lo mismo con otras palabras.

Al pronto me indigné, esto no podía estar pasando en una sala de justicia, sentí ganas de hacer sangre pero, al fin, un abogado sabe que no está en sala para entrar en debates lexicológicos, de forma que lo dejé pasar y formulé mi protesta de otro modo pensando en qué, algún día, podría contar el suceso a quien quisiera escucharme. Han pasado los años precisos y creo que puedo.

El mundo del foro es variopinto, conozco jueces con profundísimos conocimientos literarios, algunos de ellos magníficos poetas; también conozco jueces cuyo bagaje cultural no parece ir mucho más allá de las leyes y jurisprudencia que han estudiado. También conozco otros jueces que, pretendiendo aparecer como especialmente dotados de cultura, lo único que hacen es retorcer el lenguaje hasta extremos grotescos. Les pongo un ejemplo.

En los años 90 yo era un abogado que se dedicaba, básicamente al tráfico de vehículos y a defender compañías de seguros. Como pueden imaginar pocas cosas menos glamurosas hay en el mundo del derecho que hablar reiteradamente de colisiones por alcance de distancias de seguridad o del respeto a la regla de la mano derecha.

Por eso para mí era divertidísimo leer las sentencias de un determinado magistrado que se caracterizaba por retorcer el lenguaje hasta extremos verdaderamente delirantes; por ejemplo, a mí me hacía especial gracia que, para contarnos que dos vehículos habían chocado, escribiese cosas como está

«siendo el vehículo del actor recipiendario de un acometimiento material…»

A mí aquellas fórmulas me movían a la risa más incontenible y, sin embargo, me di cuenta de que para muchos de mis compañeros el magistrado en cuestión y sus sentencias pasaban por ser un modelo  de erudición y dominio del lenguaje. Tomé nota.

Nunca desde entonces he tratado en sala de fundar ningún informe sobre ningún tipo de complicidad cultural que yo no esté absolutamente seguro que compartimos tanto yo como la audiencia; es decir, que mi amigo Chichu puede estar tranquilo.

Nunca he hablado de Laplace en sala ni de sistemas caóticos ni de ecuaciones no lineales ni de Mandelbrot ni de sus fractales.

Y el caso es que alguna vez me ha apetecido, pero entre las funciones de un orador, la primera es hacer que su discurso sea inteligible por la audiencia y no olvidar nunca que su objetivo es persuadirla, no demostrarle que uno tiene amplios conocimientos de todos los campos de la ciencia y la cultura.

En fin, que el informe oral en Sala es un trabajo extremadamente complejo y que, como diría ese magistrado retorcedor del lenguaje del que les hablé antes, siendo las audiencias y los jueces los recipiendarios del mensaje uno ha de cuidar que el mismo sea inteligible para ellos y muy especialmente en los juicios con jurado,  así que mejor no retorcer el castellano y mucho menos usar como premisas pensamientos absolutamente desconocidos para la audiencia.

Para hablar de atractores extraños, Laplace o Mandelbrot ya tenemos las redes sociales

Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

La libertad de expresión no es la libertad de decir lo primero que se te ocurra; decir majaderías, emitir rebuznos o lanzar ladridos es algo para lo que, muy probablemente, la libertad de expresión no fue pensada.

Los rebuznos más habituales del discurso humano son las falacias de entre las cuales destaca, antes que ninguna otra, la falacia «ad hominem», esa que se caracteriza por intentar desacreditar a la persona que defiende una postura, señalando una característica o creencia impopular de esa persona, en vez de analizar el contenido del argumento que defiende la postura contraria.

La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, decían los antiguos sabios, la falacia «ad hominem» trata de desacreditar al porquero por su trabajo, no por la veracidad o inveracidad de sus afirmaciones; la falacia «ad hominem» es esa que cuando te acusan de corrupto te hace ladrar ¡fascista! o ¡perroflauta! a tu interlocutor… es la falacia del «¡y tú más!». Es esa que cuando se analizan las acciones del Tito Berni responde Rato o cuando se juzga Gürtel responde ERE.

La falacia «ad hominem» jamás conduce a la verdad sino sólo a la bronca; es una falacia tabernaria, grosera, faltona e incapaz de generar nada bueno para la convivencia. La falacia «ad hominem» es propia de mala gente y es por eso lamentable que no se enseñe en el colegio desde las edades más tiernas a despreciar a quien la usa, sería una enorme contribución a la mejora de este país.

Hay muchos más tipos de rebuznos habituales en el entendimiento humano, desde el «ad hoc ergo propter hoc» al casi siempre mal utilizado argumento de autoridad, pero, seguramente, ninguno tan disolvente y despreciable como este de la falacia «ad hominem».

Toda libertad lleva aparejada una responsabilidad y cuando la libertad es grande la responsabilidad es grande también. Si la libertad de expresión es grande tu responsabilidad antes de usarla es pensar y trabajar tu pensamiento con la misma grandeza con que te es permitido expresarlo para que, aquello que expreses, sirva para generar una sociedad mejor y no sirva solo para envenenarla.

El informe forense según Platón

El informe forense según Platón

Entretengo el verano leyendo y, hoy, buscando el famoso discurso contra los libros y la escritura que hace Platón por boca de Sócrates en su diálogo «Fedro», he recordado que, antes que un tratado sobre el amor, este diálogo es más bien un tratado de retórica y crítica literaria.

Tan es así como digo que dentro del propio diálogo Sócrates nos enseña las partes que, a su juicio, deberían integrar el informe oral de un abogado en el mundo forense.

Por no contarles yo mal lo que Platón cuenta bien, les transcribo el fragmento:

«Sócrates

—Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es este uno de los refinamientos del arte?

Fedro

—Si, sin duda.

Sócrates

Después la narración, luego las deposiciones de los testigos, en seguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación…»

Si alguna vez, al ir a informar, has dudado sobre el orden que debes dar a tu informe una buena opción es seguir el esquema que te da Sócrates:

—Exordio
—Narración de los hechos
—Análisis de la prueba de testigos
—Análisis del resto de las pruebas
—Presunciones

Y como nos dirá más adelante en el propio diálogo, concluiremos el informe como más adelante veremos.

Ni que decir tiene que la «inventio» corre de tu cuenta y ahí habrás de demostrar tu pericia para lidiar con muchos y muy diversos factores que, por cierto, habrás de dominar antes de construir tu informe y que también enumera Sócrates en «Fedro», a saber:

—Ser capaz de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla.
—Estar en disposición de dar una definición general del mismo.
—Ser capaz de distinguir los diferentes elementos que componen el caso, descendiendo hasta sus partes indivisibles.

Y cuando seas capaz de hacer lo anterior, lo que no es tarea fácil, habrás de pasar al último elemento que debes analizar: la audiencia a quien te dirigirás.

Nos dice Sócrates que, antes de confeccionar el discurso, le es necesario al que informa haber determinado la especie de discurso que es propia para «convencer a los distintos espíritus» y que, el informe, debe ser dispuesto y ordenado de manera que «ofrezca a un alma compleja discursos llenos de complejidad» y de armonía, y «a un alma sencilla discursos sencillos».

Para un profesional que informa en el foro, sea letrado o fiscal, el juez o la audiencia no son más que elementos que se deben analizar a fin de crear para ellos y sus características (no digamos en el caso del jurado donde incluso existen profesionales de informar sobre estos aspectos) el informe adecuado. Para persuadir la ley y la jurisprudencia no son más que algunas de las muchas herramientas que debe saber manejar un letrado. De hecho, si el juez o la audiencia se equivocan en la aplicación de la ley o la jurisprudencia, corregir ese error por vía de recurso es bastante más fácil que cambiar una apreciación perjudicial de los hechos para nuestra parte.

Como vemos el trabajo de un letrado en sala es ímprobo, y así lo reconoce el propio Platón que sentencia que «es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir», y esto es mucho más verdad en el caso de letrados y fiscales cuyos informes no pueden prepararse antes del desarrollo de la vista sino que deben articularse a la vista del resultado de aquella.

No recuerdo que, mientras cursé la carrera ni mientras estuve en la escuela de práctica jurídica, ningún profesor me hablase de lo que sobre retórica enseñaron Platón, Aristóteles o Cicerón. No recuerdo que nadie considerase la retórica —oral o escrita— como un capítulo fundamental de nuestra formación como letrados. Por eso, ahora que llevo bastante más de treinta años improvisando informes, redactando escritos de alegaciones y lidiando con todo lo que Platón, por boca de Sócrates, nos cuenta en Fedro, siento que me engañaron.

Y siento que me engañaron, porque estudiar leyes, jurisprudencia y doctrina es imprescindible y está bien pero, al final, donde se deciden los juicios es en el cerebro del juez que, en el fondo, es sólo nuestra audiencia (recuerda que «audiencia» viene de «oír») y no es más que uno de los muchos elementos con que los letrados debemos construir nuestro trabajo, entendiendo a nuestro cliente, gestionando sus expectativas, soportando sus frustraciones, defendiéndolo de sí mismo, preparando jurídicamente el asunto y lidiando con la prueba, la vista y el siempre difícil oyente en función de las características de cada caso.

Y todo para, al final, comprobar que tenía razón Platón y que es muy difícil hacerlo bien, que es jodidamente difícil hacerlo bien.

Lo que nos enseñó Cicerón

Objetivos de un discurso: docere, delectare, movere...
Objetivos de un discurso según Cicerón.

Veo publicitarse a menudo cursos sobre cómo «hablar en público» —incluso específicamente dirigidos a abogados para mejorar sus técnicas de informe oral en sala— y debo decir que, cuando leo sus contenidos, me decepcionan profundamente y me invade la sensación de que casi todos estudian lo accesorio y olvidan lo principal.

La retórica es una disciplina transversal a distintos campos de conocimiento (ciencia de la literatura, ciencia política, publicidad, periodismo, ciencias de la educación, ciencias sociales, derecho, etc.) que se ocupa de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje puestos al servicio de una finalidad persuasiva o estética, añadida —naturalmente— a su finalidad comunicativa y, esta ciencia, es algo mucho más serio que una serie de consejos pueriles más propios de la literatura de autoayuda que de la literatura científica que es lo que suelo ver en los programas de estos cursos que les he mencionado.

Hoy, mientras leía un artículo sobre cómo Aristóteles podía ayudar a las «Startups» a generar contenidos de calidad, me he acordado de mi disgusto con estos sedicentes «cursos de oratoria» y me he preguntado si podría resumir en una o varias infografías algunas de aquellas enseñanzas de la antigüedad clásica que, dos mil años después, siguen siendo el «state of the art» de la ciencia retórica y, cómo no, he recordado a Cicerón y su obra «Orator«, pues en dicha obra el maestro nos resume cuáles han de ser los objetivos de todo orador forense. Los tres objetivos del orador, según Cicerón, son «docere, delectare, et movere». Es decir, el orador forense debe perseguir tres metas: probar su tesis a la audiencia (el juez o el jurado), deleitarla y moverla emocionalmente a llevar a cabo una acción (en nuestro caso a que dicten una sentencia favorable).

No me extenderé mucho, los argumentos del objetivo ciceroniano del «docere» podemos encontrarlos en la esfera del «Logos» de que nos hablaba Aristóteles en su «Retórica» y que, en el caso de los abogados, son nuestras primeras herramientas: la ley, la jurisprudencia, la doctrina, pero también las evidencias, las analogías, etc y por eso los he colocado contiguos en la infografía. Los argumentos que corresponden al «delectare» y al «movere» los he colocado respectivamente vecinos a los campos del «ethos» y del «pathos»; no es correcto, lo sé, pero, comoquiera que de estos tres campos ha de nutrirse nuestro trabajo en sala, ahí los dejo para que vayan sonando.

Determinar cómo y con qué herramientas hemos de conseguir esos tres objetivos que Cicerón nos señala es un trabajo que excede con mucho a los límites de un post pero, al menos, conociendo los objetivos seremos capaces de darle un sentido a nuestro trabajo pues si no conocemos nuestro destino ningún camino es bueno.

En todo caso: gracias Cicerón.