Las dos hispanidades (I)

Las dos hispanidades (I)

Yo nací en 1961 y, como pueden imaginar, mi enseñanza primaria y mi bachiller se me impartieron conforme a las más estrictas exigencias pedagógicas del régimen de Franco.

La escuela de entonces nos inculcaba una muy concreta visión del mundo y de España siendo fundamental instrumento pedagógico para ello las canciones. Sí, cantábamos mucho, al menos en mis años y en mi cole. Recuerdo que, la segunda canción que me enseñaron, ya me ofrecía una muy concreta visión de España. Creo recordarla bien, el estribillo decía así:

«De Isabel y Fernando el espíritu impera,
moriremos besando la sagrada bandera,
esta España gloriosa nuevamente ha de ser
la nación poderosa que jamás dejó de vencer».

España, nos decían, «tenía vocación de imperio» y así nos lo hacían cantar.

Y, además de las canciones, estaban los llamados «gritos de ritual». Por ejemplo, si el profe gritaba «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Una!», si volvía a gritar «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Grande!» y si, por tercera vez, gritaba «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Libre!». Era como un acto litúrgico.

Había por entonces muchos gritos de ritual, de entre los cuales, el más delirante que recuerdo, nos lo enseñaron cuando el alcalde franquista de mi ciudad accedió para su mal a recibir en el Ayuntamiento a los alumnos de mi clase con nuestro profesor de música al frente.

Armados de flautas, armónicas, melódicas y un pandero, mi compañeros de clase y yo, impasible el ademán, acudimos al ayuntamiento a ejecutar cuatro canciones o al alcalde (quien primero cayese). El repertorio del «concierto» (los juristas me entenderán) era típico, antijurídico, culpable y punible: primero «La Rianxeira», de segundo, «Eres alta y delgada», en tercer lugar «Ya se van los pastores a la Extremadura» (al régimen le encantaban los cantos regionales) y de cuarto, como «pieza patriótica», la versión para flauta chirriante y orquesta desconcertante de una canción llamada «Yo tenía un camarada» que se nos enseñó como patriótico-española aunque, andando el tiempo, supimos que era alemana y se titulaba: «Ich hatt’ einen Kameraden».

El profesor de política, presente para la ocasión, nos advirtió de que, en el improbable caso de que el alcalde sobreviviese a nuestro concierto, al finalizar el acto gritaría

—¡¡Por el imperio hacia Dios!!

A lo que nosotros debíamos responder como un solo hombre

—¡¡Arriba España!!

Yo no entendía nada. ¿Cómo que «por el imperio hacia Dios»? Hacia Dios —me lo habían enseñado en clase de religión— se iba con buenas obras y portándose bien pero ¿«por el imperio»?

Mi amigo «Pote», tan atónito como yo, me dijo a la oreja:

—¿Pero esto qué clase de tontá es? Por el imperio ¿hacia Dios? ¡Hacia Dios sabe dónde!

Yo me callé, el alcalde, para sorpresa de todos, logró sobrevivir al flauticidio, dio el grito de ritual, los niños contestamos sin entender nada y nos fuimos a casa tan contentos, aunque a mí no me dejó de dar vueltas en la cabeza el asunto de Dios y el imperio.

En aquella visión de España que se nos inculcaba nuestra patria, España, era la hipóstasis de una serie de premisas ideológicas que al régimen le parecía deseable que interiorizásemos.

Para quien no sepa qué es o a qué me refiero con eso de la «hipóstasis» le diré que hipostasiar es el término al que recurrió Kant para referirse al delito intelectual de dar carta de naturaleza real a lo que solo es un objeto de razón. Así dotamos de personalidad a entidades que solo existen en nuestra razón, hipóstasis como la nación o dios (Padre, Hijo o Espíritu Santo) son asumidas por el ser humano como si fuesen entidades reales, les atribuimos deseos y les hacemos hablar, legislar o exigir conductas a las que adecuamos la nuestra.

Luego veremos que este «delito de hipostasía» ni es exclusivo de la España de Franco ni lo inventó el régimen. Este delito intelectual es común a todos los nacionalismos de todos los lugares del mundo (incluidos nuestros actuales nacionalismos periféricos) y, de hecho, constituye una especie de nueva teología que, lejos de superar una visión teocrática del estado, lo que hace es, simplemente, cambiar sus dogmas y ritos. Pero sigamos describiendo la concreta idea de España que se nos pretendía inculcar aunque fuese común en sus ideas básicas a las de cualquier otro credo nacionalista pasado o actual.

En primer lugar la patria, nuestra nación, parecía eterna y por eso, cuando se nos enseñaba historia, se nos hablaba desde las prehistóricas cuevas de Altamira o el dolmen de Menga hasta la guerra civil. Viriato, Sagunto o Numancia eran parte de la «historia de España» e ilustraban el carácter indómito de nuestra nación que prefería la muerte a la esclavitud (Sagunto, Numancia…) o la pérfida traición que justificaba la derrota del valeroso Viriato, porque los buenos españoles nunca eran derrotados en buena lid sino que sus fracasos se debían a la traición, sobre todo de alguno de los suyos, como en el caso de Viriato, asesinado mientras dormía por tres de sus generales (Audax, Minuro y Ditalco) a quienes el cónsul Cepión habría prometido una cuantiosa recompensa que luego no les pagó alegando que «Roma traditoribus non praemiat», esto es, que «Roma no paga a traidores».

Tan eterna era nuestra patria (o al menos la visión que de ella se nos daba) que incluso convertía en «españoles» a personajes como Trajano, Adriano o Teodosio, emperadores romanos que jamás habrían podido imaginar que, muchos siglos después de su muerte, alguien llamaría «españoles» a quienes no eran sino ciudadanos romanos. Estos emperadores junto a otros ciudadanos romanos como Séneca eran tratados como glorias de la patria, una patria a la que ellos pertenecían aún sin saberlo.

Esta permanencia cuasieterna de la patria y de ciertos valores a ella asociados se resumía en la fórmula joseantoniana de que «España era una unidad de destino en lo universal». Y así nos lo enseñaban.

Llegados a este punto permítanme advertirles que, este peligroso juego intelectual de considerar «eterna» a esa entidad —hipóstasis— llamada «nación» o «patria» (ya sea grande o chica), es común a todo pensamiento nacionalista y está tan extendido que, por ejemplo, si busca usted la «historia de la Región de Murcia» en la web oficial de esta Comunidad Autónoma, verá que esta historia «de la Región de Murcia» comienza por la prehistoria y sigue hablando de Carthagineses y Romanos aún cuando faltaban 1000 años para que apareciese sobre la faz de la tierra algún lugar llamado «Murcia». Y, a poco que usted busque, verá que esté fenómeno se repite de Portbou a Ayamonte, de Cataluña a Andalucía y del Cabo Norte a la Punta de Tarifa. El fenómeno de las patrias eternas es consustancial a la visión nacionalista del mundo y de la historia, es un principio universal de esta ideología.

Sin embargo, la visión de España que se nos ofrecía en la escuela no estaba exenta de curiosas peculiaridades pues, junto a los habituales representantes de la bondad y valentía del buen pueblo español (Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón, Daoiz y Velarde), aparecían otros personajes de características un tanto peculiares como Rodrigo Díaz de Vivar, un héroe díscolo, rebelde en muchos casos a su rey y a quien se ponía como ejemplo de caballero cristiano, porque la desgracia de España, según el relato oficial, pasaba en muchos casos por la ausencia de dirigentes a la altura de la grandeza de la nación española; el «Dios qué buen vasallo si hubiese buen señor» del «Cantar del Mío Cid» se nos ofrecía como causa de las muchas desgracias de España y, aunque esto era muy del agrado de los falangistas más ortodoxos (férreamente antimonárquicos), años más tarde aprendí que todo esto obedecía a un relato histórico de raíces liberales forjado en el siglo XIX, pero no nos adelantemos porque para entenderlo bien habremos antes de pasear por el Congreso y Senado de España y detenernos a admirar sus cuadros de tema histórico. Terminemos pues, antes, de definir esa cierta visión de España que por entonces se nos ofrecía en la escuela y de la cual formaba parte ese «imperio» que, según el delirante grito ritual, debía conducirnos «hacia Dios». Ese imperio que se nos presentaba como cénit de la nación española y que, a día de hoy, vuelve a estar en el centro de muchas y muy políticamente profundas controversias.

Pero, por hoy me he cansado de escribir, este post es ya muy largo y en el fondo no sé si le interesa a alguien así que, por hoy, les dejo con este cuadro de la «Jura de Santa Gadea» al que tendremos ocasión de volver más adelante cuando visitemos el Palacio del Senado de España, pero eso será otro día.

El nacimiento de la nación

El nacimiento de la nación

Desde antes del 3000 antes de Cristo —y así nos lo cuentan documentos sumerios y egipcios— los seres humanos se habían organizado de una curiosa forma: a su frente, se situaba un líder o rey cuya legitimidad para ejercer el mando provenía sistemáticamente de un designio o derecho divino; es decir, de algún dios, normalmente el Dios de la religión oficial de cada uno de esas organizaciones. Este dios, de alguna forma, generalmente mítico-simbólica designaba al rey quién solía transmitir su legitimidad hereditaria o discrecionalmente. Y así siguió ocurriendo hasta prácticamente 5.000 años después, en torno al siglo XIX de la era común.

Incluso las leyes se dictaban en nombre del Dios y así podemos ver, en el caso del Código de Hammurabi, como es el dios, Samash, quien en lo alto de una montaña, le entrega las normas legales a Hammurabi para que este las publique y haga cumplir y, del misma modo, en la Biblia la historia de Moisés sigue reproduciendo esa inspiración divina de la legislación pues es, como en el caso de Hammurabi, es el propio Dios quien también en la cima de un monte entrega a Moisés lo que él considera que son las leyes justas. Y así, con un mandato humano legitimado por un poder divino, la humanidad se organizó durante prácticamente cinco mil años.

Sin embargo todo esto acabaría en 1793 cuando los revolucionarios franceses decidieron guillotinar al monarca y se dieron cuenta de que, al parecer, ese crimen a Dios no parecía haberle importado mucho. Naturalmente, una vez que el rey estaba decapitado, los revolucionarios debieron preguntarse qué legitimidad tenían ellos para ejercer el poder —ya que no era el derecho divino— y encontraron el expediente legitimador de su capacidad de para el ejercicio del poder en una idea tan indefinible como la del propio dios, uno de los conceptos más peligrosos y que más desgracias ha traído a la historia de la humanidad, cuál es el concepto de nación, un concepto sin el cual, increíblemente, ahora parecemos no poder entender el mundo (incluso la organización mundial más importante se llama de las Naciones Unidas) y este concepto nación, desconocido hasta el siglo XIX, por lo menos desconocido efectos políticos, se ha incrustado tanto en nuestras mentes que es el que se ha convertido en nuclear en el entendimiento del mundo desde hace 200 años, tanto que incluso las competiciones mundiales de fútbol son por naciones.

El concepto de nación era absolutamente irrelevante para un imperio como por ejemplo, el Imperio Romano, donde podían convivir cientos de nacionalidades hablando cientos de idiomas distintos y sin que ninguna de ellas reclamara para sí la legitimidad del ejercicio exclusivo y excluyente del poder sobre un territorio. A partir del nacimiento de la Nación, a partir del establecimiento del concepto de nación como concepto legitimador para el ejercicio del poder, Europa se vio sometida a una serie de convulsiones catastróficas, se fueron creando nuevas naciones al tiempo que otras entidades como el Imperio Austro-Húngaro, el imperio turco y, por lo que a nosotros respecta, la monarquía católica, comenzaron a deteriorarse y a implosionar sobre sí mismas.

En el caso de España (la Monarquía Católica) esta implosión se produjo en una fecha muy concreta, el 19 de marzo de 1812, fecha de la aprobación de la Constitución de Cádiz, que es cuando por primera vez se coloca a la nación española en el centro o como fundamento legitimador del ejercicio del poder.

En España no padecimos los problemas que padecieron los revolucionarios franceses en su tira y afloja contra la monarquía reinante porque en España simplemente Fernando VII y Carlos IV habían desaparecido, habían cedido sus derechos dinásticos ilegalmente a Napoleón y este había entregado la corona de la monarquía católica a su hermano José

Tal disposición, que podía ser admitida en cualquier otra monarquía europea que justificase su legitimidad para el ejercicio del gobierno en un origen divino, no era válida para la monarquía católica porque, desde antiguo y en particular desde los trabajos de la Escuela de Salamanca y los padres Vitoria, Suárez, de Soto, Azpilicueta etcétera, en el caso de la monarquía, sobre todo castellana Dios no transmitía la legitimidad al rey, sino que la legitimidad para l ejercicio del poder la transmitía al pueblo y era el pueblo, luego, quien la delegaba en el rey. Por tanto —y como Fernando VII recordó por carta a su padre Carlos IV— era imposible abdicar en favor de alguien distinto del legítimo heredero de la monarquía católica sin la aprobación al menos de las Cortes y las Cortes nunca habían aprobado esta abdicación que se hizo en Bayona

Pero, dado que los reyes estaban prisioneros en Bayona los constituyentes de Cádiz debieron preguntarse, a falta de Rey y de su legitimación divina, qué legitimación les amparaba a ellos y,  sorprendentemente, hicieron lo mismo que hicieron los revolucionarios franceses: afirmaron que a ellos su legitimidad se la daba la Nación

Es verdad que para entonces nadie sabía exactamente qué era eso de una nación, de hecho los diputados americanos que participaron en la en la redacción de la Constitución de Cádiz lo primero que preguntaron fue ¿y esa nación qué es? y es ahí cuando en las Cortes de Cádiz se da la famosa explicación tautológica de que la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.

A esa explicación siguió la pregunta natural de ¿y quiénes son españoles? y la respuesta fue: son españoles los descendientes de españoles o de indígenas o de la mezcla de ambos. Claro, esto para muchos diputados americanos novohispanos sobre todo, pues resultaba chocante; es decir, ¿cómo va a ser español igual que yo un tlaxcalteca que habla un idioma que yo no entiendo y que cuando yo hablo, pues tampoco me entiende a mí? Y debemos recordar que la extensión del castellano como lengua oficial de la República Mexicana no se produce tanto durante los tres siglos de virreinato como durante los dos siglos que posteriormente caracterizaron a la República de México desde la independencia de la monarquía católica

Aún así quedó un concepto de nación que, desde luego, no es el concepto actual de la nación española. La Constitución de Cádiz fue antes la última constitución de un sistema estatal complejo que había estado compuesto por muchos territorios que hablaban lenguas diferentes (Flandes, Italia, territorios americanos, las posesiones en Asia, África y el Pacífico) y que, por tanto, no podía encajar en ese concepto de nación que se estaba imponiendo desde las ideas filosóficas del romanticismo alemán y francés.

Desde ese momento entidades estatales como el Imperio Austrohúngaro o como el imperio turco o como el de la monarquía católica eran ya tan difíciles de mantener o tan imposibles de mantener como por ejemplo lo habría sido el Imperio Romano, un imperio compuesto de multitud de etnias pero que en lugar de estar unidos por una supuesto «volkgeist» por un supuesto espíritu del pueblo tanto más imaginado que real, lo que estaban unidas era por un concepto de ciudadanía y un contrato social que ahora parecía resultar imposible.

La ausencia del rey en 1808-1814 dio lugar a fenómenos extremadamente curiosos pero que son uniformes en todos los territorios de la monarquía católica.

En España, ya que no existía rey, el Estado se organizó según preveían las Partidas; es decir, que en defecto de Rey la soberanía pasaba a los pueblos, no «al pueblo», sino «a los pueblos»; es decir, a las entidades poblacionales y, en consecuencia, muchas ciudades comenzaron a organizarse en juntas extraordinarias para resistir no solo a los franceses, sino para custodiar el trono para el momento en el que volviese Fernando VII y, como los cartageneros, mis paisanos, son como son, pues el 23 de mayo de 1808 crearon ya la junta general de gobierno de Cartagena, probablemente la primera junta de esa especie. Lo mismo se hizo en los en los territorios americanos no dispuestos a permitir ser gobernados por José I a quien no le reconocían legitimidad, así que, desde Buenos Aires a Nueva España se fueron produciendo manifiestos en favor de Fernando VII y constituyéndose juntas para custodiar la corona hasta tanto volviera su legítimo propietario, es decir el felón de Fernando VII. A partir de ahí, los territorios comenzaron a auto organizarse en un sistema de juntas que, cuando se vio que el rey no volvía y sobre todo después de la proclamación de la Constitución de Cádiz que reconocía a la nación y a los nacionales una serie de derechos, produjo un aceleramiento de la historia y un aceleramiento de los procesos que dio lugar a importantes guerras civiles entre partidarios de la legitimidad realista y partidarios de otros intereses o postulados ideológicos que, luego, historiadores  políticamente teñidos decidieron calificar con toda incorrección pero con un propósito político evidente, como guerras de la Independencia, algo que nunca fueron.

Ahí comienza la construcción de todas las naciones hispanoamericanas e incluso la de la propia nación española, porque hasta ese momento ese concepto esa identidad de nación, no existía.

Y así comenzaron a nacer muchas naciones, entre otras, la nuestra.

Nunca fue cuestión de cojones

Nunca fue cuestión de cojones

Descubrir América o dar la primera vuelta al mundo (hecho del que este año se conmemora el 500 aniversario) no fue una cuestión de valor, audacia o coraje, fue una pura cuestión de tecnología. España contaba en ese momento con las más avanzadas técnicas de construcción naval (sí, la carabela era una maravilla de la tecnología) y de navegación. Los conocimientos cosmográficos de castellanos y portugueses eran los más avanzados del mundo en ese momento. Contando con los mejores navíos y las mejores herramientas de navegación ¿quiénes sino españoles y portugueses podían llevar a cabo tales descubrimientos?

Siglos más tarde y por ese amor a los «cojones» que se tiene en España (si se pensase con los cojones en España acumularíamos decenas de premios Nobel), la cultura popular —y en buena parte la oficial— hicieron del descubrimiento de América, por ejemplo, un viaje más bien fruto del coraje —la Tierra era plana y al oeste había un abismo— que un viaje de lo que en realidad fue: un viaje fruto de la investigación y del conocimiento.

Mucho sabían de cosmografía en la corte de Isabel; sabían, por ejemplo, que Colón se equivocaba, que la Tierra, sí, era redonda pero que su perímetro estaba más cerca de los 252.000 estadios, tal y como había predicho Eratóstenes en el siglo III antes de Cristo, que a los 180.000 estadios calculados por Claudio Ptolomeo en el siglo II después de Cristo y que era la cifra que Colón manejaba. Conforme a los cálculos de los sabios de la Corte de Isabel la Católica, Colón no podía llegar a las Indias porque estaban demasiado lejos, no porque hubiese un abismo o porque fuesen terraplanistas, idiotez esta, a lo que se ve, propia de siglo XXI pero impropia del XV.

Un problema más hacía dudar a Isabel la Católica del viaje de Colón y eran las relaciones internacionales con Portugal. El Tratado de Alcaçovas, firmado unos años antes, así como una serie de bulas papales fijaban como territorios exclusivos de Portugal todos los que se descubriesen más al sur de las Islas Canarias y Colón pretendía viajar hasta allá antes de poner rumbo oeste. La reina Isabel, hasta tanto no tuvo asegurado al Papa Borgia —favorable a Castilla— en el solio pontificio, no autorizó el viaje de Colón y, ello, no sin rogar a los navegantes que no bajasen del meridiano de las Canarias. Cuando Colón volvió de su primer viaje —por cierto a Lisboa— Juan II de Portugal reclamó airadamente para sí las tierras recién descubiertas, afirmando que estaban al sur de las Canarias, oponiéndose Isabel a tal pretensión aduciendo que las naves habían navegado siempre con rumbo Oeste.

No, no fue cuestión de «cojones», fue cuestión de ciencia, de tecnología, de diplomacia y de buen gobierno. Y de algún buen fichaje, todo hay que decirlo, pues no olvidemos que tanto Colón como Magallanes trabajaban para la Premier League de la navegación de entonces: la corona de Portugal.

Los imperios inglés y francés tampoco se debieron a la grandeur francesa ni a la flema y coraje británicas. Como gráficamente se ha dicho el imperio inglés se construye sobre una innovación tecnológica (la ametralladora) y una aportación farmacológica (la quinina). África se conquista por franceses e ingleses gracias a esa máquina de matar y a esas pastillas que les permitían defenderse de las enfermedades propias de África. Con eso, el telégrafo y el vapor, los ingleses derrotaron a unas pobres tribus del neolítico y construyeron su imperio. Tampoco esto fue, pues, cuestión de valor, simplemente fue una cuestión de teconología aplicada.

No, ningún imperio ni nación en el mundo ha progresado sin investigación ni tecnología: desde la revolución agrícola que hizo nacer los imperios mesopotámicos y egipcio, hasta las superpotencias nucleares y tecnológicas de la actualidad, pasando por los imperios ibéricos de la navegación y los europeos de la revolución del vapor.

Por eso hoy, cuando he leído que Apple destina en un sólo año más dinero a investigación que todo el estado español, he sabido que en España la salida de la situación que vivimos aún no es posible, ni lo será en mucho tiempo porque de aquí no se sale por cojones sino usando la cabeza e investigando.