Hispano a mucha honra

Hispano a mucha honra

La Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América (OBM) está empeñada en clasificar a los seres humanos según su raza o etnia y esa —en principio— repugnante forma de clasificar me dice algunas cosas que quizá sean importantes.

Para el gobierno de los USA existen multiples razas pero sólo dos «etnicidades»: los hispanos y el resto de los humanos.

Para los americanos parece que es incomprensible que un blanco, un indio, un negro o culaquiera de los múltiples mestizajes posibles entre ellos sean todos «hispanos». Así que, para las demás razas la Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América aplica criterios puramente raciales pero para los hispanos aplica criterios culturales: es hispano quien habla español o tiene un claro bagaje cultural hispano.

Si es usted castellano, andaluz, catalán o vasco no se ofenda si para los USA es usted simplemente un hispano más y mientras pienso en esto saboreo el hecho de que para ser hispano no importe la raza ni el sexo porque me tranquiliza respecto a la conducta de nuestros tatarabuelos y tatarabuelas que nunca dudaron en mezclarse con hombres y mujeres de cualquier raza.

Los españoles tenemos muchos problemas con nuestras identidades y con lo que somos, no somos o deberíamos ser, por eso me agrada que la administración norteamericana venga a solucionarnos nuestras querellas identitarias y nos meta a todos en un mismo saco: hispanos.

Y pienso que sí, que hispano a mucha honra, como casi 500 millones de seres humanos más que hablan castellano, el idioma de los pobres y el de la gente con la alegría y el alma necesarias para no clasificar a sus semejantes como si fuesen taxidermistas.

Hispano. Oigan, suena muy bien y, si solo hay dos «etinicidades» para los americanos en el mundo, la normal y la hispana, yo elijo ser parte de esta última. En el fondo nunca me gustó ser normal y al fin y al cabo distinción es una palabra que viene de distinto.

Hispano, sí, me suena muy bien.

Tenim un nom

Tenim un nom

Lo escribiré en catalán para que me entiendan todos: tenim un nom i el sap tothom.

No, no estoy cantando el himno del Barça, les estoy hablando de algo bien distinto: de las clasificaciones étnicas que lleva a cabo la Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América (OBM).

Y dicho esto y antes de tomarme por loco déjenme que me explique.

Españoles, Argentinos, Peruanos, Chilenos y en general la población de todos esos países que nacieron de la implosión de la Monarquía Católica (el muy mal llamado imperio español) son gentes que adoran las diferencias, las exaltan y hacen de ellas sus señas de identidad cuando no, en los casos más extremos, una razón para morir que es un verbo curioso que, en castellano, se conjuga siempre en forma transitiva como «matar».

Esta obsesión por la diferencia hace que catalanes, andaluces, vascos, navarros, canarios y hasta los de Cartagena como yo nos miremos con recelo. Si suena el himno de España medio estadio aplaudirá y el otro medio silbará para «marcar diferencias» y si hay que pagar impuestos a la caja común no dude que pronto alguien hablará del «hecho diferencial» normalmente para pagar menos.

Y no, no crea que esto es propio solamente de los españoles: argentinos y chilenos andan en líos desde la independencia, se ve que tres siglos (del XV al XVIII) de convivencia pacífica no les enseñaron nada y en los dos últimos siglos (XIX y XX) han ido de bronca en bronca con regularidad pasmosa hasta el decidido apoyo chileno a la flota británica durante la guerra de Malvinas.

¿Y qué decir de las guerras de Perú o Ecuador o de Chile y Bolivia? ¿tendré que recordar aquella horrible atrocidad que fue la llamada «Guerra de Triple Alianza» y que enfrentó al Paraguay contra Uruguay, Argentina y Brasil? En esa guerra —una auténtica guerra de exterminio— fue eliminada la mayoría de la población masculina paraguaya y a uno, en la distancia, le cuesta comprender tanta furia y crueldad entre seres humanos que apenas cincuenta años antes eran compatriotas y vivían en paz.

Es lo que tienen «hechos diferenciales» tan importantes como el haber nacido en la ribera norte o sur del Paraná o a este lado o a aquel lado de los Andes. Sí, la exaltación de la diferencia, la hipérbole del «hecho diferencial» conduce a la locura y, por lo que veo, en ella seguimos instalados.

Pareciera que nadie, desde California a la Tierra del Fuego y desde Menorca a Isla Guadalupe, tuviese el más mínimo interés en señalar todo lo que —y es mucho— tenemos en común sino en acabar con ello, pero, afortunadamente, para salvarnos de nuestros demonios, tenemos a los Estados Unidos de América y su Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad.

Y digo que para salvarnos de nuestros demonios, tenemos a los Estados Unidos y su Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad (OBM) porque para ellos el asunto es muy claro: del Río Grande a la Tierra del Fuego y de Menorca a Guadalupe viven (vivimos) unas gentes que tenim un nom i el sap tothom: «hispanos».

Sí, la OMB define «hispano o latino» como una persona de cultura u origen cubano, mexicano, puertorriqueño, sudamericano o centroamericano u otro de origen español, independientemente de la raza, de modo que ya lo sabe, independientemente de si usted llama a su amigo güey, boludo, parce, quillo o picha, o de si usted ha nacido al norte o al sur del Paraná o Sierra Morena o acá o allá de los Andes, usted para la OBM es «hispano», porque esos malditos seres blancos, anglosajones y protestantes que viven en USA (WASP), no se fijan en las sutilezas que a nosotros nos obsesionan y saben que, de California al Cabo de Hornos y de Menorca a Guadalupe, vive una comunidad humana que, aunque ella misma no lo sepa, comparte demasiadas cosas como para no considerarla un grandísimo proyecto de futuro en potencia.

Es por eso que se lo escribo en catalán, porque quiero que usted me entienda: entérese que para los gringos tenim un nom i el sap tothom: «hispanos». Y ahora puede usted seguir pensando en las tremendas «diferencias» que existen entre chilenos y argentinos, paraguayos y uruguayos, valencianos y baleares, murcianos y cartageneros… Pero no se extrañe si, al viajar a Estados Unidos, se encuentra usted con un muro en la frontera o con que el oficial de turno le clasifica a usted (se lo repetiré clar i catalá) como «hispano».

Y ahora me voy a desayunar.

Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.

Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.

Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.

Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:

Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.

Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.

De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.

No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.

En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.

Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.

La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.

Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.

Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».

Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.

Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».

Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.

Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.

El tiempo, la ñora y el caldero

Hispano

Hispano

Conocí a Jorge Fandermole, el poeta y cantor argentino, escuchando cantar su «oración del remanso» a la tuna.

(Sí, ya sé lo que me van a decir… y yo les responderé lo que dijo hace cinco mil años el sabio egipcio Ptahotep a su hijo: «escucha incluso al necio, porque sólo aprende el que escucha»).

Y, hablando de escuchar, creo que tiene mucha razón Jorge Fandermole cuando nos dice que

«Forma de mis pensamientos,
sonar de una madre patria,
de la terrible conquista
ibérica y transatlántica
que me da el decir, me funda
con la primera palabra
hasta el adiós que suspire
cuando del mundo me vaya.

(…)

Y entienden mi canto en Lima,
en Santiago y en Caracas,
y todo el mundo lo entiende
desde México a Granada.
De Madrid a Buenos Aires
y de Rosario a La Habana,
si debo decir "te amo"
mi amor es en lengua hispana».

Y siento que tengo suerte de que, desde mucho más al norte del Río Grande hasta casi tocar la Cruz del Sur, pueda escuchar y entender a tantas gentes distintas, con tantos acentos distintos, de tantas razas distintas y con un idioma común para entender, vivir, amar y aprender.

«Cantando al sur del río Bravo
con entonación tan bella,
por la Cruz del Sur se ha dado
a volar hasta las estrellas,
y va dibujando el sueño
de Macondo a un Llano en llamas,
y habla el hidalgo manchego
con el Martín de la Pampa».

Y es por eso que —aunque aquí nos empeñemos en no saber cómo llamarle a esa forma de pensar, de amar y de entender la vida— a esto, por el mundo, le llaman español y es un vínculo que permite que la fraternidad humana se vea mucho más cercana cuando oyes pronunciar palabras como «hermana» o «amigo».

En español.