La constitución de las hormigas

Supongo que es legítimo preguntarse al ver a una colonia de hormigas o de termitas dónde están escritas las leyes que determinan que los soldados hayan de salir a enfrentar a los enemigos, que las obreras hayan de trabajar para nutrir a la reina y a las crías o que la reina haya de pasar su vida poniendo huevos. ¿Dónde está escrita la Constitución de esa colonia de hormigas?

Y si es legítimo preguntarse dónde están escritas las normas que regulan la vida y funcionamiento de las sociedades de hormigas, del mismo modo es lícito preguntarse por el lugar donde están inscritas las leyes que determinan que en la sociedad de los chimpancés los miembros de una misma tribu se apoyen mutuamente o en la de los bonobos (el simio más parecido al ser humano) que siempre sea elegido líder el hijo de la hembra líder y que si está pierde el favor del resto de las hembras su hijo sea depuesto inmediatamente.

Asumimos que, por complejas que sean las sociedades animales, las normas inscritas en sus genes son suficientes para regularlas y permitir la vida en sociedad; sin embargo, cuando de humanos se trata, parece que nos cuesta trabajo admitir que la primera fuente de regulación de las conductas humanas y las sociedades que los humanos forman son también esas normas que todos los animales llevamos inscritas en nuestros genes.

Vivir en sociedad es una tarea compleja y para formar sociedades es preciso que los individuos llamados a formarlas dispongan de una serie de capacidades con las que cuentan desde los seres vivos más primitivos (bacterias) a los más evolucionados (seres humanos). Sin embargo, los juristas, quizá llevados de la complejidad y sofisticación aparentes de las normas que regulan la vida de las sociedades, hemos dedicado poco tiempo y aún menos interés a entender las normas que, inscritas en nuestros genes, hicieron del hombre ya no sólo un animal social, un zoon politikon que dijo Aristóteles, sino un animal moral, un animal justo y con sentido de la justicia.

Antes de que ninguna constitución o ningún libro sagrado nos dijese cómo habíamos de vivir y organizarnos, antes de que mitológicas leyes nos señalasen los mandamientos a que habíamos de ajustar nuestra conducta, todos los seres humanos en todos los confines del mundo ya sabían distinguir el bien del mal, al leal del traidor, al generoso del individualista, al agradecido del ingrato, al ladrón del despojado y a la víctima del victimario.

El bíblico «no matarás» ya era un mandamiento para todas las sociedades humanas antes de que Moisés lo bajase del Sinaí grabado en unas tablas de piedra y, al igual que para los judíos que atacaron a Amalec en tiempos del rey Saúl o que hoy bombardean la franja de Gaza, era un mandamiento relativo que alcanzaba solo a una determinada fracción del género humano. No, antes de que los hombres escribiesen las primeras leyes, antes de que Urukagina de Lagash grabase en tablas de arcilla sus primeras y revolucionarias leyes, las sociedades humanas ya se regían por leyes y formas de conducta comunes en su núcleo esencial a todas ellas.

Los seres humanos nacemos equipados de un complejo arsenal de instintos que son los que nos proporcionan las habilidades básicas para la vida en sociedad. ¿Cree usted que los sentimientos de gratitud, piedad, venganza, perdón y otros muchos son adquiridos? ¿O cree usted que ya vienen incorporados como instintos en nuestro equipamiento genético?

Si usted alberga dudas a la hora de responder a esta pregunta le propongo que hagamos una cosa, que comprobemos si esos mismos sentimientos e instintos existen en otros animales distintos del ser humanos, de los menos a los más evolucionados, pues, si los encontramos en animales menos evolucionados que el hombre, tendremos que admitir que, con alta probabilidad, ocurrirá lo mismo en los seres humanos.

Empecemos por ejemplo por un sentimiento muy de moda —la empatía— y un tipo de animales especialmente despreciados: las ratas.

¿Cree usted que las ratas son empáticas? Veámoslo.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, la que accionaba la palanca y la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

Y una vez que sabemos esto ¿crees que podemos mantener que los seres humanos no son empáticos por naturaleza? ¿Admitiremos que hay normas de conducta con las que los seres humanos nacemos y que desde hace millones de años están escritas en nuestro ADN?

Pero ¿por qué habría de escribir la naturaleza en nuestros genes y en los de otros animales sociales instintos tales como la empatía, el orgullo, la venganza, la gratitud…?

La pregunta, debo admitirlo, está mal hecha pues la naturaleza nunca hace nada intencionalmente, opera de otra forma (si quiere esto podemos verlo otro día) pero mi hipótesis es que, siendo la cooperación una estrategia evolutivamente estable (los experimentos de Robert Axelrod en este punto son muy interesantes) la empatía, la gratitud, el orgullo, la venganza y hasta el sentimiento de justicia/injusticia forman parte de nuestro equipamiento genético.

¿No crees que los animales tengan sentido de la justicia tanto más evolucionada cuanto más evolucionada sea la especie a qué pertenecen? Creo que en este punto puedo sorprenderte.

¿Y esto qué nos importa?

No sé si has reparado en el recurrente debate justicia/ley que suelen plantearnos habitualmente a los juristas ¿Qué es justo y qué es injusto si no es aquello que está escrito en los textos positivos? ¿Dónde está escrito ese código que nos dice qué es justo y qué no?

Hay quien lo ha buscado en textos filosóficos o sagrados y así me lo «enseñaron» en la facultad cuando estudié derecho natural o filosofía del derecho, yo, desde hace años decidí buscarlo en la naturaleza y en la forma en que está funciona.

Y creo que es el mejor camino.

Una constitución escrita en los genes

Una constitución escrita en los genes

Hace cinco dias les conté cómo la cooperación era una estrategia de la naturaleza que aparecía espontáneamente cuando se daban unas determinadas condiciones; gracias a ello podían observarse conductas cooperativas en seres unicelulares carentes de sistema nervioso que incorporaban en sus genes las instrucciones precisas para desarrollar conductas de este tipo.

Hace cuatro días les conté cómo, en la base de las estrategias de cooperación, se encuentra la reciprocidad, concepto que ya señaló Confucio como capital y que los experimentos y competiciones informáticas del científico Robert Axelrod confirmaron.

Hace dos días les conté como las conductas de los seres humanos antes eran gobernadas por las emociones que por el raciocinio y me quedó pendiente debatir si el ser humano era más un animal racionalizador que racional, pero, como para eso pienso usar de las figuras de jueces, lo aparcaré para otro día. Hoy permítanme que les muestre cómo, en muchas conductas humanas, antes rigen las emociones que el raciocinio. Y les ruego que me disculpen si les pongo como ejemplos experimentos hechos con simios y primates pero me parece necesario para demostrar que instintos presentes en los seres humanos ya están presentes en animales teóricamente menos evolucionados que nosotros. Esto es necesario para tratar de ilustrar cómo los instintos y emociones precisos para la vida en sociedad —que podríamos creer exclusivamente humanos— ya están presentes en estadios evolutivos anteriores.

Para ilustrar el asunto tratemos de ver cómo funciona la empatía, por ejemplo, en ratas y macacos y ya decidirá usted cómo funciona en los seres humanos.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, tanto la que accionaba la palanca como la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente.

Cuando las ratas que accionaban la palanca se percataron de que tal acción causaba dolor a su vecina dejaron de accionarla. Mucho más sorprendente aún fue el hecho de que las ratas preferían pasar hambre a causar daño a su vecina.

En los años sesenta el experimento anterior fue reproducido por psiquiatras americanos pero utilizando esta vez, en lugar de ratas, monos (Macaca mulatta). Sus conclusiones fueron sorprendentes.

Los monos fueron mucho más allá de lo que se había observado en las ratas. Uno de ellos dejó de accionar la palanca que le proporcionaba comida durante cinco días tras observar cuales eran los efectos de su acción en el mono de la jaula vecina. Otro, dejó de accionar la palanca y por tanto de comer durante doce días. Estos monos, simplemente, preferían dejarse morir de hambre a ver sufrir a sus compañeros.

¿Y los seres humanos? ¿Cree usted que, como las ratas y los simios, llevan inscrita en sus genes la empatía?

Ya les digo yo que sí. No somos tan distintos de otros animales sociales.

Ni ratas ni monos firmaron nunca un contrato social, desde la noche de los tiempos y como herramienta necesaria para una mejor vida en sociedad, la naturaleza inscribió en sus genes el instinto de la empatía, de forma que, ante determinados estímulos, reaccionasen de la forma en que les he expuesto.

Pensaba hablarles del orgullo y de otras emociones no tan humanas como ustedes creen, pero este post es ya larguísimo y dudo que nadie haya llegado leyendo hasta aquí.

En fin, mañana será otro día.

Los abogados y el arte de olvidar

Los abogados y el arte de olvidar

La moral humana es una moral de 150 metros. No soportamos que nadie maltrate a un animal en nuestra cercanía pero la muerte de hambre de niños en África no  nos causa diariamente mayor pena. Las ONG lo saben y por eso traen sus fotos ante nosotros para acortar la distancia que nos separa de ellos.

Y no, no es que el ser humano sea un ser abyecto, es, simplemente, que la naturaleza le hizo así. Nadie está capacitado para soportar todo el dolor del mundo y es por eso que la evolución solo nos hizo solidarios con el prójimo (el próximo).

Y dicho esto corto, cambio y me recuerdo que esta semana comienzan las vacaciones, días de echar la persiana a las preocupaciones y practicar el dificilísimo arte de olvidar.

Somos animales de cercanía y no estamos capacitados para soportar todo el mal del mundo, el hambre de África, los muertos en Ucrania, las vejaciones a mujeres en países radicales… Nuestras espaldas son demasiado débiles como para soportar todo eso y es por esa razón que la naturaleza apenas si nos equipó para indignarnos por las injusticias y por la violencia cercanas.

Ser abogado es llevar contigo miles de injusticias, es dormir con demasiada gente si no eres capaz de practicar el difícil arte de olvidar y recordar a horas fijas.

Es por eso que hoy, cerca ya de las vacaciones, toca empezar a sacar de la cabeza todas esas injusticias que te amargan y concentrarte en el trocito de vida que queda para ti. Prepararse un guiso de fideos con costillejas y vino de Valdepeñas es, en días como hoy, mucho más que una forma de alimentarse, es también una forma de reencontrarte y cocentrarte en tu vida.

Empatía humana y evolución

Empatía humana y evolución

Esta foto sé que no le agrada. Le molesta ver el sufrimiento humano, mucho más si se trata de niños, pero no se preocupe, esa es justo la reacción para la que están programados genéticamente los seres humanos.

Preocúpese sólo en el caso de que no le estrese el sufrimiento ajeno, si le pasa eso acuda rápidamente a un especialista pues está usted perdiendo uno de los rasgos capitales que caracterizan a los seres humanos: quizá padezca usted una psicopatía, quizá esté usted envenenado por alguna ideología viral de esas que niegan el derecho a la vida o a la felicidad a quienes no son de su religión, de su raza o de su cultura o quizá ambas cosas al mismo tiempo.

Millones de años de evolución han hecho de los seres humanos seres cooperativos y, para poder cooperar eficazmente, durante esos millones de años se han ido imprimiendo en nuestros genes características y emociones indispensables para lograr esa cooperación. Tenemos, por ejemplo, un alto sentido de la reciprocidad y, si no recibimos en la medida que damos, se activa en nosotros la ira y el instinto de la venganza, emoción que, si pasa el tiempo suficiente y se convierte en ineficaz, va dejando paso a una pulsión de perdón. Si recibimos algo de alguien nace en nosotros una emoción extraña, la gratitud, una emoción que nos impele a corresponder con nuestro benefactor; y, si entendemos que alguien no está correspondiendo con nuestros méritos como estos merecen, aparece en nosotros la pasión del orgullo que nos lleva a no cooperar con quien no nos hace justicia aunque ello nos cause un perjuicio objetivo.

Son todas estas emociones —que podemos encontrar en estadios menos avanzados de desarrollo en todos los animales gregarios— las que nos caracterizan como humanos, conforman nuestro sentido de la justicia y dirigen nuestra conducta en sociedad. Pero todas estas emociones han sido modeladas durante muchos miles de años previos a la aparición de las civilizaciones y al enorme desarrollo tecnológico de los últimos siglos de forma que nuestro arsenal cooperativo, en muchos casos, adolece de coherencia visto con los ojos de un humano del siglo XXI.

En el caso de la empatía, por ejemplo, es obvio que usted parará su vehículo y ayudará a cualquier accidentado o accidentada que se encuentre en la carretera. A usted no le importará que la sangre del herido manche su tapicería, para usted lo decisivo será acercarle lo antes posible a un hospital donde reciba ayuda.

Esta ayuda de que le hablo, tan evidente para usted y la sociedad que, de no prestarla, podría convertirle a usted en reo de un delito de omisión del deber de socorro, es, sin embargo, en gran medida incloherente.

Usted, al ayudar al herido sufre un perjuicio que puede ser sensible (económico, de tiempo, de esfuerzo…) pero que le parece tan natural e imprescindible que no prestarlo sería aberrante. Sin embargo, cuando Cáritas o una ONG le piden un euro para salvar la vida de un niño hambriento al día, con frecuencia usted no mandará ese euro y, curiosamente, su conciencia no sufrirá demasiado y la calmará usted pronto con un par de argumentos más o menos traídos por los pelos.

Y ahora pregúntese usted: ¿Es que merece más ayuda un ser humano cercano que uno lejano? ¿Es que el hecho de que esos niños hambrientos vivan lejos causa que sintamos un menor impulso de ayudarlos?

Curiosamente la respuesta es sí.

Hemos evolucionado como una sociedad de simios, como familias y tribus de, a lo sumo, 150 indivíduos y nuestras emociones morales están adaptadas a ese tipo de entorno. Estamos programados para no soportar el dolor cerca de nosotros, el sufrimiento nos estresa y pone en marcha una reacción instintiva para remediarlo. Cuidamos a nuestros próximos con la seguridad de que ellos, llegado el caso, también cuidarán de nosotros y la naturaleza imprimió en nosotros ese instinto.

Pero a ese simio que evolucionó formando parte de grupos de en torno a 150 personas la naturaleza no le entrenó para llevar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. Hasta que los medios de comunicación pusieron ante sus ojos el tremendo grado de sufrimiento que había en el mundo, a nuestros bisabuelos les bastaba con lidiar con el sufrimiento que había en su entorno. Los seres han evolucionado para remediar el dolor que hay en su entorno pero no para remediar todo el dolor del mundo. Sin embargo, en la sociedad hiperconectada, todo el dolor del mundo es nuestro entorno, lo vemos en nuestras pantallas de plasma a escasos metros de nosotros, y, aunque incapacitados para actuar instintivamente frente a un dolor lejano, la cercanía de la noticia nos conmueve.

Nuestro código penal le castigará si usted no ayuda a una persona víctima de un peligro real, pero no le castigará si usted no coopera con una ONG para salvar a un niño víctima de un peligro tan inminente y real como el del accidentado de que les hablé.

Es nuestro sentido de la justicia el que se plasma en el código, nuestro sentido de la justicia esculpido en nuestros genes por millones de años de evolución.

Y lo mismo que ocurre con el instinto de ayudar al próximo ocurre con muchos otros instintos. Así la reciprocidad preside nuestros instintos, reclamaremos una satisfacción proporcional a la ofensa recibida pero juraremos que seremos implacables en nuestra venganza (una estrategia que en teoría de juegos se denomina «de las etiquetas»), castigaremos más el mal causado por acción que por omisión (¿por qué si el resultado dañoso es el mismo?) y todo ello porque así nos lo dicta nuestro sentido jurídico y moral, un sentido que, lejos de responder a ningún tipo de racionalidad (aunque los juristas tratemos de racionalizarlo) responde más bien a las exigencias de las reglas que regulan la cooperación humana, reglas todavía no bien conocidas por los científicos y a las que los juristas seguimos haciendo oídos sordos.

De todas formas vuelva a mirar la fotografía, musite un «qué pena» y pase a otro post. Y no se acongoje, sólo es usted un ser humano.

Pero, si la contemplación de la foto le lleva a hacer algo más positivo por niños como los que ve en ella, alégrese, empieza a ser usted algo mejor que un ser humano común.

Buenos como las ratas

rata

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, la que accionaba la palanca y la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

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