El interminable conflicto religioso que desangra a Canaán tiene un epicentro simbólico que no es otro que la llamada «explanada de las mezquitas», en Jerusalén, lugar donde se alzó el primer templo de Salomón y, tras su destrucción, el segundo templo de Zorobabel que más tarde engrandecería Herodes el Grande, el llamado «segundo templo», el que conoció Jesucristo.
Tras su destrucción por los romanos en el año 70 la explanada del templo quedó vacía hasta que en el año 692 el califa omeya Abd-Al-Malik, movido por intereses políticos interesantísimos de comentar, levantó justo en el mismo lugar en que se encontraba el templo judío un lugar de culto conocido como «La cúpula de la roca».
Sin duda ustedes lo han visto, pues su cúpula dorada es la construcción más conspicua de cuantas componen la imagen habitual de Jerusalen en las noticias. La construcción más visible de Jerusalén, vista desde el monte de los olivos, es precisamente esta «Cúpula de la Roca» y es la plaza que la rodea (la «Explanada de las Mezquitas») el epicentro de los conflictos sociales interreligiosos que se disparan recurrentemente en Jerusalén.
Pero… ¿qué es lo que hay allí que convierte ese lugar en epicentro de tormentas religiosas»?
Lo que hay bajo esa cúpula es, como su nombre indica, una roca. Lo que ocurre es que para los judíos esa roca es la roca fundacional, desde ella creó Yahweh el mundo y al hombre, allí trató de sacrificar Abraham a su hijo Isaac, allí estuvo el arca de la alianza y el sancta sanctorum del templo y allí ha de volver el mesias esperado.
Los musulmanes poco más o menos creen lo mismo si bien a quién trató de sacrificar Abraham no fue a su hijo Isaac sino a su primogénito Ismael y fue desde allí, además, desde donde Mahoma inició su viaje por los cielos.
La cúpula es una de las primeras construcciones de lo que llamamos «islam» y las inscripciones que hay en su interior son las primera muestras epigráficas de lo que hoy llamamos islam.
¿Y qué dicen esas inscripciones?
Pues les ruego que controlen sus nervios y crean en las traducciones que les ofrezco.
Las inscripciones que hay en esa cúpula dorada nos hablan de Jesucristo y de su santa madre la siempre Virgen María. Les transcribo un par de ellas:
«Innamā l-Masīḥ ʿĪsā bnu Maryam rasūlu llāhi wa-kalimatuhū alqāhā ilā Maryam wa-rūḥun minhu.»
(Traducción) «Ciertamente, el Mesías, Jesús hijo de María, es el Mensajero de Dios, y Su Palabra que Él comunicó a María, y un espíritu procedente de Él.»
¿Curioso verdad? Uno de los «sancta sanctorum» del islamismo y un lugar de enfrentamiento crónico con judíos y cristianos lo que guarda en su interior son menciones de inmenso respeto hacia Jesús (a quien llama mesías) y hacia su madre.
Sabemos muy poco del islam y lo que nos transmiten los medios de comunicación no suele ser más que los episodios violentos o los de integrismo religioso ocultando los demás. ¿Sabían ustedes, por ejemplo, que la Virgen María es mencionada más veces en el Corán que en los mismos Evangelios? Y no, no crean que es mencionada con poco respeto, todo lo contrario, María (Maryam) es mencionada con reverencia extrema, su concepción de Jesús fue tan inmaculada como la cristiana y es para ellos, como para los cristianos, Virgen. Una de las suras más bellas del Corán (la 19) está íntegramente dedicada a ella.
Ayer coloqué una encuesta en twitter preguntando a mis seguidores si creían que los musulmanes consideraban virgen o no a María y el grado de desconocimiento de aspectos como este resultó enorme. Y como este los demás ¿conocen los musulmanes el antiguo testamento? ¿en qué creen? ¿de dónde nace el islam?
Los seres humanos preferimos ignorar y temer lo desconocido que conocer y tender puentes hacia lo ignorado y esto es válido para musulmanes, judíos, católicos y protestantes. Por eso no debiera extrañarnos que si cultivamos la ignorancia estemos cultivando al mismo tiempo el miedo y la violencia.
O asumimos que vivimos en un estado aconfesional, sacamos las religiones (todas) de nuestras ecuaciones políticas y combatimos la ignorancia, o lo de Torre Pacheco será solo el principio.
Y discúlpenme si molesto.
Categoría: nacionalismo
La necesaria separación nación-estado
Sé que lo que voy a decir no será entendido por muchos pero creo que no tengo otra opción. Es lo que pienso y necesito contárselo.
Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.
Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.
No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.
Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.
Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).
Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.
Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.
Si a ti esto te parece razonable debes revisar tu equilibrio mental: tu equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.
Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.
Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.
Y sentado mi férreo antinacionalismo, creo que en los siguientes post ya puedo ir contándoles como veo el mundo y la sociedad, cómo creo que es y cómo debería ser y todo ello desde mi visión de la situación tanto en la ciudad en que nací (mi patria), como en la región y el estado en que vivo, la cultura en que me encuadro y la humanidad a la que pertenezco.
Pero eso será otro día.
Distribución contra centralización
Yo, en aquel entonces, estudiaba derecho y, para mi desgracia, mi profesor era uno de esos docentes «participativos» a quien no bastaba, como a los demás, vomitarnos el contenido de unos apuntes para que nosotros, llegada la fecha del examen, se los vomitásemos a él en un juego angustioso de arcadas académicas. Este profesor, aparte de los apuntes, usaba métodos pedagógicos participativos y no sé por qué le dio la petera de que yo fuese parte integrante de uno de ellos; en concreto pretendía que yo realizase y expusiese un trabajo sobre «la comarca» desde el punto de vista del derecho administrativo español.
El experimento pedagógico se completaría con un debate/controversia con otro alumno que habría de preparar otro trabajo sobre el mismo tema, tarea esta que recayó en una inolvidable compañera de facultad de nombre Consuelo.
Obviamente todos sabíamos de qué pie cojeaba el profesor: él quería que le hablásemos de descentralización, de coordinación consensual y de toda una serie de principios organizativos con que nos había venido fatigando desde principio de curso. Pero yo no era un buen estudiante y no me apetecía hacer eso.
Puesto a pensar en cómo enfocaría mi trabajo decidí apartarme lo más posible del concepto tradicional de comarca y traté de enfocar la comarca no desde el punto de vista cultural o historiográfico, sino desde un punto de vista utilitarista: ¿para qué queremos una entidad administrativa llamada comarca? ¿qué problemas queremos resolver con ella? Y dando vueltas al tema me fijé en un modelo de división administrativa absolutamente inesperado: las denominaciones de origen de los vinos.
El asunto me pareció sumamente interesante: la uva no sujeta su crecimiento a la provincia, municipio o región donde está ubicado el pago que la produce. La uva monastrell, propia de la denominación de origen «Jumilla», crece en este municipio, claro, pero no sólo en él sino también en otros pertenecientes a otras comunidades autónomas, a saber: La DOP Jumilla se encuentra situada en el extremo sureste de la provincia de Albacete, que incluye los municipios de Montealegre del Castillo, Fuente-Álamo, Ontur, Hellín, Albatana y Tobarra y el norte de la provincia de Murcia, con el municipio de Jumilla, que da nombre a esta Denominación de Origen Protegida. Lo mismo ocurre en La Rioja donde no solo forman parte de la DOP pagos situados en la Comunidad Autónoma de La Rioja sino también los situados en la provincia de Álava, en Euskadi, que forman parte de esas tierras llamadas de «la Rioja alavesa».
El ejemplo me pareció inspirador.
Cuando dividimos un territorio —algo por cierto antinatural y contrario a una realidad física interconectada y sin fronteras— podemos hacerlo con la vista puesta en servir y apuntalar el poder establecido favoreciendo así su ejercicio o podemos hacerlo para enfrentar los problemas que padecen los seres vivos que lo habitan. Ni que decir tiene que del primer punto de vista nacerán divisiones de un tipo mientras que del segundo nacerán una multitud de divisiones de otro tipo.
Las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado son un ejemplo del primer punto de vista, propio de los siglos XVIII y XIX, y en ellas vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, mueve el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.
Como escribió uno de los teóricos de este tipo de organizaciones: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».
Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.
Las «capitales» borbónicas así establecidas depredan a los territorios y localidades circundantes merced a impuestos dedicados a pagar funcionarios que trabajan y viven en la ciudad capital dando así origen a un trasvase de capitales desde las ciudades y territorios tributarios a la ciudad capital.
La acumulación de poder político en esas ciudades capital hace que las élites prefieran establecerse en ellas abandonando a las ciudades y territorios tributarios que, de este modo, aumentan su espiral de empobrecimiento. Las industrias, igualmente, son ubicadas preferentemente en el entorno de estas ciudades capital donde, además, las élites sociales prefieren ubicar los polos de riqueza para su mayor comodidad.
Todos estos fenómenos y muchos otros descritos por la doctrina científica son sentidos por la población de las ciudades y territorios tributarios como injustas ofensas y este sentimiento de agravio suele traducirse en movimientos de corte nacionalista —tatambién de origen decimonónico— que tratan de corregir el agravio mediante movimientos políticos (en el mejor de los casos) o de acciones violentas (en el peor).
En España llevamos ya más de dos siglos así, generando desigualdades, expropiando futuros e incubando odios que, no lo duden, antes o después estallan y solo pueden ser calmados mediante concesiones a los territorios más beligerantes que son inevitablemente entendidos por el resto de los territorios como un nuevo agravio.
Esta situación decimonónica, periclitada, caduca, generadora de ineficiencias y madre de desigualdades e injusticias no debiera permanecer ni una década más. Esta situación, centralizada, sólo beneficia a unas esclerotizadas élites económicas y políticas al tiempo que bloquea el desarrollo natural y orgánico de todos los territorios del estado, produce infelicidad e ira en una gran parte de sus habitantes y provoca movimientos migratorios que empobrecen económica, social y culturalmente a la mayor parte de las personas y territorios del país.
Esta situación de organización en red centralizada debe ser sustituida con urgencia por una organización de tipo distribuido acorde con las infraestructuras y principios que organizan las redes de los estados modernos. Si piensa usted en la administración centralista como una especie de engranaje de un reloj o como una rueda que toda ella gira alrededor de un centro, puede usted imaginar una organización distribuida como una red mallada del estilo de internet donde cada nodo (usted, su ciudad o territorio) es el centro del resto de la red.
Podemos seguir funcionando como un estado borbónico del XVIII o podemos funcionar como un estado moderno y capaz de marchar a la vanguardia de los estados del mundo.
Yo apuesto por lo segundo y creo que podemos conseguirlo si un puñado —nada más que un puñado— de personas convencidas lo intentamos. El trabajo más duro será el de difundir la idea, una vez puesta en marcha ella sola será imparable.
Yo prefiero un país de todos a un país gobernado por élites tan alejadas como ajenas a mí.
Hoy me pongo en marcha. Total, llevo 40 años defendiéndolo, al menos desde que debatí esta idea con mi amiga Consuelo.
¿Qué habrá sido de ella?
Hispano a mucha honra
La Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América (OBM) está empeñada en clasificar a los seres humanos según su raza o etnia y esa —en principio— repugnante forma de clasificar me dice algunas cosas que quizá sean importantes.
Para el gobierno de los USA existen multiples razas pero sólo dos «etnicidades»: los hispanos y el resto de los humanos.
Para los americanos parece que es incomprensible que un blanco, un indio, un negro o culaquiera de los múltiples mestizajes posibles entre ellos sean todos «hispanos». Así que, para las demás razas la Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América aplica criterios puramente raciales pero para los hispanos aplica criterios culturales: es hispano quien habla español o tiene un claro bagaje cultural hispano.
Si es usted castellano, andaluz, catalán o vasco no se ofenda si para los USA es usted simplemente un hispano más y mientras pienso en esto saboreo el hecho de que para ser hispano no importe la raza ni el sexo porque me tranquiliza respecto a la conducta de nuestros tatarabuelos y tatarabuelas que nunca dudaron en mezclarse con hombres y mujeres de cualquier raza.
Los españoles tenemos muchos problemas con nuestras identidades y con lo que somos, no somos o deberíamos ser, por eso me agrada que la administración norteamericana venga a solucionarnos nuestras querellas identitarias y nos meta a todos en un mismo saco: hispanos.
Y pienso que sí, que hispano a mucha honra, como casi 500 millones de seres humanos más que hablan castellano, el idioma de los pobres y el de la gente con la alegría y el alma necesarias para no clasificar a sus semejantes como si fuesen taxidermistas.
Hispano. Oigan, suena muy bien y, si solo hay dos «etinicidades» para los americanos en el mundo, la normal y la hispana, yo elijo ser parte de esta última. En el fondo nunca me gustó ser normal y al fin y al cabo distinción es una palabra que viene de distinto.
Hispano, sí, me suena muy bien.
Españoles que nacen donde les da la gana
Afirma la gente de Cádiz que los gaditanos nacen donde les da la gana y otro tanto he oído afirmar también a los de Bilbao, pero, si de mí dependiese, creo que este nacer donde a cada uno le da la gana debiera ser la norma general para todo el estado español. Este asunto de dónde nacen los españoles está cobrando actualidad a propósito de las preguntas y respuestas que la prensa hace sobre su «españolidad» a figuras deportivas como el boxeador Emmanuel Reyes o los futbolistas Williams y Yamal.
Si repasa usted la historia de España constatará que muchos de sus personajes más conspicuos no han nacido dentro de los límites de nuestra estrecha piel de toro y no se contarían, para un numeroso grupo de «españoles de cuna», entre los españoles «de verdad».
Colón por ejemplo quizá sea el personaje que mayores servicios prestó a la corona hispana y, sin embargo, no sabemos dónde nació. Y no, no se se fíe usted de la tesis genovesa ni de ninguna otra tesis, Don Cristóbal Colón ocultó muy bien su origen a pesar de que jamás usó en su correspondencia (incluso con su hermano y su hijo) otra lengua que el castellano.
Tampoco el hombre que inició la primera vuelta al mundo había nacido dentro de los límites de lo que hoy conocemos como España sino que, bien al contrario, Don Fernando de Magallanes había nacido en el vecino Portugal.
Y, si a soldados y guerreros atendemos, podemos pasearnos por el Museo del Prado y veremos que el quizá más famoso de los generales de los tercios, Don Ambrosio de Spínola, tampoco había nacido en la península ibérica. Y, si nos retraemos a la Región de Murcia, por hablar de algo más cercano, veremos también que el principal escultor de ella, Francisco Salzillo, era hijo de otro Salzillo pero este napolitano, como Lamine Yamal pero all’italiana.
Ambrosio de Spinola Doria (Génova 1569, Castelnuovo 1630). Cristóbal Colón (¿? Circa 1451, Valladolid 1506). Fernando de Magallanes (Sabrosa 1480, Mactán 1521).
Américo Vespucio (Florencia 1454, Sevilla 1512). Carlos de Habsburgo (Gante 1500, Yuste 1558). Alejandro Farnesio (Roma 1545, Arrás 1592). Antonio Malet, Marqués de Coupigny (Arrás, Artois ¿?, Madrid 1825)
Arturo O’Neill y O’Kelly (Irlanda 1749-Madrid 1814) Teodoro Reding von Biberegg (Schwyz 1755-Tarragona 1809) Nicolás Salzillo, (Santa Maria Capua Vetere 1672, Murcia 1727) Cristóbal de Roda Antonelli. (Gatteo 1560, Cartagena de Indias 1631). Juan Bautista Antonelli (Gatteo 1527, Toledo 1588). Bautista Antonelli. (Gatteo 1547, Madrid 1616). Mateo Vodopich. (Dubrovnik 1716, Cartagena 1787). Doménikos Theotokópoulos (Candia 1541, Toledo 1614)… etc., etc., etc.
Podría alargar esta lista hasta el infinito pero me basta con estos ejemplos para ilustrar el hecho de que nacer en España es una cosa y ser español y prestar servicios a España puede ser otra muy distinta.
Que tu madre sea o no española y que te dé a luz en Cádiz o en Bilbao es una pura cuestión de suerte y es por esto que no alcanza uno a entender que esta sea razón suficiente para otorgar más derechos a un ser humano que a otro.
Si bien se piensa, este hecho de que sea el puro nacimiento en un determinado lugar o de unos determinados padres el que otorgue derechos que a otros seres humanos les son negados (ius sanguinis, derecho de sangre), no es nada distinto de lo que sucedía en aquel viejo sistema social del Antiguo Régimen que prescribía que, quien fuese hijo de un noble, heredase el título nobiliario y los privilegios a él anexos. Para muchos todavía, sin embargo, el hecho de haber nacido (obviamente de casualidad) de padres españoles les hace sentirse tan superiores a otros seres humanos como superior se sentía un conde o un duque hace dos siglos ante sus semejantes. Creo que quienes así se sienten están en un profundo error lógico y moral, tanto mayor cuanto más extremado: si gozan de esos derechos por puro azar la humildad debiera ser su primera norma de conducta para con aquellos que no tuvieron su misma suerte.
Los ciudadanos romanos, refractarios a todos estos asuntos de naciones y nacionalidades, lo solventaron afirmando aquello de que «Ubi bene ibi patria» o, como escribió Cicerón «Patria est ubicumque est bene», lo que no traduciré porque creo que se entiende.
A veces me pregunto qué pasaría si la condición de español o española no viniese regalada y hubiese que ganársela o si se pudiese perder con todos los derechos que lleva aparejada por un mal uso ¿Cuántos de los muchos «patriotas» que ahora se ven lo serían en ese caso? ¿Cuántos de esos «antiespañoles» que ahora disfrutan de los derechos que otorga la nacionalidad por el mero hecho de nacer se abrazarían a la bandera?
Nada hay más fatuo ni pueril que enorgullecerse de algo que no nos hemos ganado, que nos ha venido regalado por casualidad. Dejo que ustedes me digan qué creen que pasaría si los españoles y españolas pudiesen nacer en verdad donde a cada uno le diese la gana.

Los últimos restos del bando realista
El surgimiento del nacionalismo dio lugar a la mayor oleada de mentiras y falsedades que imaginarse puedan sobre la historia y esta afirmación es válida no sólo para los «nacionalismos periféricos» de catalanes y vascos sino también para el propio nacionalismo español y para todos los nacionalismos en general.
Piense usted en el caso de eso que se llama las «guerras de independencia» hispanoamericanas. Usualmente la percepción que se tiene de dichas guerras es la de que pugnaban de un lado unos patriotas y de otro los soldados del ejército de España como potencia colonial.
Toda esa visión es falsa y si quieren entender bien este proceso les recomiendo que lean la obra del profesor Tomás Pérez Vejo que es quien, a mí juicio, mejor ha estudiado y enfocado el asunto de las independencias americanas (en especial México donde es profesor) hasta conceptuarlas como auténticas guerras civiles, que fue, por otra parte, la forma en que las entendieron sus contemporáneos.
Hoy no quisiera entrar en un tema tan largo y complejo como este de las independencias hispanoamericanas sino contarles otra experiencia personal que me llevó a considerar, siquiera sea a efectos meramente dialécticos, si es que aún existen en hispanoamérica restos del llamado «bando realista». Les cuento.
Correría el año 2014 y acababa de firmar yo como decano un convenio con los abogados de Cartagena de Indias cuando recibí una carta manuscrita de alguien que decía ser «representante del pueblo mapuche». En la carta denunciaba la opresión que sufría su raza por parte de los gobiernos de Chile y Argentina y me pedía que hiciese lo que estuviese a mi alcance por remediarlo.
Por qué llegó aquella carta a mi despacho desde la otra punta del mundo lo ignoro, sólo acierto a pensar que cerca de la localidad desde la que se me remitía había otra Cartagena más y que quizá eso influyese, pero a ciencia cierta no lo sé.
La carta me intrigó pues, de entrada, yo no tenía ni idea de quiénes eran los mapuches.
Una búsqueda en internet pronto aclaró mis dudas, los mapuches son ese pueblo autóctono de América del Sur al que los españoles conocemos como «araucanos».
Para quienes no lo sepan los araucanos son los protagonistas del principal poema épico castellano «La Araucana», de Alonso de Ercilla. Valientes y leales como ningunos la Corona Española nunca pudo dominarlos de forma que, finalmente, acabaron firmando una serie de acuerdos que principiaron por el llamado «Parlamento de Quillín» en 1641 en donde los araucanos vieron reconocido su autogobierno al tiempo que reconocían como enemigo de su pueblo a cualquier enemigo de la Corona Española. Sus tierras son las que pueden ver en el mapa y los tratados fijaron su límite sur en la frontera que marcaba el río Biobío.
Cuando Chile y Argentina llevaron a cabo sus procesos independentistas los mapuches, leales a sus pactos, defendieron a la Corona Española y, aunque en principio se les reconoció la soberanía sobre sus tierras, poco a poco los gobiernos de Chile y Argentina les fueron hostigando a través de las campañas militares conocidas, eufemísticamente, como «Pacificación de la Araucanía» y «Conquista del Desierto». Esto significó la muerte de miles de personas y la pérdida de territorios del pueblo araucano, pues fueron desplazados hacia terrenos de menor extensión denominados «reducciones» o «reservaciones», y el resto de las tierras se declaró fiscal y fue subastado. Un proceso, como ven, bastante parecido al de las reservas indias de los Estados Unidos.
En los siglos xx y xxi, los araucanos (mapuches) han vivido un proceso de aculturación y asimilación a las sociedades de ambos países y existen manifestaciones de resistencia cultural y conflictos por la propiedad de la tierra, el reconocimiento de sus organizaciones y el ejercicio de su cultura y es por eso que hoy, el pueblo mapuche, todavía esgrime con orgullo ante las organizaciones internacionales sus pactos con la Corona Española para defenderse de lo que consideran una política execrable de los gobiernos de los países que ahora ocupan sus territorios.
Como pueden imaginar puse el tema en conocimiento del Consejo General de la Abogacía el cual se negó a tomar acción alguna aduciendo que ello estropearía nuestras relaciones con Chile y Argentina y ahí quedó el tema.
Pero yo no les he olvidado y por eso, cuando alguien me pregunta sobre la forma en que la Corona Española trató a los indios en América, yo, en lugar de responderle, le cuento la historia de la carta que me mandaron los mapuches, una carta donde aún un pueblo autóctono pedía ayuda a España contra quienes les oprimían y dejo que quien me pregunta saque sus conclusiones.
La cuestión mapuche ha generado debates que se desarrollan en diversos ámbitos, desde la discusión jurídica pasando por la controversia historiográfica sobre su condición de pueblos originarios hasta el polémico uso del epíteto de terrorista. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado en diversas instancias al Estado de Chile por el uso inadecuado de la ley antiterrorista y a veces pienso que este conflicto civil ilustra bien las guerras que se produjeron en hispanoamérica entre los partidarios de nuevos estados y los defensores de la vieja legalidad monárquica (cada quien según sus convicciones y conveniencias).
Los siempre fieles y valientes araucanos (hoy llamados mapuches) serían, pues, desde este punto de vista los últimos rescoldos de la defensa de la vieja legalidad; serían, en suma, los últimos integrantes del bando «realista». Y no me tomen literalmente.
Y no, el territorio mapuche no era un enclave menor ni sin importancia, es el que ven en el mapa.

Tenim un nom
Lo escribiré en catalán para que me entiendan todos: tenim un nom i el sap tothom.
No, no estoy cantando el himno del Barça, les estoy hablando de algo bien distinto: de las clasificaciones étnicas que lleva a cabo la Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América (OBM).
Y dicho esto y antes de tomarme por loco déjenme que me explique.
Españoles, Argentinos, Peruanos, Chilenos y en general la población de todos esos países que nacieron de la implosión de la Monarquía Católica (el muy mal llamado imperio español) son gentes que adoran las diferencias, las exaltan y hacen de ellas sus señas de identidad cuando no, en los casos más extremos, una razón para morir que es un verbo curioso que, en castellano, se conjuga siempre en forma transitiva como «matar».
Esta obsesión por la diferencia hace que catalanes, andaluces, vascos, navarros, canarios y hasta los de Cartagena como yo nos miremos con recelo. Si suena el himno de España medio estadio aplaudirá y el otro medio silbará para «marcar diferencias» y si hay que pagar impuestos a la caja común no dude que pronto alguien hablará del «hecho diferencial» normalmente para pagar menos.
Y no, no crea que esto es propio solamente de los españoles: argentinos y chilenos andan en líos desde la independencia, se ve que tres siglos (del XV al XVIII) de convivencia pacífica no les enseñaron nada y en los dos últimos siglos (XIX y XX) han ido de bronca en bronca con regularidad pasmosa hasta el decidido apoyo chileno a la flota británica durante la guerra de Malvinas.
¿Y qué decir de las guerras de Perú o Ecuador o de Chile y Bolivia? ¿tendré que recordar aquella horrible atrocidad que fue la llamada «Guerra de Triple Alianza» y que enfrentó al Paraguay contra Uruguay, Argentina y Brasil? En esa guerra —una auténtica guerra de exterminio— fue eliminada la mayoría de la población masculina paraguaya y a uno, en la distancia, le cuesta comprender tanta furia y crueldad entre seres humanos que apenas cincuenta años antes eran compatriotas y vivían en paz.
Es lo que tienen «hechos diferenciales» tan importantes como el haber nacido en la ribera norte o sur del Paraná o a este lado o a aquel lado de los Andes. Sí, la exaltación de la diferencia, la hipérbole del «hecho diferencial» conduce a la locura y, por lo que veo, en ella seguimos instalados.
Pareciera que nadie, desde California a la Tierra del Fuego y desde Menorca a Isla Guadalupe, tuviese el más mínimo interés en señalar todo lo que —y es mucho— tenemos en común sino en acabar con ello, pero, afortunadamente, para salvarnos de nuestros demonios, tenemos a los Estados Unidos de América y su Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad.
Y digo que para salvarnos de nuestros demonios, tenemos a los Estados Unidos y su Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad (OBM) porque para ellos el asunto es muy claro: del Río Grande a la Tierra del Fuego y de Menorca a Guadalupe viven (vivimos) unas gentes que tenim un nom i el sap tothom: «hispanos».
Sí, la OMB define «hispano o latino» como una persona de cultura u origen cubano, mexicano, puertorriqueño, sudamericano o centroamericano u otro de origen español, independientemente de la raza, de modo que ya lo sabe, independientemente de si usted llama a su amigo güey, boludo, parce, quillo o picha, o de si usted ha nacido al norte o al sur del Paraná o Sierra Morena o acá o allá de los Andes, usted para la OBM es «hispano», porque esos malditos seres blancos, anglosajones y protestantes que viven en USA (WASP), no se fijan en las sutilezas que a nosotros nos obsesionan y saben que, de California al Cabo de Hornos y de Menorca a Guadalupe, vive una comunidad humana que, aunque ella misma no lo sepa, comparte demasiadas cosas como para no considerarla un grandísimo proyecto de futuro en potencia.
Es por eso que se lo escribo en catalán, porque quiero que usted me entienda: entérese que para los gringos tenim un nom i el sap tothom: «hispanos». Y ahora puede usted seguir pensando en las tremendas «diferencias» que existen entre chilenos y argentinos, paraguayos y uruguayos, valencianos y baleares, murcianos y cartageneros… Pero no se extrañe si, al viajar a Estados Unidos, se encuentra usted con un muro en la frontera o con que el oficial de turno le clasifica a usted (se lo repetiré clar i catalá) como «hispano».
Y ahora me voy a desayunar.
Las dos Hispanidades (II)
Hará una semana que les dejé un post titulado «Las dos hispanidades (I)» en el que les hablé de esa cierta idea de España que trataban de inculcarnos en las escuelas a los niños de los años 60. Recuerdo que lo concluí cuando me cansé de escribir, pero también recuerdo que les prometí contarles en un post posterior cómo se había forjado esa peculiar visión de la nación española que trataban de inculcarnos y que es, por otro lado, la visión que aún hoy día comparten mayoritariamente todos esos españoles que se tienen por buenos patriotas. Y no, no se confundan, por más que yo les conté mi experiencia en los años 60 durante el régimen de Franco, la visión de España —de la nación española— que recoge está versión «oficial» no es producto del franquismo sino de un largo proceso anterior que ocupa todo el siglo XIX.
Dicen que una nación es una comunidad unida por un error sobre sus orígenes por lo que hoy me van a permitir que me vaya al origen de la nación —de lo que usted y yo entendemos hoy por nación— un retroceso en el tiempo de escasos doscientos años pues ha de saber usted que naciones, tal y como usted y yo las conocemos, no empezaron a existir sino hasta el siglo XIX.
El pasado es un lugar poblado por gentes que pensaban distinto de nosotros y que, incluso aunque usasen las mismas palabras, les daban un sentido distinto al nuestro y esto es lo que pasa con la palabra «nación», una palabra que podrá usted encontrar en castellano desde la antigüedad remota pero que en modo alguno significaba lo que hoy entendemos comúnmente que significa y, para comprobarlo, nada mejor que acudir al libro capital de las letras castellanas: El Quijote.
Si se toma usted la molestia de buscar las veces que en el Quijote se usa la palabra «nación» (yo me he tomado la molestia por usted) podrá comprobar que, con esta palabra, nunca se designa a esa comunidad humana que ejerce o aspira a ejercer la soberanía sobre un territorio. Para Don Alonso Quijano —y para el resto de los castellanoparlantes europeos y americanos contemporáneos suyos— el concepto «nación» significaba otra cosa.
Por ejemplo, la palabra nación podía usarse para señalar un origen normalmente geográfico (aunque no siempre) como por ejemplo en el capítulo IX del Quijote:
«Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos».
O en el capítulo XL
«Era calabrés de nación, y moralmente fue un hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil,»
O incluso con un sentido más étnico o religioso que geográfico, como en el capítulo XLI
«…así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones…»
O incluso más para designar a una minoría como en el caso de los moriscos expulsados del reino:
Don Quijote de La Mancha. Segunda parte. Capítulo LIV)
— «Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos.
No existe en el Quijote, pues, ninguna referencia a una «nación política» como hoy la entendemos aunque, curiosamente, tal expresión sí aparece una vez en el texto, si bien el adjetivo «político» tampoco significa lo que hoy podríamos entender que significa y, si tienes dudas, repasa el sentido del adjetivo «político» en el poema de Calderón de la Barca que empieza con
«Este ejército que ves
vago al hielo y al calor
la república mejor
y más política es…»
Y si «nación» no significaba hasta el siglo XIX lo mismo que significa ahora lo mismo pasaba con la palabra «patria».
Recuerdo cuando de niños, enfrentados al conocido soneto de Francisco de Quevedo que comienza con un «Miré los muros de la patria mía…», el profesor nos advertía severamente que cuando Quevedo hablaba de patria no se refería a España —que es lo que en principio todos pensábamos— sino a Madrid. El pasado, como dije, es un país distinto donde hasta las palabras significan cosas distintas y esto, muy a menudo, se olvida; unas veces por imprudencia, otras deliberadamente para apuntalar posiciones políticas propias.
«Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.»
El propio Don Quijote, se nos cuenta en la primera parte, que tenía, como Amadís, una particular idea de «patria» (Capítulo I):
«Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della».
Créanme que si Quevedo o Cervantes se parasen hoy día frente a un establecimiento militar y leyesen el eslogan de «Todo por la patria» experimentarían severos problemas para determinar por qué o quien debían dar ese «todo».
Y esto que les cuento para España es válido para el resto del mundo en esos años y en especial para los lugares que luego serían las repúblicas americanas que nacieron de la implosión de la monarquía católica.
Pero, por hoy, las búsquedas en el Quijote me han cansado y me temo que voy a tener que volver a dejar el tema. Si esto le interesa a alguien ya me lo dicen y hago la tercera entrega.
Un cierto algo en común o de cómo querer gritar Viva México
Les hablaba el otro día de aquella cierta idea de España que se nos enseñaba en el colegio a los niños de los años 60. El fenómeno no fue exclusivo de España y, durante todo el siglo XIX, las recién nacidas repúblicas americanas, restos de la implosión de la monarquía católica, se dedicaron a forjar una identidad nacional a través de relatos más o menos disparatados.
Afortunadamente el ser humano tiene memoria y, a pesar de los adoctrinamientos, desde California a la Tierra del Fuego todos los seres humanos que habitaban esas tierras fueron siempre conscientes de que tenían algo en común.
Seguramente los problemas políticos y económicos de las repúblicas americanas y recientemente la peripecia europea de los gobiernos y los políticos españoles, pudieron en algún momento dejar en segundo plano este algo en común que todos sabemos que tenemos, desde la Punta de S’Esperó en Mahón a la Isla Guadalupe en el Pacífico Mexicano.
Afortunadamente para nosotros, esa cultura blanca, anglosajona y protestante (WASP) que impera al norte del Río Grande, con su manía de clasificar étnicamente a los seres humanos, se encarga diariamente de recordarnos (a veces construyendo muros) quiénes somos, cómo nos llamamos, lo que somos y lo que podemos llegar a ser estas gentes a las que ellos llaman hispanos. Quizá los hispanos no sepamos lo que somos pero ahí están los Estados Unidos para recordarnos día tras día que sí, que existimos, que no somos producto del sueño ni de la fantasía.
Y es que, aunque no lo sepa, si es usted hispano (y los Pirineos y la entera península ibérica, aunque los mapas digan lo contrario, también están al sur del Río Grande) a poco que le rasquen un poco la piel le saldrá ese americano cultural y espiritual que lleva dentro y he reparado vivamente en esto hoy cuando, por azar, me ha saltado en las redes el vídeo que les he resumido y colocado abajo. Sucedió hace pocos días en la plaza de toros de Pamplona, durante las fiestas de San Fermín y cuando un mariachi pisó el albero para cantar una canción.
Si no es usted español (navarro, vasco, catalán, gallego…) quizá no pueda llegar a entender que el público de esa plaza muy probablemente es incapaz de cantar el himno andaluz, gallego o canario; que incluso el himno de España, de sonar, provocaría protestas en un sector del público y que pocas cosas generan tantas tensiones entre los españoles como lo que se canta y se toca en los espacios públicos y en las aglomeraciones humanas.
Por eso no pude evitar que se me piantase el lagrimón cuando el mariachi atacó los sones de «El Rey» y la plaza se volvió loca de unanimidad, porque quizá pocos conozcan los himnos de las comunidades de España pero en corridos, rancheras y hasta huapangos los españoles sacan nota.
Y el final con toda la plaza cantando «México lindo y querido» como si todos hubiesen nacido en Jalisco es de esos que no tienen precio.
Y estás son las cosas que pueden pasar cuando de pronto aparecen unos mexicanos en un ruedo en Pamplona, que no necesitamos que nadie nos recuerde que, aunque vivamos a miles de kilómetros de distancia y con un océano por medio, seguimos teniendo algo en común y formamos un «nosotros» superlativo.
¡Viva México cabrones!
Las dos hispanidades (I)
Yo nací en 1961 y, como pueden imaginar, mi enseñanza primaria y mi bachiller se me impartieron conforme a las más estrictas exigencias pedagógicas del régimen de Franco.
La escuela de entonces nos inculcaba una muy concreta visión del mundo y de España siendo fundamental instrumento pedagógico para ello las canciones. Sí, cantábamos mucho, al menos en mis años y en mi cole. Recuerdo que, la segunda canción que me enseñaron, ya me ofrecía una muy concreta visión de España. Creo recordarla bien, el estribillo decía así:
«De Isabel y Fernando el espíritu impera,
moriremos besando la sagrada bandera,
esta España gloriosa nuevamente ha de ser
la nación poderosa que jamás dejó de vencer».
España, nos decían, «tenía vocación de imperio» y así nos lo hacían cantar.
Y, además de las canciones, estaban los llamados «gritos de ritual». Por ejemplo, si el profe gritaba «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Una!», si volvía a gritar «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Grande!» y si, por tercera vez, gritaba «¡España!» nosotros debíamos responder «¡Libre!». Era como un acto litúrgico.
Había por entonces muchos gritos de ritual, de entre los cuales, el más delirante que recuerdo, nos lo enseñaron cuando el alcalde franquista de mi ciudad accedió para su mal a recibir en el Ayuntamiento a los alumnos de mi clase con nuestro profesor de música al frente.
Armados de flautas, armónicas, melódicas y un pandero, mi compañeros de clase y yo, impasible el ademán, acudimos al ayuntamiento a ejecutar cuatro canciones o al alcalde (quien primero cayese). El repertorio del «concierto» (los juristas me entenderán) era típico, antijurídico, culpable y punible: primero «La Rianxeira», de segundo, «Eres alta y delgada», en tercer lugar «Ya se van los pastores a la Extremadura» (al régimen le encantaban los cantos regionales) y de cuarto, como «pieza patriótica», la versión para flauta chirriante y orquesta desconcertante de una canción llamada «Yo tenía un camarada» que se nos enseñó como patriótico-española aunque, andando el tiempo, supimos que era alemana y se titulaba: «Ich hatt’ einen Kameraden».
El profesor de política, presente para la ocasión, nos advirtió de que, en el improbable caso de que el alcalde sobreviviese a nuestro concierto, al finalizar el acto gritaría
—¡¡Por el imperio hacia Dios!!
A lo que nosotros debíamos responder como un solo hombre
—¡¡Arriba España!!
Yo no entendía nada. ¿Cómo que «por el imperio hacia Dios»? Hacia Dios —me lo habían enseñado en clase de religión— se iba con buenas obras y portándose bien pero ¿«por el imperio»?
Mi amigo «Pote», tan atónito como yo, me dijo a la oreja:
—¿Pero esto qué clase de tontá es? Por el imperio ¿hacia Dios? ¡Hacia Dios sabe dónde!
Yo me callé, el alcalde, para sorpresa de todos, logró sobrevivir al flauticidio, dio el grito de ritual, los niños contestamos sin entender nada y nos fuimos a casa tan contentos, aunque a mí no me dejó de dar vueltas en la cabeza el asunto de Dios y el imperio.
En aquella visión de España que se nos inculcaba nuestra patria, España, era la hipóstasis de una serie de premisas ideológicas que al régimen le parecía deseable que interiorizásemos.
Para quien no sepa qué es o a qué me refiero con eso de la «hipóstasis» le diré que hipostasiar es el término al que recurrió Kant para referirse al delito intelectual de dar carta de naturaleza real a lo que solo es un objeto de razón. Así dotamos de personalidad a entidades que solo existen en nuestra razón, hipóstasis como la nación o dios (Padre, Hijo o Espíritu Santo) son asumidas por el ser humano como si fuesen entidades reales, les atribuimos deseos y les hacemos hablar, legislar o exigir conductas a las que adecuamos la nuestra.
Luego veremos que este «delito de hipostasía» ni es exclusivo de la España de Franco ni lo inventó el régimen. Este delito intelectual es común a todos los nacionalismos de todos los lugares del mundo (incluidos nuestros actuales nacionalismos periféricos) y, de hecho, constituye una especie de nueva teología que, lejos de superar una visión teocrática del estado, lo que hace es, simplemente, cambiar sus dogmas y ritos. Pero sigamos describiendo la concreta idea de España que se nos pretendía inculcar aunque fuese común en sus ideas básicas a las de cualquier otro credo nacionalista pasado o actual.
En primer lugar la patria, nuestra nación, parecía eterna y por eso, cuando se nos enseñaba historia, se nos hablaba desde las prehistóricas cuevas de Altamira o el dolmen de Menga hasta la guerra civil. Viriato, Sagunto o Numancia eran parte de la «historia de España» e ilustraban el carácter indómito de nuestra nación que prefería la muerte a la esclavitud (Sagunto, Numancia…) o la pérfida traición que justificaba la derrota del valeroso Viriato, porque los buenos españoles nunca eran derrotados en buena lid sino que sus fracasos se debían a la traición, sobre todo de alguno de los suyos, como en el caso de Viriato, asesinado mientras dormía por tres de sus generales (Audax, Minuro y Ditalco) a quienes el cónsul Cepión habría prometido una cuantiosa recompensa que luego no les pagó alegando que «Roma traditoribus non praemiat», esto es, que «Roma no paga a traidores».
Tan eterna era nuestra patria (o al menos la visión que de ella se nos daba) que incluso convertía en «españoles» a personajes como Trajano, Adriano o Teodosio, emperadores romanos que jamás habrían podido imaginar que, muchos siglos después de su muerte, alguien llamaría «españoles» a quienes no eran sino ciudadanos romanos. Estos emperadores junto a otros ciudadanos romanos como Séneca eran tratados como glorias de la patria, una patria a la que ellos pertenecían aún sin saberlo.
Esta permanencia cuasieterna de la patria y de ciertos valores a ella asociados se resumía en la fórmula joseantoniana de que «España era una unidad de destino en lo universal». Y así nos lo enseñaban.
Llegados a este punto permítanme advertirles que, este peligroso juego intelectual de considerar «eterna» a esa entidad —hipóstasis— llamada «nación» o «patria» (ya sea grande o chica), es común a todo pensamiento nacionalista y está tan extendido que, por ejemplo, si busca usted la «historia de la Región de Murcia» en la web oficial de esta Comunidad Autónoma, verá que esta historia «de la Región de Murcia» comienza por la prehistoria y sigue hablando de Carthagineses y Romanos aún cuando faltaban 1000 años para que apareciese sobre la faz de la tierra algún lugar llamado «Murcia». Y, a poco que usted busque, verá que esté fenómeno se repite de Portbou a Ayamonte, de Cataluña a Andalucía y del Cabo Norte a la Punta de Tarifa. El fenómeno de las patrias eternas es consustancial a la visión nacionalista del mundo y de la historia, es un principio universal de esta ideología.
Sin embargo, la visión de España que se nos ofrecía en la escuela no estaba exenta de curiosas peculiaridades pues, junto a los habituales representantes de la bondad y valentía del buen pueblo español (Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón, Daoiz y Velarde), aparecían otros personajes de características un tanto peculiares como Rodrigo Díaz de Vivar, un héroe díscolo, rebelde en muchos casos a su rey y a quien se ponía como ejemplo de caballero cristiano, porque la desgracia de España, según el relato oficial, pasaba en muchos casos por la ausencia de dirigentes a la altura de la grandeza de la nación española; el «Dios qué buen vasallo si hubiese buen señor» del «Cantar del Mío Cid» se nos ofrecía como causa de las muchas desgracias de España y, aunque esto era muy del agrado de los falangistas más ortodoxos (férreamente antimonárquicos), años más tarde aprendí que todo esto obedecía a un relato histórico de raíces liberales forjado en el siglo XIX, pero no nos adelantemos porque para entenderlo bien habremos antes de pasear por el Congreso y Senado de España y detenernos a admirar sus cuadros de tema histórico. Terminemos pues, antes, de definir esa cierta visión de España que por entonces se nos ofrecía en la escuela y de la cual formaba parte ese «imperio» que, según el delirante grito ritual, debía conducirnos «hacia Dios». Ese imperio que se nos presentaba como cénit de la nación española y que, a día de hoy, vuelve a estar en el centro de muchas y muy políticamente profundas controversias.
Pero, por hoy me he cansado de escribir, este post es ya muy largo y en el fondo no sé si le interesa a alguien así que, por hoy, les dejo con este cuadro de la «Jura de Santa Gadea» al que tendremos ocasión de volver más adelante cuando visitemos el Palacio del Senado de España, pero eso será otro día.





