La ciudad doliente

Introducción

No me gusta ver a mi ciudad instalada en la queja perenne y en la frustración perpetua, repitiendo una y mil veces una lista de agravios tan larga como su propia historia y apelando exclusivamente a la protesta individual o colectiva como única herramienta de solución.

Digámoslo claramente aunque moleste: el mismo problema que sufre Cartagena lo sufren 43 de los 45 municipios de la región y, por lo que respecta al cuadragésimo cuarto, es un problema que también sufren la mayor parte de sus 55 pedanías.

Es más, el problema que padece Cartagena no es ni siquiera propio ni exclusivo de la región de Murcia sino que lo viven la mayor parte de los municipios de España y es un problema que nace de una insensata ordenación del territorio trabada a medias sobre un anticuado soporte ideológico nacionalista y una irracional red de administraciones construidas sobre el modelo de la administración centralista borbónica. Este modelo —que analizaremos— da lugar a un sistema que, de forma perpetua y constante, depreda a unos territorios tributarios (la inmensa mayoría de España) en favor de unos pocos lugares elegidos que, de este modo, generan a su favor un sistema incesante de ingresos que viene bombeando desde hace más de dos siglos recursos y riqueza desde los territorios tributarios hacia los territorios dominantes, empobreciendo a unos y enriqueciendo a otros.

Ese sistema, absurdo, irracional y periclitado, es sentido con especial intensidad en mi ciudad, Cartagena, pero no es un problema exclusivo de ella y ni siquiera es ella la ciudad o territorio más perjudicado por el mismo, sólo quizá lo vive con especial intensidad y esto hace que se contabilicen con especial atención (o al menos con más atención que en otros lugares) la cada vez más larga lista de agravios que el sistema produce. Ahora bien, que el problema no sea sentido en otros lugares no quiere decir que no estén tan o más afectados que mi ciudad por este sistema perverso de depredación interterritorial.

Describamos primero el mecanismo de depredación para articular más adelante una propuesta de solución.

El mecanismo de depredación

La designación de una ciudad como capital nacional, autonómica o provincial, le otorga una posición dominante que provoca un flujo inmediato tanto de naturaleza económica como de influencia política en su favor y en perjuicio del resto de ciudades tributarias. Desde el mismo momento de su nombramiento y salvo circunstancias excepcionales se instala un sistema generador de desequilibrios interterritoriales en favor de estas ciudades y en perjuicio de las demás.

Suelen señalarse como herramientas principales de depredación el hecho de que la instalación de la capital en una ciudad conlleva la instalación en su municipio de una administración y una clase funcionarial que, manteniendo sus infraestructuras y cobrando sus salarios de los impuestos que paga toda la región los gastan en un único y exclusivo lugar. Piensen en que la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia paga a más de 60.000 funcionarios de los cuales un porcentaje importante tienen su puesto de trabajo en instalaciones mantenidas en Murcia. Tal situación provoca un flujo constante de dinero de las ciudades tributarias a la ciudad capital sin que acabe de entenderse por qué, en pleno siglo XXI, la Consejería de Agricultura ha de estar en Murcia y no en Lorca, Totana o Torre-Pacheco. Particularmente inspirador —y permítanme la broma en temas tan serios— sería ver la Consejería de Ecología y Medio Ambiente instalada en San Pedro del Pinatar o Portmán, con su consejero y todos sus funcionarios contemplando diariamente el estado de los lugares que deben regenerar.

La concentración funcionarial y de poder político en una sola ciudad conlleva asimismo que las oligarquías económicas se instalen al lado de las administraciones públicas con quienes han de tratar, negociar o en las cuales han de tratar de influir, produciéndose de nuevo un injustificable trasvase interterritorial de influencia y poder económico.

Esto, obviamente, no es nada que yo acabe de inventarme, esto es algo que ha sido objeto de reiterado estudio académico.

Esta situación es, además, evidente para cualquier habitante de una zona tributaria y, como adelanté, no son pocos los estudios científicos que la confirman como, por ejemplo, Bel G., Heblich S. (2011). “Industrial Concentration and Public Infrastructure Investment: Spanish Evidence.” un estudio que muestra cómo las decisiones políticas sobre infraestructuras tienden a beneficiar a las capitales administrativas; De la Fuente, A. y Vives, X. (1995) “Infraestructuras y localización industrial: un panorama analítico y empírico.”un estudio que, aunque centrado en localización industrial, destaca cómo las infraestructuras públicas, muchas veces ubicadas en capitales, fomentan una mayor actividad económica; José Villaverde y Adolfo Maza (2009). “Regional economic disparities and decentralisation in Spain.” trabajo que argumenta que la descentralización política en España ha favorecido a las capitales autonómicas, que reciben más recursos y funciones que otras ciudades de la misma región; Luis Rubalcaba-Bermejo (1999). “Business services in European cities: demand, location and regional policy.” donde se analiza cómo las capitales regionales concentran servicios avanzados, muchas veces como resultado de su papel político y administrativo.

En fin, para los habitantes de cualquier ciudad no capital (2/3 de la población española) tales estudios aparecen como innecesarios ante las evidencias de una realidad discriminatoria perennemente vampirizadora de recursos de las ciudades tributarias hacia las capitales dominantes.

El que esta depredación sea y haya sido perpétua y constante en los últimos dos siglos ha dejado huellas indelebles en nuestros territorios en forma de desequilibrios territoriales siempre —y salvo excepcionales casos— en favor de las ciudades capitales y en perjuicio de las ciudades tributarias.

Si es usted un habitante de Lorca, Cieza, Yecla, Jumilla o cualquiera de los 44 municipios tributarios de esta Región debería usted preguntarse cuál es el futuro de su ciudad si este sistema se mantiene cincuenta años más. Con toda probabilidad sus nietos ya no serán más lorquinos, ciezanos, yeclanos o jumillanos, pues antes o después habrán emigrado hacia la ciudad capital en busca de mejores oportunidades de las que le ofrece su tierra. Pregúntese, de paso, también, por qué acepta usted ese destino como si se tratase de una cruel fatalidad y no pudiese ser cambiado.

Pero antes de pasar a la acción —aunque los motivos que le he dado debieran ser bastantes— quizá sea bueno conocer las trampas ideológicas que nos han traído aquí y por qué esas coartadas ideológicas no deben pervivir ni un lustro más si queremos que en España las fracturas interterritoriales y sociales no acaben destruyendo un estado cada día más frágil.

Fundamentos ideológicos del sistema depredatorio

Dije más arriba que la organización territorial española era heredera del centralismo borbónico de una parte, en especial en lo que se refiere a la administración provincial, y de los principios nacionalistas propios del siglo XIX, en especial en cuanto se refiere a la administración autonómica. Veamos cómo operan ambos.

La división provincial y el centralismo borbónico

En las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado propio de los siglos XVIII y XIX con frecuencia vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, es movida por el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.

Como escribió Timon Cormenin: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».

Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.

Este tipo de redes obedecen más a la necesidad de ejercer el poder sobre el territorio que a la voluntad de enfrentar problemas concretos de la población. Son redes decimonónicas tendentes a que la voluntad de los gobiernos centrales alcance a todos los territorios y responden a un tipo de sociedades en que las comunicaciones se realizaban en carruajes o como mucho ferrocarril y son precisamente las redes radiales de carreteras o ferrocarril en España una de sus mejores ilustraciones.

El nacionalismo estatal y los nacionalismos periféricos

Para quien todavía no lo sepa el nacionalismo, como forma de organizar los estados del mundo es una ideología con apenas doscientos años de historia, fundada sobre la creencia de que cada nación tiene un cierto espíritu e idiosincrasia (volkgeist) y que, aparte de haber dado lugar a la organización actual del mundo ha sido la causa de los mayores crímenes y guerras desatados por el ser humano.

Una aclaración inicial: abomino del nacionalismo

Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria, no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.

Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.

No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.

Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.

Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).

Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.

Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.

Si a usted esto le parece razonable le sugiero que revise su equilibrio mental: su equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.

Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.

Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.

Y sentado mi férreo antinacionalismo veamos ahora cómo el mismo contribuye a la depredación de unos territorios por otros y a la generación de tensiones inútilmente disgregadoras.

El nacionalismo como criterio organizador de las comunidades humanas

Tras la caída del Antiguo Régimen —y en el caso concreto de España tras la desaparición del rey de la vida del país secuestrado por Napoleón Bonaparte en 1808— se hubo de buscar un fundamento para la soberanía y el ejercicio del poder.

Mientras perduró el Antiguo Régimen la justificación del origen del poder fue siempre de naturaleza religiosa, los reyes eran reyes por designación divina («Deo gratias», «por la gracia de Dios») expresada a través de unos vínculos hereditarios. Sin embargo, la desaparición del rey de la vida pública en Francia debido a la revolución y en España debido al secuestro del tándem Carlos IV-Fernando VII por Napoleón, impulsó a buscar un fundamento para esa soberanía que antes ejercía el soberano por derecho divino. La solución muchos creyeron encontrarla en una reciente idea producto del romanticismo alemán: la nación.

En el caso concreto de España fue la Constitución de 1812 la primera en expresar esta idea en su artículo 3 al expresar: «La soberanía reside esencialmente en la Nación…» aunque, en el momento de redactar el texto nadie supiera con exactitud qué era eso de «la Nación» por lo que hubo de ser definida con carácter previo, concretamente en el artículo 1, como «…la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» un concepto sintéticamente coincidente con «el pueblo», pero esta identificación de la nación con el pueblo no duraría mucho.

La creencia de que la nación es un concepto previo al estado mismo y que viene definido por unos antecedentes culturales, históricos, lingüísticos o culturales donde encarna el «espíritu» (volkgeist) de un pueblo pronto sustituyó al simple y hasta tautológico concepto contenido en la Constitución de 1812. La creencia en tan irracional y fantasmagórica entidad dio lugar a procesos tanto de integración (Alemania, Italia) como de disgregación, singularmente de imperios como el Austro-Húngaro o el imperio hispánico cuyo nombre oficial era el de Monarquía Católica.

La historia del siglo XIX es la historia de la constitución (invención) de las diversas naciones que habrían de componer el mundo civilizado, especialmente en Europa y de modo exitosísimo en la antigua América Hispana.

Fue en ese siglo (no antes) cuando se construyó el relato nacional español con una selección de episodios históricos sobre los que construir una identidad nacional. Igual proceso se vivió en la América Hispana y en bastantes zonas de Europa. Este proceso fue tan exitoso que, culturalmente, pronto se identificó el concepto indefinible e indefinido de «nación» con el concepto de estado llegando a proclamarse el derecho de toda nación (sea esto lo que sea) a constituirse en estado.

Ocurre, sin embargo, que en monarquías compuestas como la española no era sola España la que reunía los vagos requisitos cuasi mágicos para ser considerada nación sino que partes de la misma comenzaron a reivindicar su status de nación.

Esta reivindicación no fue demasiado sólida hasta que la catástrofe de 1898 debilitó grandemente el relato nacionalista español, al tiempo que la pérdida del negocio ultramarino y antillano de algunas regiones (singularmente Cataluña) impulsó el conjunto de creencias que alientan a todo nacionalismo, pero no solo eso.

No olvidemos que el centralismo borbónico para 1898 llevaba casi un siglo dejando sentir sus efectos depredadores, efectos depredadores en favor de Madrid que fueron sentidos de forma especialmente acusada en Cataluña y otras regiones como las provincias vascas si bien, en este último caso, trufado de otras componentes ideológicas como el absolutismo carlista.

Con la llegada de la Constitución de 1978 se asumió que el criterio de organización de todo el estado debería ser ese abstracto e inasible concepto de nación que animaba no sólo a España sino a otras «nacionalidades» que formaban parte de la misma. La organización territorial española, desde entonces, en lugar de obedecer a criterios económicos, de resolución de problemas, de articulación del territorio o redistribución de riqueza, obedece a un vago conjunto de relatos históricos falsos o simplemente inventados en la abrumadora mayoría de los casos.

Fundada la articulación del país sobre estos criterios irracionales nacionalistas no sólo no se resolvió ninguno de los problemas que generaba la vieja administración centralista borbónica (que se mantuvo en forma de provincias, diputaciones, delegaciones y sub-delegaciones del gobierno) sino que añadió un problema más: la aparición de una serie de nuevas capitales, que si no eran corte si eran cortijo de una nueva clase política autonómica, y que dieron lugar a la aparición de una nueva máquina depredadora que superpuso a las capitales de provincia las nuevas capitales autonómicas. Madrid siguió conservando su capitalidad y determminando las redes jerárquicas españolas si bien, las nuevas nacionalidades más fuertemente nacionalistas, operaron de contrapoder exigiendo obvenciones y gabelas que compensasen los desequilibrios y los agravios sufridos desde la llegada de la administración borbónica.

La Constitución de 1978 como vemos, en lugar de contener a una ideología tan antigua y periclitada como el nacionalismo, lo que hizo fue fomentarlo convirtiendo a la visión nacionalista del mundo y de nuestro nuestro propio estado en prácticamente la visión natural y estándar para todos los ciudadanos.

Quedó así instaurado el doble sistema de depredación que hoy padecen los territorios tributarios que forman la inmensa mayoría de las tierras de España. Un sistema que es urgente desactivar y extirpar si tú, como yo, formas parte de cualquiera de esos territorios tributarios que sufren la depredación de cortes y cortijos, de élites y de concentraciones de poder económico o político.

Nos jugamos en ello el futuro de la inmensa mayoría de los territorios y habitantes de este lugar que el mundo conoce como España.

En post siguientes veremos el modo de hacerlo porque hoy, me parece, que mientras redactaba estas líneas alguien ha anunciado que «habemus papam».

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