Hace un tiempo que ando sin ganas ningunas de escribir en redes sociales. Sin embargo, ayer, mi amigo Chichu Lucas de Pedro (un comunista leninista que se tiene ganado el infierno para tres reencarnaciones) sin duda con el ánimo de pincharme, me facilitó la noticia de que la casa Sotheby’s de Nueva York sacaba a subasta con un precio de salida de 5 millones de dólares un códice —teóricamente una copia de la Biblia— escrito por un judío soriano (Shem Tov ben Abraham) del siglo XIV.
Y supongo que muchos de ustedes se preguntarán ¿cómo un viejo códice puede llegar a alcanzar un precio tan alto?
Sin duda es algo a lo que merece que intentemos encontrarle una explicación sin perjuicio de que ya saben ustedes que el precio de una cosa es algo que no necesariamente responde al valor intrínseco de la misma sino al juego de la oferta y la demanda.
Así pues trataré aquí de ofrecer una explicación posible, aunque sea somera, y esto me conduce necesariamente a hablarles de la Biblia y de su «texto original».
Porque ustedes me habrán oído quejarme a menudo de las malas traducciones de la Biblia que corren por ahí y ustedes, con razón, se preguntarán si es que yo dispongo del original auténtico de la Biblia, porque malamente podré denunciar como errónea una traducción si el texto que yo manejo como original en realidad no lo es. Así que están ustedes plenamente legitimados para preguntar ¿dónde está el original de la Biblia?
La respuesta quizá les desilusione: el original de la Biblia no está en ningún lado porque, simplemente, no existe ningún original de la Biblia, tan solo tenemos supuestas copias de ella.
El Códice de Aleppo, un manuscrito datado en el año 930 EC es la primera copia de la Biblia que tenemos y no completa, puesto que un incendio destruyó toda la parte correspondiente a la Torá.
A día de hoy el llamado «Codex Leningradensis» (datado en el año 1008 EC) es considerado la copia más completa de lo que suponemos que era el original de la Biblia que tenemos; es decir, una copia realizada mil años después de Cristo y es este Códex Leningradensis el códice que hoy día se utiliza mayoritariamente por los expertos que llevan a cabo traducciones del Antiguo Testamento, es decir, de la Biblia hebrea.
Sabiendo que la copia más antigua que tenemos se realizó unos mil años después del fallecimiento de Cristo es legítimo que nos preguntemos hasta qué punto dicha copia es fidedigna en relación a los supuestos originales que trata de reproducir y esta pregunta nos conduce, a su vez, al trabajo de una serie de sabios a los que la historia conoce como los «masoretas».
Destruido el Templo de Salomón por primera vez por los babilonios el pueblo judío mantuvo su unidad en el exilio en torno a una serie de historias que se fueron recogiendo en una serie de documentos que, finalmente, acabaron constituyendo lo que hoy día conocemos como la Biblia hebrea y que, con leves diferencias, constituye la base del Antiguo Testamento.
Vueltos del exilio a su tierra y levantado el segundo templo que más tarde Herodes hermosearía y que fue el que conoció Jesucristo y sus apóstoles, todas esas historias fueron recogidas en una serie de colecciones de textos que, andando el tiempo y bastante siglos después de que Cristo muriese, acabaron convirtiéndose en la Biblia hebrea, nuestro Antiguo Testamento.
Pero el segundo templo también fue destruido en el año 70 por los romanos tras la revuelta judía que provocó una intensa y sangrienta represión y, destruido el templo, lo único que quedó al pueblo judío fueron de nuevo esas escrituras que recogían aquellos antiguos relatos y leyendas sobre los que se construyó una vez la unidad del pueblo judío.
Fueron una serie de sabios quienes afrontaron la tarea de evitar que aquellos textos se perdiesen y por eso comenzaron a copiarlos con un cuidado especialísimo en que fuesen fidedignos, aunque necesariamente añadieron a ellos una serie de anotaciones imprescindibles para que los judíos de las nuevas generaciones pudiesen entenderlos correctamente e incluso pronunciarlos como debían ser pronunciados; a estos sabios, se les llamó «masoretas».
Una de las cosas que hicieron estos masoretas fue añadir las vocales a los textos originales en hebreo y arameo pues, como quizá ustedes no sepan, el hebreo el arameo, el árabe, el fenicio y en general todas las lenguas semíticas, no escriben las vocales, sino tan solo las consonantes. La pronunciación de las palabras, por tanto, depende de la identificación y de la memoria del lector.
Si me lo permiten y para que entiendan mejor lo que digo, les pondré un ejemplo, si bien lo haré en fenicio porque, a fin de cuentas, voy a utilizar el nombre de mi ciudad para tratar de explicarles cómo funcionan los alfabetos semíticos.
El nombre fenicio de mi ciudad traducido al castellano actual es el de «ciudad nueva», dos palabras que en fenicio se escriben como ven a continuación (léase de derecha a izquierda).
𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕
Estos signos, transliterados, nos dan la expresión supuestamente
«Quart hadasht»
Pero esto es solo supuestamente puesto que los signos fenicios que hay escritos (en la primera palabra) se corresponden tan solo con las consonantes QRT (o KRT).
Las tres consonantes QRT significan exactamente «ciudad» y las puede usted encontrar en muchos lugares del Mediterráneo si bien con variación de las vocales que hay entre dichas consonantes como por en Cartaya o Carteya del mismo modo que, por ejemplo, también podemos encontrarlas dentro del nombre del dios Melkart donde, si se fijan, también encontrarán el triglitero QRT (KRT) que, en todos los casos, significa «ciudad».
Cuáles fueran las vocales que existían entre la Q (K) la R y la T realmente no es posible saberlo, salvo que tengamos algún testimonio indirecto de alguien que escuchase a algún carthaginés o algún fenicio pronunciar esa sucesión de consonantes.
Otro ejemplo sería la sucesión de consonantes MLQ (MLK) que significa rey o señor, una sucesión de consonantes que podemos encontrar en nombres antiguos como Melquisedec o Abimelec y en nombres todavía usados como Malaquías.
¿Y en Melkart? Pues sí, también, y ahí pueden ver ustedes que se conjugan las sucesiones MLK (rey o Señor) y KRT (ciudad) de modo que podemos traducir el nombre «Melkart» como «el rey o el señor de la ciudad» de forma que no sea de extrañar que este fuese el nombre de la deidad supremos para los fenicios de la ciudad de Tiro y sus secuelas cartaginesas pues su propio nombre nos lo indica. Personajes importantes de la historia de Carthago llevaron nombres teofóricos que incorporaban el nombre de Melkart como Amílcar (Amelkart) Barca (BRK), que traducido (Amílcar, 𐤇𐤌𐤋𐤒𐤓𐤕) resulta «el hermano de Melkart».
Y ahora que he pronunciado el apellido «Barca» no puedo resistirme a contarles que la sucesión de consonantes BRK significa «rayo» y podemos encontrarla, no solamente en el apellido de la familia BaRKa, sino también en filósofos como BaRuK Spinoza (reparen en la BRK) o incluso en el nombre del ex-presidente de los Estados Unidos Barack (BRK) Obama.
Pero volvamos al tema que nos ocupa. Para todos aquellos judíos de la diáspora que no sabían o no conocían cómo se pronunciaban las palabras en hebreo o arameo que estaban escritas en los textos sagrados tan solo en forma de consonantes, los judíos masoretas decidieron inventar una forma de marcado que indicase las vocales a los judíos que no dominaban la pronunciación y así lo hicieron meticulosamente en todas las palabras salvo en una, justo esa que se escribía con las cuatro consonantes a las que hoy conocemos como tetragramatón: YHWH.
¿Qué vocales deben colocarse entre esta sucesión de consonantes?
No lo sabemos: la prohibición de pronunciar el nombre de Dios mas que en unos pocos momentos señalados y solo por el sumo sacerdote hizo que se olvidase cómo se pronunciaba exactamente el nombre de Dios y cuáles eran las vocales que iban entre las consonantes YHWH. Los diversos copistas colocaron entre las cuatro consonantes vocales diversas y así, por ejemplo, hoy día nos ha resultado la palabra «YaHWeH» o la palabra «YeHoWaH» dependiendo de las vocales que cada uno decidiese escribir entre las consonantes y que, debo adelantárselo, tampoco eran vocales seleccionadas al azar, sino con unas intencionalidades muy concretas.
Los masoretas indicaron además palabras malsonantes que no debían ser pronunciadas, aunque aparecían en los textos sagrados e incluso llegaron a sustituir la palabra YHWH por Elohim o Adonaí al igual que introdujeron comentarios marginales o finales (masoras) para la mejor inteligencia del texto.
Pues bien, el trabajo de los masoretas —es preciso decirlo— fue cuidadosísimo; de hecho computaban las letras, el número de caracteres, incluso las letras mal escritas o el tamaño de las mismas para tratar de que sus copias fuesen absolutamente fidedignas al original, pues ese era su trabajo.
La exactitud del trabajo de estos judíos masoretas en cierto modo ha sido confirmada por la aparición reciente de los manuscritos del Mar Muerto, entre los cuales destaca el «Gran rollo de Isaías» el texto del libro del profeta que forma parte Antiguo Testamento o Biblia hebrea
Es verdad que el gran rollo de Isaías hallado en el Mar Muerto, tampoco es original, sino una copia, pero es una copia de aproximadamente del siglo segundo antes de Cristo, mientras que las copias de que disponemos ahora singularmente el Codex Leningradensis es una copia mil años posterior al fallecimiento de Cristo, con lo cual deberíamos suponer que, por la cercanía en el tiempo, este gran rollo de Isaías hallado entre los manuscritos del Mar Muerto podría ser una magnífica piedra de contraste para verificar la exactitud de las copias masoréticas.
Y sí, para sorpresa de muchos, la identidad entre el el gran rollo de Isaías hallado en el Mar Muerto y los textos del libro del profeta Isaías contenidos en el Antiguo Testamento resulta, hasta cierto punto, sorprendente.
Dicho de otro modo, los judíos masoretas tuvieron bastante éxito en su labor de mantenerse lo más fidedignos posible a las copias que ellos, a su vez, supusieron fidedignas de las copias de los documentos que, alguna vez, fueron originales.
Así pues y dicho esto debemos concluir que es imposible señalar a un solo códice o documento como el original de la Biblia pues simplemente este original se perdió hace muchos, muchos, siglos y ya no tenemos acceso a él sino solo a estas copias de que les estoy hablando.
Y a día de hoy —y esto le gustará a mi amigo Chichu Lucas de Pedro— el códice más fidedigno que hay en opinión de los principales expertos al texto original hebreo es el Codex Leningradensis, el cual se encuentra en la actual San Petersburgo y, dicho esto, supongo que a Chichu le gustará saber que el códice, a pesar del cambio de nombre de la ciudad, sigue denominándose Codex «Leningradensis», nombre este de resonancias marxistas que debe satisfacer las más oscuras expectativas de mi soviético amigo.
¿Y qué pinta en todo esto el judío soriano Shem Tov Ben Abraham y su copia del Antiguo Testamento?
Pues, aparte de su valor como antigüedad, sin duda influye que el mismo está lleno de referencias, al desaparecido Códice Hillel, un códice del siglo VII que pasaba por ser una de las más autorizadas versiones de la Biblia Hebrea.
Es por eso que el códice del judío soriano Shem Tov también tiene un valor especial.
Quizás sea conveniente decir en este punto que el códice Hillel sobre el que trabajó Shem Tob fue destruido por los musulmanes, por los almohades, no sea que alguno de mis lectores sienta la tentación de creer que fue la Inquisición la que acabó con el texto. La fe del pirómano no es exclusiva de la Inquisición y la han utilizado prácticamente todas las religiones del mundo.
Así pues no tengo duda de que el soriano Shem Tov, aunque por ser judío no comiese torreznos, es uno de los sorianos universales y que merecen estar en la lista de hijos ilustres de Soria por derecho propio. Estoy casi convencido que ningún seríano ha escrito un libro que alcance en el mercado un valor comparable al escrito por este judío castellano que vivió en los siglos XIII y XIV de nuestra era.
