Cuando uno comienza a ejercer no tiene demasiado clara la trascendencia personal y profesional de perder o ganar un juicio, algo que, habitualmente, acaba uno aprendiendo a golpes. Películas americanas y series de TV nos han acostumbrado a la imagen del abogado «ganador», un «killer» del foro seguro de sí mismo y para quien la victoria es el único resultado posible. Como pueden imaginar tal visión de la abogacía es profundamente infantil y no puede estar más alejada de la realidad.
Es verdad que, cuando uno empieza, da mucha importancia a las victorias y a las derrotas, uno, en su inexperiencia, cree que una sólida reputación profesional se gana sobre un ejercicio plagado de victorias y donde si las derrotas suceden mejor que sean pocas y que no transciendan demasiado.
Tal creencia es un error. La «victoria» y la «derrota» no significan nada en absoluto si no las ponemos en relación con las circunstancias específicas del caso, de forma que el mejor índice de éxito no es este de la victoria o derrota sino el de la satisfacción del cliente, un objetivo que, junto a una buena dosis de conocimientos jurídicos, exige una alta capacidad para la gestión de las emociones y expectativas del cliente, además de un amplio abanico de habilidades extrajurídicas.
Yo, naturalmente, cuando empecé a ejercer, sobrevaloraba desmesuradamente a esos dos impostores a los que llamamos victoria y derrota.
Y, llegados a este punto, permítanme que, les cuente otra historia personal.
Las elecciones generales de 1989 fueron consideradas —y aún lo son— como unas de las más controvertidas en la historia democrática de España
El lento anuncio de los resultados en muchos distritos electorales junto con defectos graves en los datos del Registro, una estructura ineficiente de la administración electoral y la lucha política en curso entre el gobernante PSOE y los partidos de la oposición sobre la mayoría absoluta socialista en el Congreso, dio lugar a un gran escándalo cuando los resultados electorales en una serie de distritos fueron impugnados bajo acusaciones de irregularidades y fraude.
Los tribunales de justicia se vieron obligados a intervenir, pues las elecciones se impugnaron en circunscripciones como la de Murcia donde la lucha por el último escaño resultó particularmente virulenta dado que, dicho escaño, determinaría si el Partido Socialista seguiría gozando de mayoría absoluta en España o por el contrario la perdería.
Como ya les conté en un post anterior en 1989 yo era un jovencísimo abogado que estaba afiliado a uno de los partidos que habían concurrido a aquellas elecciones y que, a pesar de los malos resultados obtenidos en el conjunto nacional, en la circunscripción de Murcia había ganado un escaño al Congreso: el del diputado José Ramón Lassuén Sancho, un economista aragonés al cual el partido había colocado como cabeza de lista en Murcia con las consiguientes tensiones entre los militantes de la Región.
Ni que decir tiene que, centrada la pugna electoral en Murcia entre el Partido Socialista, Izquierda Unida y el Partido Popular, la repetición de las elecciones muy probablemente haría perder al partido que yo defendía el diputado, por lo que, cuando se interpuso la correspondiente reclamación judicial mi partido comenzó a buscar un abogado que defendiese la corrección de las elecciones en la circunscripción y la innecesariedad de su repetición.
Y digo que «comenzó a buscar un abogado», porque aunque llamó a varios, incluso dirigiéndose a la dirección de Madrid, finalmente parecía que ninguno quería ocuparse de una defensa que se antojaba difícil e ingrata, que prometía poco prestigio y que tampoco parecía que pudiera ser generosamente retribuida; así que mi partido recurrió al joven abogado militante que probablemente llevaría el asunto sin cobrar y que, sin duda, sería lo suficientemente inconsciente como para asumir esta tarea que otros muchos habían rechazado.
Quiero decir con esto que me llamaron a mí y yo, que era joven, inconsciente y creía en la causa, naturalmente acepté sin saber exactamente en dónde me estaba metiendo.
Para 1989 yo apenas si había llevado unos cuantos juicios de faltas y algunos casos de oficio de aquellos de doble instancia en los que instruía y fallaba el mismo juez… y poca cosa más.
Cuando me hice cargo de este asunto de pronto todo el funcionamiento de la Administración de Justicia pareció cambiar: las actuaciones del Tribunal Superior de Justicia se señalaban y celebraban con exactitud prusiana, los secretarios judiciales me llamaban por teléfono directamente para consultarme posibles fechas o para adelantarme amablemente por teléfono resoluciones que posteriormente le llegarían al procurador.
Presentar escritos a la medianoche con toda la prensa esperando a la entrada del Palacio de Justicia de Murcia se convirtió para mí en algo habitual y de pronto comencé a pensar que yo era un abogado conocido, de los que salían en la prensa y en la tele y el vértigo me invadió.
¿Qué pasaría si yo perdía ese juicio? España entera, en mi imaginación, «sabría» que yo había perdido lastimosamente y todo mi futuro profesional (pensaba yo) se caería como un castillo de naipes. El terror a perder, estúpidamente, me embargó y fue en ese estado de ánimo en el que una mañana, cerca de las tres de la tarde, fuimos llamados a comparecer en la Sala de Vistas del TSJ porque se iba a dar lectura en audiencia pública a la sentencia, una sentencia cuyo contenido, a diferencia de lo que ocurre hoy día, no se había filtrado previamente.
La fotografía recoge el momento en que la Sala de lo Contencioso de Murcia dio lectura a la Sentencia en riguroso directo en el Telediario de las tres de la tarde (no recuerdo ningún otro caso en que se haya leído una sentencia en directo en el telediario). Yo soy el tercero de los abogados que están sentados (tengo la barbilla apoyada en la mano) y entre los asistentes a la lectura podemos ver muchas caras conocidas de jueces, magistrados y políticos de Murcia. Los periodistas, por su parte, están literalmente tirados en el suelo de los estrados.
Perdimos.
Es difícil describir los estados de ánimo por los que fui transitando según el Tribunal leía sus fundamentos de derecho, lo que sí puedo asegurar es que mi estado mental al escuchar el fallo era sintéticamente igual al de un boxeador que acabase de recibir un «uppercut» en la mandíbula.
Cuando me levanté de estrados reuní las fuerzas precisas para buscar una cabina telefónica y llamar al principal afectado, a José Ramón Lassuén. Afortunadamente no hube de explicarle muchas cosas, creo que él también había escuchado el fallo en el telediario.
Cuando las cosas se ponen turbias, aunque sea en mi imaginación, suelo recurrir a una medicina infalible: acercarme al frente este del Puerto de Cartagena y llegarme al mirador que hay entre las baterías de costa de San Fulgencio, Santa Florentina y Santa Ana. Si permanezco allí el tiempo suficiente y —sobre todo si es de noche— los males del alma se alivian pronto. Y eso hice. Me recuerdo en la noche mirando encenderse y apagarse la lejana luz del faro de Cabo Tiñoso (donde nació mi padre) y pensando en que yo lo había dado todo y no había regateado ningún esfuerzo, que mi trabajo era pedir justicia y no hacerla, que eso era trabajo del tribunal y que me importaba un carajo lo que la sociedad pudiese pensar, que mi sueño era ser abogado y que nada de esto me lo iba a impedir.
Obviamente nadie es importante para nadie por el hecho de salir unos meses en diarios o televisiones; la notoriedad —lo aprendí pronto— se esfuma con mucha mayor velocidad de la que aparece por lo que no debemos tener demasiado miedo a estas cosas. Lo que sí me emocionó fueron las muestras de cariño de los militantes de mi partido y en especial de los de las juventudes, que me habían visto trabajar y sabían que me acababa de comer una buena ración de una comida que nadie quería.
En honor a la verdad debo decir que mi partido (y el Partido Socialista) recurrieron al Tribunal Constitucional y este revocó la sentencia del TSJ de Murcia —al final, pues, ganamos— pero ahí fue la mano de Tomás Ramón Fernández la responsable del éxito y no la mía, aunque no necesito decir cuánta experiencia gané gracias a estos procesos.
Hoy, más de 35 años después de aquello, victoria y derrota son eventos que, aunque nunca acaban de gestionarse bien, los evaluo de otra forma.
Lo que no deja de sorprenderme —visto en la distancia— es cómo alguien pudo confiar en mí para defender un asunto en que estaba en juego la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados de España.
Debían estar muy desesperados.
