Las olimpiadas, una competencia amañada

Las olimpiadas, una competencia amañada

Mucho se ha hablado estos días del «espíritu olímpico» y de los principios inspiradores de las olimpiadas pero a mí, lo que me invade últimamente, es la sensación de que todo esto de las olimpiadas fue un invento de hombres, hecho por hombres y para hombres, en el seno de una sociedad regida por valores masculinos. Piensen si no en el eslogan «citius, altius, fortius» (más rápido, más alto, más fuerte) que ha sido el lema de las olimpiadas modernas desde sus inicios allá por el año 1896.

Leído con distancia el lema pareciera más bien una apología de las características en las que, debido al dimorfismo sexual humano, el hombre suele superar a la mujer. Claro que los hombres suelen correr más rápido, saltar más alto y pegar más fuerte que las mujeres y es por eso que, un espectáculo fundado en la competencia y exaltación de estas características, me parece una competencia trucada, un concurso amañado, el producto de una sociedad donde se valoran especialmente estos aspectos «masculinos» por sobre otros.

Vamos a imaginar que esto de las olimpiadas, en lugar de la antigua Grecia o en la Europa del siglo XIX, se hubiese inventado en una sociedad matriarcal paleolítica; imaginemos a la abuela diciendo:

«Vamos a hacer una competición donde premiaremos y honraremos a los indivíduos que den a luz más hijos, lleven adelante una mejor lactancia y demuestren una mayor flexibilidad en sus cuerpos».

Como pueden imaginar, todos hoy consideraríamos injusta esa competencia. Los hombres no pueden tener hijos pues su cuerpo se lo impide, la lactancia tendrían que llevarla a cabo artificialmente y en cuanto a flexibilidad pues… ya saben ustedes.

El dimorfismo sexual existe y los cuerpos masculinos y femeninos no son iguales por muchas y muy buenas razones (la propia supervivencia de la especie la primera), son distintos porque su finalidad es cooperar y no competir por lo que hacerles enfrentarse en las mismas disciplinas supone siempre y en términos absolutos otorgar una ventaja a uno de los dos en función de la actividad seleccionada (curiosamente el único deporte absolutamente igualitario —el ajedrez— no es olímpico).

Y mientras veo cerrar los juegos olímpicos de París 2024 pienso en que, agotado el primer cuarto del siglo XXI, seguimos instalados en el placer de la competencia frente a las actividades cooperativas, en un mundo de ganadores y perdedores, de alegría o drama, de exaltación de características y actitudes heredadas tras varios milenios de admiración de «lo masculino», de preferir competiciones donde unos ganan y otros pierden a actividades donde nadie pierde y todos ganan.

Es esa capacidad del cuerpo humano femenino de engendrar vida y hacer de esto una victoria para todos, esa que asombró a los primeros seres humanos y que, por alguna razón, desde hace varios milenios resulta menos atractiva y espectacular que aquellas otras de correr más rápido, saltar más alto o pegar más fuerte.

¿Y por qué les cuento yo esto?

Bueno, quizá porque ahora mismo estoy mirando las fotografías de la egipcia Nada Hafez (tiradora de esgrima) y la azerbaiyana Yaylagul Ramazanova (arquera), que han competido brillantemente en estas olimpiadas, embarazadas ambas de siete meses.

En las próximas olimpíadas, pienso yo, ha de ser oficial la prueba de 100 metros lisos embarazados. Y a ver qué hombre es capaz de ganarla.

Como un juego de niños

Como un juego de niños

Cualquier animal social, para vivir en grupo, necesita respetar las normas que regulan el funcionamiento del grupo y esto es válido para una colonia de simples bacterias como para la más evolucionada horda de chimpancés u homo sapiens.

Estas habilidades para la vida en grupo no se adquieren culturalmente mediante el aprendizaje sino que están inscritas, al menos en su nivel más básico, en los genes de los miembros del grupo dando lugar a conductas que se heredan. En el caso de los humanos a ese conjunto de conductas heredadas (el «derecho natural» genuino) se añade otro conjunto de normas fruto de la evolución cultural de cada comunidad.

¿Se ha planteado usted si la empatía, el orgullo o la venganza son rasgos heredados o aprendidos?

Las ideas que ha ido teniendo el ser humano sobre sí mismo han tenido a menudo consecuencias dramáticas. No es lo mismo pensar que el niño, cuando nace, es una hoja en blanco que la sociedad escribe a través de la educación a pensar que el niño, cuando nace, ya trae un equipamiento genético que determina muchas de sus características; no es lo mismo pensar que el hombre es un ser bondadoso por naturaleza que la sociedad estropea a que el hombre es, en sí mismo, un ser malvado que si no expresa toda su maldad es gracias a que, de alguna forma, firmó un contrato social que hace que la sociedad le salve de sí mismo.

Es muy peligroso creer que sabemos cómo es el hombre porque ello nos llevará a dictar leyes que pueden ir contra su naturaleza y hacerlo profundamente infeliz.

En la naturaleza existe la empatía, existe el orgullo y existe el altruismo y no sólo en la especie humana sino también, en mayor o menor medida, en cualquier animal social. Pero también existen en el hombre multitud de aspectos que no comprendemos y que no sabemos si se deben a la cultura o a su equipamiento genético. Hoy el País publica una serie de estudios científicos que yo conocía desde hace tiempo a través de los estudios del primatólogo Frans de Waal pero sobre los que no me había atrevido a escribir en redes sociales por temor a ir contra el «mainstream» del pensamiento actual: ¿los juegos de los niños y niñas humanos son diferentes por educación o existe algún tipo de condicionamiento genético?

El tema, que debiera ser estrictamente científico, sé que puede segmentar a los lectores rápidos en función de algunos apriorismos políticos y no me gustaría que ese fuese el caso, sólo quisiera compartir el «state of the art» de la ciencia en este punto y, para ello, nada mejor que transcribir las apreciaciones del propio Frans de Waal, primatólogo al que, como sabrán los lectores más antiguos y recalcitrantes de estos post, he dedicado numerosos artículos:

Una mañana, a través de mis binoculares, vi a Amber encaminarse hacia la isla en una extraña postura encorvada, renqueando sobre una mano y dos piernas. Con la otra mano abrazaba la cabeza de un cepillo de crin contra su vientre, exactamente igual que una madre chimpancé sostiene a un neonato que es demasiado pequeño y débil para agarrarse por sí solo. Amber era una hembra adolescente de la colonia de chimpancés del zoo de Burgers. Uno de los cuidadores debió de dejarse el cepillo, y Amber le había quitado el mango. Ocasionalmente, lo acicalaba y deambulaba con el cepillo colocado en la grupa, como una madre cargando con un retoño más crecido”.

En los infantes humanos encontramos un patrón similar al de los chimpancés: las niñas juegan mucho más con muñecas que los niños, en todas las culturas. Sin duda, desde pequeños aprendemos que algunas actividades son socialmente más aprobadas para un género u otro, y con frecuencia se estigmatiza a los niños que juegan con muñecas. Sin embargo, las observaciones con primates indican que también podría existir una base biológica.

Para comprobarlo, en 2008 se llevó a cabo un experimento en el Centro de Investigación de Yerkes con macacos (Macaca mulatta). A 39 infantes les dieron distintos objetos para que se divirtieran. Unos eran juguetes comúnmente asociados a chicos, como pelotas, tractores y otros objetos con ruedas, y otros eran peluches similares a muñecas, que solemos asociar a las chicas. El resultado fue que, al igual que ocurre con los humanos, los machos prefirieron los juguetes con ruedas a los peluches, mientras que las hembras no mostraron preferencias

Este resultado llama la atención, sobre todo si tenemos en cuenta que los macacos no tienen este tipo de objetos en su hábitat natural. En un gran número de especies de mamíferos, cada sexo juega de manera diferente: los machos suelen tener un juego más dinámico y brusco que las hembras. Por tanto, es posible que los juguetes con ruedas permitieran a los macacos desarrollar este tipo de juego mejor que los peluches.

Si dos machos jóvenes de macaco o chimpancé se ponen a jugar con una muñeca, lo más probable es que esta termine destrozada. Cada uno agarrará un extremo y tirarán de él en una lucha por hacerse con el objeto, demostrando así quién es el más fuerte. Por el contrario, las hembras lo arroparán y le inspeccionarán la zona de los genitales. Son más propensas a los cuidados.

Estas diferencias en el tipo de juego también se ha observado en los humanos. Los niños son más enérgicos y las niñas utilizan más los juegos narrativos. Por lo tanto, es posible que niños y niñas tengan juguetes distintos porque escogen aquellos que les permiten desarrollar mejor su tipo de juego. En 1982, un estudio estadounidense hizo una encuesta para averiguar los motivos por los que estos escogían los juguetes. El 55% habló de lo que podía hacer con esos juguetes, frente al 1% que hizo referencia a su género.

Por supuesto, esto no quiere decir que su entorno cultural no afecte. Uno de los juguetes preferidos de los macacos del experimento era un carrito de la compra en miniatura, pero este no es un juguete popular entre los niños humanos, probablemente por el imaginario asociado a él.

Es importante aclarar que hablamos en términos generales, siempre hay excepciones. Por ejemplo, la exposición en el útero a hormonas sexuales influye en las preferencias por los juguetes. Las niñas con hiperplasia suprarrenal congénita, que secretan más andrógenos de lo normal, presentan un juego más parecido al de los chicos y también eligen juguetes típicamente masculinos con más frecuencia. Esto es así, aunque desde pequeñas se les anime a utilizar juguetes supuestamente femeninos.

Y sin embargo, a pesar de lo expuesto, yo no tomaría decisiones definitivas sobre resultados científicos que, como todos los resultados cuentíficos, son siempre más o menos provisionales, jugar a ser Dios con otros seres humanos legislando sobre aspectos que no podemos estar seguros de conocer es siempre peligroso.

No hay nada que me inquiete tanto como un legislador absolutamente seguro y convencido de lo que hace y, en ese sentido, todos los credos me inquietan sean religiosos o políticos.

Desde 2008 he tratado de penetrar en los fundamentos genéticos —y por tanto evolutivos— de los comportamientos sociales —y por ende jurídicos— humanos para tratar de entender el verdadero derecho natural que se esconde tras las conductas humanas y que está escrito en su ADN y es por ello que me he dedicado a buscar los antecedentes de estos comportamientos en otros animales que podrían mostrar estadios evolutivos anteriores al de la especie humana actual.

He aprendido mucho en este viaje de 25 años aunque, seguramente, mi convicción más asentada es la de que la única seguridad válida es la duda; esa y la de que este tipo de post no suelen interesar a nadie, mucho menos en verano y a la hora de la siesta.

El sexo de dios

El sexo de dios

Cuenta el Génesis que Yahweh nos creó del barro y nos hizo a su imagen y semejanza. Sí, eso dice, y no me discutan diciendo que Yahweh creó a Eva de una costilla de Adán, porque entonces me obligarán a explicarles que el Génesis contiene dos relatos distintos de la creación y sí, en uno de ellos, habla de Adán y su costilla, pero en el relato fetén, en el pata negra, las cosas son muy distintas y hombre y mujer son creados al mismo tiempo.

«26 Y dijo Dios: Hagamos al hombre á nuestra imagen, conforme á nuestra semejanza; y señoree en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra.
27 Y crió Dios al hombre á su imagen, á imagen de Dios lo crió; varón y hembra los crió. »

(Génesis capítulo 1, versículos 26-27).

Por qué hay dos versiones distintas de la creación ya se lo contaré otro día, hoy me interesa centrarme en lo de «…a su imagen, a imagen de Dios los crió…».

Siempre he tenido la sensación de que esta frase debe leerse o entenderse al revés y que quienes han creado a los dioses a su imagen y semejanza han sido siempre los hombres y las mujeres y, si no me creen, sigan leyendo un ratito.

Está perfectamente documentado —y creo que se lo he contado alguna vez— que los primeros dioses, de forma general al menos de Mesopotamía al Mediterráneo, eran siempre mujeres.

Las excavaciones realizadas en Catal Huyuk revelan la omnipresencia de la diosa y uno, en su ignorancia, juzga normal tal creencia: si todos, hombres y animales, nacemos de una hembra ¿quién daría a luz el universo si no un principio femenino?.

En los primeros estadios de la civilización sumeria la jefa del panteón era la despendolada y verderona Innana, contrarrestada por la malaje de su hermana Ereshkigal.

Y sin embargo, con el avance de los milenios, las diosas mujeres creadoras y generativas fueron dejando paso a dioses guerreros y meteorológicos, bastante más útiles para pedirles lluvia o conquistar nuevas tierras para sembrar.

Sin embargo esa tendencia parece encontrar una deslumbrante excepción en la civilización minóica, una civilización admirable por muchas razones y esta es una.

En las obras de arte minóicas es muy fácil distinguir a los hombres de las mujeres porque a ellos se les pinta de color bronceado, cual si fueran indígenas amazónicos, mientras que ellas son pintadas de un blanco refulgente y es por eso que podemos observar en su arte una situación llamativamente igualitaria hombre-mujer.

En la foto de este post pueden observar como hombres y mujeres participan por igual en la taurocatapsia y, si un zagal anda dando volteretas por encima del morrillo del toro, una zagala aparenta agarrarlo de un pitón, pisando unos terrenos sensiblemente más peligrosos que los aires del zagal.

Esta situación igualitaria se confirma en cuanto sabemos de ellos y ellas, las mujeres minóicas lideraban el culto y su dios era una diosa, justo en un momento en el que el Mediterráneo oriental ya se había llenado de dioses.

¿Y por qué en Creta floreció esta maravillosa civilización aparentemente igualitaria, aparentemente pacífica (sus pinturas no reflejan jamás escenas de guerra, soldados o armas) y que sin embargo dominó el oriente del Mediterráneo bastantes siglos?

Y ahora que me doy cuenta se me ha ido el santo a Minos y he descarrilado y olvidado el objeto principal de este post que era el de hablarles de la «imagen y semejanza».

Bueno, quizá mañana, o quizá cualquier otro día. O quizá nunca. ¿Quién sabe?

El pirulí de La Habana

Esta mañana, cosa de poca importancia, me he acercado hasta mi centro de salud, sito en el cerro del Molinete, calle del Maestro Francés.

Las consultas iban retrasadas razón por la que allí formábamos parroquia en la sala de espera tres abuelas de la antigüedad grecolatina, un matrimonio en edad de criar, dos señoras algo más que maduras y un servidor de ustedes.

La tranquilidad era conventual y el silencio reinaba en la sala cuando —sombrerito tirolés de jipi-japa, camisa color hueso con los haldares fuera, pantalón azul clarito de verano, esparteñas con lona azul menos clarita y bastón más de adorno que de uso, ha aparecido en la sala un sedicente viejo de noventa años.

El viejo, animado de una hiperactividad impropia de su nada aparente edad, ha demostrado inmediatamente que venía dispuesto a pegar la hebra con quien primero le hiciese, o incluso no le hiciese, caso.

—Va esto retrasado ¿eh?

(Silencio)

—Yo es que vengo poco por aquí… igual esto es normal ¿no?

(Más silencio. El viejo, visto que no encontraba víctima ha optado por silbar muy desafinadamente una cancioncilla —Ramona— mientras discurría la estrategia a seguir. Finalmente, el viejo, ha optado por lo que, en Cartagena, se denomina técnicamente como «coger un tole-tole»)

—Hay que ver que a todos nos gusta lo mismo… y no sólo a los hombres, también a todos los animales… a tos nos gusta lo mismo…

(Silencio)

—Dos maldiciones echó dios na más al hombre. Dos na más… ¿saben ustedes cuales son?

(Más silencio. Al personal no sólo no le importaba lo más mínimo qué dos maldiciones eran estas sino que tenía la profunda convicción de que el viejo las iba a revelar a no tardar mucho).

—No lo saben ¿eh? Yo se las diré. La primera maldición fue pal hombre y esta fue que tendría que perseguir a la mujer. Y la segunda… ¿saben cual fue la segunda?

(Veinte siglos de lidiar con botarates advirtieron a las abuelas grecolatinas de que se encontraban ante un acabado ejemplo de majadero, el marido en edad de criar se revolvió molesto en su silla, su mujer —sin duda precoupada por algo— parecía no oírle, las mujeres algo más que maduras ensayaron un gesto de fastidio. Yo me debatía entre la posibilidad de reconvenir al viejo o dedicarme a observarle y a anotar sus acciones cual si de un experimento antropológico se tratase; finalmente opté por la segunda opción).

—La segunda maldición fue para la mujer, sí, para la mujer ¿y saben cuál fue esta maldición? ¿eh? ¿lo saben?

(El silencio era espeso, las abuelas grecolatinas estaban tensas como cariátides, el marido en edad de criar apretaba ostensiblemente los dientes, las mujeres algo más que maduras le miraban con asco y yo estaba empezando a divertirme mucho mientras levantaba acta del suceso en mi teléfono móvil)

—Pues la maldición para la mujer fue… fue… que habría de perseguir ¡¡¡El Pirulí de La Habana!!!

(Las abuelas grecolatinas a estas alturas habían concedido al viejo el diploma de tonto cum laude, el marido en edad de criar empezaba a dar inquietantes muestras de no soportar al viejo del sombrerito tirolés de jipi-japa, las mujeres algo más que maduras, de haber llevado un adoquín en el bolso, muy a gusto hubiesen verificado con él la dureza de la mollera del de los haldares fuera).

—¿Y qué es el Pirulí de La Habana? ¿eh? ¿qué es el Pirulí de La Habana?

(Silencio espeso, tragedia inminente, sin duda lo iba a decir)

—Pues el Pirulí de La Habana es… es… que la que no lo prueba hoy ¡se queda con la gana!

(Memez impresionante, tontería de campeonato de liga europea, sandez de museo antropológico nacional… en cuanto el viejo ha acabado de decirla ha caído preso de una risa convulsiva que ha debutado con sonoros «ja, ja, ja», que pronto se han transmutado en más graves «jo, jo, jo» que, a su vez, han evolucionado a unos sospechosos «joi, joi, joi» con hipidos intercalados que, por momentos y ante la falta de aire del viejo, amenazaban con degenerar en disnea.

El respetable observaba al viejo como quien observa a un ornitorrinco con sombrerito tirolés y ha sido en ese momento cuando, desde la puerta entornada de la consulta 23, he oído que alguien gritaba mi nombre. Me he apresurado a introducirme en la consulta y cerrar la puerta tras de mí. Aún así, la risa del nonagenario zascandil se ha seguido escuchando todavía un buen rato.