Recuerdo muy bien aquel 25 de abril, no del 73, ni del 74 ni del 75. Si mi memoria no falla era un 25 de abril de 1976 o 1977.

Como saben ustedes hay un momento en la adolescencia de las personas en que las muchachas sacan una diferencia de dos años de edad mental sobre los muchachos y en mi colegio no fue distinto. Para aquellos años 76-77 nosotros, los chavales de mi generación, todavía jugábamos al futbolín mientras que nuestras compañeras ya andaban enredadas en actividades de bastante más madurez. Y por eso a los chavales nos pasó lo que nos pasó.

Franco acababa de morir y España enfrentaba un futuro incierto, el presidente del gobierno Arias Navarro no había dado un solo paso hacia la democracia y el recién llegado Adolfo Suárez se enfrentaba a un búnker monolítico para nada dispuesto a tomar otro rumbo que el del franquismo sin Franco. En esas circunstancias mi colegio seguía funcionando como si nada hubiese cambiado desde la muerte de Franco.

Sin embargo, dos años antes, en 1973, en el vecino Portugal unos capitanes habían organizado un incruento golpe de estado que acabaría con la dictadura de Marcelo Caetano. El golpe se desarrolló con una civilidad máxima: los cañones de los fusiles de los soldados portugueses se llenaron de claveles que les entregaba la población y, por eso, a ese golpe de estado se le conoció en el mundo como «la revolución de los claveles» y esa revolución en el país vecino, como pueden imaginar, provocó importantes temblores de tierra en la política del estado franquista.

El problema de que les quiero hablar, ya se lo adelanto, fueron los claveles y que los chavales a esa edad estamos atontolinados.

Porque nuestras compañeras de clase, firmemente comprometidas con la democratización de nuestro país, aquel 25 de abril decidieron conmemorar el aniversario de la revolución de los claveles y a tal fin aquella mañana aparecieron por el colegio con un cargamento importante de claveles rojos, acto seguido tocaron a generala y nos convocaron a todos los muchachos a su presencia. Allí, sin más explicaciones, nos dieron a cada uno un clavel y nos dijeron que teníamos que colocárnoslo como mejor pudiésemos, preferiblemente en el ángulo del jersey de cuello de pico azul que era el uniforme del colegio.

Obviamente nosotros, a su lado y a esa edad, éramos unos simples zangolotinos dispuestos a hacer lo que ellas ordenaran de forma que todos nos acabamos colocando el clavel de marras hasta agotar existencias.

Lo siguiente que recuerdo eran las caras de los profesores: caras de disgusto, caras de alegría entre los más jóvenes, alguna cara de miedo entre los más mayores y auténticas miradas de ira entre quienes ocupaban cargos de responsabilidad.

A pesar de nuestra candidez de adolescentes de pelo grasiento, barba a medio hacer y cara llena de granos, los chavales pronto nos dimos cuenta de que allí pasaba algo y que nuestras compañeras nos habían enredado en alguna trapisonda que nosotros no alcanzábamos a entender pero, fuera por desconocimiento, por candidez o porque ellas no te vieran que no hacías caso allí nadie se quitó el clavel y lo que es más curioso, no recuerdo que ningún profesor se atreviese a decirnos nada a pesar de sus miradas asesinas.

Era evidente que en aquella España ya no solo tenían miedo los demócratas, que para 1976-77 el miedo ya se había instalado en todos los bandos y que, aunque nadie sabía qué nos traería el futuro, lo que todos sabíamos que no nos traería era más de lo mismo por mucho que algunos siguiesen empeñados en ello.

No recuerdo que yo, al salir de clase, tuviese la menor noción de lo que había pasado y hubieron de pasar algunos meses antes de que me enterase del sentido de la añagaza de mis compañeras.

Hoy esas adolescentes tienen ya 64 años, pero siguen siendo en mi mente y en mi corazón las chicas de mi vida.

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