Abogacía y realismo social

Abogacía y realismo social

A menudo me despierto en medio de la noche justo en ese oscuro momento de la madrugada que todos los problemas parecen estar esperando para aparecer en procesión por la mente.

Cuando eres abogado es difícil dormir pues si algo no falta en tu vida son problemas y es por eso que la capacidad de apartarlos de nuestro cerebro es una condición de supervivencia y salud mental.

Ayer me volvió a ocurrir pero, como persona entrenada en el mal dormir, para estos casos dispongo de un remedio y es que tengo guardada en Youtube una amplia selección de largas conferencias sobre temas que me interesan y que, cuando me sobrevienen estos despertares, rápidamente me pongo a escuchar. Esto fija mi atención en temas que me agradan, apartan los malos pensamientos y dada la monótona prosodia de la mayoría de los conferenciantes pronto vuelvo a recuperar el sueño.

Tengo comprobado que las conferencias de la fundación Juan March ejercen sobre mí un poderoso efecto narcótico y no suelen pasar veinte minutos desde que empiezo a escuchar la conferencia sin que yo esté ya roncando plácidamente. Ayer, en cambio, opté por una conferencia de la fundación BBVA sobre el realismo social en la pintura que pronunciaba el académico Don José Luís Díez, jefe de conservación de pintura del siglo XIX del Museo del Prado.

No debí hacerlo.

No debí hacerlo en primer lugar porque para seguir la conferencia había que contemplar las imágenes de los cuadros de que iba hablando el orador y, como soy de natural curioso, no podía evitar abrir un ojo para entrever las imágenes de las que hablaba el conferenciante. Viendo aquellas imágenes de ancianos abandonados en tiendas asilo, de enfermos y de trabajadores sin los más mínimos derechos laborales, mi mente volvió a la manifestación del sábado y empezaron a pasar frente a mí las caras de muchos compañeros y compañeras con quienes he compartido vida y estrados y cuya peripecia vital conozco íntimamente, buenos abogados y abogadas a quienes personajes infames tratan de arruinar la vida.

He compartido con ellos mucha vida y les conozco. Pertenecen como yo a la generación del baby-boom y ahora, entrados ya en la sesentena, empiezan a vislumbrar el último tramo de su vida, un camino que en muchos casos enfrentarán solos (muchos no tienen hijos o pareja) y confiando exclusivamente en que la suerte o la providencia les conserve la salud para seguir trabajando hasta el final de sus días porque, si la salud llegase a faltarles, su situación sería desesperada. La infame trampa de la Mutualidad de la Abogacía a la que un día les obligaron a apuntarse hoy no les garantiza ni una pensión de subsistencia. En muchos casos su pensión estará por debajo de las pensiones no contributivas con que la administración hace caridad con los más pobres.

Y andaba yo pensando esto cuando el conferenciante habló de este cuadro de la imagen, una obra del pintor donostiarra Ignacio Ugarte titulada «El refectorio de la beneficencia de San Sebastián», un cuadro que muestra a un grupo de hombres, generalmente mayores, comiendo una refacción que sirven unas cuantas religiosas. Rostros dignos que, tras una vida de trabajo y cuando ya son caballos viejos y solos, se ven en la precisión de recurrir a la caridad.

Y, mientras pienso en el cuadro, en mis compañeros y en su futuro, se me aparece la negra imagen de quien, ocupando cargos dirigentes en la mutualidad y la organización colegial, trata de silenciar cualquier protesta y ocultar cualquier problema para mantener su statu quo personal aunque ello suponga un futuro de hambre y miseria para muchos de quienes hace tiempo dejaron de ser sus compañeros.

Y, mientras mastico el amargo bocado de tener que ver invadido mi sueño por alguien que desprecia un futuro de miseria para muchos tan sólo porque le conviene, tomo conciencia de que está noche no dormiré ya.

La vieja guardia

Ellas han visto cosas que no creeríais… han visto pagar sobornos de forma generalizada a los funcionarios de la administración de justicia para que hiciesen su trabajo… («astillas» las llamaban1); ellos han realizado juicios sin juez2 y han conocido lugares de los cuales tú, joven abogado, quizá no has oído ni hablar: Audiencias Territoriales y Juzgados de Distrito. Ellas han redactado escritos inimaginables: pliegos de posiciones, interrogatorios de repreguntas y réplicas y dúplicas en el seno de procesos (juicios de cognición, mayor y menor cuantía) que, para ti, forman parte de la historia del derecho pero para ellos fueron el campo de batalla donde se ganaron honradamente su vida y la de sus hijos.

Ellas —sí, ellas— tuvieron la generosidad necesaria para trabajar gratis en el turno de oficio pero también el coraje y la dignidad precisas para ponerse en huelga y conseguir que la retribución de los abogados alcanzase unos mínimos niveles de dignidad para aquellos años y aquella justicia gratuita. Tú, joven abogado, aún te calientas con los rescoldos de aquel fuego.

Ellas y ellos, en fin, han demostrado que se puede vivir una vida dedicados a este oficio. Es lo que ellos y ellas han demostrado y es bueno que recuerdes que tú, joven abogado, aún no lo has hecho y está por ver que lo hagas. Así pues: no les des lecciones, aprende —ahora que estás en la edad de hacerlo— y no les digas cómo han de llevar sus despachos, publicitar su trabajo o «modernizarse», porque, a estas alturas, su capacidad de adaptación la tienen demostrada, su elegancia para publicitar su trabajo sin menoscabo de la dignidad de la profesión evidenciada y la capacidad para organizar despachos más que acreditada.

No les desprecies porque te aseguro que cualquiera de ellos o de ellas, llegado el caso, puede atacar su vieja Olivetti con papel carbón, azufre y salitre y demostrarte no sólo que eres polvo, sino que son pólvora y están hechos/as de un material que hace tiempo dejó de fabricarse porque el plástico era más barato.

Por eso, ahora que una abogacía de plástico inunda las redes sociales y el carísimo papel couché de las revistas, me acuerdo de ellos y de ellas, de la vieja guardia, de esos abogados y abogadas que no son «juniors», «seniors» ni «trendy», que ni componen poses ni hablan de lo que ignoran, que no impostan desvergonzadamente saber lo que no saben ni tener experiencia en aquello de lo que nunca han vivido. Porque ellos y ellas son reales, porque son abogados de verdad, porque han vivido de ejercer la abogacía y no del ejercicio de la farsa u otras artes escénicas.

Este post va por vosotros y vosotras, viejos. Y por ti Mercedes. Gracias por todo.


  1. Hasta mediados de los años 80 del siglo pasado el pago de cantidades «extrasalariales» a secretarios (actuales LAJ) y funcionarios de la administración de justicia era una práctica absolutamente generalizada en España. A mí y a mis compañeros, cuando pasamos por la Escuela de Práctica Jurídica, algún profesor –fiscal, por cierto– incluso nos enseñó algunos trucos para «convivir» pacíficamente con aquella repugnante práctica. Afortunadamente para mí, no me vi obligado a ello, cuando llegué a ejercer seriamente tal práctica había sido erradicada casi por completo. Si has llegado leyendo hasta aquí eso significa que todavía eres muy joven, incrédulo lector, felicidades. ↩︎
  2. Los juicios civiles, antes de la Ley de Enjuiciamiento Civil del año 2000, eran íntegramente escritos en primera instancia y los interrogatorios de los testigos se realizaban a tenor de unos escritos previamente preparados (escritos de preguntas y repreguntas) a los que daba lectura un funcionario que indefectiblemente levantaba un acta que comenzaba con la falsedad más repetida de la historia judicial española: «Ante mí, Su Señoría, asistido de mí el Secretario…» ↩︎

Abogados hasta la muerte

Si es usted abogado o abogada ejerciente permítame que le haga una pregunta: ¿se va usted a jubilar?

Piense un ratito, no es necesario que responda en público, sólo respóndase a usted mismo y trate de no engañarse. Si finalmente usted se responde que, con lo que le va a quedar de jubilación, va a tener usted que seguir trabajando mientras dios le dé salud, bienvenido al club de los que vamos a ser abogados hasta la muerte.

Es esta una profesión que envenena y que nubla los sentidos, sostenemos que seguiremos trabajando mientras tengamos salud porque esta profesión nos gusta -y es verdad- pero sabemos que habremos de seguir trabajando porque con lo que nos va a quedar de la Mutua tampoco tendremos otra opción. «Paga más a la Mutua» (te dirá alguno) y tú, mientras asientes con la cabeza, dices «sí, sí, voy a ver si lo hago», y sabes que no lo harás, porque la economía está jodida, porque la gente no paga y porque bastante tienes con sobrevivir mes a mes y poder pagarle a la Mutua lo que ahora le estás pagando.

Así pues vas a ser abogado o abogada hasta la muerte y lo sabes, quizá ya lo intuías cuando te colegiaste hace 20 ó 25 años, ahora, unos lustros después, probablemente tampoco te molesta mucho pensarlo porque, en el fondo, siempre lo has sabido.

He visto enfermar y morir muchos abogados -cuando eres decano cada abogado que se te muere te arranca un trozo de corazón- les he visto llevar esos últimos meses de vida consumiéndose por dentro, pero, aún así, desviviéndose (sí, des-viviéndose, dejándose la poca vida que les queda) para cumplir los plazos pendientes. Les he visto acercarse enfermos a su despacho y cuando me he cruzado con ellos -ya la muerte pintada en la cara- y les he preguntado, con toda naturalidad me han dicho: es que tengo unos plazos que tengo que sacar… Y así apuraban ellos su plazo inapelable, arreglando los asuntos de los demás hasta que terminaban literalmente de des-vivirse y se iban de aquí a donde ya los plazos y los vencimientos nunca volverán a preocuparles.

Se me encoge el corazón cuando veo esta conducta una y mil veces repetida, se me vienen a la memoria las caras de los compañeros muertos y maldigo este oficio y juro que a mí no me pasará eso. Finalmente paso de la frustración a la ira y acabo pensando en lo poco que deja la Mutualidad, en lo mal que está la profesión, en que no recuerdo una sola ley del gobierno que favorezca a los abogados… Y en que igual hay personas que, tras una vida entera dedicados a esta profesión que envenena, ya no quieren ser otra cosa que lo que son y están destinadas a ser abogados -sin remedio- hasta la muerte.