Los últimos restos del bando realista

El surgimiento del nacionalismo dio lugar a la mayor oleada de mentiras y falsedades que imaginarse puedan sobre la historia y esta afirmación es válida no sólo para los «nacionalismos periféricos» de catalanes y vascos sino también para el propio nacionalismo español y para todos los nacionalismos en general.

Piense usted en el caso de eso que se llama las «guerras de independencia» hispanoamericanas. Usualmente la percepción que se tiene de dichas guerras es la de que pugnaban de un lado unos patriotas y de otro los soldados del ejército de España como potencia colonial.

Toda esa visión es falsa y si quieren entender bien este proceso les recomiendo que lean la obra del profesor Tomás Pérez Vejo que es quien, a mí juicio, mejor ha estudiado y enfocado el asunto de las independencias americanas (en especial México donde es profesor) hasta conceptuarlas como auténticas guerras civiles, que fue, por otra parte, la forma en que las entendieron sus contemporáneos.

Hoy no quisiera entrar en un tema tan largo y complejo como este de las independencias hispanoamericanas sino contarles otra experiencia personal que me llevó a considerar, siquiera sea a efectos meramente dialécticos, si es que aún existen en hispanoamérica restos del llamado «bando realista». Les cuento.

Correría el año 2014 y acababa de firmar yo como decano un convenio con los abogados de Cartagena de Indias cuando recibí una carta manuscrita de alguien que decía ser «representante del pueblo mapuche». En la carta denunciaba la opresión que sufría su raza por parte de los gobiernos de Chile y Argentina y me pedía que hiciese lo que estuviese a mi alcance por remediarlo.

Por qué llegó aquella carta a mi despacho desde la otra punta del mundo lo ignoro, sólo acierto a pensar que cerca de la localidad desde la que se me remitía había otra Cartagena más y que quizá eso influyese, pero a ciencia cierta no lo sé.

La carta me intrigó pues, de entrada, yo no tenía ni idea de quiénes eran los mapuches.

Una búsqueda en internet pronto aclaró mis dudas, los mapuches son ese pueblo autóctono de América del Sur al que los españoles conocemos como «araucanos».

Para quienes no lo sepan los araucanos son los protagonistas del principal poema épico castellano «La Araucana», de Alonso de Ercilla. Valientes y leales como ningunos la Corona Española nunca pudo dominarlos de forma que, finalmente, acabaron firmando una serie de acuerdos que principiaron por el llamado «Parlamento de Quillín» en 1641 en donde los araucanos vieron reconocido su autogobierno al tiempo que reconocían como enemigo de su pueblo a cualquier enemigo de la Corona Española. Sus tierras son las que pueden ver en el mapa y los tratados fijaron su límite sur en la frontera que marcaba el río Biobío.

Cuando Chile y Argentina llevaron a cabo sus procesos independentistas los mapuches, leales a sus pactos, defendieron a la Corona Española y, aunque en principio se les reconoció la soberanía sobre sus tierras, poco a poco los gobiernos de Chile y Argentina les fueron hostigando a través de las campañas militares conocidas, eufemísticamente, como «Pacificación de la Araucanía» y «Conquista del Desierto». Esto significó la muerte de miles de personas y la pérdida de territorios del pueblo araucano, pues fueron desplazados hacia terrenos de menor extensión denominados «reducciones» o «reservaciones», y el resto de las tierras se declaró fiscal y fue subastado. Un proceso, como ven, bastante parecido al de las reservas indias de los Estados Unidos.

En los siglos xx y xxi, los araucanos (mapuches) han vivido un proceso de aculturación y asimilación a las sociedades de ambos países y existen manifestaciones de resistencia cultural y conflictos por la propiedad de la tierra, el reconocimiento de sus organizaciones y el ejercicio de su cultura y es por eso que hoy, el pueblo mapuche, todavía esgrime con orgullo ante las organizaciones internacionales sus pactos con la Corona Española para defenderse de lo que consideran una política execrable de los gobiernos de los países que ahora ocupan sus territorios.

Como pueden imaginar puse el tema en conocimiento del Consejo General de la Abogacía el cual se negó a tomar acción alguna aduciendo que ello estropearía nuestras relaciones con Chile y Argentina y ahí quedó el tema.

Pero yo no les he olvidado y por eso, cuando alguien me pregunta sobre la forma en que la Corona Española trató a los indios en América, yo, en lugar de responderle, le cuento la historia de la carta que me mandaron los mapuches, una carta donde aún un pueblo autóctono pedía ayuda a España contra quienes les oprimían y dejo que quien me pregunta saque sus conclusiones.

La cuestión mapuche ha generado debates que se desarrollan en diversos ámbitos, desde la discusión jurídica pasando por la controversia historiográfica sobre su condición de pueblos originarios hasta el polémico uso del epíteto de terrorista. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado en diversas instancias al Estado de Chile por el uso inadecuado de la ley antiterrorista y a veces pienso que este conflicto civil ilustra bien las guerras que se produjeron en hispanoamérica entre los partidarios de nuevos estados y los defensores de la vieja legalidad monárquica (cada quien según sus convicciones y conveniencias).

Los siempre fieles y valientes araucanos (hoy llamados mapuches) serían, pues, desde este punto de vista los últimos rescoldos de la defensa de la vieja legalidad; serían, en suma, los últimos integrantes del bando «realista». Y no me tomen literalmente.

Y no, el territorio mapuche no era un enclave menor ni sin importancia, es el que ven en el mapa.

Tener o no tener. Colombia en el corazón.

Tener o no tener. Colombia en el corazón.

Yo sé que ustedes se preguntarán qué es lo que estoy haciendo en Sevilla con un sombrero «vueltiao» en la cabeza. Dénme ocasión, antes de que opinen nada, a que les responda.

Hace muy pocos días me llegó desde Colombia (un país hermano que —como saben— enfrenta una situación dramática) este «sombrero vueltiao»; una prenda hecha con un tejido vegetal exclusivo, de muy laborioso y especializado trenzado y que es, por sobre todas las demás cosas, el símbolo nacional de Colombia.

Pues bien, ese afecto que venía envuelto en el sombrero necesitaba un agradecimiento específico de mi parte y como, por razones de trabajo, había de desplazarme a Sevilla me determiné a llevar a Colombia no sólo en el corazón sino también en la cabeza y fotografiarme frente al Archivo General de Indias con él. ¿Por qué el Archivo General de Indias?, bueno… porque en ese lugar es donde aún hoy día lloran los originales de aquellas viejas Leyes de Indias que, dictadas para proteger a los indígenas, jamás se cumplieron desde entonces hasta hoy, condenando a un país rico y hermoso a vivir las dramáticas situaciones de desigualdad que están en la base de los disturbios que, tristemente, vive hoy día ese país hermano.

Yo tenía una deuda de afecto con mis amigos y compañeros de Colombia y, aunque sé que nunca podré pagársela cumplidamente, déjenme intentarlo hoy.

Escribo estas líneas en la más vieja taberna de Sevilla, una casa de comidas abierta ya en 1670, y que se encuentra a apenas unos cientos de metros del lugar donde estuvo la cárcel en que un Cervantes preso gestó la más inmortal de sus obras; esa obra que nos enseña que no existen más que dos razas en el mundo que son la del tener y la del no tener.

Los españoles lo sabemos bien. Los árabes que llegan en yate de lujo son protegidos por el estado y hasta son amigos de reyes eméritos, en cambio, los árabes que llegan en patera o lancha neumática son inmediatamente ingresados en centros de detención. No hay nada que les haga diferentes a unos de otros, simplemente pertenecen a razas diferentes, unos a la raza del tener y otros a la del no tener.

Dicen los evangelios que pobres siempre los habrá, lo que no dicen los evangelios es que siempre hayan de ser los mismos y en Colombia, como en otros muchos países, los indígenas han sido siempre unos de los integrantes habituales de la raza del no tener.

Por eso esta tarde yo tenía que tomarme una foto frente al Archivo General de Indias y por eso, ahora, estoy escribiendo estas lineas a unos pocos centenares de metros donde estuvo la prisión en que encerraron a Cervantes.

Isabel Zendal

Isabel Zendal

Isabel Zendal nació en la parroquia de Santa Mariña de Parada, en La Coruña, quedando huérfana de madre a los siete años por culpa de la viruela.

Por aquellos años en que nació Isabel la viruela era el azote de la humanidad y era tan letal que, en algunas culturas antiguas, incluso estaba prohibido dar nombre a los niños hasta que contrajesen la enfermedad y sobreviviesen a ella. Su tasa de mortalidad llegó a ser hasta de un 30 % de los pacientes infectados.

Un par de siglos antes los españoles habían llevado la enfermedad a América y, si letal era para los europeos, mucho más letal se reveló para los indígenas americanos. Aunque no se sabe cuántos indígenas pudieron morir (no hay censos de población indígena en 1492 y las cantidades oscilan entre los 8,4 millones de personas de Alfred L. Kroeber y los 110 de Henry F. Dobbyns) es indudable que la mortandad fue tremenda sin que nada se pudiese hacer desde el punto de vista médico para detener aquella tragedia.

En 1796, durante la fase de mayor extensión del virus de la viruela en Europa, un médico rural de Inglaterra, Edward Jenner, observó que las ordeñadoras de vacas lecheras adquirían ocasionalmente una especie de «viruela de vaca» o «viruela vacuna» (cowpox) por el contacto continuado con estos animales, y que era una variante leve de la mortífera viruela «humana» contra la que quedaban así inmunizadas. Tomó suero de esta vacuna y consiguió inocular a James Philips, un niño de 8 años. El pequeño mostró síntomas de la infección de viruela vacuna, pero mucho más leve y no murió. El resto de los niños inoculados respondieron sorprendentemente bien.

Afortunadamente, por entonces, el copyright y las patentes de los medicamentos no estaban muy extendidas de forma que, aunque Jenner publicó sus estudios en 1798, para 1800 el doctor Francesc Piguillem i Verdacer ya estaba vacunando a los niños de Puigcerdá. Rápidamente el método de Jenner se difundió por Europa y Francisco Javier de Balmis tradujo al español el libro del francés Moreau donde se detallaba el procedimiento para vacunar. Fue por esos años también, 1803, que el propio médico español J. Balmis propuso a Carlos IV —cuya hermana había fallecido de viruela— organizar una expedición a América a fin de poder vacunar a toda la población americana y así poner fin a la sangría que ocasionaba la viruela. Todo ocurrió muy rápido; mucho se habla de la mortandad causada por las enfermedades llevadas por los españoles en América, de lo que se habla bastante menos es de que, en cuanto hubo un remedio para la viruela, la monarquía española fue la primera en preocuparse de ponerla al alcance de sus súbditos americanos en lo que había de ser la primera operación sanitaria mundial de la historia.

Carlos IV atendió inmediatamente la petición de Balmis y se apresuró a librar los fondos precisos para organizar aquella expedición pero ¿cómo se llevaría la vacuna a América? Tras pensarlo detenidamente se decidió que se inocularía la enfermedad en niños y la misma se iría contagiando de unos a otros hasta llegar a América, más de 20 niños serían necesarios y este es el momento en que volvemos a la mujer que da título a este post: Isabel Zendal.

A Isabel, tras quedar huérfana de madre, las cosas no le habían ido del todo bien para los estándares de la época; Isabel en 1796 había dado a luz un niño, Benito, y ahora era madre soltera lo que, en La Coruña del siglo XVIII, no era precisamente la mejor carta de presentación. Trabajo en el hospicio que había fundado Teresa Herrera y no debió trabajar poco ni mal porque, tras la muerte de la fundadora, llegó a ser su rectora, hasta que, en 1803, por orden del Rey, se dispuso que sería ella quien estaría a cargo de los 22 niños del hospicio a quienes se había de inocular la viruela. Entre los niños figuraba Benito, su propio hijo.

Se decidió que cada niño recibiría un hatillo que contendría: dos pares de zapatos, seis camisas, un sombrero, tres pantalones con sus respectivas chaquetas de lienzo y otro pantalón más de paño para los días más fríos. Aunque se ordenó que tras la expedición los niños fuesen devueltos a España lo cierto es que ninguno de aquellos rapaces regresó de su viaje.

A bordo del «María Pita», navío específicamente fletado para la expedición, Isabel y los niños viajaron a Canarias, Puerto Rico, La Habana, Nueva España (México) con expediciones subsidiarias a Colombia y Perú. La vacuna de la viruela había llegado a América y finalmente, exhausta y tras cumplir con su deber más allá de lo exigible, Isabel y su hijo Benito se avecindaron en Puebla de donde ya no regresarían nunca.

Balmis decidió continuar con su expedición salvadora hasta las Filipinas y, cuando hubo extendido las vacunas por las Filipinas, se dirigió a Macao y China donde prosiguió con su tarea de salvar vidas.

Edward Jenner, el propio descubridor de la vacuna, dijo de la expedición de Balmis

No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este.

A día de hoy ya no muere nadie de viruela en América y es un buen momento para recordar que quizá los españoles hicieron muchas cosas mal aunque, ciertamente, no todas. Sueño que los descendientes de Isabel se han multiplicado y habitan en Puebla y en otras ciudades de la vieja Nueva España y pienso también en los 22 rapaces que salieron de la Coruña hace algo más de dos siglos y a los cuales la humanidad debe tantas vidas.

Y pienso que no, que decididamente no, no todo lo hicimos mal.