La representación política en crisis

Elecciones en 1933
Elecciones en 1933

La representación política está en crisis, al menos esa forma de representación política que hemos conocido hasta el advenimiento de la revolución tecnológica que vivimos desde finales del siglo XX.

Hasta ahora nuestras constituciones han venido configurando la representación política como un acto mediante el cual un representante (sea este gobernante o legislador) actúa en nombre de un representado (elector en el caso de las democracias) para la satisfacción de sus intereses. Según este sistema el representado no puede controlar ni exigir que el gobernante cumpla con sus responsabilidades sino, exclusivamente, por medio de mecanismos electorales institucionalizados con los que podrá castigar a su representante o partido político en las siguientes elecciones. Este sistema de representación es el que ha dado lugar a las críticas del tipo «la democracia no puede ser votar una vez cada cuatro años» y a exigencias populares del tipo «democracia real ya». A lo que se ve, esta forma de representación política que supuso en el momento de su inicial aplicación un avance de dimensiones históricas y sobre la que se construyeron los sistemas políticos democráticos que hoy conocemos, parece en lo presente insuficiente a los ciudadanos; y puede que sea verdad que es insuficiente.

Muchas cosas han cambiado desde que la revolución tecnológica que se inició a finales del siglo pasado alcanza a capas cada vez más amplias de la población: si la presencia del elector era con anterioridad difícil o imposible, gracias a esas tecnologías de la información de que ahora disponemos esa presencia aparece no cómo posible sino cómo extremadamente sencilla. A los electores ya no les basta con votar cada cuatro años sino que quieren ser escuchados, ya no quieren representación, quieren presencia y cualquier acción que limite, olvide o restrinja esa presencia produce frustración y es juzgada negativamente.

Al asentamiento en España de tal forma de pensar han contribuido de forma más que principal nuestros actuales representantes: en un país carcomido por la corrupción política el discurso y la actuación de estos «representantes» más que referirse a los electores se movía en la pura y simple autorreferencialidad. De ahí a estigmatizarlos como «casta» sólo había un paso, aunque, dada la forma en que esta forma de representación se desarrolla, la autorreferencialidad es casi inevitable. Sea como fuere la demanda de más presencia de los ciudadanos en los asuntos políticos y las sospechas hacia el sistema de representación y a los propios representantes que de ella han surgido se palpa en la calle. En una época donde el botón «me gusta» ocupa gran parte de la vida social de las personas aparece como cada vez más difícil de justificar su exclusión cuatrienal de los asuntos públicos y comienzan a aparecer demandas de participación que hace apenas 15 años eran impensables. Surgen así preguntas como las que el filósofo Byung-Chul Han formula: «¿Para qué son necesarios hoy los partidos si cada uno es él mismo un partido, si las ideologías que en tiempo constituían un horizonte político se descomponen en innumerables opiniones y opciones particulares? ¿A quién representan los representantes políticos si cada uno ya se representa a sí mismo?»

Este proceso de debilitamiento del sistema de representación política que hasta ahora sostiene nuestros sistemas políticos democráticos no es más que una consecuencia natural de la difusión de las tecnologías de la información que hacen posible una presencia inmediata y directa en asuntos en los que hasta ahora era imposible. Si la representación política supone la enajenación por parte de los electores de su poder político durante cuatro años en favor de sus representantes, no es de extrañar que los electores sean cada vez más cicateros a la hora de enajenar ese poder político: la forma en que el mismo se ha empleado por sus representantes no parece aconsejarles otra cosa.

Los riesgos de que la crisis de la representación política se agrave están ahí y haríamos mal en desconocerlos pues este sistema de representación política es aún irremplazable y no existe alternativa a él. Es por eso por lo que nuestros representantes debieran actuar audazmente y en una forma tan antigua como lo hicieron los padres de la Constitución de los Estados Unidos.

En el momento de aprobarse la constitución de los Estados Unidos (1787) apenas un 60% de la población de ese país sabía leer y, sin embargo, apenas dos años después (1789), se aprobaba la primera enmienda a dicha constitución que, entre otras cosas, proclamaba:

«El Congreso no hará ley alguna (…) que coarte la libertad de expresión o de la prensa…»

Con un 60% de población analfabeta cuesta trabajo pensar que el derecho a la libertad de prensa fuese una aspiración fuertemente demandada por los estadounidenses; mucho más aún cuesta pensar que esa demanda se elevase a la categoría de derecho fundamental constitucionalmente protegido. Y, sin embargo, la consagración de ese derecho colocó a los USA a la cabeza del mundo, permitió la democracia tal y como hoy la conocemos y sirvió de ejemplo al resto de los países que en siglos sucesivos la fueron estableciendo también; y esto lo hicieron con un 60% de población analfabeta y cuando, del 40% restante, apenas una ínfima proporción leía la prensa. Los USA se adelantaron a su tiempo, fueron creativos y entendieron que esa nueva tecnología tenía enormes implicaciones políticas. La historia premió su audaz creatividad; en España la libertad de prensa no llegó de verdad sino en 1978; es decir 189 años después que en los USA, y este retraso en este y otros campos aún lo estamos pagando y lo pagaremos en el futuro.

Hoy que en España tenemos un sistema político en descomposición, ahora que se reclaman modificaciones de la Constitución y los estatutos de autonomía uno echa de menos esta creatividad y audacia de que hicieron gala los constituyentes norteamericanos hace 215 años. Nos empeñamos en mantener debates de hace 150 años: Discutimos cansinamente el “ser de España”, la “independencia” de viejos reinos de hace 500 años, el papel de los jefes de estado… Pero no hacemos el más mínimo esfuerzo para ser audaces y creativos y somos incapaces de detectar que hoy la tecnología tiene implicaciones mucho más importantes y acuciantes que en 1789.

Si en 1789 apenas una ínfima parte de la población leía la prensa y consideraron fundamental el derecho a la libertad de la misma ¿qué diremos en 2013 de la enorme trascendencia que tienen las tecnologías de la información?

Hoy esas tecnologías permiten opinar a casi cualquier ciudadano sobre las cuestiones que le incumben; hoy esas tecnologías permiten a casi cualquier ciudadano participar en la elaboración de las normas que le afectan; hoy esas tecnologías permiten que los representantes políticos contacten de forma inmediata y habitual con sus representados, y permiten la transparencia, y permiten que los datos públicos sean verdaderamente públicos, y permiten, en suma, aprovechar intensivamente la mayor riqueza que tiene un país, es decir, su capital humano, los hombres y mujeres que lo integran.

Hoy tenemos cosas que los constituyentes de 1789 ni se atreverían a soñar pero nos faltan justo esas calidades humanas que ellos sí tenían: Creatividad y audacia.

¿No puede España por una vez en la historia ir por delante del resto? ¿Es que siempre habremos de llegar 189 años tarde?

Mi Constitución

En el momento de aprobarse la constitución de los Estados Unidos (1787) apenas un 60% de la población de ese país sabía leer y, sin embargo, apenas dos años después (1789), se aprobaba la primera enmienda a dicha constitución que, entre otras cosas, proclamaba:

«El Congreso no hará ley alguna (…) que coarte la libertad de expresión o de la prensa…»

Con un 60% de población analfabeta cuesta trabajo pensar que el derecho a la libertad de prensa fuese una aspiración fuertemente demandada por los estadounidenses; mucho más aún cuesta pensar que esa demanda se elevase a la categoría de derecho fundamental constitucionalmente protegido. Y, sin embargo, la consagración de ese derecho colocó a los USA a la cabeza del mundo, permitió la democracia tal y como hoy la conocemos y sirvió de ejemplo al resto de los países que en siglos sucesivos la fueron estableciendo también; y esto lo hicieron con un 60% de población analfabeta y cuando, del 40% restante, apenas una ínfima proporción leía la prensa. Los USA se adelantaron a su tiempo, fueron creativos y entendieron que esa nueva tecnología tenía enormes implicaciones políticas. La historia premió su audaz creatividad; en España la libertad de prensa no llegó de verdad sino en 1978; es decir 189 años después que en los USA, y este retraso en este y otros campos aún lo estamos pagando y lo pagaremos en el futuro.

Hoy que en España tenemos un sistema político en descomposición, ahora que se reclaman modificaciones de la Constitución y los estatutos de autonomía uno echa de menos esta creatividad y audacia de que hicieron gala los constituyentes norteamericanos hace 215 años. Nos empeñamos en mantener debates de hace 150 años: Discutimos cansinamente el «ser de España», la «independencia» de viejos reinos de hace 500 años, el papel de los jefes de estado… Pero no hacemos el más mínimo esfuerzo para ser audaces y creativos y somos incapaces de detectar que hoy la tecnología tiene implicaciones mucho más importantes y acuciantes que en 1789.

Si en 1789 apenas una ínfima parte de la población leía la prensa y consideraron fundamental el derecho a la libertad de la misma ¿qué diremos en 2013 de la enorme trascendencia que tienen las tecnologías de la información?

Hoy esas tecnologías permiten opinar a casi cualquier ciudadano sobre las cuestiones que le incumben; hoy esas tecnologías permiten a casi cualquier ciudadano participar en la elaboración de las normas que le afectan; hoy esas tecnologías permiten que los representantes políticos contacten de forma inmediata y habitual con sus representados, y permiten la transparencia, y permiten que los datos públicos sean verdaderamente públicos, y permiten, en suma, aprovechar intensivamente la mayor riqueza que tiene un país, es decir, su capital humano, los hombres y mujeres que lo integran.

Hoy tenemos cosas que los constituyentes de 1789 ni se atreverían a soñar pero nos faltan justo esas calidades humanas que ellos sí tenían: Creatividad y audacia.

¿No puede España por una vez en la historia ir por delante del resto? ¿Es que siempre habremos de llegar 189 años tarde?

Hace falta una nueva constitución pero no para seguir debatiendo los viejos tostones de siempre sino para hacer de este país un lugar de hombres libres, iguales y felices, un lugar en donde todos quieran vivir y de donde nadie quiera irse.

Vale.

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