Vaya por delante mi respeto por todas las religiones pasadas y presentes. Creo que a ningún lector de este blog se le ocultan ni mi respeto ni mi interés cultural y antropológico por el hecho religioso. Y, dicho esto, debo confesarles francamente que, yo, personalmente, dudo que dios exista del mismo modo que tampoco creo que, si existe, nosotros le preocupemos lo más mínimo.
Pero soy culturalmente católico y, mucho menos que en dios, creo en esa inicua doctrina calvinista y protestante que predica que es la fe y no las obras la que salva.
No me importa en absoluto que la fe salve o no, de hecho no me importa en absoluto cuál sea su fe ni su dios, yo solo creo en las obras de las personas y creo que son esas obras —y no la fe— las que justifican tanto la existencia de los seres humanos como su paso por este breve enigma al que llamamos vida.
Desconfío absolutamente de los hombres de fe tanto como confío absolutamente en aquellos que, con fe y aun sin fe o llenos de dudas, realizan esas obras que, desde antiguo, conocemos como obras de misericordia, ya sean en relación con el cuerpo
1. Dar de comer al hambriento.
2. Dar de beber al sediento.
3. Dar posada al peregrino.
4. Vestir al desnudo.
5. Visitar a los enfermos.
6. Visitar a los presos.
7. Enterrar a los difuntos.
Ya sean en relación con el espíritu
1. Enseñar al que no sabe.
2. Dar buen consejo al que lo necesita.
3. Corregir al que se equivoca.
4. Perdonar al que nos ofende.
5. Consolar al triste.
6. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
Las llaman «obras de misericordia», del verbo latino «miserere» (compadecerse) y de la palabra también latina «cor, cordis» (corazón). Las «obras de misericordia» son, pues, las obras de un corazón que se compadece, que padece con el dolor ajeno, eso que modernamente algunos, menos poéticamente y perdiendo connotaciones importantes, llaman empatía.
No las olvides, tu fe es inútil para el resto del mundo, tus obras no.
Categoría: Visiones
La necesaria separación nación-estado
Sé que lo que voy a decir no será entendido por muchos pero creo que no tengo otra opción. Es lo que pienso y necesito contárselo.
Cualquiera de cuantos siguen este blog saben que soy cartagenero y que Cartagena es mi patria no sólo por nacimiento sino por un sentimiento incontrolable de amor por mi tierra que sé que no es exclusivo mío, sino compartido por muchos de mis conciudadanos.
Pero, para quienes hayan leído lo que escribo con más detenimiento, sabrán también que abomino del nacionalismo como forma de organizar políticamente la sociedad.
No hay contradicción en ello. Del mismo modo que no entiendo que la fe que cada uno profese haya de gobernar la vida de la sociedad y que me parece fundamental la separación iglesia-estado, tampoco entiendo que el hecho de haber nacido aquí o allá haya de determinar el estatus jurídico o político de ninguna comunidad ni de ninguna persona. Del mismo modo que considero que iglesia y estado deben ser conceptos separados, tambien considero que los conceptos estado y nación deben separarse si aspiramos a un mundo humano, justo y en paz.
Son (somos) muchos los que instintivamente percibimos que religión y nacionalismo han sido las principales causas de conflictos en el mundo desde finales del siglo XVIII. Son (somos) muchos también los que profesamos un sentimiento incontrolable de amor por nuestra tierra o por nuestra fe, pero es fundamental saber que eso no nos autoriza a fundar sobre esos sentimientos ninguna forma de estado. Nación y fe son conceptos tan humanos como irracionales y ningún estado puede fundamentarse sobre la irracionalidad.
Créanme si les digo que el estado-nación es una fórmula tan periclitada de organizar la sociedad como la del estado-teocrático. Y sin embargo, mientras vemos la segunda como una forma organizativa propia de regímenes antidemocráticos, fanatizados o atrasados, no percibimos al estado-nación con las mismas notas de fanatismo e irracionalidad, aunque las tiene en la misma o mayor medida. Entendemos el mundo como un conjunto de naciones más que de indivíduos, consideramos natural que cada nación tenga su estado y un poder exclusivo (soberano) sobre un territorio y profesamos la criminal creencia de que es legítimo quitar la vida en nombre de la patria («todo por la patria») y que podemos exigir a nuestros connacionales que den la vida por ella («todo por la patria»).
Y todo ello aunque nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los más profundos estudiosos del tema, sepan ni puedan explicar con un mínimo rigor científico qué es una nación. Las únicas definiciones sedicentemente «científicas» de nación nos llegan desde el romanticismo alemán con su «Volkgeist» y demás magufadas, patrañas incubadas durante años que eclosionaron en dos guerras mundiales (sobre todo la segunda) y en la mayor colección de crímenes que el ser humano ha podido cometer en nombre de una doctrina.
Hoy nos parece natural que Rusia, Estados Unidos o China se armen nuclearmente y se amenacen con la destrucción de la raza humana en caso de que alguno de ellos trate de prevalecer, como si el triunfo de un concepto abstracto como «China», «Rusia» o los «Estados Unidos», justificase inmolar en su altar a toda la humanidad.
Si a ti esto te parece razonable debes revisar tu equilibrio mental: tu equilibrio mental está alterado y sufre de profundas deficiencias.
Esto pudo servir en el siglo XVIII para sustituir la soberanía de los monarcas por otro sujeto de soberanía (la nación), esto pudo servir en tanto las armas del género humano no eran capaces de destruir al propio ser humano más que de forma limitada, pero, hoy que el ser humano puede acabar con la entera humanidad varias veces, tal forma de pensar es una criminal aberración que debe ser extirpada de raíz.
Si a usted le parece natural que el mundo se organice en naciones y respalda usted todas las consecuencias de dicha organización no solo tiene usted, a mi juicio, un problema sino que es usted también un problema para el mundo.
Y sentado mi férreo antinacionalismo, creo que en los siguientes post ya puedo ir contándoles como veo el mundo y la sociedad, cómo creo que es y cómo debería ser y todo ello desde mi visión de la situación tanto en la ciudad en que nací (mi patria), como en la región y el estado en que vivo, la cultura en que me encuadro y la humanidad a la que pertenezco.
Pero eso será otro día.
Distribución contra centralización
Yo, en aquel entonces, estudiaba derecho y, para mi desgracia, mi profesor era uno de esos docentes «participativos» a quien no bastaba, como a los demás, vomitarnos el contenido de unos apuntes para que nosotros, llegada la fecha del examen, se los vomitásemos a él en un juego angustioso de arcadas académicas. Este profesor, aparte de los apuntes, usaba métodos pedagógicos participativos y no sé por qué le dio la petera de que yo fuese parte integrante de uno de ellos; en concreto pretendía que yo realizase y expusiese un trabajo sobre «la comarca» desde el punto de vista del derecho administrativo español.
El experimento pedagógico se completaría con un debate/controversia con otro alumno que habría de preparar otro trabajo sobre el mismo tema, tarea esta que recayó en una inolvidable compañera de facultad de nombre Consuelo.
Obviamente todos sabíamos de qué pie cojeaba el profesor: él quería que le hablásemos de descentralización, de coordinación consensual y de toda una serie de principios organizativos con que nos había venido fatigando desde principio de curso. Pero yo no era un buen estudiante y no me apetecía hacer eso.
Puesto a pensar en cómo enfocaría mi trabajo decidí apartarme lo más posible del concepto tradicional de comarca y traté de enfocar la comarca no desde el punto de vista cultural o historiográfico, sino desde un punto de vista utilitarista: ¿para qué queremos una entidad administrativa llamada comarca? ¿qué problemas queremos resolver con ella? Y dando vueltas al tema me fijé en un modelo de división administrativa absolutamente inesperado: las denominaciones de origen de los vinos.
El asunto me pareció sumamente interesante: la uva no sujeta su crecimiento a la provincia, municipio o región donde está ubicado el pago que la produce. La uva monastrell, propia de la denominación de origen «Jumilla», crece en este municipio, claro, pero no sólo en él sino también en otros pertenecientes a otras comunidades autónomas, a saber: La DOP Jumilla se encuentra situada en el extremo sureste de la provincia de Albacete, que incluye los municipios de Montealegre del Castillo, Fuente-Álamo, Ontur, Hellín, Albatana y Tobarra y el norte de la provincia de Murcia, con el municipio de Jumilla, que da nombre a esta Denominación de Origen Protegida. Lo mismo ocurre en La Rioja donde no solo forman parte de la DOP pagos situados en la Comunidad Autónoma de La Rioja sino también los situados en la provincia de Álava, en Euskadi, que forman parte de esas tierras llamadas de «la Rioja alavesa».
El ejemplo me pareció inspirador.
Cuando dividimos un territorio —algo por cierto antinatural y contrario a una realidad física interconectada y sin fronteras— podemos hacerlo con la vista puesta en servir y apuntalar el poder establecido favoreciendo así su ejercicio o podemos hacerlo para enfrentar los problemas que padecen los seres vivos que lo habitan. Ni que decir tiene que del primer punto de vista nacerán divisiones de un tipo mientras que del segundo nacerán una multitud de divisiones de otro tipo.
Las monarquías absolutistas del despotismo ilustrado son un ejemplo del primer punto de vista, propio de los siglos XVIII y XIX, y en ellas vemos provincias más o menos de similares poblaciones y tamaños cuyas capitales son el eje de una máquina centralista que, a su vez, mueve el eje central que es el el lugar donde radica el trono. El poder emite órdenes que se transmiten a través de un sistema burocrático y de comunicaciones centralizado dando lugar a redes de poder centralizadas cuyo ejemplo visual paradigmático sería la red de carreteras y ferrocarriles de España. Una red al servicio del poder, no de los ciudadanos.
Como escribió uno de los teóricos de este tipo de organizaciones: «En la máquina ingeniosa y sabia de nuestra administración la ruedas grandes impelen a las medianas y estas a las pequeñas».
Tal tipo de redes son una de las peores catástrofes que puede sufrir un estado del siglo XXI, pues este tipo de topologías jerárquicas, usualmente redes radiales o «estrelladas» de poder, son incompatibles con un desarrollo justo y equilibrado de los territorios.
Las «capitales» borbónicas así establecidas depredan a los territorios y localidades circundantes merced a impuestos dedicados a pagar funcionarios que trabajan y viven en la ciudad capital dando así origen a un trasvase de capitales desde las ciudades y territorios tributarios a la ciudad capital.
La acumulación de poder político en esas ciudades capital hace que las élites prefieran establecerse en ellas abandonando a las ciudades y territorios tributarios que, de este modo, aumentan su espiral de empobrecimiento. Las industrias, igualmente, son ubicadas preferentemente en el entorno de estas ciudades capital donde, además, las élites sociales prefieren ubicar los polos de riqueza para su mayor comodidad.
Todos estos fenómenos y muchos otros descritos por la doctrina científica son sentidos por la población de las ciudades y territorios tributarios como injustas ofensas y este sentimiento de agravio suele traducirse en movimientos de corte nacionalista —tatambién de origen decimonónico— que tratan de corregir el agravio mediante movimientos políticos (en el mejor de los casos) o de acciones violentas (en el peor).
En España llevamos ya más de dos siglos así, generando desigualdades, expropiando futuros e incubando odios que, no lo duden, antes o después estallan y solo pueden ser calmados mediante concesiones a los territorios más beligerantes que son inevitablemente entendidos por el resto de los territorios como un nuevo agravio.
Esta situación decimonónica, periclitada, caduca, generadora de ineficiencias y madre de desigualdades e injusticias no debiera permanecer ni una década más. Esta situación, centralizada, sólo beneficia a unas esclerotizadas élites económicas y políticas al tiempo que bloquea el desarrollo natural y orgánico de todos los territorios del estado, produce infelicidad e ira en una gran parte de sus habitantes y provoca movimientos migratorios que empobrecen económica, social y culturalmente a la mayor parte de las personas y territorios del país.
Esta situación de organización en red centralizada debe ser sustituida con urgencia por una organización de tipo distribuido acorde con las infraestructuras y principios que organizan las redes de los estados modernos. Si piensa usted en la administración centralista como una especie de engranaje de un reloj o como una rueda que toda ella gira alrededor de un centro, puede usted imaginar una organización distribuida como una red mallada del estilo de internet donde cada nodo (usted, su ciudad o territorio) es el centro del resto de la red.
Podemos seguir funcionando como un estado borbónico del XVIII o podemos funcionar como un estado moderno y capaz de marchar a la vanguardia de los estados del mundo.
Yo apuesto por lo segundo y creo que podemos conseguirlo si un puñado —nada más que un puñado— de personas convencidas lo intentamos. El trabajo más duro será el de difundir la idea, una vez puesta en marcha ella sola será imparable.
Yo prefiero un país de todos a un país gobernado por élites tan alejadas como ajenas a mí.
Hoy me pongo en marcha. Total, llevo 40 años defendiéndolo, al menos desde que debatí esta idea con mi amiga Consuelo.
¿Qué habrá sido de ella?
El plan para controlar la justicia española
Vamos a ser claros: la Ley 1/2025 de «eficiencia» (nótense las comillas) procesal no es una ocurrencia ni es una tontería más del indocumentado ministro de turno. Es la consecuencia y casi colofón de un plan urdido hace ya casi 25 años por los dos grandes partidos que han ido turnándose en el gobierno de España.
Traten de hacer memoria y comprobarán que si los dos grandes partidos han estado de acuerdo en algo a través de los años, ha sido en unos cuantos puntos fundamentales en relación con la administración de justicia, a saber: la retirada de competencias a los jueces en favor de los LAJ, la instauración de la Nueva Oficina Judicial y el establecimiento de los Tribunales de Instancia. Adicionalmente objetivos secundarios pero también deseados han sido la limitación del acceso a la justicia por parte de los ciudadanos y la reducción de la planta judicial para alejar la justicia del justiciable.
Si hacen memoria, como digo, recordarán cómo los ministros de PP y PSOE, sin distinción, durante sus respectivos mandatos han tratado de llevar adelante estas reformas en un curioso caso de coincidencia ideológica en cuanto a medios y en cuanto a fines.
En cuanto a la retirada de competencias a las jueces en favor de los LAJ, el punto culminante se alcanzó con la reforma que determinó que las decisiones de los entonces Secretarios Judiciales no pudiesen ser recurridas ante el juez.
La Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial (aprobada por el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero), introdujo una profunda reforma en el papel de los entonces llamados Secretarios Judiciales (ahora Letrados de la Administración de Justicia) y estableció, entre otras cosas, que algunas de sus resoluciones no serían recurribles ante el juez.
Concretamente, esta ley modificó la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, introduciendo un artículo 102 bis 2, que decía:
> “Contra los decretos dictados por el Secretario judicial resolviendo recursos de reposición o decisiones sobre recursos no cabe recurso alguno.”
>
Conviene recordar en este punto que los Letrados de la Administración de Justicia no forman parte del Poder Judicial, son funcionarios del Poder Ejecutivo que están sometidos a sus instrucciones. Conviene recordar tambien la alharaca, muy celebrada en la época, formada con la cantinela de que los secretarios judiciales iban a ser los «jueces de lo procesal», «descargando» de este modo de trabajo a los jueces, cantinela que quería decir en realidad que se retiraría a los jueces una buena parte del control del proceso que pasaría a manos del poder ejecutivo. Esta idea ridícula pero profundamente interesada de separar los aspectos procesales de los civiles en los procesos y sacarlos de las competencias del poder judicial era una maniobra demoníaca en la estrategia del ejecutivo de controlar aún más al Poder Judicial y la administración de justicia.
Afortunadamente hubo suerte y jueces díscolos plantearon al Tribunal Constitucional cuestión interna de inconstitucionalidad respecto del art. 102 bis.2 LJCA (en la redacción dada al mismo por la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva oficina judicial), por oposición al art. 24.1 CE.
Y se ganó. El Tribunal Constitucional entendió que no se podía sustraer al juez el control de tales decisiones. Hubo suerte con la composición del TC y hubo suerte en que una linea de resistencia a las ambiciones del poder ejecutivo aguantó la embestida. El gobierno y el poder ejecutivo vieron frustrados sus deseos (y no eran pocos) de ampliar su control del poder judicial.
Pero en la tarea de separar al juez del control del procedimiento y aumentar el control del mismo por parte del ejecutivo había una segunda via de penetración: la Nueva Oficina Judicial (NOJ). Separando al juez de los funcionarios tramitadores, eliminando la oficina judicial y llevándola lejos de su control, no sólo se restaban capacidades al juez sino que era más sencillo para el poder ejecutivo cursar instrucciones a los LAJ que controlaban la NOJ. Si esto suponía dejar desasistido al juez daba igual; si esto suponía dificultar la dación de cuenta y control del trabajo de los funcionarios individuales, daba igual; si esto impedía al ciudadano localizar al funcionario responsable de su procedimiento también daba igual. La NOJ era una herramienta formidable de control por parte del ejecutivo de la actividad procesal de los juzgados y no iban a ceder en sus intentos de instalación. Poco importa que las pruebas realizadas en partidos judiciales como Burgos o Murcia no arrojasen resultados positivos y en todo caso no mejores que los de los juzgados tradicionales, el objetivo no era ese, nunca fue ese, porque jamás se buscó mejorar el funcionamiento de la oficina judicial sino solo controlarla; por eso siempre se prescindió del parecer de los jueces, los procuradores o los usuarios.
La otra poderosísima herramienta de control del poder judicial debían ser los tribunales de instancia. Era evidente que el poder ejecutivo no podía controlar a los miles de jueces que se integraban en los más de 400 partidos judiciales de España pero, si estos jueces se reunían en tan solo 50 tribunales (uno por provincia) y se colocaba a su frente un presidente debidamente designado por un CGPJ también controlado de forma remota desde los partidos, este corralito de jueces permitiría al poder ejecutivo aumentar su influencia sobre ellos en cuestiones importantes.
Esta vez fue el ministro de infausto recuerdo Alberto Ruíz-Gallardón (PP) quien decidió afrontar la tarea. Primero buscando una reducción de la planta judicial limitando los partidos judiciales a 50 y ubicarlos en las capitales de provincia exclusivamente. En segundo lugar en cada uno de ellos se establecería un tribunal de instacia/corralito de jueces cuyo presidente no sería elegido sino nombrado.
Afortunadamente, una vez más, la oposición a aquella aberración tendente a controlar el poder judicial fue respondida por la sociedad civil. Los decanos de los colegios de abogados no capital de provincia jugaron (jugamos) un papel si no destacado sí muy valioso y la federación de municipios y provincias —para nada dispuesta a dejar a dos tercios de los españoles sin juzgados— por su parte acabó de apuntillar aquel indisimulado golpe a la independencia judicial en España.
Tras aquellas batallas ni PP ni PSOE cejaron en su empeño de generalizar la instauración de la NOJ y los tribunales de instancia, pero ahora sabían que la resistencia popular y de algunos jueces y magistrados podía ser feroz de forma que ambos partidos optaron por una estrategia progresiva en lugar de intentar de nuevo una estrategia de máximos.
Fue por ello que ministros de los gobiernos —del PSOE esta vez— continuaron intentando, como Gallardón, instaurar los tribunales de instancia, si bien esta vez ya no reduciendo la planta a 50 partidos judiciales ni designando a los presidentes sino manteniendo los partidos judiciales y permitiendo que los presidentes de los tribunales de instancia fuesen elegidos como hoy son elegidos los jueces decanos. Lo intentó Juan Carlos Campo, lo intentó Pilar Llop, lo intentó Dolores Delgado… Lo intentaron todos pero, debido a la inestabilidad política ninguno, hasta la llegada de Bolaño, pudo llevar adelante la reforma a la espera de, una vez instalados los Tribunales de Instancia y las NOJ, llevar a cabo más adelante las reformas legales precisas para alcanzar el fin que Gallardón no pudo alcanzar de un solo plumazo.
En medio de este trabajo de control del Poder Judicial los sucesivos ejecutivos siempre han encontrado colaboracionistas incluso en contra de los intereses de sus propias corporaciones. Hay que recordar a ese Consejo General de los Procuradores de España cooperando con Gallardón y recibiendo raimundas sin tasa; o a ese Consejo General de la Abogacía blandeando cuando no cooperando con los sucesivos ministros del ramo…
Es por eso que ahora la postura colaboracionista del presidente del Consejo General de la Abogacía no sorprende pues, aunque no haya consultado a sus bases, aunque la abogacía de España sea un clamor contra la Ley 1/2025, no hace sino seguir la estela de quienes cooperan con quienes quieren acabar con la independencia judicial a cambio de no se sabe qué y en nombre de una «modernidad» del pasado, de hace ya un cuarto de siglo.
Como ven, si en algo han estado de acuerdo ambos partidos y sus ministros, ha sido en llevar adelante este plan de control del Poder Judicial por parte del Poder Ejecutivo. Cuando han estado en la oposición han clamado contra él pero, en cuanto han accedido al gobierno, han proseguido en la misma tarea del otro partido y en la instauración de las principales herramientas de control: las NOJ y los tribunales de instancia.
Y con Bolaños, aparentemente, lo han logrado. Devolver al Poder Judicial el poder que el sentido común y el espíritu de las leyes exige, va a ser cada vez una tarea más difícil mientras que profundizar en el control del Poder Judicial por parte del Poder Ejecutivo, cuenta desde la Ley 1/2025 con dos eficacísimas herramientas.
Para finalizar no son estos puntos en los únicos en que ambos partidos han coincidido desde el año 2000, año bisagra en que se produjo la última real modernización de la administración de justicia española con la aprobación de la nueva LEC y la instalación de herramientas videográficas. Los dos partidos también han coincidido en dos puntos a tener en cuenta, el primero en no elevar los presupuestos en justicia y mantenerla siempre bajo mínimos y dependiente del resto de los poderes del estado, en especial del poder ejecutivo; el segundo en limitar o dificultar el acceso de la ciudadanía a la justicia, ya sea a través de la infame ley de tasas de Gallardón o ya sea a través del más sutil método de implantar un sistema de MASC obligatorios que nos devuelva a un pasado tan remoto como 1984.
Finalmente, para acallar a voces independientes y/o rebeldes, se han tomado medidas inteligentes, por ejemplo, si jueces independientes y atrevidos elevan cuestiones al TJUE en materia de hipotecas, se reducen los juzgados competentes a solo 52 en lugar de los existentes en los más de 400 partidos judiciales de España. Disminuyendo el número de jueces que conocen de estos asuntos se limita la posibilidad de dar nuevos sustos a la banca aunque para ello se aleje la Justicia del justiciable y se encarezca innecesariamente su acceso. Si de contrarrestar el trabajo de letrados independientes se trata, pues entonces se inicia un cambio de estructura del mercado de los servicios jurídicos tendente a acabar con el ejercicio de la abogacía que hoy conocemos.
Pero eso será materia de otro post y de otro día. Hoy quería hablar de algo más importante y es del mantenimiento de la independencia judicial en España y de cómo, quienes quieren controlarla, siguen metódicamente un plan del que muchos parece que aún no hemos tomado conciencia y contra el que pocos —por ahora— parecen dispuestos a pelear.
Cada vez es más difícil y lo sé, pero si se toma conciencia aún estamos a tiempo.
Parar a Gallardón o a la Ley 13/2009 no fueron victorias menores y nos indican que, si peleamos con decisión por una #JusticiaIndependiente aún podemos ganar un mejor futuro para todos.
Yo que tú lo haría. Merece la pena.
Odio comprar ropa
Odio salir a comprar ropa. Lo odio con todas mis fuerzas, con toda mi alma, con todo mi ser. Si tú, como yo, tienes una cierta edad y peso entenderás lo que digo.
Las personas, llegada cierta edad, reciben de su doctor la instrucción de vestirse y desvestirse sentados. Esto es imperativo sobre todo en el caso de los pantalones, cambiarse de pantalones haciendo equilibrios a la pata coja puede dar lugar a caídas que pueden ser peligrosas. Las tiendas de ropa responden a esta necesidad prescindiendo meticulosamente en la mayoría de sus probadores de todo vestigio de banquito o taburete. En la tienda donde he ido a comprar ropa esta mañana sí tenía un vestidor con banquito (el resto no), banquito que la señorita ha utilizado para colocar los seis pantalones que había de probarme de distintas tallas y tamaños.
Adicionalmente el vestidor (en este caso todos los vestidores) tan solo disponían de dos pomos de percha de forma esférica y de un tamaño tan notable que, si colocabas en ellos los pantalones a probar (seis) caían al suelo, a más de que, como uno va vestido a esos sitios pues debe optar por colgar la chaqueta y pantalones que lleva puestos en las perchas o arrojarlos al suelo.
La conclusión de todo esto es que uno debe sentarse en el banquito sobre los pantalones a probar o bien arrojar los pantalones al suelo (cosa que no oarece muy civilizada) o colgarlos en los pomos-percha de donde, con toda seguridad, caerán grácilmente al suelo.
El usuario comenzará entonces una tabla de ejercicios notables que incorporan fases tales como flexión y captura de pantalón del suelo, contorsionismo en banquito sentado sobre una pila de pantalones o lanzamiento de prenda cuando ha terminado de probarse cada unidad.
A esta facilidad se añade otra verdaderamente sofisticada y es que cada modelo tiene un tallaje diferente expresado en unidades incomprensibles.
Estos pantalones que ven en la foto tienen ambos la misma talla pero, como ven, uno lleva la talla «Skinny stretch fabric W34» y el otro esta etiquetado como «Slim 44». Todo clarísimo para un consumidor medio. Transparente y cristalino. ¿Quién no sabe qué es un «Skinny stretch fabric W34»? Y sobre todo ¿quién no conoce la equivalencia en centímetros de la unidad métrica W34?
He tratado de intuir si W34 era una medida en pulgadas, palmos, dedos o pies (pues es evidente que no era sistema métrico) y sobre todo qué la diferenciaba del «Slim 44» y qué medida era esta pues, si ambas medían lo mismo, era evidente que las unidades de medida eran distintas.
Alguien me ha dicho que es que eso era así y que se trataba de «equivalencias» aunque no ha sido capaz de aclararme cuál era la proporción que guardaban las equivalencias ni las unidades en que se medían cada uno. Eso era así y yo era un loco que se quejaba de algo evidente.
Yo debería haberle recordado que los sastres utilizan una herramienta llamada «cinta métrica» que mide en unas curiosas unidades llamadas «centímetros» y que son absolutamente iguales independientemente del país, la marca y modelo donde compremos la ropa pero, a lo que parece, las tiendas de ropa aún no conocen el sistema métrico y ni siquiera el imperial con sus pulgadas y pies.
Para cualquier persona con la movilidad limitada o con la necesaria edad o peso, esta mendruguez de los W36 iguales a los Slim 44 es algo más que una denostración de desprecio por parte de las marcas al consumidor, pues supone un innecesario ejercicio probatorio de ropas que, etiquetadas distinto, debes comprobar que, en realidad, son del mismo tamaño.
Tras haber hecho en el vestidor más ejercicio de Nadia Comanecci en las olimpiadas de Montreal-76 mi sangre ha alcanzado el punto de ebullición a la temperatura de 212⁰ (Farenheit, claro, he estado a punto de decirle a la señorita para que obtuviese la «equivalencia» a grados centígrados) y he estado a punto de colocarme mis pantalones e irme de la tienda dejándolo todo abandonado en el vestidor. No lo he hecho. Al fin la sociedad parece estar preparada solo para jóvenes y para embrollar las medidas de las prendas, supongo que para dificultar la venta «on line» (¿quién sabe qué talla es la suya ante este galimatías?) o quizá, por algún maligno designio, para disfrutar viendo la cara de confusión del concumidor.
Mi ánimo, bueno al entrar a la tienda, se ha trasmutado en un indisimulado mal humor y me ha torcido el gesto buena parte de la mañana.
Pero bueno, ya tengo tres pantalones adaptados a mi actual talla, espero no volver por una tienda de ropa en mucho tiempo.
Hispano a mucha honra
La Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América (OBM) está empeñada en clasificar a los seres humanos según su raza o etnia y esa —en principio— repugnante forma de clasificar me dice algunas cosas que quizá sean importantes.
Para el gobierno de los USA existen multiples razas pero sólo dos «etnicidades»: los hispanos y el resto de los humanos.
Para los americanos parece que es incomprensible que un blanco, un indio, un negro o culaquiera de los múltiples mestizajes posibles entre ellos sean todos «hispanos». Así que, para las demás razas la Oficina de Administración y Presupuesto sobre raza y etnicidad del gobierno de los Estados Unidos de América aplica criterios puramente raciales pero para los hispanos aplica criterios culturales: es hispano quien habla español o tiene un claro bagaje cultural hispano.
Si es usted castellano, andaluz, catalán o vasco no se ofenda si para los USA es usted simplemente un hispano más y mientras pienso en esto saboreo el hecho de que para ser hispano no importe la raza ni el sexo porque me tranquiliza respecto a la conducta de nuestros tatarabuelos y tatarabuelas que nunca dudaron en mezclarse con hombres y mujeres de cualquier raza.
Los españoles tenemos muchos problemas con nuestras identidades y con lo que somos, no somos o deberíamos ser, por eso me agrada que la administración norteamericana venga a solucionarnos nuestras querellas identitarias y nos meta a todos en un mismo saco: hispanos.
Y pienso que sí, que hispano a mucha honra, como casi 500 millones de seres humanos más que hablan castellano, el idioma de los pobres y el de la gente con la alegría y el alma necesarias para no clasificar a sus semejantes como si fuesen taxidermistas.
Hispano. Oigan, suena muy bien y, si solo hay dos «etinicidades» para los americanos en el mundo, la normal y la hispana, yo elijo ser parte de esta última. En el fondo nunca me gustó ser normal y al fin y al cabo distinción es una palabra que viene de distinto.
Hispano, sí, me suena muy bien.
Trumpismos
Cuando Donald Trump habla de «Hacer grande a América otra vez» (Make America great again) es obvio que no se refiere a toda América sino solo a esa parte de América que el resto del mundo conoce como los Estados Unidos. Iberoamérica no cabe en la geografía mental del nuevo POTUS y mucho menos en sus deseos de hacerla grande.
Por eso entenderán que si Donald Trump quiere cambiar el nombre del Golfo de México para que pase a llamarse «Golfo de América» no lo hace pensando en Mexicanos o Cubanos, sino en el único país del mundo al que él considera América: los USA.
Esto ya ha pasado otras veces.
En 1963, tras el asesinato del presidente John Fitzerald Kennedy, su sustituto, Lyndon B. Johnson, buscando como homenajear a su predecesor, decidió cambiar el nombre del lugar desde donde los estadounidenses lanzaban sus cohetes al espacio. El lugar se llamaba Cabo Cañaveral, el nombre con que los españoles habían bautizado al lugar poco después de que Juan Ponce de León lo explorase, pero tal nombre, demasiado hispanoamericano a los ojos de los wasp, era una designación que podía ser cambiada en honor del presidente asesinado de forma que, Lyndon B. Johnson, a instancias de Jacqueline Kennedy, logró que la Junta de Nombres Geográficos del Departamento del Interior aceptara cambiar el nombre del lugar, lo que le permitió anunciar el nuevo bautismo de la zona en su mensaje del Día de Acción de Gracias, el cuarto jueves de noviembre de 1963.
Fue por eso que, de niño, yo escuchaba que los lanzamientos espaciales de la misión Apolo se hacían «desde Cabo Kennedy».
El cambio de nombre provocó inmediatas reacciones en contra de la población de la zona. El lugar se había llamado Cabo Cañaveral desde hacía 400 años y el cambio no les hacía gracia; sin embargo, la histeria generada en los Estados Unidos por el asesinato del presidente Kennedy tapó esas protestas.
No obstante las protestas siguieron y el Estado de Florida presentó peticiones al Senado y al Congreso que no hicieron nada por el temor a parecer irrespetuosos con la memoria del presidente asesinado.
Finalmente, hartos de esperar que alguien hiciera algo, los representantes del estado de Florida aprobaron una resolución declarando su intención de tratar de cambiar el nombre en los mapas independientemente de lo que hiciese el Congreso de los Estados Unidos.
Oscuros movimientos siguieron a aquello pero lo cierto es que el 9 de octubre de 1973, la Junta de Nombres Geográficos acordó por unanimidad restaurar el antiguo nombre. El hermano del presidente fallecido, Ted Kennedy, escribió una breve carta diciendo que su familia «entendía la decisión», y eso fue todo. Hoy ya no existe Cabo Kennedy y el nombre de la zona ha vuelto a ser el de Cabo Cañaveral (Cabo «Canaveral» en grafía estadounidense) aunque la base desde donde se lanzan los cohetes se sigue llamando «Kennedy».
Quizá Trump debiera recordar este tipo de cosas y de que no suelen durar mucho, como aquella manía en la España de Franco de adicionar al nombre de la ciudad el de algún personaje acorde con la ideología gobernante. Quizá usted no lo recuerde pero yo sí recuerdo dirigir cartas a «Alicante de José Antonio» o al inefable «Ferrol del Caudillo».
En fin, trumpismos.
Los tópicos y el creciente fértil
«Ubi sunt» y «carpe diem» son dos tópicos literarios que instintivamente, probablemente por su nombre latino, asociamos inmediatamente a autores latinos. El primero (ubi sunt) procede de la expresión latina «Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?» («¿Dónde están quienes vivieron antes que nosotros?») y ha sido utilizadísimo en todas las literaturas del mundo aunque, probablemente, si eres un lector hispanohablante tu ejemplo más cercano sea ese fragmento de las «Coplas a la muerte de su padre», escrito por Jorge Manrique, y que dice:
¿Que se fizo el rey don Juan?
los infantes de Aragón
¿que se fizieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿que fue de tanta invencion
como truxieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras,
y çimeras,
¿fueron syno devaneos?
¿que fueron sino verduras
de las eras?
Este tópico literario del ubi sunt suele aparecer vinculado al del «tempus fugit» (traducido como «el tiempo huye», «el tiempo se fuga», «el tiempo vuela», o «tiempo fugaz») y este, por pura lógica, unido al del «carpe diem», una locución latina concebida por el poeta romano Horacio(65-8 a. C.) en su libro «Odas» (I, 11), cuya traducción literal es «aprovecha el día» o «cosecha el día», en el sentido de aprovechar el tiempo y no malgastarlo.
Pues bien, estos tópicos que vinculamos sistemáticamente con autores latinos («carpe diem» con Horacio, «tempus fugit» con Virgilio) son tan humanos que resultaría inexplicable que no fuesen ya populares en civilizaciones anteriores a la romana y la griega. Ocurre, sin embargo, que, como hasta hace apenas poco más de cien años no sabíamos leer ni la escritura egipcia ni la sumeria-acadia-babilónica, hemos asimilado dichos tópicos a la cultura grecolatina.
Es por eso que hoy, releyendo el poema egipcio titulado «El canto del arpista», he vuelto a pensar en todo eso que hemos perdido por no disponer a tiempo de los conocimientos precisos para conocerla. Les copio una traducción de la «Canción del arpista»:
«Una generación pasa y otra perdura
Desde el tiempo de los antepasados.
Los dioses que se han manifestado en otros tiempos
Descansan en sus pirámides.
Los nobles espíritus, igualmente,
Están sepultados en sus tumbas.
Los que han construido edificios
Cuyos emplazamientos ya no existen,
¿Qué ha sido de ellos?
[…]
¿Dónde están sus tumbas?
Sus muros han caído,
Ya no existen sus tumbas.
Es como si nunca hubieran existido.
No hay difuntos que vuelvan del más allá
Y que cuenten su estado
Y que cuenten sus cuitas
Y que aplaquen nuestro corazón
Hasta que nosotros lleguemos
Al lugar donde ellos han ido.
[…]
¡Alegra, pues, tu corazón!
[…]
Pon mirra sobre tu cabeza,
Vístete de finos ropajes
Perfúmate con perfúmenes exóticos, propios de un dios.
Multiplica tus placeres.
[…]
Transcurre feliz el día y no desfallezcas.
Mira, nadie se ha llevado sus cosas consigo;
Mira, nadie ha regresado jamás».
Creo que a nadie le pasará despaercibido el tópico «ubi sunt» a partir del verso que dice «¿Qué ha sido de ellos? ¿dónde están sus tumbas?», del mismo modo que tampoco a nadie le pasará despaercibido en este poema el tópico del «carpe diem» a partir del verso que dice «¡Alegra, pues, tu corazón!».
Quizá si hubiésemos desentrañado antes los secretos de la lengua egipcia hoy estos tópicos se conocerían como los tópicos del arpista egipcio.
Han pasado unos 5000 años desde que egipcios y sumerios comenzaron a escribir la historia, hasta hace apenas cien no sabíamos leer con excatitud —aún hoy día no sabemos del todo— y nos perdimos una parte fundamental de la historia de la humanidad.
Por eso hoy releyendo el «Canto del arpista» he vuelto a pensar en esto y en la eterna reflexión de los seres humanos sobre el inexplicable fenómeno de la vida.
12 de octubre ¿Día de qué Raza?
Recuerdo que de niño, cada vez que oía que el 12 de octubre era llamado «el Día de la Raza», se me producían naúseas casi físicas.
Recuerdo escuchar la expresión «Día de la Raza» y preguntarme ¿Qué narices me estarán queriendo decir con ese nombrecito? ¿Día de la Raza? ¿De qué raza? ¿Pero es que en España no sabemos todos que somos como los perros callejeros, unos mil leches producto de los cien pueblos y pueblas que han pasado por la península ibérica a lo largo de la historia?
La raza… ¡menuda raza! desde que neandertales y cro magnones habitaban la península hace más de 30.000 años por aquí ha pasado todo bicho viviente: los homo sapiens de los campos de urnas, los indoeuropeos, los iberos, los celtas, los fenicios, los griegos, los carthagineses, los romanos, los suevos, los vándalos, los visigodos, los árabes, los gitanos, los judíos, los alemanes de Mallorca, los ingleses de Magaluf y hasta magyares como Kubala y Puskas.
¿Raza dice usted? ¿Día de «La Raza»? Deje que me descojone, caballero.
En mi infancia lo del «Día de La Raza» era el nombre que algunos «falangistas valerosos» aplicaban a la festividad del 12 de octubre, día que, por aquellos tiempos, se conocía oficialmente como el «Día de la Hispanidad», un nombre que a mí me caía bien y que no entendía que nadie quisiera sustituir por el, a mi juicio repulsivo, nombre de «Día de la Raza».
Pero ya se lo dije al principio: soy un ignorante, desconozco muchas cosas y a menudo juzgo demasiado rápidamente.
No digo que quienes utilizaban entonces e incluso ahora la expresión de «La Raza» no lo hiciesen con una intencionalidad ideológica digna de un cráneo fraguado con hormigón de búnker berlinés, lo que digo es que por las mentes de quienes idearon la expresión «Día de la Raza» no pululaba ninguna de las ideas que yo, prejuiciosamente, les atribuía.
La existencia en Sevilla, junto al Parque de María Luísa, de un «Monumento a La Raza» inaugurado en 1929 debió hacerme sospechar. El monumento, una especie de mural, luce unos versos del poeta nicaragüense Rubén Darío que dicen textualmente:
«Ínclitas razas ubérrimas,
sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos,
luminosas almas, ¡salve!»
Total ná, «razas ubérrimas», «Hispania fecunda», «espíritus fraternos», «luminosas almas»… Rubén Darío no podemos decir que se quedase corto, no…
Pero ¿qué significa todo esté galimatías?
Mi desconcierto alcanzó niveles máximos cuando descubrí que, en países americanos como Honduras, aún se celebra el «Día de la Raza», así, con este nombre. Al conocer ese dato me quedé petrificado de piedra basáltica del volcán Popocatéptl.
Y fue bueno que me quedase de piedra de este volcán mexicano porque de México llega la explicación más plausible de todo esté galimatías de la mano —o mejor dicho de la pluma— del principal intelectual de la Revolución Mexicana, es decir, de Don José Vasconcelos y Calderón.
Resulta que esté prolífico autor, verdadero apóstol de la educación de su estado, hombre que había ocupado relevantes puestos públicos en el gobierno mexicano y que fue incluso aspirante a la presidencia de la república, es el principal responsable de este asunto de «La Raza» que, como verán, es justamente todo lo contrario de lo que parece.
En el pensamiento de Vasconcelos los conceptos exclusivos de raza y nacionalidad debían ser trascendidos en nombre del destino común de la humanidad. Este pensamiento tuvo su origen en un movimiento de intelectuales mexicanos de la década de 1920, que apuntaron que los latinoamericanos tienen sangre de las cuatro razas primigenias del mundo: roja (amerindios), blanca (europeos), negra (africanos) y amarilla (asiáticos): la mezcla entre todas ellas da como resultado la aparición de una quinta y última, la más perfecta y sublime.
Resulta, pues, que «La Raza» a la que se refería originariamente el nombrecito «Día de la Raza» y la que cantaba el poema de Rubén Darío es justo a la nuestra, la de los perros callejeros, la de los «mil leches». La Raza de la que habla Vasconcelos es la raza de los antirracistas, la de los mestizos, la de todos en realidad porque, en el fondo, todos los seres humanos somos eso, mestizos.
Según Vasconcelos la América hispana es la suma de toda la humanidad, el punto culminante de su historia: América es donde se combina la hispanidad europea (síntesis de celtas, iberos, romanos, germanos) con «el espíritu contemplativo» del indio americano, «la sensualidad» del africano y «el sentido de unidad colectiva» del asiático. ¡Toma candela, Manuela!
Y a esta raza que no es raza, a esta raza antirracista, Vasconcelos (a quien ciertamente no le faltaban palabras) la bautizó nada menos que como «La Raza Cósmica» y se tiró el folio de publicar en Madrid, en 1925, un ensayo titulado así: «La Raza Cósmica».
Es así como se entiende que Rubén Darío, en el monumento a la raza de Sevilla, hablase de «Ínclitas razas ubérrimas» (en plural) y de «espíritus fraternos». Mientras que cualquier filósofo centroeuropeo con cráneo de hormigón y acero hubiese hablado del «Volkgeist» y de otras ideas de bigotito recortado, aquí, el Darío y el Vasconcelos, se tiraron un pegote verdaderamente cósmico:
—¿A nosotros nos váis a hablar de razas? ¡Tirad pal búnker, cabezas de cemento!
No creo necesario aclarar que este post no pretende ser del todo científico y que algo de ironía hay en él, tampoco pretendo saberlo todo sobre el pensamiento del recién descubierto por mí Vasconcelos y sobre su delirante idea de la «Raza Cósmica», de hecho, ya lo dije al principio, debo confesar que todo esto hace poco no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas y que quizá también lo esté haciendo ahora.
Quiero decirles que siempre puedo estar equivocado, en suma.
Sin embargo no creo engañarles si les digo que prefiero esta raza de mestizos que a todos nos hace hermanos a cualquier otro intento racista, clasista, nacionalista o indigenista que pretenda desunir y eliminar todo aquello que nos convierte en esa «raza» mestiza de mil leches que hace que todos compartamos ancestros y, por lo tanto, nos convierte a todos en hermanos.
Mi sufijico materno
Como en mi figón habitual cuando, en la mesa de al lado, se sienta un matrimonio que requiere finústicamente la presencia del camarero y le solicita:
«Un «cafetito» cortado con leche sin lactosa y otro normal; una «flautita» de salmón y unas «galletitas» de las que se ven en el expositor del mostrador».
Casi me atraganto al oír tal barahúnda de flautitas, cafelitos y galletitas.
Recuerdo perfectamente cuando, de niño, el profesor nos enseñó que los diminutivos en castellano se hacían añadiendo el sufijo «-ito» a las palabras. Recuerdo que me invadió una sensación de repugnancia casi física, yo nunca había construído un diminutivo en -ito y, cuando escuchaba a alguien hacerlo, mi percepción era que se trataba de una cursilada insufrible, algo falso e impostado pues ¿cómo alguien en su sano juicio podía construir un diminutivo con el sufijo -ito, estando ahí mi natal -ico tan a la mano?
El cabreo que cogí esa tarde aumentó cuando el profesor añadió que -ito era la forma correcta y que si nosotros hacíamos el diminutivo en -ico era por nuestra natural burricie, esa misma burricie que nos llevaba a pronunciar «quinse» en vez de quince.
Recuerdo que me juré que yo nunca sería un cursi de esos que hacían los diminutivos en -ito y que, dijera lo que dijera el profesor, yo los haría siempre en -ico.
Luego pasaron los años y leí el Quijote y en él aprendí que lo que decía mi profesor era con toda probabilidad falso porque Cervantes, en esa obra, el diminutivo que prefirió era el terminado en -illo (114 veces) seguido por mi natal -ico (49 veces) y ya después el execrable -ito y otros sufijos válidos en lengua castellana (-uelo, -ete, -ejo…).
El diminutivo en -ico, además, a su función disminuidora añade una indudable función afectiva, una función afectiva tan grande que en algunos casos esta sobrepuja a la función disminuidora. El uso afectivo del -ico en la Diócesis de Cartagena me exigiría un extenso análisis de ejemplos pero, si son ustedes de aquí, me entenderán.
No pasó mucho tiempo antes de que consultara el Diccionario de la Real Academia Española y descubriese que el sufijo -ico era un castellano absolutamente correcto y reconocido por ella. Se lo transcribo literalmente:
«-ico, ca
1. suf. And., Ar., Mur., Nav., Col., C. Rica, Cuba y Ven. Tiene valor diminutivo o afectivo. Ratico, pequeñica, hermanico. A veces, toma las formas -ececico, -ecico, -cico. Piececico, huevecico, resplandorcico. En Colombia, Costa Rica, Cuba y Venezuela, solo se une a radicales que terminan en -t. Gatico, patica. Muchas veces se combina con el sufijo -ito3. Ahoritica, poquitico».
Y desde entonces sé que a Juan puedo llamarlo Juanico, Juanillo, Juanelo, Juanete o Juanito según me apetezca y sabiendo que cada diminutivo tiene no solamente una función disminuidora sino afectiva, ponderativa, despectiva, regional o de muchos otros tipos.
Y ahora, acabada mi colación, me voy a ir a casa y voy a dejar a este matrimonio con sus flautitas y galletitas.
Y que no se me enfade nadie, yo solo soy un zagalico de aquí.




