Pilotos de las Malvinas

Pilotos de las Malvinas

Gestionar las emociones para enfrentar una muerte posible no es un oficio sencillo y pienso en esto en medio de esta incierta madrugada en la que dormito y escucho en Youtube los testimonios de los veteranos pilotos argentinos que, en sus viejos aviones A4 «Skyhawk», combatieron a la flota británica en la guerra de las Malvinas.

Conste que no hago distingos en este punto entre los sufridos pilotos argentinos y los esforzados marineros británicos; el miedo (como los seres humanos) no es distinto por sufrirse bajo una determinada bandera ni en defensa de una patria, el miedo, la angustia, es patrimonio común y no hace distingos entre los seres humanos. Ocurre, sin embargo, que los pilotos argentinos se apellidan Barrionuevo, Gómez o Carballo y se expresan en castellano y esto hace que, al escucharles contar sus historias, les sienta especialmente cercanos.

La superioridad tecnológica británica en aquella guerra hacía que las posibilidades nominales de regresar salvos de una misión contra la flota inglesa fuese, para los viejos «Skyhawk» argentinos, de tan solo una de cada ocho. El perfeccionamiento de técnicas de vuelo rasante a escasos metros de las olas mejoraron las posibilidades de sobrevivir hasta un tercio, pero es la realidad que, salir en misión de ataque a la flota en aquella guerra, suponía para los pilotos argentinos el enfrentar una muy cierta posibilidad de morir. Y muchos murieron. Unos por los misiles de la flota, otros por la acción de los Harrier británicos, otros más incluso por fuego amigo de las propias fuerzas argentinas y aún otros más por fallas técnicas en los aparatos en que volaban.

Un Skyhawk es un artefacto construido con miles de piezas de metal que conspiran incesantemente para caer a tierra en cuanto algo deje de funcionar como debe. Los pilotos, pues, cuando suben a su avión, deben confiar en que todo aquel complejo mecanismo funcionará cuando sea requerido para ello y, llegado el caso, deberán ser capaces de lanzarlo hacia otro mecanismo que pugna por desintegrarlos a cañonazos o misilazos. Es una situación atroz.

Cuando los seres humanos enfrentan la muerte su percepción de la realidad y de lo que sea la vida cambia, todo cuanto antes parecía importante ahora es irrelevante, todo parece no tener sentido y la mente se focaliza en lo que, ahora, es lo único importante. Y toca subir al avión y confiar en que todo funcione bien y en que la fortuna esté de tu parte y puedas ser ese uno de cada tres que vuelve para contarlo.

Y es llamativo cómo, en cuanto cesa el riesgo y el aviador vuelve a la base, todo recupera sus antiguas dimensiones y volvemos a soñar ese sueño que llamamos vida.

Y a veces pienso que, enredados en esta especie de enajenación, perdemos la consciencia de que, cada mañana que dios amanece, todos, absolutamente todos, hemos de volver a subir en nuestro Skyhawk.

Como Barrionuevo, como Gómez, como Bustos, como Carrizo, como Arrarás…

En el fondo como todos nosotros.

Ensayo de derecho natural (VII): el juego del ultimátum

Ensayo de derecho natural (VII): el juego del ultimátum

Supongo que, a estas alturas, el lector está legitimado para pedir a quien esto escribe alguna prueba de que lo que está contando funciona en la práctica.

—Usted verá, lleva seis capítulos dando la turra con microorganismos, estrategias evolutivas, teoría de juegos y competiciones de ordenador y aún no sabemos dónde quiere ir usted a parar.

—Quiero ir a parar al punto de demostrar que existe un derecho natural inscrito en nuestros genes y que es producto de muchos millones de años de procesos evolutivos.

—Pues bien fácil lo tiene usted, pónganos un ejemplo de un caso en que la percepción innata de justicia del ser humano choque frontalmente con sus criterios racionales.

—Usted lo ha querido ¿conoce el «juego del ultimátum»?

—No.

—Pues vamos a él.

En el juego del ultimátum compiten dos jugadores y es un juego que sólo se juega una vez. Insisto. Este juego sólo se juega una vez y no perder esto de vista es esencial.

A uno de los dos jugadores (le llamaremos oferente) se le ofrece una cantidad de dinero, pongamos por ejemplo mil euros, y se le pide que, de esa cantidad, ofrezca a su contrincante una parte.

El jugador oferente puede ofrecer a su contrincante (llamémosle Respondedor) la cantidad que desee, desde los mil euros a un solo euro, pero (aquí está el pero) los jugadores solo podrán quedarse con el dinero si el Respondedor acepta la cantidad que se le ofrece, si no la acepta ambos lo oerderán todo.

Ahora reflexione y piense si usted fuese el oferente qué cantidad ofrecería y si fuese el respondedor con qué cantidad estaría dispuesto a conformarse, mientras yo le voy contando algunas cosas.

Desde el punto de vista económico y dado que el juego sólo se juega una vez las matemáticas nos dicen que el respondedor debe aceptar cualquier oferta superior a cero que le haga el oferente. Rechazar cualquier oferta superior a cero supone perder dinero sin contraprestación alguna, de forma que la lógica, la racionalidad económica y las matemáticas nos indican que la conducta racional para el respondedor es aceptar cualquier cantidad.

Sin embargo usted y yo sabemos que los seres humanos no somos así de racionales.

He hecho esta prueba con varios alumnos en prácticas en mi despacho y recuerdo con especial cariño una ocasión en que un joven abogado particularmente ágil de mente ofreció de los mil euros tan solo cinco a otra compañera abogada.

Esta miró con cara de estupor al oferente y este, viendo que ella iba a rechazar la oferta se le adelantó y le dijo:

—Piénsalo, es mejor cinco euros que nada.

Ella respondió

—¿Y el gusto que me va a dar a mí verte perder 995€? ¿Tú sabes cuánto vale eso, pedazo de gomias?

La compañera quizá no actuase racionalmente pero es así como funciona el ser humano. Una pulsión (emoción) construida durante millones de años de historia evolutiva humana la impulsaba a decirle a su competidor que de ella no se iba a reír.

Podemos especular qué habría ocurrido si la oferta, en vez de cinco hubiese sido de 495€. ¿Habría rechazado en tal caso la oferta la compañera? También podríamos especular sobre otras circunstancias pero lo cierto es que el ser humano, dentro de determinados límites, prefiere satisfacer una cierta pulsión de justicia a un simple beneficio económico aunque ello le lleve a comportarse irracionalmente.

Y ahora yo debería extenderme sobre las causas de esta particular forma de conducta del ser humano, de esta intuitiva percepción de lo justo y de lo injusto y de cómo, dentro de ciertos límites, el ser humano prefiere seguir sus instintos que la racionalidad. Pero eso lo haré en los próximos capítulos, en este prefiero escucharles a ustedes por si tienen algo que decir.

Ensayo sobre el derecho natural (IV): la máquina de las emociones

Ensayo sobre el derecho natural (IV): la máquina de las emociones

Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, fue un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana y llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque entebdió que, en la base de todo comportamiento humano y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones. Incluso propugnó que, si habíamos de diseñar una máquina inteligente, habríamos de dotarla de emociones pues son un recurso absolutamente genial para economizar y administrar eficazmente los escasos recursos de que disponen los seres vivos. Si un león nos ataca nuestro organismo disparará la emoción llamada «miedo» y, a partir de ese momento, todos los recursos de nuestro organismo se destinarán a correr como alma que lleva el diablo; si lo piensan un gran invento de la evolución.

Es importante entender el papel que juegan las emociones en la toma de decisiones por parte de los seres humanos y antes de pasar a estudiar estrategias complementarias de la reciprocidad —según les prometí en el capítulo anterior— creo que es necesario dedicar un poco de tiempo a estudiar, aunque sea de forma somera, el papel que juegan las emociones en nuestra vida.

Si observamos el comportamiento de los seres humanos en la vida cotidiana no nos costará descubrir en cuántas ocasiones las emociones determinan sus conductas. No necesito contarles cómo la naturaleza se encarga de que los padres sientan por sus hijos un amor (una poderosa emoción ¿verdad?) tan acrítico e indisimulado —sobre todo en sus primeros años de vida— que los ven los seres más hermosos del universo; y no se empeñe usted en discutir eso con una madre o un padre porque, aunque le reconozcan en un conato de lucidez que todos los niños son iguales, sus hijos, en su mirada y su mente, son únicos y es una de esas causas por las que mujeres y hombres se trasmutan. El amor paternofilial es una de esas emociones que hacen que un ser humano dé la vida por otro y eso padres y madres lo saben muy bien.

Tampoco necesito contarle tampoco cómo ese afolescente feo, canijo y poco agraciado, del que su hija se ha enamorado es para ella el ser más adorable del mundo y cómo, aunque sea un majadero notable, ella juzgará cualquier idiotez suya como una gracia y hasta le parecerá artística la roña de sus tobillos, las espinillas grasientas de su cara o la pelusa mal afeitada de su barba adolescente. Es el amor otra vez, sí, las emociones como esta o como la de paternidad/maternidad cambian en las perdonas hasta la forma en que ven el mundo.

Los seres humanos (y en general todos los animales) venimos al mundo con un complejo equipamiento de emociones que dirigen nuestras vidas y muchas de estas emociones tienen trascendencia jurídica. Ya vimos que la reciprocidad está en la base de la cooperación y por eso no le extrañará que los seres humanos dispongamos de emociones como la gratitud y la venganza o el rencor que nos estimulan a tratar con reciprocidad a aquellos individuos con los que interactuamos. Pero dejemos eso para más adelante, por ahora bástenos con tomar conciencia de cómo los genes dirigen o condicionan nuestras conductas a través de las emociones y las pasiones.

Es por todo esto que les contaba que Marvin Minsky, un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana, llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque en la base de todo su comportamiento y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones.

Justicia y genética

Justicia y genética

Les dije hace unos días que los seres humanos incorporábamos en nuestros genes muchas emociones que contribuían a dotarnos de conductas convenientes para poder vivir en sociedad. En ese post les hablé de la empatía y les anuncié que era mi intención hablarles de otras como, por ejemplo, el orgullo.

Claro que no voy a hablarles del orgullo en los seres humanos sino en nuestros parientes más cercanos: los simios. ¿Por qué hago esto? Pues porque si encontramos un rasgo en los humanos es conveniente buscar su rastro evolutivo; de esta forma apuntalaré mi teoría de que nuestros principios morales, de justicia o, en general, nuestras habilidades para vivir en sociedad, son un producto de la evolución y no de ningún pacto ni contrato social y ni siquiera principios que nos diese ningún dios en el Sinaí o en cualquier otro lugar.

Mi propósito es fundamentar que, si queremos conocer la moral natural o la justicia natural humanas debemos recurrir a los principios evolutivos y por eso, hoy, voy a hablarles del orgullo, pero no en los seres humanos sino en los simios.

En 2003 se publicaron los resultados de un curioso experimento con primates llevado a cabo por la universidad estadounidense de Emory. Sarah Brosnan y su colega Frans de Waal (quizá el más reputado primatólogo de la actualidad) realizaron un experimento para tratar de aclarar si el sentido de justicia es un comportamiento producto de la evolución humana o el resultado de las reglas que se establecen en la sociedad.

Para ello entrenaron a un grupo de primates a los que enseñaron a intercambiar fichas por comida o a realizar trabajos para obtener comida: Los experimentadores daban a los primates un pedazo de pepinillo a cambio del «pago» de una de esas fichas o de la realización de alguna tarea. Lo sorprendente fue que, cuando uno de los primates recibía a cambio de la ficha o tarea en lugar del trozo de pepinillo una uva (un manjar mucho más apetitoso), el resto de los primates que habían recibido el acostumbrado trozo de pepinillo no sólo se negaban a cooperar sino que incluso se negaban a comer.

Esta conducta de los monos, desde el punto de vista de la teoría de juegos es irracional pues, evidentemente, es mejor recibir un trozo de pepinillo que no recibir nada y, sin embargo, de acuerdo al estudio publicado en la revista Nature, los monos se ofendían cuando veía que uno de sus compañeros recibía un premio que consideraban más apetitoso que el suyo a cambio del mismo trabajo o de la misma cantidad de fichas. El experimento se realizó con monos capuchinos separados en parejas y el experimento consistió, precisamente, en premiarlos de diferente manera por una misma tarea, bien fuera dándoles uva en lugar de pepino o, simplemente, no pagando su trabajo.

Los monos, cuando percibían la desigualdad del pago, a veces ignoraban la recompensa y otras veces la aceptaban para después, muy dignamente, tirarla. Curiosamente los primates nunca se enfadaron con el mono que recibía mayor premio.

No creo que el experimento tenga relación con un «instinto de justicia» más que de forma indirecta y remota. La conducta de los monos parece estar relacionada más bien con lo que los humanos llamaríamos «orgullo» o «amor propio», emociones que, intuyo, están más relacionadas con las estrategias de cooperación que con la justicia; justicia que vendría a ser una especie de producto final o precipitado de todas esas estrategias.

Ciertamente, como dije, la conducta de los monos es incomprensible si la analizamos a la luz de la teoría de juegos pues recibir algo a cambio del trabajo o la ficha es mejor que no recibir nada, pero, la conducta de los monos es extremadamente comprensible si la enmarcamos dentro del principio estratégico general que rige la cooperación en la naturaleza: La reciprocidad.

Como ya señaló Axelrod en su libro «The Evolution of Cooperation» la reciprocidad se ha revelado como una de las estrategias más exitosas en el campo de la cooperación natural. Sus modelos y torneos informáticos revelaron que «tit for tat» (una estrategia fundada en la reciprocidad) es una estrategia evolutivamente estable en la mayor parte de las ocasiones, por lo que no es aventurado pensar que las emociones ligadas a dicha estrategia han sido incorporadas genéticamente por las especies más señaladamente gregarias, mamíferos, monos y seres humanos incluídos.

La falta de reciprocidad provoca sensaciones de desagrado y ese desagrado lleva a los participantes en el juego a abandonar su participación en él. Los monos parecen decirle al experimentador: «Si no hay reciprocidad no quiero participar en tu juego».

Podríamos pensar que la conducta de los monos es ajena por completo al ser humano pero me gustaría recordar aquí un famoso experimento (esta vez realizado con seres humanos) que puede arrojar bastante luz sobre la cuestión.

El juego del ultimátum es un juego muy habitual en el campo de los experimentos económicos. En dicho juego dos jugadores han de interactuar para dividir una cantidad de dinero que se les ofrece. El primer jugador propone cómo dividir la suma entre los dos jugadores, y el segundo jugador puede aceptar o rechazar esta propuesta. Si el segundo jugador rechaza, ninguno de los jugadores recibe nada. Si el segundo jugador acepta, el dinero se repartirá de acuerdo a la propuesta. El juego se juega sólo una vez para que la reciprocidad no sea un problema.

Por ejemplo, supongamos que yo ofrezco mil euros a repartir entre dos personas. La primera de ellas podrá tomar la cantidad que desée (por ejemplo 800 euros) y la segunda decidirá si se queda con los 200 restantes o si los rechaza, en cuyo caso ninguno de los jugadores cobrará nada. El experimento sólo se realiza una vez.

Las matemáticas nos dicen que el segundo jugador debería aceptar cualquier cantidad que le deje el primer jugador (cobrar algo es mejor a no cobrar nada) pero la experiencia nos dice que incluso el ser humano abandona la racionalidad cuando recibe una oferta que le parece «ofensiva», prefiriendo no cobrar nada a cobrar poco. ¿Se imagina usted que, de los mil euros, el primer jugador toma 999? ¿se quedaría usted con las ganas de rechazar la oferta aunque perdiese el euro restante?

Sinceramente, ¿no sentiría usted que le está tocando las narices el primer jugador si toma 800 euros sabiendo que usted no tiene nada mejor que hacer que aceptar los 200 que le ha dejado?

Lo oigo todos los días en mi despacho cuando transmito a mis clientes una oferta de la parte contraria: «No voy a dejar que se rían de mí», o «no es por el dinero, es que me está tocando las…»

Resulta evidente que en el caso de los seres humanos también están presentes las emociones que hacían sentirse ofendidos a los monos del experimento de Frans de Waal.

Y, aunque parezcan irracionales, esas emociones gobiernan una estrategia de conjunto increíblemente exitosa. Las emociones de hombres y monos han evolucionado no para resolver un experimento aislado, sino para resolver un experimento iterado, es decir, que se repite. «Si tu me ofreces un trato injusto y no lo acepto la próxima vez aumentarás la oferta». Porque los instintos de hombres y monos no han evolucionado para resolver un experimento aislado, sino para resolver de forma instintiva y automática los complejos problemas que plantea la vida en comunidad.

O como diría uno de mis clientes al aceptar una de esas «ofensivas» ofertas a la baja: «Acéptelo pues mejor es eso que nada pero… ¡¡arrieros somos!!»

Racionales a veces, sí, pero orgullosos como los monos.


PD. Para quienes quieran ver un video del experimento sobre el orgullo y los macacos de que les he hablado en el post y precisamente presentado por el padre de este experimento, el primatólogo Frans de Waal (doblado a castellano/argentino) aquí se lo dejo, así comprueban que no les estoy contando pamplinas.

Seguramente, si sois abogados, habréis tenido alguna vez un cliente tan enfadado como este macaco.

Sin vergüenza

Sin vergüenza

Cuando a Rafael Guerra le preguntaron cómo había podido llegar a ser gobernador civil un torero de la época, dicen que este respondió con una sola palabra: «degenerando».

Desconozco si la anécdota es cierta pero, de serlo, muy probablemente el torero al que alude la misma sería el diestro de Elgóibar «Don» Luís Mazantini, nombrado Gobernador Civil de Guadalajara y Ávila en el bienio 1919-20, adversario declarado de Rafael Guerra y al que este dedicó públicamente no pocas puyas.

Lo curioso es que el aludido Luís Mazantini seguramente estaría de acuerdo con lo dicho por Rafael el Guerra, pues se dice que, cuando se cortó la coleta, al preguntarle por qué lo hacía el diestro de Elgóibar respondió: «Porque para ser matador de toros hay que tener vergüenza y antes de perderla prefiero tomar otro camino». Y tomó el camino de la política.

Y es de este tema, de la vergüenza, del que yo quería hablarles hoy.

Ninguna emoción humana producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza. Le sorprendía que el ser humano exteriorizase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose, tartamudeando o azorándose ante los demás; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que sabe que ha obrado mal?

Una ventaja sería justamente lo contrario, no ruborizarse, mantener la cara de póker y ocultar que se ha obrado mal pero ¿qué ventaja puede haber en delatarnos a nosotros mismos?

La clase política española, sin duda, estaría de acuerdo con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Sin embargo la vergüenza es una emoción de capital importancia para la comunidad. La vergüenza hace que seamos fiables para los demás, les da una garantía de que no les engañamos, de que hacemos lo que se espera de nosotros, de que si no cumplimos con nuestro deber nos sentiremos mal.

Cuenta la mitología griega que, viendo Zeus al hombre un animal tan indefenso, le concedió el don de vivir en sociedad para que fuese más fuerte, pero que, como nos cuenta Platón en su diálogo Protágoras:

«Buscaron los hombres la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían».

Y fue así como Zeus se dio cuenta de que para vivir en sociedad son precisos conocimientos y estrategias muy complejas de forma que, para solucionar el problema y que los seres humanos pudiesen vivir en sociedad Zeus decidió otorgarles dos virtudes: la justicia y la vergüenza. Zeus entonces encargó a Hermes que se ocupase de entregar justicia y vergüenza a los hombres y, entre los dioses, se produjo esta escena:

«Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y la vergüenza entre los hombres:

—¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?

—Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.»

Zeus, como se ve, debía ser demócrata y ordenó repartir entre todos justicia y vergüenza por igual, añadiendo además una orden taxativa: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.

No sé si Darwin entendería a Zeus, lo que sí sé es que la sociedad, en su conjunto, entiende perfectamente el mito y cuando considera que un indivíduo es incapaz de vivir en sociedad le llama simplemente «sinvergüenza».

Es por eso que no deja de admirarme ver a políticos acusados de los más abyectos chanchullos, gente a la que se ha sorprendido con el carrito del helado, estirándose sin rubor ante los micrófonos de la radio o la televisión y exhibiendo su absoluta falta de vergüenza. Por eso no deja de resultarme curioso que, cuando alguien disfruta de dinero ajeno no dé cuenta del mismo. Y es por eso que, en fin, no deja de entristecerme que algunos de quienes dicen representarnos antes prefieran perder la vergüenza que un cargo.

Creo que ni el mismo Darwin podría entender todo esto.

Animales morales

Tengo la profunda convicción de que nuestro juicio sobre la moralidad o incluso justicia de nuestras acciones no es un juicio reflexivo sino emocional. Estoy persuadido de que es instintivamente como decidimos liminalmente si una acción es moral o justa y de que sólo posteriormente tratamos de justificar nuestra decisión inicial a través de razonamientos morales o jurídicos. Tan sólo en un no demasiado grande número de casos nuestro razonamiento posterior nos revelará que nuestro juicio moral o jurídico instantáneo no era acertado.

Sé que más de un jurista, sobre todo algunos jueces, levantarán una ceja incrédula al leer esto pero concédanme unos minutos, porque estas convicciones mías de que les hablo, naturalmente, no las he inventado yo sino que muchos científicos han trabajado sobre esta hipótesis.

La justicia y la moral, créanme, no son una construcción del razonamiento humano o, al menos, no son una creación exclusiva del razonamiento humano. La vida en grupo exige atenerse a una serie de reglas de convivencia ya sea el grupo humano, de primates, de peces o de bacterias. Los comportamientos que permiten la vida en sociedad y cómo los miembros de esta reaccionarán a su infracción son pautas presentes en cualquier tipo de comunidad: desde una colonia de bacterias al Parlamento de la Unión Europea pasando por bandadas de aves o cardúmenes de peces. Todas estas comunidades están dotadas por la naturaleza de mecanismos para resolver sus conflictos, mecanismos que han ido evolucionando durante millones de años y que alcanzan su expresión más sofisticada y compleja en las formas específicas que tiene la especie humana para hacerlo, una de las cuales —pero no la exclusiva y ni siquiera la mejor a priori— es la administración de justicia.

El hombre y sus primos los primates superiores presentan reacciones e instintos que nos permitirían calificarlos como «animales morales»; a este tipo de reacciones han dedicado los científicos muchos trabajos y experimentos y uno de los experimentos clásicos en este campo de ha sido el muy conocido «Dilema del Tren» o del «tranvía».

Conocí tal dilema a través de los trabajos del polémico ex-profesor de la Universidad de Harvard Marc Hauser.

Hauser organizó en los primeros años del siglo XXI una fascinante encuesta por internet de la que les hablaré otro día pero cuyo argumento nuclear es el «Dilema del Tren» que antes les mencionaba. Hoy he encontrado en YouTube una recreación del primer acto de los tres en que Marc Hauser dividía su encuesta.

No voy a ponerles en antecedentes ni les voy a hacer ningún «spoiler», simplemente les ruego que, si les interesa el tema, vean el video cuyo enlace les dejo justo aquí abajo y se pregunten que harían ustedes en el caso de hallarse en el lugar de los sujetos del experimento.

No sé preocupen porque el vídeo esté en inglés, pueden activar los subtítulos en castellano si lo desean, véanlo y, si les sugiere algo, déjenme un comentario porque les aseguro que el experimento da para mucho. Otro día seguimos.