Miura 1

Miura 1

Hoy, en twitter, un fiscal se admiraba de que España fuese a bautizar el cohete que, se dice, lanzaremos al espacio como «Miura 1» y le parecía un nombre berlanguiano. Yo le he respondido que a mí me parecía pretencioso porque, antes de tomar la alternativa con Miuras, hay que pasar el fielato de las vaquillas para, más adelante, diputarse de novillero.

El caso es que la charla me ha dado gazuza y justo en el momento en que pasaba frente a la «Posada de Jamaica» donde un cartel anunciaba: «Hay rabo de toro». Naturalmente he entrado. (Si es usted sevillano y lee esto absténgase de bromas que en Sevilla también se ponen muy buenos rabos.)

El cocinero ha tardado en servirlo (se conoce que el burel estaba por lidiar) y cuando lo ha puesto le he advertido que ojito con lo que hacía porque yo soy el mayor experto mundial en este plato y hasta los de Michelin me consultan.

***Nota de cata. Cárdeno bragao, descarado de cuerna, veleto, de la ganadería —ahora francesa— de la Viuda de Concha y Sierra, lucía el 236 en los costillares y dio en la romana 502 kilos.

Tarde de sol y moscas, servicio de la plaza bueno. Se le corrió como segundo de la tarde y salió de chiqueros enterándose y mirando al tendido del 2 como si buscase por allí algún congénere cornúpeta (consternación varonil en el tendido).

Escarbando y con querencia a la tablas el toro no acudió a los caballos hasta que le requirió para ello el Juez de Instrucción del Partido, que ejercía de alguacilillo. En banderillas los rehileteros, dada la inmovilidad del bicho, hubieron de colocar los arponcillos según la llamada «suerte de la jabalina», pues el bicho esperaba por ellos más que la bahía de Portmán por su regeneración.

En el tercio de muerte el toro no se dejó dar un pase de modo que el diestro solventó la faena llorando en el burladero y llamando a su señora madre mientras le llegaban tres recados de la presidencia.

Consecuencia del ejercicio rabicular del morlaco, matando moscas con el rabo, el susodicho apéndice ha resultado magro, sin grasa y con abundosa porción de gelatina (cero calorías) de buena textura, sabor y propiedades adhesivas.

No hubo orejas, pero sí rabo.

Como Cagancho en Almagro

Se cuenta que, cuando Don Gregorio Corrochano le vio dar su último natural por alto en Las Ventas, escribió una crónica tan sentida que El Vaticano consideró, a la vista de lo que en ella se narraba, incluir a Joaquín Rodríguez «Cagancho» en el santoral.

Gitano de ojos verdes, Joaquín Rodríguez, nunca conoció el término medio. Dicen que fue el primero en torear de capote con las manos bajas y dicen que nadie lo ha hecho después como él; pero también son famosas sus muchas, muchísimas, tardes aciagas; tantas que incluso el suplemento de ABC hizo famoso en la década de los 20 un chiste en el que se veía a dos ratones conversando entre rejas en una celda de los calabozos de Madrid y diciendo: «Qué raro, son ya las nueve y aún no ha venido Cagancho».

Su tarde más recordada, 26 de agosto de 1927, no fue una tarde de las buenas, sino de las otras. Toreaba en Almagro con todo el papel vendido y una expectación inusitada. Se lidiaban toros de Pérez-Tabernero y la cosa se torció desde el principio. Para su desgracia y cuando ya tenía al público en contra salió a la plaza el sexto de la tarde, un auténtico tío, al que Cagancho se vio incapaz de matar. Cuando le sonaron los tres avisos Cagancho lo había intentado todo, incluso apuñalar alevosamente al toro desde detrás de la barrera mientras le llovían todo tipo de objetos desde el tendido. No había muerto aún el burel cuando el público invadió la plaza dispuesto a ajustarle las cuentas al diestro siniestro. La guardia civil se empleó a fondo e incluso fue preciso que cargase un escuadrón de caballería que había llegado de refuerzo. Cagancho finalmente fue detenido y llevado al ayuntamiento donde quedó custodiado por la Guardia Civil en prevención de males mayores.

No crean que esto de dejarse ir vivo un toro ha sido algo infrecuente en la tauromaquia, toreros como Curro Romero o Rafael de Paula (por citar sólo dos recientes) han sido habituales de los calabozos de los pueblos de España por acciones parecidas aunque, como a Cagancho, sus partidarios se lo han perdonado todo siempre esperando sus tardes de gloria.

Por eso cuando Cagancho, ya al final de su carrera, se abrió de capa en Las Ventas para recibir al cuarto de la tarde, la afición quedó estupefacta al ver jugar las manos a aquel más que cincuentenario torero que, de esa forma, presentaba sus credenciales para la corrochanesca beatificación.

¿Y todo esto a cuento de qué?

Pues a cuento de qué hoy he vuelto a leer la expresión «quedar como Cagancho en Almagro» y he recordado esta peripecia del gitano de los ojos verdes.

Joaquín Rodríguez «Cagancho» murió en el Sanatorio Español de México el último día del año 1983.

Teoría y juego del duende

Yo sé que no es del agrado de todos. Yo sé que muchos de los universos que le gustaban a Federico García Lorca no son hoy políticamente correctos y yo diría que hasta repugnantes para algunos, pero esto es lo que hay. Si recuerdas hoy a Federico García Lorca porque lo «trendy» es recordarlo quizá debieras recordar algo más de él y recordar esta «sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España» como el mismo la llamó. Léela y luego la comentamos.

TEORÍA Y JUEGO DEL DUENDE
(Por Federico García Lorca)

Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.
Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: «Esto tiene mucho duende». Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: «Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende».

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: «¡Ole! ¡Eso tiene duende!», y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: «Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica».

Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: «El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies». Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica» es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: «Verdaderamente tú eres Dios escondido», al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la «cantaora» andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: «¿Cómo no trabajas?»; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: «¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?»

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: «¡Viva París!», como diciendo: «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa».

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero… con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos «¡Alá, Alá!», «¡Dios, Dios!», tan cerca del «¡Olé!» de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de «¡Viva Dios!», profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán…
al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:
Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro…

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
-Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas, di?
-Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
-Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.
Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:
Dentro del vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas a coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas a cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando

El ciervo vulnerado
por el otero asoma.

La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende… ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.

La calle de la muerte

La existencia de lugares sugestivos, sagrados o numinosos, está indisolublemente unida a todas las culturas y religiones. La existencia de esos lugares se experimenta por los indivíduos más que se prueba, es verdad, pero, aún cuando no existan pruebas, pregúntese usted mismo si no ha experimentado al llegar a ciertos lugares sensaciones relacionadas con lo sobrenatural. Puede ser que la existencia de esos lugares pertenezca al mundo de lo imaginario pero le aseguro que la sensación que usted experimenta existe y pertenece al mundo de lo real.

Todas las civilizaciones han tenido su peculiar geografía sagrada y así pasa también en mi ciudad, Cartagena, con la particularidad añadida de que han sido muchas las civilizaciones que han pasado por esta vieja adolescente de tres mil años y, por inquietantes motivos, la geografía numinosa de la ciudad ha sufrido muy pocos cambios y permanece fiel a los designios y experiencias de sus primeros pobladores. Me explicaré.

Hoy he salido a pasear decidido a recorrer en toda su rectitud la calle en donde vivo, La Serreta, pues cada vez que la paseo tengo la extraña sensación de que podría entender el mundo sin salir de ella, me parece que la vida, la religión, el amor, las pasiones, tienen sus espacios numinosos avecindados en ella. Hoy, sin embargo, quería acercarme al solar más ominoso, el lugar donde la muerte deja sentir su presencia.

Permítanme que les aclare algo: cuando hablo de «La Serreta» no hago distingos entre sus tramos: que se llame en unos tramos Serreta, en otros Caridad y en otros Gisbert es cosa que me importa poco, no me andaré con finezas, para mí la Serreta numinosa discurre desde el viejo Parque de Artillería hasta el agujero de la Muralla del Mar, déjenme que al menos para mis post me tome esta licencia.

Hoy, como les digo, he decidido visitar el predio donde gobierna la muerte; si son de Cartagena lo conocerán, está en ese tramo al que los cartageneros llamamos calle de Gisbert.

Allí, sobre el cantil izquierdo del cortado según se mira al mar, se encuentran las ruinas del viejo anfiteatro romano, un edificio singular. Las luchas de gladiadores que en él se celebraban no sólo están relacionadas con la muerte por su propia naturaleza violenta, sino porque los espectáculos de gladiadores (los munera gladiatoria) son en origen un rito funerario romano.

Casi con total seguridad, los romanos adoptaron la práctica de incluir combates rituales en sus funerales a partir de sus contactos con los etruscos y las poblaciones itálicas del sur de Campania. Esta costumbre tendría sus raíces en ceremonias religiosas en las que se honraría a los difuntos con sacrificios humanos destinados al apaciguamiento de sus manes mediante el derramamiento de sangre de las víctimas. La primera noticia escrita sobre la celebración en Roma de unos munera gladiatoria se sitúa en el año 264 a. C. con motivo de los funerales de Junio Bruto Pera.

También en Cartagena las primeras luchas de gladiadores de que tenemos noticia tienen carácter de rito funerario: los juegos organizados por Publio Cornelio Escipión en Carthago Nova en el 206 a. C. constituyen uno de los testimonios más antiguos de la celebración de estos rituales y fueron también los primeros que se llevaron a cabo fuera de Italia.

Las luchas con armas como rito funerario tampoco parece que sea costumbre exclusiva de los romanos —según nos cuenta Tito Livio, que dedica mucha atención a estos «Primeros Juegos Cartaginenses»— pues la participación en ellos de la población autóctona fue abundante y no debería de extrañarnos: sabemos que, tras el funeral de Viriato, tuvieron lugar combates junto al lugar donde reposaban sus cenizas, hecho este que nos ilustra bastante bien sobre la presencia de estos ritos en la península.

Así pues me he dirigido al anfiteatro, lugar de indudable carácter funerario, pero no sólo animado por él mismo sino porque, sobre él, se edificó nuestra vieja plaza de toros, lugar también consagrado al culto a la muerte y a una actividad, la tauromaquia, cuyo origen está también vinculado a los ritos funerarios. No me extenderé en esto, sólo les contaré que en un sarcófago micénico del siglo XIII A.C. hallado en Tanagra (Grecia central), podemos contemplar representado un funeral en el que se oficia un combate con armas y también salto del toro.

Este coupage de anfiteatro y plaza de toros, con ser único en el mediterráneo, no es lo más insólito porque, cuando muchos años después se decidió contruir una morgue en la ciudad, también fue este fundo de la muerte el elegido para construirlo y, todo ello, adornado con la circunstancia de que el propio ruedo del anfiteatro ejerció como fosa común para los cadáveres de una epidemia de peste que asoló la ciudad. Si hay lugares relacionados con la muerte este, sin duda, tiene que ser uno.

Para tomar la foto que figura al principio de este post he tenido que desplazarme al cantil opuesto del cortado de la calle de Gisbert y —tate— mientras hacía las fotos he caído en la cuenta de que ese es el lugar usado tradicionalmente por los cartageneros para suicidarse (algo así como el viaducto en Madrid) y las coincidencias han empezado a intrigarme tanto como para pensar en dedicarles este post que ya va siendo demasiado largo. Debo decirles que la presencia numinosa, habitualmente señalada por los romanos con una serpiente, también está presente en esta historia, pero eso se lo contaré otro día.

Por hoy déjenme concluir diciéndoles que todo este conjunto de anfiteatro romano y plaza de toros se encuentra en un estado lamentable. Cálculos objetivos demuestran que «ponerlo en valor» (disculpa José Francisco) costaría unos seis millones de euros, cantidad ridícula si se la compara con los más de 60 millones que el ayuntamiento gastó en el Auditorio de El Batel. Y pienso en el retorno económico que para la ciudad supondría recuperar este espacio numinoso y único. Porque auditorios como El Batel -y aún mejores- los puede tener cualquier ciudad, pero un conjunto como este otro del que les he hablado en este post no lo van a encontrar en ninguna parte, salvo aquí, y eso sí justifica un viaje.

Como dijo Spinoza «cada cosa se esfuerza cuanto puede en perseverar en su ser» y nuestra ciudad se esfuerza como ninguna en perseverar en el suyo a pesar de quienes la han dirigido. Conviene que la ayudemos en ese trabajo de perseverar en su esencia porque ella nos devolverá con creces lo que le destinemos; ir en sentido contrario cuesta demasiados millones y, en verdad, reporta poco.

Mazzantini y la vergüenza

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Cuentan que cuando el famoso diestro Luís Mazzantini se cortó la coleta le preguntaron por qué lo hacía; y cuentan también que el diestro de Elgóibar respondió: “Porque para ser matador de toros hay que tener vergüenza y antes de perderla prefiero tomar otro camino”.

Ferviente monárquico, Luís Mazzantini, tras abandonar los toros se dedicó con notable éxito a la política y llego a ser concejal del ayuntamiento de Madrid y Gobernador Civil de Guadalajara y Ávila. Para esa profesión, al parecer, a Don Luís la vergüenza ya no le parecía necesaria.

Roquefort y olé

Estas vacaciones me han conducido a Huesca y después a Francia a través del muy jacobeo puerto de Somport, el «summus portus» de los romanos. En lugar de circular por las autopistas francesas decidí demorarme atravesando pueblos del mediodía y, de pronto, llegué a uno que se llamaba «Roquefort»; al pronto acudió a mi mente el inevitable queso azul, pero, como era de esperar, no vi tienda de quesos ni nada que se le pareciese. Lo que sí encontré es el cartel que se ve en la fotografía siguiente y que, por cierto, tampoco me esperaba. Si pinchan en la fotografía pueden ampliarla y ver a qué me refiero.

Feria taurina de Roquefort

No haré comentario alguno y, por favor, no presuman que este post me posiciona a favor o en contra de nuestra no tan nacional «fiesta».