Human beings apps

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Las aplicaciones con las que se programa el funcionamiento humano se llaman ideas. Ya sea la fe en dios o en su inexistencia, o la creencia en las patrias o en la necesidad de servir a su rey y «señor natural» (Cervantes dixit) las ideas son eficacísimas herramientas que dirigen y condicionan el comportamiento humano hasta extremos aberrantes: morir o matar por Alá, por la Patria o por tu Rey.

¡Por Dios, por la Patria y el Rey! comenzaba el vibrante himno carlista («Oriamendi»), haciendo un resumen de ideas por las que luchar, matar y morir. Si tales ideas no hubiesen provocado en España un siglo de guerras civiles (tres guerras carlistas y la civil de 1936 que no era sino un colofón a toda esta barbarie) nos admiraríamos de la insensatez humana pero no es el caso. Desde los primeros imperios del creciente fértil hasta nuestros días la gente mata y muere por ideas, desde la España del Siglo de Oro («Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar…») a las contemporáneas matanzas de musulmanes en Myanmar.

Solucionar la cuestión de quién está en posesión de la idea correcta, históricamente, se ha llevado a cabo a través de la herramienta más inesperada: la fuerza. Fuerza que se ha convertido en guerra abierta cuando el choque ideológico ha alcanzado los más altos niveles. Ciudadanos que no tendrían razón alguna para odiarse —«a mí ningún vietnamita me ha hecho nada malo» se dice que dijo Mohammed Alí (Cassius Clay) cuando se negó a servir al elército USA en la guerra de Vietnam— se matan con crueldad extrema cuando de solucionar sus diferencias ideológicas se trata.

No desprecies, pues, las ideas por extrañas que parezcaan: una idea ampliamente compartida es un poder difícilmente mensurable.

Los hombres que ven en la fotografía son Serge Krotoff (33) un parisino con antepasados rusos, Paul Briffaut (26) un vecino de Niza desmobilizado pero que conservó orgullosamente su uniforme, Robert Daffas (37) un parisino que mira a la cámara, Raymond Payras (22) nacido en Ceylán (sin gorra en la fotografía)…

Todos ellos pertenecían a la 33 Waffen Grenadier Division de las SS «Charlemagne» una división del ejército alemán compuesta por voluntarios franceses férreos anticomunistas. La foto se tomó el 8 de mayo de 1945 cuando la guerra había terminado para ellos y las tropas norteamericanas que les habían capturado les entregaron a las fuerzas de la «Francia Libre» que mandaba el General Leclerc.

Se cuenta que Leclerc les encaró y les llamó «traidores» subrayando que vestían un uniforme extrajero y que, en ese momento, desde el grupo de soldados uno le contestó: «Usted también viste un uniforme extranjero: el americano».

Y así era, el General Leclerc vestía el uniforme de las fuerzas armadas norteamericanas que fueron las que equiparon a los hombres de la División Leclerc, entre ellos los de «La 9», republicanos españoles que también vestían uniforme americano.

Se cuenta, aunque no está probado, que fue el propio Leclerc quien ordenó el inmediato fusilamiento de estos doce hombres. Lo que sí se sabe es que, de cuatro en cuatro, fueron pasando ante el pelotón de fusilamiento y que, de frente a sus compatriotas, murieron cantando La Marsellesa y dando vivas a Francia.

Inevitablemente, lector, tú tomarás partido desde tus creencias actuales y juzgarás como acertadas unas ideas y no las otras y juzgarás como plausibles unas conductas y no otras.

Para quienes formaron los dos bandos de esta historia no había duda alguna: sus ideas eran las acertadas y por esto se sentían legitimados para matar y dispuestos a morir.

Y todos lo hacían «por Francia».

Código informático y código jurídico

Código informático y código jurídico

Tanto en el mundo real como en el virtual las conductas y comportamientos están regulados por códigos si bien de distinta naturaleza.

En el mundo real un contrato se celebra cuando concurren consentimiento, objeto y causa y es entonces cuando los intervinientes se transmiten cosas o realizan prestaciones en función de las obligaciones contraidas. Las obligaciones pueden incumplirse y el código puede violarse. El mundo real lo gobiernan los códigos legales.

En el mundo virtual el contrato se celebra en cuanto se presiona la tecla «aceptar» y, desde ese momento, se transmiten cosas o se realizan prestaciones independientemente de la voluntad de las partes y conforme a lo programado en el código. El código informático es determinista y no puede ser incumplido dentro de los espacios virtuales.

Este caracter determinista del código informático ha sido reiteradamente utilizado por los poderes ejecutivos para legislar de forma subrepticia esquivando el control de los órganos legislativas. Piensen, por ejemplo, que, para declarar un impuesto el sistema informático le exigirá introducir un NIF y, si usted no lo hace, el sistema informático no seguirá adelante. Poco importa que la ley le exija o no le exija a usted un NIF, si usted no lo tiene el sistema informático no le dejará seguir adelante y ahí se acabó la historia. No es que usted haya de hacer lo que dicen los códigis legales, es que usted tendrá que hacer, sí o sí, lo que exige el código informático.

En los mundos virtuales quien legisla es el programador y la ley es el código informático.

Conforme nuestra vida se desarrolla, cada vez más, en entornos virtuales o sometidos a procesos informáticos esta realidad de que nuestra vida está gobernada por los programas más que por las leyes es una realidad.

Las notificaciones de LexNet se producen en el momento en que el sistema dice que se producen y dan igual sus protestas, si el sistema dice que la comunicación se hizo en tal fecha es virtualmente imposible contradecirlo, sobre todo porque, hasta la fecha, el código que regula el funcionamiento de LexNet y el resto de los programas de la Administración de Justicia Española, no es un código legible, auditable ni verificable por aquellos a quienes benefician o perjudican sus decisiones.

La ignorancia nos hace, muy a menudo, tener en los sistemas informáticos una fe que no se fundamenta más que en el desconocimiento de sus principios de funcionamiento y esa fe es, con demasiada frecuencia, aprovechada por los señores del sistema. Creemos en la tecnología como quien cree en la magia, al menos hasta ahora, pero es ya tiempo de salir de la Edad Media, abandonar el chamanismo, y avanzar hasta la Era de la Ilustración.

Nos va en ello la libertad.

Por qué la justicia necesita software libre: el caso Toyota Camry


No hace muchos días la cuenta de tuíter del Ministerio de Justicia exhibía con indisimulado orgullo unas fotografías de una reunión del ministro Rafael Catalá con representantes de Microsoft la empresa norteamericana de software y campeona del llamado software propietario. Decidí responder a ese tuit del ministerio recordando al ministro que, en materia de software, la primera opción para la justicia debiera ser el software libre. Al hilo de este tuit se originó un interesante debate entre quienes se mostraban más y menos estrictos en cuanto a esta prioridad en el que participaron personas de sólida formación académica. Hasta aquí todo relativamente normal y hasta anodino; sin embargo, antes de dejar de leer este post, permítanme que les cuente una historia que probablemente despierte su interés en todo este asunto.

A finales de la primera década de este siglo la empresa Toyota comenzó a recibir numerosas quejas en su división de Estados Unidos. Muchos conductores se quejaban de que, en ocasiones, el modelo Camry comenzaba a acelerar de forma imprevisible y sin que su conductor pudiese hacer nada para evitarlo. Pronto se produjeron las primeras víctimas e incluso el conductor de uno de aquellos Toyota fue encarcelado tras ser declarado culpable de un accidente.

Al principio nadie creyó a quienes decían que el coche había acelerado por sí solo, de hecho se encargó un estudio a la NASA que certificó que el coche funcionaba perfectamente y ello, junto con numerosas investigaciones e interrogatorio de afectados hizo que Toyota diese el caso por jurídicamente cerrado.

Sin embargo, entre finales de 2009 y principios de 2010 Toyota había comenzado a llamar a los propietarios del modelo Camry para solucionar algunos aspectos. Toyota pensó que las alfombrillas podían interferir en el correcto funcionamiento del acelerador y atascarlo de forma que probó a cambiarlas e incluso a serruchar el pedal del acelerador pensando que podía haber un problema en la barra… pero sin éxito. Los casos de conductores que afirmaban que su Toyota había acelerado espontáneamente continuaron y los accidentes… también. Para enero de 2010 Toyota había llamado a revisión unos 7,5 millones de vehículos a causa de los problemas con el acelerador.

Sin embargo el 24 de octubre de 2013 la suerte se acabó para Toyota cuando un jurado falló contra ella y la declaró culpable de la aceleración espontánea de sus vehículos. La prueba decisiva la ofreció Michael Barr, un ingeniero de software que examinó el código que gobernaba el funcionamiento del acelerador electrónico de los Camry y declaró que el mismo era «una basura» y que estaba lleno de malas prácticas.

Michael Barr, naturalmente, sólo pudo alcanzar esta conclusión cuando logró examinar el código fuente que gobernaba el acelerador electrónico y esa es precisamente la piedra angular del debate.

Nadie, ni la NASA, puede examinar con eficacia como funciona un programa informático si el fabricante no desvela su código fuente y eso, para empresas como Microsoft y muchas otras firmes defensoras del software propietario, es casi una blasfemia. Un programa de software cuyo código fuente nos sea desconocido puede hacer cosas que nunca sabremos que hace (¿qué tal avisar a la NSA si algún juzgado español recibe una denuncia en la que esté involucrada?) o simplemente puede hacerlas mal y producir un importante número de víctimas como en el caso del Toyota Camry.

Se dice que no es preciso que el código sea abierto si el programa es eficiente; yo creo que no, que ese argumento sólo es válido en casos extremos. La seguridad de los datos contenidos en los expedientes judiciales es vital y sólo estaremos seguros de que no acceden a ellos personas distintas de las autorizadas cuando el software que maneja esos datos sea auditable, quiero decir, que los Michael Barr de España puedan tener acceso a su código fuente.

Por eso, cuando veo que se gastan ingentes cantidades de dinero en licencias de programas de código propietario, tengo la sensación de que, quien así lo hace, carece de la visión necesaria para tener una justicia verdaderamente moderna y eficaz. Lo lamento por todos nosotros.

¿Podríamos vivir sin open source?

Me encuentro muy a menudo con personas que lo desconocen casi todo acerca del Open Source (software de código abierto), de GNU, de Linux… y, como es propio del ser humano despreciar todo aquello que ignora, cuando les hablo de sus ventajas suelen escucharme como quien escucha a un «geek» medio loco. Para ellos la informática y las nuevas tecnologías son conceptos ligados al Windows de su PC, o al Word, o al Explorer. El caso es particularmente patético cuando de politicos se trata.

Para esos casos suelo utilizar un argumento que ahora les traslado y que, más o menos, es como sigue:

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Cuando la tecnología es la ley

Somos capaces de percibir cómo las leyes -a través de constituciones, estatutos, códigos y demás instrumentos jurídicos- regulan el mundo real. En el ciberespacio, por el contrario, debemos comprender cómo un «código» diferente, regula el software y el hardware; software y hardware que hacen del ciberespacio lo que es; software y hardware que, por eso mismo, regulan absolutamente el ciberespacio y son su verdadera ley. (Lawrence Lessig Code 2.0)

El hombre impone sus leyes donde la naturaleza no impone las suyas, por eso, al igual que resulta ridículo legislar contra la ley de la gravedad en el mundo real, resulta imposible legislar en el ciberespacio contra la tecnología y los programas que permiten y definen la naturaleza de dicho espacio. De ahí la genial percepción de Lawrence Lessig al afirmar que, en el ciberespacio, «el código es la ley».

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Los Verdes acusan al Gobierno de la Comunidad de Madrid de dilapidar diez millones de euros en licencias de software.

       De esto acusan los verdes al Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid según consta en su blog:

«Los Verdes de Madrid manifiestan su rechazo a la Resolución de 24 de abril de 2008, del Consejero-Delegado de la Consejería de Hacienda, por la que se hace pública la convocatoria de concurso – por procedimiento abierto, para la adjudicación del contrato privado de suministro -, titulado «Adquisición y actualización de licencias de “software” de Microsoft y asistencia técnica a los programas Microsoft, instalados en los servidores y ordenadores personales de la Comunidad de Madrid».
Adquirir las nuevas licencias a Microsoft va a costar a los madrileños 9.949.398 euros, que va a pagar la Comunidad, con los impuestos que aportamos todos. Lo más grave es que este gasto es inútil, ya que los programas que comercializa la multinacional estadounidense se pueden sustituir por programas gratuitos de código abierto, por los que no hay que pagar licencia alguna.»

En Canadá los grupos de activistas se las gastan peor y, según leo en Michael Geist allí demandarán directamente a las autoridades por no tomar en consideración la solución barata y fiable que ofrece el software libre. El texto de la demanda que ha formulado FACIL (non-profit association, which promotes the collective appropriation of Free Software) lo puedes encontrar aquí.

GNUcilla: Leche, cacao, avellanas y azúcar.

       No entiendo como a estas alturas aún se sigue discutiendo sobre códigos abiertos y códigos cerrados en el software. Tal discusión, aplicada a cualquier otro campo de la industria, resultaría ridícula. ¿Admitiría algún consumidor que se le diese a su hijo para merendar un bocadillo con una sustancia negruzca dentro que no se supiera qué es ni qué componentes tiene?

Los fabricantes de cremas de cacao y los gobiernos lo tuvieron claro desde siempre y por eso fabricaron una GNUcilla que se sabía (y se sabe) que está hecha de leche, cacao, avellanas y azúcar. A nadie se le ocurrió jamás fabricar una MSNocilla que no se supiese de qué estaba compuesta. Seguir leyendo «GNUcilla: Leche, cacao, avellanas y azúcar.»