Frente a las innovaciones tecnológicas, tradicionalmente, han existido tres posiciones: quienes han tratado de aprovecharlas en su propio beneficio, quienes han tratado de prohibirlas considerándolas una amenaza y quienes han tratado de estudiarlas y regularlas en beneficio de todos.
Existe, no obstante, una cuarta posición, quizá la peor de todas, y que no es sino la de aquellos que ignoran cómo afectarán las tecnologías a su sector y dejan suceder las cosas, dando por sentado que las tecnologías “siempre triunfan”. Tal actitud ha sido y es, simplemente, ignorante, indolente e irresponsablemente suicida.
Las revoluciones industriales de los siglos XIX y XX han sido, hasta ahora, mayoritariamente mecánicas. Quienes apostaron porque tales revoluciones acabarían con el trabajo humano erraron, porque dichas revoluciones mecánicas con quien acabaron fue con aquellos obreros que sólo podían ofrecer trabajo mecánico y esos «obreros» no eran humanos. Cuando los alemanes invadieron la URSS en junio de 1941 su mecanizadísimo ejército solamente tenía unos 150.000 camiones frente a unos 625.000 caballos. Hasta 1945-50 gran parte de la energía de trabajo era todavía muscular y provenía de los animales de tiro, pero, en apenas unas pocas décadas, la extensión de los efectos de estas «revoluciones industriales mecánicas» acabó de tal modo con nuestros inmemoriales compañeros de cuatro patas que, a día de hoy, especies como el burro están en peligro de extinción, la mula no es más que un exotismo y el caballo una distracción para las clases acomodadas.
A quienes prefieren ignorar el verdadero sentido de las revoluciones y apuestan por no hacer nada, les vendría bien reconsiderar el papel de los burros tras las anteriores revoluciones industriales mecánicas, no sea que en esta —la revolución de la información y la inteligencia artificial— acaben siendo ellos los burros. Y no digo nada de lo que le puede esperar a una sociedad gobernada por burros de esta especie. Si algo me preocupa es ver a un responsable político o social inhibiéndose de intervenir y afirmando con ignorante suficiencia que «la tecnología siempre triunfa».
Todas las revoluciones, industriales o tecnológicas, llevan aparejados cambios jurídicos y, dependiendo de estos cambios jurídicos, los efectos de dichas revoluciones han favorecido a unos, a otros, a todos o a ninguno. Déjenme ponerles unos ejemplos.
Cuando Eastman comercializó la película flexible Kodak hizo de la fotografía una tecnología al alcance de cualquiera, pero esta tecnología inmediatamente planteó problemas jurídicos antes nunca pensados, como el de si los propietarios de las cosas tenían derecho a impedir que fuesen fotografiadas. Para quienes eran propietarios de un monumento, un paisaje bello o una catedral vistosa, lo conveniente era que el fotógrafo hubiese de pagar por fotografiarlos, para el desarrollo de la fotografía era mucho más preferible que hacerlo fuese gratuito. La pugna legal fue dura en los Estados Unidos y se solucionó optando por la gratuidad, pues ello favorecía el desarrollo de la fotografía en beneficio de todos. Si a ustedes este debate les parece anticuado harían bien en pensárselo dos veces pues, en Europa, la libertad de panorama (así la denomina la Directiva 2001/29/EC) no es igual en todos los paises y, si usted viaja a Francia o Italia, se encontrará con que eso de fotografiar monumentos u obras de arte tiene su especial regulación.
Otro ejemplo muy ilustrativo de como las revoluciones industriales cambian las legislaciones es el que nos ofrece la aviación. Hasta que se inventaron los aviones era indiscutido que, conforme los juristas venían diciendo desde época de Justiniano, la propiedad de una parcela de tierra se extendía bajo ella “hasta los infiernos” y sobre ella “hasta los confines del universo”. Y si esto era así, como lo era, ¿podían volar los aviones sobre mi finca sin mi permiso?.
A ustedes esta pregunta quizá les mueva a risa pero estoy seguro que esa risa se desdibujará de su cara cuando piensen, por ejemplo, en el espacio aéreo de las naciones. ¿Puede volar un avión extranjero sobre nuestro territorio nacional sin permiso previo?. Y, si un avión extranjero no puede entrar sin permiso en nuestro espacio aéreo, ¿entonces por qué los satélites artificiales sí pueden?; y sobre mis tierras ¿sí o no?
El tema les parecerá de laboratorio pero el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hubo de enfrentarse a él cuando, en 1946, los hermanos Causby decidieron prohibir a los aviones sobrevolar sus fincas.
En el caso United States v. Causby (328 U.S. 256) el Tribunal Supremo hubo de reconocer que a los demandantes les asistía la razón y que una inmemorial jurisprudencia avalaba su postura, pero que «atentaba al sentido común» tener que pedir permiso para sobrevolar sus tierras.
Cuando el caso llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos (1946) hacía ya medio siglo que los aviones surcaban los cielos pero ¿Qué cree usted que habría respondido ese mismo tribunal en 1900 cuando los vuelos eran una excentricidad de ricos?
La ley cambió para siempre en USA con el caso Causby, pero no cambió el régimen de la soberanía sobre el espacio aéreo de las naciones y su invasión y, aunque fuese por un solo avión de reconocimiento, tal acción podía poner al mundo al borde de la guerra atómica (por ejemplo en el caso del derribo del estadounidense avión espía U-2 sobre territorio de la URSS en 1960).
Créanme, los cambios tecnológicos fuerzan los cambios jurídicos y estos cambios jurídicos son gobernados por fuerzas y grupos de presión que, a menudo, no trabajan por el interés común sino por el suyo propio; pensemos por ejemplo en las leyes de propiedad intelectual.
Ni Homero, ni Virgilio, ni Horacio, ni el juglar que compuso el Mío Cid, percibieron nunca derechos de autor y, sin embargo, no parece que la literatura ni el arte de escribir haya estado nunca en peligro. No fue sino hasta una revolución tecnológica, la imprenta, que alguien se planteó que se pudiese conceder algún tipo de regalía a los autores. En realidad el hecho de que los autores cobrasen no era algo que preocupase en exceso, pues, a los autores, se les pagaba para que compusiesen nuevas obras, no para que reinterpretasen las antiguas; pero, al ver cómo los impresores ganaban muchísimo dinero vendiendo libros de determinados autores, decidieron que este dinero fuese en parte también a los autores y fue por ello que en Inglaterra la Reina Ana, en 1710, dictó la que pasa por ser la primera ley en materia de propiedad intelectual: el Estatuto de Ana.
Ahora, el sistema de propiedad intelectual que apareció con esa ley, a muchos les parece normal y natural pero, ya antes de que dicho estatuto se aprobara, a las mentes más preclaras del planeta, tal forma de regular la propiedad intelectual les parecía una aberración.
Las mentes más preclaras, es bueno que se sepa, eran españolas y se avecinaban en Salamanca; formaban una escuela que se llamó Escuela de Salamanca y su capacidad teórica y nivel de conocimientos estaban al nivel de las mejores, quizá un punto por encima.
Para estos pensadores la propiedad intelectual no era un juego de suma cero (no te preocupes, luego te explico qué es esto) y por tanto no se podía aplicar la regulación tradicional de la propiedad de los bienes, que es un ejemplo clásico de juego de suma cero.
Un juego de suma cero es, por ejemplo, el tenis: o gana Nadal o gana Federer, pero no pueden ganar los dos. La propiedad tradicional es también un juego de suma cero: o yo conduzco el coche o lo conduces tú, pero ambos a la vez no; las cosas son de alguien pero, en cuanto son de alguien, ya no son de los demás.
En cambio la propiedad de las ideas no es posible concebirla como si fuese un juego de suma cero: si yo tengo una idea y te la doy tú tendrás la idea pero yo no la perderé, de forma que los dos tendremos la idea. Todos ganan y nadie pierde, esto claramente no es un juego de suma cero.
Si usted tuviese un pan y pudiese sin esfuerzo hacer tantas copias del mismo cuantas quisiera ¿Con qué fuerza moral podría impedir usted que se acabase con el hambre del mundo?
Pues bien, la Escuela de Salamanca, precisamente porque entendió que la propiedad de las ideas no era igual que la propiedad de la materia y que no estábamos ante un juego de suma cero, desaconsejó esta solución.
Fue sin éxito, en Inglaterra y en el mundo no conocían otra forma de propiedad que la de Justiniano y en esta ocasión ganaron los Causby de la época y se aplicó a las ideas el mismo régimen de propiedad que al resto de las cosas.
La regulación no fue del todo mal hasta la aparición de los irdenadores y de internet. Hoy la copia de obras no es algo complicado ni producto de una invención avanzadísima —como parecía la imprenta en el siglo XVI— sino que es algo que se produce millones de veces y sin coste. ¿Por qué habríamos de pagar por una copia?
Redulta curioso que los adalides del software libre (el software que hace funcionar el mundo que conoces) recurran ahora, en pleno siglo XXI, a aquella maravillosa visión de la Escuela de Salamanca y proclamen que toda la regulación sobre propiedad intelectual en el mundo descansa sobre un principio falso, que se trata de un juego de suma cero, y que debería ser revisada de alto en bajo y regularla como lo que es, un juego de suma no cero. Pero, ¡ay!, tras tres siglos de unas leyes mal concebidas, nuestras conciencias se han habituado a ellas, las vemos como naturales, nos resistimos al cambio y, lo que es peor, terribles intereses económicos se aprovechan de las inconsistencias de esta legislación. Para los Estados Unidos la industria de Hollywood es intocable (les produce muchísimos millones en ganancias) y la misma descansa sobre una determinada concepción de la propiedad intelectual que ellos mismos han ido construyendo a su conveniencia tras apropiarse del trabajo de otros. Y, si Hollywood es intocable, permítanme que les diga que Estados Unidos ya ingresa más por derechos de autor de videojuegos que de producciones de Hollywood. ¿Comprenden ustedes por qué esta legislación no va a cambiar aunque esté mal concebida?
Es por eso que hoy que Amazon ha abierto la guerra de los servicios jurídicos en internet es más necesario que nunca que los juristas hagamos un esfuerzo teórico y creativo superlativo, porque si permitimos que la regulación del sector se deje en unas solas manos, quienes perderán serán los que no estén en la redacción de esa regulación. No es temor a la tecnología, no, no es tratar de frenarla, tampoco; amamos la tecnología, pero sobre todo amamos la justicia y lo que no podemos hacer es dejar indolentemente en manos ajenas esta regulación.
Así pues grábatelo a fuego: o damos la batalla por una regulación moderna y justa que no frene sino que fomente la tecnología en beneficio de todos o corremos un riesgo cierto que nos pase como a los burros de la wehrmacht.
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