El sueño de Elisa

El sueño de Elisa

Van a empezar en mi ciudad las fiestas de Carthagineses y Romanos y yo, como todos los años, no sé a qué carta quedarme ni qué partido tomar.

Porque yo soy jurista y el derecho romano es parte de mi vida del mismo modo que también lo son mi inevitable sesgo moral judeocristiano, la tríada mediterránea de trigo, vid y olivo cuando me alimento o el latín cuando busco el alma de lo que digo cuando hablo o escribo.

Sí, los romanos nos dejaron muchas cosas: la lengua, el derecho, las costumbres, la religión, incluso en parte las divisiones político-administrativas…

En cambio ¿qué nos dejaron los Carthagineses?

La respuesta, para el común de los cartageneros no es tan evidente; sí, los carthagineses nos dejaron el nombre de nuestra ciudad, pero… ¿qué más nos dejaron?

Para responderme y responderle, seguramente, no me quedará más remedio que recurrir a la memoria de la primera carthaginesa, a la madre buena de los carthagineses: la reina Elisa.

Lo primero que tengo que aclararle es por qué prefiero llamarla Elisa a llamarla Dido, muchos de mis paisanos la llaman Dido pensando que, al ser Elisa un nombre común en nuestros días, Dido debió ser su nombre original, pero se equivocan; Elisa se llamaba Elisa precisamente porque «Elisa» es un nombre fenicio y, si peleas en el bando carthaginés, sin duda sabes que los carthagineses eran, hablaban y escribían en fenicio.

En Canaán, la patria de los fenicios, el dios «El» (en ugarítico 𐎛𐎍, en fenicio 𐤀𐤋, en siríaco ܐܠ, en hebreo אל, en árabe إل o إله, cognado del acadio ilu) era la deidad suprema.

Sabiendo que el Dios supremo cananeo se llamaba «El» entenderás por qué, cuando la Biblia nos cuenta que el patriarca Jacob soñó con una escalera que conectaba el cielo y la tierra y, al lado de la cual, peleó toda la noche con un áng-el, el propio Dios le cambió el nombre diciendo que, pues había peleado bien, su nombre ya no sería Jacob, sino «Yisra’El», el que pelea (Yisra) con Dios (El). Y tampoco te sorprenderá que el lugar donde Jacob-Israel tuvo ese sueño se llame aún a día de hoy Betel, literalmente «la casa» (Bet) de Dios (El). También entenderás por qué a la torre que conectaba la tierra con el cielo se le llamó Babel («Bab», puerta, «El» Dios).

Ahora, seguramente, notarás que los carthagineses nos dejaron muchos de sus nombres fenicios: Gabriel, Rafael, Isabel, Manuel, Elias, Eliseo… Y, claro… Elisa.

Sí, la madre de los carthagineses tenía un nombre fenicio, Eliša, «‘Išt» y, aunque luego alguien le colocase el apodo de Dido, eso no cambia su nombre verdadero: Elisa, de El (Dios) y de Iša (𐤀𐤎), una palabra de traducción difícil pues tanto puede significar «fuego» como «mujer»; pero ya signifique su nombre completo «El fuego de Dios» o «La mujer de Dios», lo cierto es que su nombre fenicio es Elisa y eso ya nos va aclarando que nuestro Dios Yahweh judeocristiano es tributario del viejo Dios fenicio «El», tanto que no solo es que el pueblo de Dios se llame Isra-El, sino que el propio Jesucristo cuando clama al cielo usa su nombre: «Eli, Eli, lema sabactani» (Señor, Señor, por qué me has abandonado).

Pero los carthagineses, los fenicios, no sólo nos dejaron sus dioses, sus nombres, sus ángeles… legaron al mundo algo mucho más importante: el alfabeto.

Sí, hasta que los fenicios inventaron su alfabeto las lenguas mesopotámicas o egipcias tenían un grave problema: eran silabarios o semisilabarios y el número de signos que componían sus alfabetos se contaba por miles. No era fácil memorizar toda esa tremenda cantidad de signos y el número de personas que podían dedicar tiempo suficiente a aprender a leer y escribir era bajísimo.

Los fenicios redujeron el alfabeto a poco más de 20 signos, leer y escribir devino súbitamente una tarea fácil y su alfabeto fue adoptado por todas las culturas del mundo conocido. Los griegos lo adoptaron y con la escritura explotó la filosofía, la democracia y la cultura; los etruscos también lo adoptaron y adaptaron y sus herederos, los romanos, pronto lo hicieron suyo también. Y no solo ellos: los pueblos semitas también lo adoptaron y hoy los alfabetos hebreo, arameo y árabe son adaptaciones del alfabeto fenicio en el cual se basan.

Quizá ahora ya vayamos pudiendo responder mejor a esa pregunta de qué nos dejaron los carthagineses; además de nombres, ángeles y dioses, los fenicios y carthagineses enseñaron al mundo a leer y escribir.

Y hasta la historia de Elisa («el fuego de Dios», «la mujer de Dios») resulta tremendamente actual.

Elisa era hija del rey de Tiro —Matan I— y hermana de Pigmalión quien, a la muerte de su padre, heredó el trono. Consciente de las riquezas que se ocultaban en el templo del dios Melkart, Pigmalion hizo casar a Elisa con el sumo sacerdote Siqueo a fin de que le sonsacase el lugar donde se ocultaba el tesoro. Elisa lo averiguó pero, por precaución, engañó a su hermano y por eso, cuando esa noche sicarios de Pigmalión asesinaron a Siqueo y comenzaron a cavar bajo el altar, Elisa se apoderó del tesoro y con un puñado de guerreros fieles se hizo a la mar en busca de una nueva patria donde vivir.

La búsqueda la llevó a un punto en África donde creyó ver un lugar donde empezar de nuevo y tras apasionantes aventuras que aún se estudian en las facultades de matemáticas (sí, no se ría, otro día le cuento esto) fundo una ciudad nueva en la costa norte de África a la que llamó precisamente así «ciudad nueva»: 𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕

Años más tarde, otros hijos de Elisa, partieron de esa Ciudad Nueva en busca de otra patria y creyeron encontrarla, siguiendo el sueño de Elisa, en un lugar de la Península Ibérica al que volvieron a ponerle exactamente el mismo nombre que a su patria anterior: Ciudad Nueva (𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕)

Y no pasaron tampoco muchos siglos antes de que otros hijos de Elisa navegasen otros mares y océanos y buscasen nuevas patrias a las que llamaron también con nombre idéntico al de su antigua ciudad: Ciudad Nueva, Quart Hadasht, Carthago, Cartagena, 𐤒𐤓𐤕 𐤇𐤃𐤔𐤕

Y así aparecieron Cartagenas por todo el mundo, en el Caribe, en las Américas del Norte y del Sur, en Asia… Así hasta llenar el mundo con tantas y tantas Cartagenas que ni la buena madre de los carthagineses, Elisa, hubiese podido soñar un futuro mejor.

Luego los romanos, los vencedores de la Segunda Guerra Púnica —la que conmemoramos en mi patria cartagenera—, se inventaron historias sobre Eneas y personajes de tramoya que nunca existieron, pero eso siempre ha pasado, lo malo es que, mientras que sabemos que Eneas jamás existió sí tenemos vestigios arqueológicos de la familia de Elisa incluso en el Mediterráneo Occidental, específicamente epigrafías de su hermano Pigmalion.

¿Que qué nos dejaron los carthagineses?

A estas alturas no sabría si responderle que unos dioses, unos nombres, la ciencia de leer y escribir o decirles más bien que simplemente nos dejaron un sueño. Ese sueño que hace tres mil años nos legó la reina Elisa, ese sueño que, todos los años, los cartageneros volvemos a soñar y que hace a esta ciudad y a su gente ser como son.

Si no les entiende usted no se preocupe, no trate de entenderles, piense que ellos se entienden y que, con eso, basta.

Cartagena, la cuestión del «filioque» y la guerra serbo-croata

Hace unas semanas visitaron mi ciudad un abogado madrileño, su mujer y su bebé; no les conocía, pero, como él me pidió a través de internet que le sugiriese un hotel en mi ciudad, acabamos entablando conversación y el final de la historia fue que les hice de cicerone durante su visita. De las muchas extravagancias que les conté a propósito de mi ciudad, una acabó sorprendiéndome incluso a mí mismo mientras la contaba y me dejó cavilando sobre la conveniencia de poner freno a esta manía mía de relacionar unas cosas con las otras con fundamento en coincidencias cuya conexión está traída por los pelos. Les cuento el caso.

Ocurre que a mí uno de los periodos históricos de mi ciudad que más me atraen es el correspondiente a la dominación bizantina, pues, el mismo, me permite al mismo tiempo darle lustre a mi ciudad y aturdir a mis incautos oyentes con una barahúnda de datos que —por ser raros y poco conocidos— no admiten réplica de su parte. Permítanme que ahora se lo cuente a ustedes.

En el siglo VI la práctica totalidad de la península ibérica estaba gobernada por pueblos bárbaros como suevos o visigodos; sin embargo, en mi ciudad, éramos mucho más finos y exquisitos pues, desde Justiniano, mi ciudad formaba parte del Imperio Romano —el llamado Imperio Bizantino— con capital en Constantinopla. Mi ciudad formaba parte organizativamente de lo que los bizantinos llamaron la provincia de «Spania» y era, a la sazón, su capital; es decir, en el siglo VI mi ciudad era la capital de «Spania», cosa que suele dejar bastante sorprendidos a mis desprevenidos oyentes pues «Spania», «Spain», «Spanja»… es la forma con que se conoce a España en la mayor parte de los idiomas del mundo. La vieja «Hispania» pasó a llamarse «Spania» en la epigrafía bizantina y la palabra «España» empezó a oírse sobre la faz de la tierra. Esto, para ingleses, alemanes y otros pueblos centroeuropeos se les aparece como evidente.

Una vez que he puesto a mis oyentes —y ahora a mis lectores— en el contexto histórico adecuado, señalándoles que en el siglo VI, nosotros, los cartageneros o cartagineses, éramos bizantinos y el resto de los españoles —ustedes me perdonarán— bárbaros del norte o súbditos de ellos, suelo relatar cuál era el grave problema de orden religioso que aquejaba entonces a los hispanorromanos dominados por los visigodos y este no era otro que el que estos últimos, profesaban la herejía arriana.

La herejía arriana había sido condenada por la ortodoxia cristiana casi dos siglos antes en el Concilio de Nicea, pero los visigodos habían abrazado tan fuertemente los preceptos de dicha herejía, que seguían ateniéndose a la misma e incluso tenían su propia jerarquía eclesiástica arriana y sus obispos arrianos. Estas creencias de los visigodos suponían una causa importante de enfrentamientos con los hispanorromanos que habitaban las zonas dominadas por estos visigodos.

Todo esto es bastante conocido pero ¿qué era la herejía arriana y que pinta Cartagena en esta historia? Vayamos poco a poco y veámoslo.

La naturaleza de la segunda persona de la Santísima Trinidad —el Hijo— siempre ha sido fuente de problemas teológicos y en el caso de la herejía arriana pasaba lo mismo. Para los arrianos, los seguidores de la doctrina del obispo Arrio, Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, había sido creado por el Padre y por tanto estaba subordinado a Él. La cristología arriana sostenía que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre. Esta creencia se basaba, entre otros textos bíblicos, en un párrafo del Evangelio según San Juan donde Jesús declara:

Oyeron que yo les dije: “Voy y vuelvo a ustedes”. Si me amaran se gozarían de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Evangelio según san Juan 14:28 (Versión Reina Valera, actualizada 2015)

Las enseñanzas de Arrio hicieron furor en algunos momentos y aunque en el Concilio de Nicea (325EC) su doctrina fue condenada como herética, más tarde el Sínodo de Tiro 335 le exculpó, aunque volvió a ser anatematizado más tarde y en el Primer Concilio de Constantinopla se volvió a condenar su doctrina como herética.

Para cuando ocurrieron los hechos que les voy a relatar la doctrina de Arrio ya era claramente una herejía que tan sólo seguían facciones minoritarias de los creyentes aunque una de estas facciones, por desgracia, eran los visigodos, pueblo bárbaro que dominaba la península ibérica a excepción de la franja de territorio bizantino de la provincia de Spania.

Todos esos follones entre cristianos ortodoxos y herejes arrianos no eran cosa que preocupase en la Spania bizantina, pues, por aquí, la ortodoxia imperaba y a nadie se le ocurría defender la nefanda herejía de Arrio, so pena de que las autoridades imperiales le ajustasen las cuentas, porque, en cuestiones teológicas, los bizantinos tenían muy poco sentido del humor.

En estos años de que les hablo nacieron aquí, en mi tierra, los santos con más tronío de la historia sagrada española pues, hijos del Duque Severiano y de su esposa Teodora, vinieron al mundo en nuestra ciudad cuatro zagales cartagospartarios que habrían de cambiar la historia del mundo: Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro, los llamados «Cuatro Santos de Cartagena».

La historia de esta familia es oscura pues, por motivos no esclarecidos, los hijos y su madre hubieron de abandonar Cartago Spartaria (mi ciudad) marchando a Sevilla, donde se instalaron. La fama debía precederles pues, nada más llegar, los hispalenses hicieron al hermano mayor (Leandro) obispo de Sevilla, lo cual resulta verdaderamente llamativo; más tarde, Fulgencio, sería nombrado obispo de Écija y, a la muerte de Leandro, le sucedería como Obispo de Sevilla su hermano menor Isidoro —sí, Isidoro de Sevilla era cartagenero— mientras que la hermana, Florentina, fundó un convento.

A nosotros en esta historia nos interesa la vida de Leandro pues, este hombre sabio, viendo que los reyes visigodos yacían en el piélago de la ignorancia herética, hizo firme propósito de hacerles abjurar de ella y convertirlos al cristianismo verdadero y como dios manda; sobre todo porque, con los rifirrafes que provocaban las diferencias religiosas entre hispanorromanos y visigodos, andaba el regnumvisigothorum revuelto, mientras los bizantinos estaban tan felices dominando el sureste de Spania y tomando a los belicosos godos a mojiganga.

Leandro, que como buen cartaginés era obstinado, se las arregló para convencer al rey visigodo y a toda su corte para que abjuraran del arrianismo y abrazaran el cristianismo cabal y neto, cosa que hicieron para felicidad del santo y de los habitantes del reino pero, como Leandro no las tenía todas consigo debido a la sequedad de mollera de estos visigodos a quienes los libros de mi infancia encuadraban entre los llamados «bárbaros del norte», decidió ir un paso más allá y aclarar de una vez por todas los líos con el asunto de la Trinidad.

El quid estaba en que aunque el Hijo es Hijo del Padre, ambos son eternos (según el dogma Trinitario de la Santa Madre Iglesia) y por ser Hijo no quiere decir que no sea Dios también y tan eterno como el Padre (¿un buen follón, eh?). Y si la cosa es complicada con el Hijo ni les cuento con el Espíritu Santo, porque este procede del Padre según el credo de Nicea, aunque sea tan eterno como la persona de quien procede.

Repasemos: si es usted creyente sin duda recuerda el credo y el fragmento que dice:

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y que, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria.

Bueno, pues a Leandro la cosa no le parecía lo suficientemente bien explicada y, para que quedase claro que tampoco el Espíritu Santo era anterior en el tiempo al Hijo ni viceversa, decidió añadir una sola palabra al credo en uno de esos concilios que los visigodos hacían en Toledo. La palabra que Leandro añadió al credo fue filioque que traducido del latín significa «y del hijo» y fue ahí cuando se juntó Roma con Santiago y se montó la de Dios es Cristo y aún hoy arrastramos ese follón como verán si tienen la paciencia de seguir leyendo.

Porque Carlomagno, que quería ser más emperador que el verdadero emperador (el del imperio romano con capital en Constantinopla), sugirió al Papa que tuviese por hereje al emperador de Constantinopla. Cuando el Papa, sorprendido, le preguntó al godo ese que por qué, este le respondió que el emperador constantinopolitano rezaba un credo incorrecto y adujo como correcta la redacción del credo según el concilio de Toledo con la palabrita añadida por Leandro, es decir, añadiendo filioque (y del hijo) al credo de Nicea, de forma que la redacción quedaba en:

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y que, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria.

El Papa se echó las manos a la tiara y le dijo al godo que era un burro, que lo del «y del hijo» era una expresión explicativa pero que el verdadero credo de Nicea no incorporaba tal palabra. El Papa, además, mandó clavar el credo de Nicea en su sede romana y cuentan que el hombre se tomó muy a mal la ocurrencia del emperador godo. Pero, como los godos, además de burros, eran bastante bestias, acabaron explicándole al Papa que él tendría razón teológica pero que ellos tenían unas espadas de acero del Ruhr que quitaban el hipo a los Santos Padres y que se dejase de follones trinitarios y rezase como ordenaba Leandro… y ahí comenzó la división entre católicos apostólicos romanos (los frecuentes en España, los del Papa) y los católicos apostólicos ortodoxos (los griegos, búlgaros, rumanos, rusos…) quienes nunca olvidaron que el Papa se equivocó en el asunto del filioque y le negaron toda infalibilidad por rezar un credo herético aparte de explicarle que para infalibles ellos y sus patriarcas que eran más conciliares y más demócratas que el Papa.

Lo de poner una palabra más o menos en el credo puede parecer una gilipollez, pero lo cierto es que esa palabra ha dado lugar a no pocas guerras y ha animado a matarse a los hombres con sorprendente solvencia. La última de estas guerras fue la que enfrentó a serbios (ortodoxos) y a croatas (romanos) pues, aunque la religión no fue la causa de la matanza, tampoco fue motivo para reconciliarse entre hermanos, pues, esto de profesar religiones distintas (aunque solo sea por una palabra), ha demostrado a lo largo de la historia ser una magnífica coartada para criminales y asesinos disfrazados de soldados.

Bueno, pues ya ven, que empecé con Carthago Spartaria y acabé en la guerra de los Balcanes. Llegados a este punto mis invitados me miraban con estupor y yo mismo andaba pensando «¿no habrás llegado demasiado lejos, Pepe Muelas?»…

He reflexionado unas semanas sobre el asunto, he hecho examen de conciencia y, movido de un sincero propósito de enmienda, prometo no volver a repetir semejante fechoría si usted viene por Cartagena de forma que, si me asalta la tentación, me limitaré a pasarle a usted el link a este post que he escrito como penitencia y ya decide usted mismo si le importa mucho, poco o nada, toda esta historia de credos, filioques, papas romanos y biblias en pasta.

Yo ya lo he dejado aquí escrito, no lo repetiré más, todo sea por la ortodoxia carthaginesa.