Vacaciones para tiesos (III): entendiendo la Semana Santa

Vacaciones para tiesos (III): entendiendo la Semana Santa

Observo por las estadísticas que, el número de tiesos que aún sigue esta serie de post destinada a hacerles disfrutar sin gastar dinero de la Semana Santa, se mantiene así que ahí va hoy una nueva entrega. Si aguantan la entrega de hoy —sin duda la más espesa— los capítulos restantes harán las delicias del respetable pero… Hay que entender este.

Vamos al turrón.

Dejamos ayer a los judíos metidos en un follón tremendo, con media población adicta a la cultura griega, la otra media sintiéndose «muy judía y mucho judía» y gobernados por unos recien llegados, los Macabeos, quienes se habían apoderado de todos los poderes declarándose reyes —a pesar de no ser de la casa de David— y hasta del cargo de Sumo Sacerdote del templo que había reconstruido Zorobabel. Los judíos, para entonces, no tenían miedo ya de sus antiguos dominadores, los Seleúcidas, porque a estos les había salido un grano en el oriente de su imperio, una tribu de jinetes implacables que, en pocos años, construyeron un imperio formidable que abarcaba desde el actual Pakistán hasta el norte de Mesopotamia, dejando a los Seleúcidas apenas recluidos en lo que es la actual Siria: esos jinetes terribles eran conocidos como los Partos.

Parecía que las cosas iban medio bien para los judíos y que no podían aumentar mucho los problemas pero se equivocaban.

Se equivocaban porque un nuevo poder emergente, la joven República Romana, había adquirido intereses en el Mediterráneo Oriental y empezaba a estar hasta el «pilum» de la maldita plaga de piratas que asolaba la región del oriente de Cilicia y el norte de Siria, justo donde hacen ángulo la península de Anatolia (actual Turquía) y el norte de la vieja Fenicia, actual Líbano.

Como los romanos tenían muy poco sentido del humor cuando les tocaban sus naves decidieron poner fin al asunto de los piratas mandando a la zona a su mejor general, un tal Pompeyo, que acababa derrotar a Espartaco y sus esclavos rebeldes y al cual dieron, además, poderes especiales para hacer y deshacer a su antojo.

Pompeyo se plantó en Cilicia e hizo un escabeche de piratas notable pero, ya puesto en harina, no sólo se dedicó a apiolar piratas sino que se anexionó un montón de territorios en la península de Anatolia y, además, de paso conquistó los restos del Imperio Seleúcida que pasaron a formar parte de la República Romana con el nombre de provincia de Siria.

Faltaban apenas 64 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret cuando la República Romana se hizo fronteriza con el Reino Macabeo de Judea y pasó lo que tenía que pasar.

Diversos miembros de la familia de los macabeos resulta que andaban embroncados (as usual) por ver quien mandaba y concretamente dos de ellos, Hircano y Aristóbulo, andaban a tortas. Obsérvese, incidentalmente, que estos macabeos que habían llegado al poder diciendo que eran muy judíos y mucho judíos y oponiéndose a los judíos helenísticos, ahora llevaban ya nombres de pila griegos, lo cual es tan paradójico como si en la actualidad los reyes de España se llamasen Philip VI o John Charles I. Estos nombres nos dan una idea de cuán helenizada estaba la aristocracia judía.

Sigamos.

Viendo Hircano y Aristóbulo que los romanos andaban en la frontera, ambos, se dirigieron a Siria a pedirle ayuda contra su hermano respectivo a Pompeyo, pero no fueron solos, porque allí también se presentaron representantes de la secta de los fariseos a decirle que esos macabeos eran unos genares que ni respetaban a Yahweh, ni la Torá, ni nada de nada, y que, para gobernar, mucho mejor ellos que los macabeos del demonio.

Pompeyo, cuando empezó a enterarse del follón lírico que había en Judea entre helenizados, macabeos, fariseos, partidarios de Hircano, de Aristóbulo, esenios y saduceos varios, pidió tiempo muerto y dijo que le dieran cuartel para tratar de entender todo aquel galimatías, que le dejaran recabar informes.

Si Pompeyo hubiese leído los dos post que usted, amable lector o lectora, leyó ayer y anteayer, no habría necesitado pedir tiempo muerto, pero en la época de Pompeyo no había Facebook ni Twitter y, claro, el hombre andaba desinformado.

Estaba Pompeyo estudiando el asunto cuando el tontazo de Aristóbulo decidió atacar con sus tropas a Pompeyo y pasó lo que tenía que pasar, que fue aplastado sin levantar mano por las tropas de Pompeyo que vio resuelto el problema, pues, si sólo quedaba vivo Hircano, no iba a nombrar a otro (se ve que los fariseos no acabaron de hacerse entender) así que Pompeyo colocó a Hircano de Sumo Sacerdote y declaró a Judea estado vasallo.

Toda la toma de Jerusalén por Pompeyo de manos de Aristóbulo es un episodio bellamente narrado por el principal historiador judío, Flavio Josefo. El relato de cómo Pompeyo penetró en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén y vio lo que nadie podía ver sin tocar ninguno de los tesoros que allí se guardaban, aún eriza el vello pero, como esto es un resumen y hemos de llegar lo antes posible a Jesús de Nazaret, lo pasaré por alto.

Lo malo de las conquistas de Pompeyo es que ahora Roma hacía frontera con el imperio Parto a través del Reino vasallo de Judea y los puñeteros Partos eran tipos muy, muy, duros y acabaron siendo la némesis de la República Romana.

La República en aquellos años la gobernaba el triunvirato formado por Pompeyo, César y Craso y, mientras César andaba conquistando la Galia, Craso fue enviado a poner orden con el Imperio Parto. Fue una de las más brutales catástrofes romanas. Cuando faltaban apenas 50 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret, Craso fue brutalmente derrotado en Carras (Siria) donde, además de masacrar a un imponente ejército, los partos mataron a Craso y a su hijo.

Las consecuencias las imagináis, con Pompeyo y César como únicos supervivientes del triunvirato la guerra civil entre ambos no tardó en estallar y César, tras derrotar a Pompeyo, mientras acababa con la guerra civil, apareció por Egipto donde otros dos faraones peleaban por la corona: Ptolomeo XIII y su hermana Cleopatra. Creo que no necesito decir lo que pasó, César se enamoró perdidamente de Cleopatra pero no sin que antes, su hermano, Ptolomeo XIII, cercase con su ejército a César de tal modo que este pensó que ahí se terminaba la fiesta.

Sin embargo un sorprendente 7⁰ de caballería llegó en ayuda de César; resulta que Hircano (el Sumo Sacerdote judío a quien Pompeyo había puesto al frente del Reino de Judea) apareció por Egipto con su ejército al frente del cual estaba el general Antípatro (otro nombrecito griego). Su inesperada llegada salvó a César de ser apiolado por las huestes de Ptolomeo XIII y todo fue alegría, felicidad y Cleopatra, mucha Cleopatra.

La ayuda de Hircano y Antípatro no era desinteresada; nombrado Sumo Sacerdote por Pompeyo, enemigo mortal de César, Hircano venía a congraciarse con el nuevo «boss» y César lo agradeció confirmando a Hircano como sumo sacerdote y a Antípatro como Procurador romano en la zona. Es bueno que aclaremos que Antípatro tenía dos hijos, uno llamado Faisal y otro Herodes, un personaje este último que, seguramente, les sonará y que será decisivo en la historia de Jesús de Nazaret.

César, mientras tanto, tras pegarse unas vacaciones en el Nilo con Cleopatra navegando arriba y abajo y flipando con las cosas que había en Egipto, marchó un momentito a Roma para ver cómo arreglaba el asunto de los partos. Decidido a vengar la derrota de Craso, Julio César convocó una reunión en el Senado el 15 de marzo del año 44 antes de que naciese Jesús de Nazaret y allí ya sabéis lo que pasó: fue apuñalado a los pies de la estatua de su archienemigo Pompeyo.

Muerto César un nuevo triunvirato se formó con su hijo adoptivo Octaviano, Lépido y su sucesor moral Marco Antonio que, decidido a completar la obra de César y derrotar a los partos, marchó a oriente a preparar la campaña y allí se encontró… ¿lo adivináis? sí, con Cleopatra.

Perdidamente enamorado de Cleopatra (¿qué tendría esta mujer?) a Marco Antonio pronto se le olvidó el asunto de la guerra con los partos y comenzó a vivir de fiesta en fiesta con la faraona. Perdido en un delirio erótico de vino y rosas Marco Antonio ni se enteró de que los partos habían decidido que no iban a esperar a que los romanos fuesen por allí y que mejor serían ellos los que atacarían primero, así que, aprovechando la enésima enemistad entre dos personajes del clan de los Macabeos, los Partos se apoderaron de Judea apoyando a un sobrino de Hircano, el Sumo Sacerdote macabeo nombrado por Pompeyo y confirmado por César.

Faltaban apenas 41 años para el nacimiento de Jesús de Nazaret cuando un sobrino de Hircano llamado Antígono (otro nombrecito griego) buscó y encontró ayuda en los Partos para derrocar a su tío.

El episodio merece ser narrado: cuando Antígono y sus partos llegaron a Jerusalén mataron a Feisal —uno de los dos hijos del general Antípatro— y tras detener al Sumo Sacerdote Hircano le cortó las dos orejas. No es que Antígono hubiese lidiado con torería a su tío, lo que ocurre es que para ser Sumo Sacerdote era imprescindible no tener tara alguna y con esto Antígono se aseguraba que nunca jamás volviera a serlo.

Si Antígono dio la vuelta al ruedo con las orejas no nos lo cuentan las crónicas.

Sé que el follón que les estoy contando es de padre y muy señor mío pero, si has llegado hasta aquí, verás que el final está cercano y que acaba de forma sorprendente.

Mientras le cortaban las orejas a Hircano y apiolaban a Faisal, su hermano Herodes se las apañó para huir hacia Egipto con lo puesto, es decir, apenas con 500 concubinas, con sus tesoros y otras fruslerías de nada y fue a Egipto a presentarse a Marco Antonio y a decirle:

—¡Salve! noble Marco Antonio, no es que quiera yo estropearte la fiesta Cleopátrica que tienes montada, pero es que los partos han conquistado Judea y, desorejado Hircano y muerta la descendencia del fiel general Antípatro, sólo te quedo yo para poner orden en este putiferio. Nómbrame rey de Judea y yo te arreglo el asunto.

—Vale noble Herodes, pero es que ahora me pillas ocupado, mira, yo te nombro rey vasallo de Judea y tú cógete un ejército mientras yo acabo de resolver unos complejos problemas de estado que tengo con su alteza Cleopatra, la faraona.

Y así fue. Faltaban 38 años para que naciese Jesús de Nazaret cuando Herodes reconquistó Jerusalén y puso fin al rollo macabeo. Ahora él era el baranda en jefe y ya estamos listos para que venga al mundo Jesús de Nazaret.

La economía de los abogados

La economía de los abogados

Mi vida ha sido ser abogado y no economista y es seguramente por eso que mi vida no la han gobernado principios económicos sino los principios éticos que, al menos hasta hace unos años, yo daba por sentado que regían nuestra profesión.

En estos más de 35 años de ejercicio profesional y debido a mi ignorancia de los principios que rigen la ciencia económica, he tratado de ajustar mi comportamiento antes a los principios que yo entendía que gobernaban desde antiguo mi profesión que a otras consideraciones de naturaleza mercantil. Seguramente me he estado equivocando toda mi vida y es ahora, al cabo de los años, cuando la CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia), algunos muy concretos LAJ (Letrados de la Administración de Justicia) y alguna que otra sentencia de nuestro Tribunal Supremo, han venido a sacarme de este error vital que, sin duda, he padecido y aún padezco.

Durante la carrera la fijación y cobro de honorarios es una ciencia que no se estudia y seguramente por eso cobrar ha sido siempre la asignatura más difícil para los abogados y abogadas en ejercicio; pocos de ellos dominan este arte y lo optimizan de forma que les permita vivir y ejercer dignamente y no desnaturalice por ello su profesión. Analizar el por qué de esta dificultad nos retrotrae miles de años atrás; pero no desesperes y sigue leyendo porque, aunque triste, la historia es interesante.

La antigüedad romana

Ayudar a quien te llama para ello era para los antiguos romanos una obligación cívica de naturaleza cuasi sacral, de ahí que el llamado en auxilio de alguien (el ad auxilium vocatus) no pudiese cobrar por su trabajo. Si recuerdas tus estudios de derecho canónico (aunque no se bien si todavía se estudia) recordarás que entre los delitos más execrables que podía cometer un hombre de iglesia se encontraba el de la simonía; es decir, la venta de bienes espirituales (sacramentos) a cambio de dinero. Dicho en corto y por derecho: comete delito de simonía quien vende los sacramentos: quien otorga el perdón de los pecados, la comunión, el viático, etc. a cambio de dinero es reo de dicho delito.

No te extrañará saber que el oficio del abogado (del ad auxilium vocatus) era, en la antigua Roma, como el de los sacerdotes o pontífices de los cultos, un «oficio». Porque con la palabra oficio (officium) no se designaba en latín ningún tipo de trabajo sino que con ella se hacía referencia a un deber moral para con el resto de los ciudadanos, un deber que se ejercía con liberalidad (gratuitamente) y de buena fe. Similar en su naturaleza a los servicios religiosos (que todavía se llaman oficios hoy día) los servicios jurídicos se prestaban ex officio a impulsos de ese deber cívico y sin salario alguno a cambio. Cobrar salario (merces) era para los juristas algo tan reprobable (mercennaria vox) como vender los sacramentos para los sacerdotes (delito de simonía).

Parece que en pleno siglo XXI los clientes de los abogados aún siguen teniendo presente esa naturaleza eminentemente gratuita de los oficios de los letrados pues en ningún otro lugar distinto de los despachos de abogados se echa más de menos la expresión «¿se debe algo?» en boca de los clientes. Al parecer los consumidores españoles estudian derecho romano antes de acudir a la consulta de un letrado.

Y ¿de qué vivía un abogado? Bueno, pues de las donaciones que el cliente quisiera hacerle «en honor» a sus servicios. De ahí que, aquello que reciben los letrados de sus clientes en honor a los servicios prestados no se denomine salario, indemnización, estipendio, suma, unto, gato, guita, pasta ni parné; sino que recibe un nombre bien distinto.

La vieja virtud romana llevó al tribuno de la plebe Cincio Alimento (el nombrecito del tribuno tiene su guasa) a someter a plebiscito en el 204 a.C. una ley que prohibía a los abogados cobrar por sus oficios y así promulgó una «lex muneralis» que convirtió a la abogacía en la profesión «liberal» que ahora es. Porque liberal viene tanto de libre como de liberalidad (donación); es decir, que los ingresos del abogado provenían en exclusiva de las «liberalidades» (las donaciones) que el cliente satisfecho le hacía en «honor» a sus servicios. Por eso los abogados llamamos a nuestros ingresos «honorarios» y por eso nos decimos profesionales liberales. Y así quedó nuestra profesión en aquel año 204 a.C., llena de gloria y virtud pero famélica y ayuna de numerario.

El pago de los abogados, como constató Cicerón, consistía apenas en tres cosas, todas ellas muy virtuosas pero poco nutritivas: la admiración de los oyentes, la esperanza de los necesitados y el agradecimiento de los favorecidos.

No es poca cosa esto que señaló Cicerón, luego volveremos sobre ello.

Sin embargo los dirigentes romanos pronto descubrieron que de la admiración, la gratitud y la esperanza no se vive por lo que, años después, Alejandro Severo, hombre sin duda piadoso y práctico a la vez, acordó asignar víveres a los abogados, fijándolos siglo y medio más tarde Ulpino Marisciano en 15 modii de harina por todo asunto in urgenti que finendo sit. Las penas, ya se sabe, con pan son menos y con 15 modii de harina las fatigas se conllevan mejor que pasando hambre; al fin y al cabo once arrobas de harina por un pleito, viendo lo que pagan ahora en el turno, oiga, no está nada mal. Sin duda Ulpino Marisciano tenía fondos de LAJ avant la lettre.

Quizá comprendas ahora cuan exacto es el término «de oficio» aplicado a los letrados y letradas de España; Cicerón se reconocería en ellos. En medio de una inacabable procesión de bellos discursos agradeciendo su labor, admirándose de su ejecutoria y constituyéndolos en la única esperanza de los desfavorecidos, las administraciones de España no les entregan ni los miserables 15 modii de harina que hace dos mil años ya les entregaba Ulpino Marisciano.

Obligados a trabajar por lo que se les quiera pagar ¿conoces un diseño de sistema más parecido a la esclavitud que este?

Sin embargo el mundo fue cambiando y con el advenimiento de la ilustración llegaron las teorías clásicas y hasta marxistas de la economía, cualquiera de las cuales, sobre ser absolutamente inaplicables a nuestro oficio —y escribo «oficio» con toda la intención— dieron pie a que Comisiones Nacionales de la Competencia y al resto de los «operadores» que enumeré arriba demostrasen más allá de toda duda su incapacidad para entender la esencia de una profesión que, quizá por ser demasiado grande, no les cabe en la cabeza.

Pero de eso escribiré otro día.

(Continuará)

El dios de los mineros de La Unión

El dios de los mineros de La Unión

La historia que les voy a contar transcurre en el siglo II antes de Cristo en un lugar situado a unos ocho kilómetros de donde escribo ahora estas lineas, se llama la Rambla de la Boltada y está situada en la vertiente sur de uno de los lugares más altos de la Sierra Minera de Cartagena-La Unión: el Cabezo de Sancti Spiritus.

La Rambla de La Boltada es una especie de camino natural que, descendiendo hacia la Bahía de Portmán (hoy llena de estériles minerales para vergüenza y oprobio de esta Región) desde la antigüedad dio salida al mar a las producciones mineras de las minas ubicadas en ella, minas con nombres tan sugerentes como «Mercurio» o «San Ramón». Al final de la Rambla se ubicaba una construcción conocida hoy como «El Huerto del Paturro» que, ya en aquella época, fungía como industria proveedora de aperos para las explotaciones mineras. Pero volvamos a nuestra historia.

En aquel siglo II AEC la joven República Romana había arrebatado a los carthagineses toda esta zona de Hispania y ahora explotaba intensivamente las minas de plata y plomo del entorno de Carthago Nova para sufragar las múltiples guerras de expansión que mantenía.

La explotación, ciertamente, era descomunal para los parámetros de la época.

Para que se hagan una idea les diré que, hoy, el municipio de La Unión apenas si cuenta con veinte mil habitantes pero, en este momento histórico de que les hablo, más de cuarenta mil trabajadores arrancaban plata del interior de la sierra a un ritmo de veinticinco mil dracmas diarios con los que alimentar la insaciable voracidad de la hacienda de la joven república romana. Polibio, un historiador griego que visitó Carthago Nova en el año 151 AEC, señaló que el territorio minero distaba de la ciudad unos veinte estadios y se extendía a lo largo de cuatrocientos y es por él por quien conocemos las cifras que he ofrecido antes en relación con el número de trabajadores y la producción diaria.

Pueden imaginar que la mayor parte de estos cuarenta mil trabajadores eran esclavos y, a efectos de la historia que quiero contarles, nos importa saber que no todos eran iberos sino que muchos provenían del importante mercado de esclavos de la isla de Delos, en el mar Egeo, en la actual Grecia, una de las islas más pequeñas de las Cícladas pero, en aquel siglo uno de los más importantes mercados de esclavos del mediterráneo, y es por eso que, entre los nombres de personas relacionadas con las explotaciones mineras, encontramos scon frecuencia nombres sirios, griegos… y, cómo no, también iberos; nombres como Samalo o Toloco.

Pero ¿cómo sabemos que nombres como «Samalo» o «Toloco» son nombres iberos?

Para explicarles eso es preciso dirigirnos a la península Itálica, a un lugar llamado Ascoli y que nos situemos en la mañana del 17 de diciembre del año 89 AEC.

Ese día, el único cónsul que le quedaba a Roma, Cneo Pompeyo, padre de Pompeyo el Grande, el conquistador de Palestina, pasa revista a sus mejores tropas tras la importante toma de Ascoli, un momento decisivo en la llamada Guerra de los Asociados que había desangrado a la República en los años anteriores. Al frente de las tropas revistadas se encuentran dos personajes que, después, serán trascendentales para la historia de Roma: el propio hijo de Cneo Pompeyo (Pompeyo el Grande) y un, por entonces, poco conocido Lucio Sergio Catilina (sí, el de las «Catilinarias» de Cicerón)..

Tras de ellos y en estado de revista forma la mejor «Turma» (regimiento de caballería) del ejército romano: la «Turma Salluitana», un escuadrón de jinetes veteranos, rudos, valientes, leales… e iberos.

Sí, la «Turma Salluitana», como su nombre indica, había sido reclutada en Zaragoza (Salduie) unos años antes y ahora Cneo Pompeyo premiaba a estos tipos naturales de Zaragoza, Egea de los Caballeros, Lérida y otras ciudades de Hispania, concediéndoles la ciudadanía romana, justo la condición por la que peleaban contra sus aliados.

En el bronce Cneo Pompeyo mandó grabar los nombres de los integrantes de la «turma», pero no sólo sus nombres sino también los de sus padres y su lugar de nacimiento.

Gracias a este bronce sabemos por ejemplo que un tipo de Cariñena llamado «Belennes Albennes» se las había tenido muy tiesas en defensa del cónsul durante aquella guerra. Sabemos también, por ejemplo, que aunque los jinetes ilerdenses lucían nombres romanos como Cn(eo) Cornelius, sus padres llevaban nombres tan iberos como Enasagin.

Y aunque, como ven ustedes, la manía de ponerle jennifer o Jonathan a los niños ya circulaba en aquella época, la practica totalidad de los nombres, excepción hecha de estos ilerdenses, era ibera y la tabla de bronce está llena de nombres como Senibelser Adingibas, Ilurtibas Bilustivas o Estopeles Ordennas.

Seguramente ningún soldado de caballería se ha hecho un lugar en la historia tan destacado como los estos soldados de la «Turma Salluitana», pues el llamado Broce de Ascoli, redescubierto en 1908 en la propia ciudad de Ascoli, en Italia, fue la Piedra de Rosetta que utilizó el genial Manuel Gómez Moreno (Granada 1870-Madrid 1970) para descifrar el semisilabario (el alfabeto) ibero y poder desentrañarlo en parte, pues, a dia de hoy, no sabemos traducirlo, aunque sí sabemos bastantes cosas de él y una de ellas es reconocer los nombres iberos.

Dejemos aquí constancia de nuestra gratitud a los soldados de la valerosa «Turma Salluitana» y al genial Don Manuel Gómez Moreno y volvamos a La Unión, siglo II AEC, un poco antes de estos hechos que les he narrado en relación con la toma de Ascoli.

Como ya les he contado unos cuarenta mil esclavos trabajaban en las minas pero, como pueden imaginar, a su frente se encontraban capataces, encargados y en la cúspide de la pirámide social los llamados «negociatores», gentes venidas de la Península Itálica a hacer fortuna en Carthago Nova, un patrón de conducta que, durante siglos, se repetirá en la sierra minera y especialmente en lo que hoy es el municipio de La Unión.

De entre esos negotiatores os interesa una familia muy concreta, los Roscios, gentes que vemos citadas en más e treinta lingotes de plomo encontrados en el «Cabezo Rajado». En los alrededores de este cabezo se encuentran otros muchos lugares de importancia a efectos de la explotación minera, lugares como el Cabezo Ventura, el Cabezo La Atalaya, Los Beatos… lugares donde algunos arqueólogos situan la fundición de esta familia, los Roscii, en todo caso en un paraje que hoy día se conoce como «Roche».

Aclaremos: ni se me ocurre pensar ni sugerir que la etimología de este lugar (Roche) tenga su origen en los Roscii romanos, mineros y negotiatores; la etimología oficial nos dice que este paraje debe su nombre a una palabra catalana «roig» (rojo) y no seré yo quien lo discuta. Ahora bien, se non è vero, è ben trovato.

Y de entre todos esos Roscios hay uno que nos interesa más que los demás, se llamaba Marco, Marco Roscio y. cmo muchos negotiatores de la época, para dirigir sus explotaciones mineras puso en la bocamina de la mina «Mercurio» (tiene narices que aún hoy día la mina lleve el nombre de ese dios romano del comercio) a dos libertos, uno llamado Marco también y el otro no podemos leerlo bien.

Liberar esclavos para dirigir las explotaciones era una práctica habitual como también era una práctica habitual consagrar un altar a la entrada de la mina donde los pobres condenados a trabajar en su interior depositasen sus sacrificios y sus plegarias.

Esta práctica de colocar altares en las minas es tan antigua como la humanidad y a ella debemos avances culturales absolutamente increíbles. Si no me creen busquen en wikipedia «escritura protosinaítica», pues allí, en los amorosos brazos de la egipcia Diosa Hathor, la diosa con forma de vaca, aparecen los primeros signos que darán lugar a la mayor invención qu conocen los siglos: el alfabeto.

Sí, las letras que ahora escribo y con las que me comunico con usted son hijas directas de aquellos signos que los mineros de Serabit Al Jadim grabaron en los brazos y en el cuerpo de Hathor, su protectora.

No fue diferente en la bocamina de la mina «Mercurio» pues, en algún momento, los libertos de Marcus Roscius, atendiendo a la fe de los mineros, colocaron en ella un altar con la siguiente inscripción:

[…] M(arcus) ROSCIES M(arci) L(iberti)
SALAECO DEDERV(nt)

Que traducido resulta

…. y Marco Roscios, libertos de Marco, lo ofrendaron a Salaeco.

La fotografía del altar es la que ven en la fotografía y, por razones incomprensibles, el mismo se encuentra a día de hoy depositado en el museo municipal de Águilas, a casi cien kilómetros del lugar donde fue encontrado.

La presencia de un dios nuevo en la zona, de un dios específicamente protector de los mineros, de los esclavos, de aquellas terribles explotaciones es un hecho que, no sé a usted, pero a mí me conmueve.

¿Y era ese dios griego, sirio, ibero? ¿quiénes formaban esa comunidad de fieles de seleuco?

me van a permitir que eso se lo cuente otro día, por hoy ya he agotado mi tiempo libre para escribir, pero créanme que resulta interesante pensar que a diosas egipcias como Isis, o sirias como Attargattis, podamos añadir un dios que pudiera ser ibero como seleuco.

Pero de eso hablaremos otro día, ya es tiempo de cenar.

Turno de oficio a la romana


Hoy me ha dado por ver cómo llevaban el turno de oficio los romanos y si cobraban igual de tarde y mal que nosotros; así que, como el Colegio de Augustales me pilla al lado de casa, me he ido para allá a ver qué me encontraba.

No he visto a nadie conocido para preguntarle pero hay que reconocer que el colegio tenía que ser imponente, y digo «tenía» porque se nota que en los últimos dos mil años le ha faltado mantenimiento. Se ve que tenía fuentes la mar de apañadas en unos ninfeos que flanqueaban la sala principal, archivos y patio. La sala principal, presidida por la estatua de Augusto, se ve que fue bastante impresionante y que daba mucho tono a los colegiales. Eso sí, la cuota de entrada costaba un pastizal y sólo si eras muy rico podías formar parte de este colegio.

El edificio está hecho con materiales traídos de la otra punta del imperio (Egipto, Asia Menor), lo que demuestra que no andaban flojos de sestercios estos colegas y que el cumquibus se les debía salir por las orejas.

Al parecer tenían el juzgado (basilica) puerta con puerta, lo que siempre es muy cómodo, aunque en su caso no tenían que pasar por el colegio a recoger la toga: la traían puesta de casa.

En fin, no he podido averiguar mucho más porque hoy es domingo y allí no había nadie, lo que sí puedo confirmar es que, con toda seguridad, debían ser más felices que nosotros: por lo que he visto no existe el más mínimo indicio de que los romanos usasen LexNet.

Marco Oppio: de oficio abogado


Sus huesos deben andar enterrados cerca de este lugar donde escribo. Se llamaba Marco, como su padre, pertenecía a la gens oppia y era abogado. Ejerció en el siglo I a.c., en plena edad dorada de la República Romana, y pudo compartir foro con Cicerón con quien, por cierto, sí que compartía la muy cartagenera costumbre de comerse alguna que otra letra al hablar[1]. Por qué y cómo la gens oppia había llegado a tener relaciones con nuestra patria cartagenera es algo difícil de saber, aunque hipótesis verosímiles no faltan y con alguna de ellas ando muy entretenido estos días.

Poco sabemos de Marco Oppio salvo lo que de él nos cuenta su epitafio, contenido en una lápida hallada en Cartagena y que literalmente, reza:

M(arcus) Oppius M(arci) f(ilius)
Foresis ars hic est sita
flet titulus se relictum

La traducción, aparentemente sencilla, esconde no pocas sorpresas pues, bajo la primera de las lineas (Marco Oppio hijo de Marco), aparecen dos líneas que constituyen un carmen epigraphicum compuesto por un dímetro yámbico en la segunda línea y un cuaternario yámbico en la tercera, según ha señalado el profesor Ricardo Hernández Pérez[2]. Si seguimos a dicho autor y prescindimos de la traducción directa el epitafio de nuestro abogado vendría a decir lo siguiente:

Marco Oppio, hijo de Marco.
Aquí está enterrado el arte del foro
lloran los que quedan abandonados.

No pretendo que esta traducción sea exacta, literalmente es el “titulus” (la inscripción) la que llora al haber quedado abandonada, pero creo entender el sentido y este debe ser parecido al que propongo. Ser abogado en Roma, en palabras de Cicerón, era una profesión que no tenía más retribución que la admiración de los oyentes, el agradecimiento de los favorecidos y la esperanza de los necesitados y es esta retribución la que encontró Marcus Oppius inscrita en una placa de caliza sobre su sepultura; la admiración (aquí está enterrado el arte del foro) y las lágrimas de los agradecidos y esperanzados. No es mucho, pero quizá tampoco sea mucho más lo que puede esperar un abogado.

Esta noche, mientras escribo esto, pienso en los abogados que conozco, los que ven cómo año a año los gobiernos les reducen sus posibilidades de ganarse la vida sin que nadie alce la voz para denunciarlo, los que no reciben distinciones ni medallas nacidas más de las relaciones cómplices que de los méritos verdaderos, los que aún consideran su trabajo más una profesión que un negocio… y me estremece la voz de Marcus Oppius surgiendo desde la noche de los tiempos; la voz de un abogado, uno de los nuestros.


  1. En su epitafio consta que se dedicaba al “foresis ars” y no al “forensis ars” porque en el siglo I era común “comerse” la “n”; el propio Cicerón, según testimonio de Velio Longo (Gramm. Lat. Keil VII 79, 1.s) pronunciaba foresia et Megalesia et hortesia sine n littera (Gómez Font, X. & Hernández Pérez, R. (2011) Carmina latina epigraphica Carthaginis Novae, Valencia, pp.47–48)  ↩
  2. Hernández Pérez, R. (1997) El epitafio poético del abogado Marco Oppio (CIL II 3493, ad CLE 224: Carthago Noua) Faventia 19/2, 1997 pp. 97–103  ↩