El último defensor de Masadá

El último defensor de Masadá

El jovencito que ven en la foto se llama Matusalén, tiene unos 2000 años de edad y pertenece a una especie de palmeras extinguida hace quinientos años: la palmera de Judea.

Como bien saben en Elche la palmera puede ser la base de todo un sistema económico y la palmera de Judea era fundamental para la subsistencia de los cananeos en la época de Cristo; fue precisamente por ello por lo que los romanos se dedicaron a exterminarla minuciosamente a fin de sofocar las innumerables revueltas judías.

El último bastión judío en ser aniquilado, como todos ustedes saben, fue Masadá (¿por qué no repondrán esa maginifica serie de TV?), una fortaleza situada en una altísima meseta virtualmente inexpugnable para cuya toma, el ejército romano, hubo de construir una rampa de 100 metros de longitud que salvase un desnivel de otros 100 metros (para Jorge Campanillas un paseito en bici) por donde asaltar la fortaleza.

Tras siete meses de asedio los defensores de Masadá se suicidaron y los romanos tomaron la fortaleza cuando nada vivo quedaba allí.

¿Nada? No. Como en los viejos comics de Asterix un ser vivo judío todavía resistía al invasor: dentro de una jarra algún defensor de Masadá había guardado para el futuro unas semillas de Palmera de Judea.

En 1963 un arqueólogo —Yigael Yadin— encontró la jarra y archivó las semillas (¿cómo iban a sobrevivir 2000 años unas semillas?) hasta que, en 2005, Elaine Solowei, una botánica con más fe en la vida que Yigael, decidió plantar unas cuantas. Y, para sorpresa de todos, aquellas semillas de 2000 años, las últimas resistentes del asedio de Masadá, germinaron y de ellas nació la palmera que ven en la foto: un jovencito —era una palmera macho— al que llamaron, claro está, Matusalén.

El problema fue que Matusalén no tenía compañera y, como todo el mundo sabe, en el asunto de la reproducción un hombre solo no es capaz de hacer nada a derechas; pero, sucesivas excavaciones en Qumrán y otros lugares, trajeron a la luz nuevas semillas, varias de las cuales resultaron ser de hembras y el milagro se hizo: hoy la palmera de Judea vuelve a vivir tras haber resistido el asedio de Masadá durante más de 2000 años.

Sabemos de formas de vida capaces de viajar en meteoritos soportando las terribles condiciones del espacio exterior, conocemos pequeñas formas de vida, como los tardígrados, capaces de resistir condiciones inimaginables, y por eso, a mí, la noticia de estas semillas resistiendo milenios a un designio destructor me resulta muy inspiradora.

Tengo la intuición de que la vida es un fenómeno común en el universo y que, aunque las tremendas distancias existentes nos impidan contactar con formas de vida complejas, algún día nos encontraremos con algún tipo de forma de vida —por primitiva y simple que sea— en un entorno más o menos cercano. La ley de la evolución es implacable y sospecho que ningún ser vivo se habría adaptado a resistir viajes espaciales si tal entorno no le hubiese sido común en algún momento. Estas semillas de palmera, la última resistente de Masadá, nos cuentan con su vuelta a la vida que esta es mucho más resistente de lo que podemos llegar a pensar y que, cuando los seres humanos ya no existan, igual todavía Matusalén y sus compañeras siguen dando dátiles.

El último oficial del emperador

El 26 de diciembre de 1944, Hiroo Onoda —un oficial de inteligencia del ejército imperial japonés— fue enviado a la Isla de Lubang, en el archipiélago de las Filipinas, con órdenes muy concretas de su oficial superior, el mayor Yoshini Taniguchi: «Bajo ningún concepto está usted autorizado a quitarse la vida. Puede ser que nos tome tres años, puede ser que nos tome cinco, pero nos tome el tiempo que nos tome volveremos a por usted y, entretanto, mientras quede un solo soldado japonés en la isla usted lo liderará. Si han de comer cocos para sobrevivir coman cocos, pero bajo ninguna circunstancia se quite usted la vida».

Los norteamericanos desembarcaron en la isla el 28 de febrero de 1945 y tras una fiera resistencia japonesa lograron tomar la isla, pero no a Hiroo Onoda pues este, cumpliendo las órdenes recibidas, no se quitó la vida ritualmente tras la derrota sino que, acompañado por el cabo Shoishi Shimada y los soldados Yuichi Akatsu y Kinshichi Kozuka, se internaron en la selva dispuestos a resistir y a hostigar al enemigo hasta que las tropas imperiales reconquistasen la isla.

En 1949 el soldado Akatsu se separó del grupo y para 1950 se rindió a las tropas aliadas tras muchos meses de vida en solitario. Onoda y sus hombres, sin embargo, a pesar de los folletos e incluso cartas de familiares que se lanzaron desde aviones sobre la región donde se ocultaban, se resistieron a creer que Japón hubiese perdido la guerra y continuaron con sus operaciones guerrilleras de inteligencia y hostigamiento.

En 1953 Soichi Shimada fue herido en un tiroteo del cual se recuperó sin más asistencia que la de sus compañeros pero, un año después, el 7 de mayo de 1954 Shimada murió a consecuencia de un disparo de un grupo que les buscaba.

Kinshichi Kozuka murió por dos disparos de la policía local el 19 de octubre de 1972, cuando él y Onoda, como parte de sus actividades de guerrilla, quemaban arroz recolectado por unos agricultores, dejando a Onoda solo.

Pero Onoda tenía órdenes que no pensaba desobedecer y —aunque había sido declarado oficialmente muerto en 1959— el último oficial del emperador siguió cumpliendo con su deber sin más compañía que su fusil «Arisaka», unos cuantos cientos de cartuchos y unas cuantas granadas de mano.

Alertados por los encuentros armados y las muertes subsiguientes desde Japón se enviaron a las Filipinas grupos de búsqueda que no lograron dar con el escurridizo Onoda hasta que, en 1974, logró contactar con él un excéntrico estudiante japonés llamado Norio Suzuki. Por alguna razón Hiroo Onoda confió en él pero, por más que se le rogó, Onoda se negó a rendirse si no recibía la orden de la misma autoridad que le había ordenado resistir 29 años antes: el mayor Yoshini Taniguchi.

Suzuki volvió a Japón con las fotografías que acreditaban que había encontrado a Onoda y se las mostró al gobierno. Para suerte de todos y del propio Onoda, el señor Yoshini Taniguchi aún vivía y regentaba una librería en Japón, de forma que fue enviado nuevamente a las Filipinas donde contactó con Onoda, le convenció de que Japón había perdido la guerra y le ordenó rendirse.

Hiroo Onoda, tras 29 años de guerrilla en la selva, entregó su Arisaka, varios cientos de cartuchos, las bombas de mano que aun le quedaban y volvió a Japón con el indulto del presidente filipino Marcos pues, durante todos esos años, el grupo de Onoda no se había limitado a esconderse sino que había causado treinta muertos al «enemigo».

En la foto Hiroo Onoda saluda militarmente mientras uno de los presentes sostiene su sable de oficial.

Y tras esto pienso en nuestros políticos, en la voluntad de servicio que les anima, en su disposición a darlo todo por la sociedad y su indudable inclinación a dedicar su vida a los demás y al cumplimiento del deber.

¡Venga ya!